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Delitos Esotéricos
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Delitos Esotéricos

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Delitos Esotéricos

Unos segundos más tarde, el verdugo cogió una antorcha de un brasero, en primer lugar la levantó bien alta para mostrar a todos las llamas, luego la acercó a la pila de leña a los pies de Artemisia, que se incendió.

Artemisia, antes de que las llamas comenzasen a envolver su cuerpo, volvió la mirada a la luna, que en ese momento estaba oculta por el fenómeno del eclipse y sólo era percibida como una esfera rosácea rodeada por un halo, y dejó que se marchase su espíritu. Debía evitar que sus poderes y su sabiduría se transfiriesen a Carrega, enviándolos, en cambio, con la ayuda telepática de sus compañeras, a las cuales su sacrificio había salvado la vida, hacia la niña que había parido hacía unas pocas horas y que se llamaría Aurora, la primera luz de la mañana. En poco tiempo, las llamas se apoderaron del cuerpo de Artemisia y lo envolvieron, la mujer se transformó en una antorcha humana, los cabellos se quemaron, los vestidos se convirtieron en cenizas, dejando al descubierto la carne, que primero se convirtió en roja y luego en negra. La silueta de Artemisia, que ahora se retorcía, ya sólo se podía intuir en medio del muro de fuego, que ardía ruidosamente. Al final, Artemisia, con un último y prolongado grito de dolor, expiró, mientras las llamas continuaban desarrollando su cruel trabajo. Al acabar, en el suelo sólo quedaría un montículo de cenizas.

Cuando Aurora y Larìs volvieron a la realidad todavía estaban desnudas, tumbadas en el frío pavimento de mármol, con los cuerpos bañados de sudor por la tensión de la experiencia que acababan de vivir. Aurora, todavía aturdida, cogió un quimono de seda, se lo puso, y ofreció uno parecido a la muchacha, que era presa de escalofríos y quedó encantada de colocárselo. Así que Aurora fue a la cocina a preparar una tisana relajante, volviendo después de unos minutos con dos tazas humeantes, que esparcían un aroma de menta en el salón.

―¿Por qué hemos tenido esta visión? ¿Cuál es el significado? ―preguntó Larìs, comenzando a recuperarse.

―Creo haber comprendido que el maligno, que ha permanecido inactivo durante cuatro siglos, está recuperando sus fuerzas y quiere sacrificar unas víctimas para aumentar su fuerza y su poder. Debemos tener cuidado, porque esas víctimas podríamos ser tú, yo o nuestras otras hermanas, descendientes de aquellas que hace cuatrocientos años escaparon de la muerte entre las llamas.

―¿Cómo podemos prepararnos para hacerle frente? ¿Tenemos bastante fuerza para hacerlo?

―Mi querida Larìs, tú y yo deberemos enfrentarnos a un largo y peligroso viaje hasta el templo donde vive el Gran Patriarca, que nos ofrecerá el acceso a la sabiduría universal, de la cual él es el guardián. Se nos concederán la fuerza y la sabiduría que necesitemos.

Paso a paso, sosteniéndose en las cuerdas laterales, habían llegado aproximadamente a mitad del puente que oscilaba con cada uno de sus movimientos, cuando un ráfaga de viento más fuerte hizo helar el corazón de Larìs, que buscó de nuevo los ojos de Aurora para sentirse segura. Con cautela, las dos se sacaron las mochilas de las espaldas, se pusieron los anoraks y continuaron hasta llegar a la una zona herbosa más allá del puente. Desde allí, por lo menos, comenzaban cinco senderos, que se dirigían hacia distintas direcciones. ¿Cuál sería el correcto que debían seguir? Aurora vio dos ramas entrecruzadas con tierra removida alrededor, buscó una rama larga y, poniendo cuidado en no pisotear la tierra removida, destruyó la cruz, luego, con la misma rama, dibujó un círculo de tierra, recitando unas palabras que Larìs reconoció como las de un contra hechizo. Alguien había hecho un sortilegio para crearles dificultades en el camino que debían seguir. Pero Aurora tenía mucha experiencia. Después de completar el círculo y dirigir algunas palabras hacia el cielo, fue evidente que desde el claro sólo había un sendero que era el que había que seguir. Después de atravesar la lengua de un glaciar, el sendero descendía, hasta que las praderías de altura dejaron el puesto a un bosque, cada vez más espeso a medida que se descendía. Con cada cruce, con cada bifurcación del camino, las dos, instintivamente, sabían qué dirección seguir.

El bosque ofrecía frutos y bayas comestibles y de vez en cuando aparecía una fuente de agua fresca por lo que, aunque los víveres que llevaban de reserva comenzaban a escasear, no era posible padecer hambre ni sed. Incluso la temperatura se había hecho más agradable y ya no necesitaban llevar encima los anoraks. El quinto día de camino, saliendo del espeso bosque, se encontraron con un ameno valle, en el fondo del cual vieron su meta.

El templo era una construcción muy antigua que se había mantenido intacta durante el curso de los siglos y de los milenios, construido como estaba sobre la sólida roca en un lugar inaccesible a los comunes mortales. Lo que suscitó el estupor de las dos mujeres fue la central hidroeléctrica que se entreveía por la parte de atrás del templo. Una cascada, con la fuerza de un salto de unos cientos de metros, alimentaba las turbinas que suministraban energía eléctrica al antiguo edificio. Al lado de las turbinas, una serie de paneles solares aseguraban el suministro de agua caliente y contribuían también a generar electricidad. Una pionera instalación fotovoltaica, que aún no estaba en funcionamiento, completaba la central, que convertía aquel oasis en autónomo desde el punto de vista energético.

En cuanto llegaron a la entrada del templo fueron recibidas por dos hombres con un aspecto físico majestuoso.

―Sed bienvenidas al templo de la Sabiduría y de la Regeneración. El Gran Patriarca os está esperando y, en cuanto sea posible, os recibirá. Mientras tanto, seremos vuestros guías, os conduciremos a vuestros alojamientos y haremos lo posible por hacer agradable vuestra visita en este lugar encantador. Si necesitáis cualquier cosa, preguntadnos e intentaremos contentaros. Yo soy Ero y mi compañero es Dusai.

Los dos hombres, vestidos sólo con cortas túnicas de colores, eran altos y fuertes, los músculos parecían esculpidos, recordando antiguas estatuas griegas. Ero tenía los cabellos rubios, rizados, bastante largos, tez clara, aunque ligeramente bronceada y los ojos de color azul cielo. Dusai, moreno, los cabellos negros cortos, los ojos oscuros y la tez del color del ébano. Mientras que Dusai se ocupaba de Aurora, Ero se inclinó delante de Larìs y cogió su equipaje. Los cuatro, después de atravesar un patio cuadrado, se adentraron en el edificio y caminaron por pasillos decorados. Los frescos alternaban escenas de caza y escenas de guerra y de acoplamiento entre animales. Llegaron, finalmente, a un claustro, en el centro del cual había una piscina. Bajo los pórticos se abrían las puertas de las habitaciones de los huéspedes. Aquí las decoraciones representaban acoplamientos entre hombres y mujeres, en todas las posiciones posibles e inimaginables extraídas de los más impensables manuales del Kamasutra. Las dos mujeres fueron invitadas por sus cicerones a entrar cada una en una habitación, donde las ayudaron a desvestirse y a relajarse con un largo y minucioso masaje tonificante. Después de un par de horas las dos mujeres y los dos hombres se volvieron a encontrar en el interior de la piscina para gozar de los placeres de un buen baño en el agua templada de la bañera y del sexo ofrecido de manera espontánea por Ero y Dusai. Exhaustas por los días de camino pero regeneradas en el espíritu, Aurora y Larìs fueron invitadas a refocilarse. La mesa ya puesta ofrecía carnero asado con guarnición de sabrosas verduras y una increíble variedad de suculentos frutos. Al finalizar el banquete se retiraron a sus habitaciones para caer en un merecido sueño restaurador.

A la mañana siguiente, muy temprano, los cicerones llevaron a cada una de las mujeres una perfumadísima taza de té, acompañada por dulces a base de uva pasa y mosto, diciéndoles que se preparasen para ser recibidas por el Gran Patriarca. Sus compañeros del día anterior las acompañaron hasta los pies de una escalinata que conducía a los pisos superiores. Desde ese momento les acompañaría una guía mucho más anciana y mucho menos atrayente, dado que a Ero y Dusai no estaban autorizados a estar en presencia del Patriarca. Hiamalè, así se llamaba el nuevo guía, era una persona que demostraba por lo menos unos ochenta años, pero se decía que tuviese muchos más. Una larga barba gris adornaba su rostro y los cabellos largos y plateados estaban recogidos detrás de la nuca con una larga trenza. Saludó a las mujeres en la antigua lengua y las invitó a subir. A pesar de la edad, el anciano se enfrentó a la escalinata con agilidad, tramo tras tramo, hasta llegar al quinto nivel. Aurora y Larìs se dieron cuenta de que estaban en una especie de torre que sobrepasaba el templo y que, desde las ventanas, se podía admirar la construcción en toda su magnificencia. El anciano Hiamalè se arrodilló delante de una puerta de madera, decorada con estupendas incrustaciones, e invitó a las mujeres a que hiciesen lo mismo. Como si alguien hubiese advertido su presencia, aunque no habían sido anunciados, la puerta se abrió de par en par y las dos mujeres se encontraron en presencia del Gran Patriarca.

―No es necesario que os postréis ante mí ―dijo, despidiendo al anciano e invitando a las dos mujeres a entrar en su habitación. ―Sois bienvenidas. Hace tiempo que os esperaba, la percepción de vuestra llegada era fuerte en mi interior. Me presento ante vos, fieles adeptas, que aspiráis a la sabiduría universal. Desde que estoy en este lugar me hago llamar Roboamo, aunque éste no es mi verdadero nombre, en honor del hijo del rey Salomón que se llamaba así. Dice la tradición que este templo fue hecho edificar justo por el sabio Rey en este sitio inaccesible, entre éstas que son las montañas más altas de la Tierra, para hacer las veces de caja del tesoro y para la protección del libro de magia más antiguo y más preciso, escrito de su puño y letra, La chiave di Salomone. Las leyendas dicen que ese libro fue encontrado, unos siglos después de la muerte del famoso Rey, en el interior de su tumba, conservado en un contenedor de marfil junto a un anillo que llevaba su sello. Muchos intentaron traducir ese escrito primero al latín, luego al francés, pero nadie lo consiguió totalmente, ya que era sólo una falsificación y el rey Salomón había conseguido convertirlo en incomprensible. El original de La chiave di Salomone, en cambio, está conservado en el Santa Sanctorum de este templo y sólo unas pocas personas sabias, en el transcurso de los milenios, han podido tener acceso a él. Quizás tú, Aurora, podría formar parte de estos pocos elegidos, pero no anticipemos acontecimientos. Vosotras estáis aquí para acceder al saber conservado en este lugar de la misma manera que, antes que vosotras, han llegado personas deseosas de consultar textos importantes, que han sido custodiados aquí desde tiempos inmemoriales. Han llegado sacerdotes de todo tipo de religiones pero también prominentes científicos, gracias a los cuales esta construcción ha sido dotada de comodidades modernas. Vosotras mismas habéis visto la instalación para la producción de electricidad. No es sencillo hacer llegar hasta aquí materias primas para la construcción de tales instalaciones. El único científico que llegó hasta aquí fue un italiano, cuya idea era transformar la energía de los rayos del sol, pero también aquella inherente a la misma luz, en energía eléctrica, por medio de micro celdas, que él llamaba celdas fotovoltaicas, en honor de su conciudadano Alessandro Volta. Pero, mientras que en vosotras veo auras positivas, alrededor de él aleteaba un aura oscura, que tendía al negro, índice de maldad y perfidia de ánimo.

―¿Cómo se hacía llamar? ―preguntó Aurora, con curiosidad y un poco de temor ―¿Ha podido acceder al saber, aunque tuvierais dudas de él?

―Querida Aurora, tú tienes un aura de color azul intenso, como el límpido cielo, y por lo tanto un corazón puro, pero eres muy sensible a los influjos externos, porque te fías de todos. Y es por esto que estás acompañada por Larìs, que tiene un aura roja como el fuego y que revela su carácter impulsivo, determinado, listo para sacrificar su propia vida para ayudar a quien está a su lado. No puedo revelarte el nombre de esa persona. Cualquiera que llega hasta aquí tiene acceso a los textos y a los manuscritos que aquí se conservan. Luego, concierne a él decidir cómo usar el saber adquirido, si para el bien o para el mal. Mira, cada religión tiende a identificar el bien con Dios y el mal con otra divinidad opuesta. Que luego Dios se llame Jahvé, Vishnu, Odino o Allah y el diablo Satana, Lucifero, Seth o Sehuet, es indiferente. El bien y el mal están dentro de cada uno de nosotros y la eterna lucha entre ellos se consuma en nuestra alma. En algunos prevalece el bien, en otros el mal.

―Gran Patriarca, revélanos el camino para acceder a la Sabiduría Universal ―volvió a decir Aurora ―y te estaremos agradecidas y te honraremos durante el resto de nuestra vida mortal.

―Veréis, hay dos vías para alcanzar el objetivo, una más rápida y otra más lenta. Larìs, que es más joven, seguirá esta segunda vía, tendrá todo el tiempo para consultar los textos, asimilar cuanto contienen y aprender a usar, con la ayuda de los Maestros, su Tercer Ojo, el de la sabiduría, con el que conseguirá percibir el aura de las personas que están a su alrededor y penetrar en sus pensamientos, entrando en contacto con sus mentes. Es un recorrido largo que yo mismo hace tiempo escogí, y que requiere constancia, concentración y aplicación. Para ti, Aurora, que en cambio tienes prisa por asimilar todo con rapidez y volver a tu patria para combatir las fuerzas del maligno, te tengo reservada una vía más corta.

Batiendo las manos, llamó a Hiamalè, que condujo a Larìs fuera de la habitación, mientras que por la otra puerta entraron dos jóvenes sirvientas con una tisana humeante para el anciano patriarca. Roboamo bebió con cuidado, luego, de una bandeja que le traía una de las sirvientas, cogió un estuche y de él extrajo una jeringa.

―Papaverina. Inoculada en el pene, permite una erección duradera para una relación satisfactoria incluso en una persona anciana como yo. Te transmitiré todo mi saber y mi ciencia por medio de un vínculo carnal, después de lo cual tendrás acceso al Santa Sanctorum.

Las sirvientas ayudaron a Aurora a desvestirse y a tumbarse sobre los cojines dispuestos a tal fin sobre el pavimento, luego se ocuparon del anciano, lo liberaron de los vestidos, le pusieron la inyección, lo masajearon bien, y cuando entendieron que estaba preparado para consumar la relación con la recién llegada, se retiraron a un ángulo de la habitación. La relación con el anciano procuró a Aurora un inmenso placer. Cerró los ojos y se abandonó a los movimientos de Roboamo. En la cima de la excitación, alcanzado un intenso placer, comprendió que con el flujo líquido estaba penetrando en ella un calor que la invadía desde la punta de los pies hasta el último cabello. Estaba asimilando de un solo golpe toda la sabiduría que el anciano había acumulado en decenios de permanencia en aquel lugar inaccesible. En un momento dado, Aurora se dio cuenta de que Roboamo yacía inmóvil encima de ella. Todavía tenía el miembro turgente, debido al efecto de la papaverina, pero ya no respiraba, había muerto. Con un delicado movimiento, apartó a un lado el cuerpo de Roboamo y con bastante dificultad se desacopló de él. Mientras las sirvientas se hacían cargo del difunto, Aurora se volvió a vestir y fue asaltada por el miedo: ¿cómo llegar al Santa Sanctorum sin la ayuda de Roboamo? Pero luego, concentrándose, comprendió que, además de la sabiduría, había asimilado todo lo que había conservado en su memoria y, por lo tanto, ya conocía el camino que debía seguir para alcanzar la meta. Pero había más, la relación acabada de consumar la había transformado, tenía la piel más lisa, los senos más duros, las piernas más esbeltas, los cabellos menos sutiles, en definitiva, se sentía rejuvenecida. Buscó un espejo, que le devolvió la imagen de una veinteañera, la imagen de ella misma pero con cuarenta años menos. Con las manos se tocó el rostro, como para cerciorarse de que lo que veía fuese real y no una visión. Las arrugas habían desaparecido, sus ojos verdes brillaban, no había ni sombra de la opacidad del cristalino, los cabellos habían vuelto a su color castaño natural. Pero no tenía tiempo para pararse en elementos fútiles. Debía llegar hasta La Chiave di Salomone.

Intentando seguir los recuerdos impresos en la mente por Roboamo, volvió a descender las escaleras hasta la planta baja. En un salón con las paredes decoradas buscó una estatua dorada que representaba un gato. Colgando del cuello de éste último observó un medallón con forma de pentáculo. Lo giró y vio abrirse un pasaje en la pared de fondo, la única en la que no había ventanas. Entró en un largo pasillo semi oscuro, iluminado de vez en cuando por la débil luz de antiguas lámpara de aceite. Al final del pasillo, una escalera de caracol descendía hacia los subterráneos hasta otro salón ricamente decorado. Fue derecha hacia una maciza puerta dorada, enriquecida con bajorrelieves de oro puro, que representaban episodios de la vida del Rey Salomón. No había una cerradura para abrir la puerta ni otros artilugios. Para acceder al Santa Sanctorum se necesitaba una orden vocal, distinto según los días de la semana y de las horas del día. Aurora, calculando que en aquel momento debería invocar a la luna, pronunció en voz alta:

―¡Levanah!

La maciza puerta dorada comenzó a desplazarse en el interior del muro, de doble hoja, dejando libre acceso a la más secreta de las estancias del templo. En el centro de la misma, sobre una columna de un metro y medio aproximadamente, una caja de marfil se suponía que guardaba el libro y el anillo con el sello de Salomón, el talismán más potente de todos los tiempos. Muy emocionada, abrió la caja. El libro estaba en su sitio pero el anillo, no. Quien había llegado antes que ella había conseguido robarlo, asegurándose un poder nada desdeñable y difícil de combatir, en caso de que fuese utilizado para fines maléficos. Pero ahora la maga no tenía tiempo para pensar, tenía toda la noche para asimilar todo cuanto Salomón había escrito muchos siglos atrás, algo que no había recibido de la memoria de Roboamo, ya que él, aunque tenía acceso al Santa Sanctorum, nunca había tenido el valor de enfrentarse al texto sagrado. Cuando estuvo segura de haber aprendido de memoria todas las fórmulas e invocaciones, volvió a poner el libro en la caja y salió, recorriendo al revés el mismo camino que había seguido para llegar hasta allí. Cuando salió del salón, observó que desde las ventanas empezaban a entrar las primeras luces del alba. Giró el medallón sobre la estatua del gato, devolviéndolo a la posición inicial, y el pasaje del que acababa de salir se cerró.

Era el momento de volver a casa, en Liguria, y esta vez el viaje sería breve. Utilizaría el tele-transporte, que era una nueva magia que acababa de aprender. Pero primero debía despedirse de Larìs. Volvió al claustro, donde se encontraban las habitaciones de los huéspedes, observando que Ero y Dusai, ya levantados, conversaban en el borde de la piscina. A ambos se le escapó una apreciación sobre el nuevo aspecto de Aurora.

―¡Cáspita! Ojalá hubiese sido así el otro día ―comentó Dusai.

La maga evitó contestarle y llamó a la puerta de Larìs, que todavía estaba inmersa en el mundo de los sueños. Vio a ésta última que abría la puerta, medio dormida, observarla con aire interrogativo. Cuando Larìs se dio cuenta de que quien estaba delante era su compañera de viaje, se frotó los ojos pensando que quizás todavía estaba soñando.

―¡Sí, soy yo! ―afirmó Aurora ―Me voy pero permaneceremos en comunicación telepática. Cuando te necesite, lo sabrás, y serás capaz de llegar hasta mí en el menor tiempo posible.

Luego acercó sus labios a los de Larìs y la besó.

―¡Hasta pronto!

Aurora salió del templo y llegó a una llanura solitaria, donde se sentó en el suelo, teniendo cuidado de no cruzar las piernas, se concentró en el lugar al que debía ir y pronunció la fórmula mágica. Como su fuese capturada por un torbellino, por una especie de tromba de aire, su cuerpo se desvaneció para reaparecer en Triora, en el interior de su vivienda.

―¡Ya estoy en casa!

1 Capítulo 4

Nos dirigimos a pie hacia la escena del delito que ya había sido delimitada por las tiras de plástico blancas y rojas con las palabras Polizia di Stato. El lugar estaba ennegrecido por el incendio y empapado por el agua usada para apagarlo, pero lo que asombraba era el olor nauseabundo que se veían obligados a respirar. El olor de la carne humana quemada que todavía aleteaba en el aire era realmente insoportable. Cuando vio el cuerpo consiguió a duras penas contener la náusea. A primera vista parecía un maniquí, doblado sobre sí mismo, pegado a una cancela metálica que cerraba una especie de gruta, la forma humana ennegrecida por las llamas. No había rastros de cabellos y por todas partes se entreveían los huesos en medio de algunos jirones de piel apergaminada. Se intuía que era el cuerpo de una mujer por la silueta de los senos. A la altura de las muñecas y tobillos se notaban como una especie de filamentos de plástico fundido, índice de algo que debió servir para atar a la víctima a la cancela. El médico forense estaba llevando a cabo las primeras observaciones en el cuerpo mientras que los hombres de la científica estaban esperando pacientemente a que éste terminase para iniciar su trabajo. Diciendo a Mauro que me esperase, me acerqué traspasando la barrera de tiras de plástico. Cuando advirtió mi presencia, el forense, levantó la cabeza y se sacó los guantes de látex, moviendo la cabeza. La persona que estaba tendiéndome la mano era una mujer de unos treinta años, menuda, cabellos cortos oscuros, ojos oscuros y un pequeño piercing dorado en la nariz.

―La comisaria Ruggeri, imagino. Mucho gusto, doctora Illaria Banzi, médico forense.

―¿Qué me puede decir de esta pobre mujer?

―Realmente escalofriante, ni siquiera en mi breve carrera he visto nada parecido. No sé decir si estaba viva o muerta cuando la echaron a las llamas pero, desde el momento en que parece que estaba atada de manos y pies a esa cancela con trozos de cinta adhesiva, pienso que ha sido quemada viva. Este detalle nos lo dirá la autopsia. Por el momento puedo decir que estamos en presencia de un sujeto de sexo femenino, alrededor de los treinta y cinco, cuarenta años como máximo, a juzgar por la dentadura, pero no puedo ser precisa tampoco en esto, ya que el fuego lo ha alterado todo. En cuanto la científica haya terminado con sus observaciones, dispondré el traslado del cuerpo a la morgue y en el menor tiempo posible le enviaré el informe de la autopsia. Dentro de poco estará aquí el juez de instrucción. ¡Le deseo suerte, no será una investigación sencilla!

Me despedí de ella y fui hacia los hombres de uniforme.

―¿Se sabe algo sobre la identidad de la víctima? ―pregunté.

―¡Seguramente no tenía documentos encima! ―fue la respuesta sarcástica de un subinspector al que fulminé con la mirada ―Entiendo, no ha sido una broma apropiada. Lo que sabemos es que la víctima fue atada con una gruesa cinta adhesiva, esa para los paquetes para entendernos, a la reja metálica y le prendieron fuego. Esa especie de gruta es en realidad una vieja leñera, en el interior de la cual había leña seca y otros materiales inflamables. Desde el momento en que en esta zona se habla tanto de brujas, hemos pensado que alguien haya querido simular la ejecución de una bruja en la hoguera. Quizás un juego sádico entre dos amantes, ¿por qué no? Ella se deja atar, voluntariamente, él enciende una pequeña hoguera para dar más verosimilitud al juego pero luego la situación se le va de las manos, se levanta el viento, se desata el incendio y para la mujer, atada de esa manera, no hay salida. Nos hemos hecho esta idea.

―Muy fantástica, diría, y mal respaldada por las pruebas. ¿A usted le gusta hacer jueguecitos de este tipo con su compañera?

Quizás afectado en su intimidad, enrojeció, se aclaró la voz y buscó la manera de escapar.

―Está llegando el juez de instrucción. Ahora será él quien formule las hipótesis justas. Perdóneme, lo mío eran sólo conjeturas.

El juez era un hombre de unos cincuenta años, cabellos rizados, tan alto como Mauro, delgado. Viéndolo se parecía a un ave rapaz, con la nariz aguileña, los labios delgados y las gafas de lectura levantadas en la frente. Se acercó a Mauro, que le estrechó la mano y se presentó.

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