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Bajo El Emblema Del León
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Bajo El Emblema Del León

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Bajo El Emblema Del León

Andrea estaba confundido, no sabía qué decir, así que permaneció callado. Es verdad que su amigo el Duca sabía halagarlo con galardones y reconocimientos, pero actuando de esta manera encontraba siempre el modo de mandarlo al foso de los leones. El hecho de embarcase en una nave no le apetecía demasiado pero ya, había llegado hasta allí y no podía, de ninguna manera, echarse atrás.

Durante la noche dio vueltas y más vueltas entre las sábanas consiguiendo dormir poco o nada. Cuando caía en el sueño profundo le asaltaban pesadillas que le traían a la memoria la única batalla disputada en el mar. Mar y sangre, fuego y muerte. Y la figura del Mancino que lo atormentaba, acercándose a él hasta convertirse en un gigante, que lo acusaba de haberlo dejado morir entre el oleaje. Y se despertaba bañado en sudor, dándose cuenta de que había dormido sólo un instante. Cuando llegó el sirviente encargado de despertarlo casi sintió alivio al poder levantarse. Todavía estaba oscuro afuera pero desde la ventana podía vislumbrar la nave de tres palos en el fondo iluminado por la blanquecina luz de una luna casi en fase llena. El servidor le ayudó a ponerse una armadura ligera, constituida por una camisola de cota de malla con refuerzos más compactos en los hombros, los antebrazos y en el cuello. Encima de la armadura, un manto de raso mitad rojo y mitad amarillo. En la parte amarilla el dibujo del león de San Marco, en la roja la del león rampante coronado.

―¡Esta ropa no me va a proteger de nada en absoluto! ―comenzó a lamentarse Andrea con el servidor que le estaba ayudando a vestirse. ―¡Una flecha en el pecho y adiós al Marchese Franciolini! ¿Y qué podemos decir de las calzas? Simples calzones de cuero, sin ni siquiera unos clavos de metal de protección. ¡Venga, pásame la celada!

―No hay celada, Capitano. Así ya estáis preparado. A bordo es necesario ir ligeros, debe existir la posibilidad de actuar cómodamente, de correr de un lado a otro del galeón y, si es necesario, subirse a los mástiles. Una armadura como aquella a la que estáis acostumbrado a llevar en las batallas terrestres sólo sería un estorbo. ¡Creedme, mi Señor!

―Te creo y también creo que no llegaré vivo a Mantova. Si no me mata el mareo lo hará el enemigo. Seré un blanco fácil para los piratas turcos. Me acribillarán con las flechas y se cebarán con mi cadáver. ¡Un bonito destino al que salgo al encuentro, sólo por complacer a mi amigo el Duca!

―No debéis temer nada, mi Señor. El galeón realmente es muy seguro y perfecto para resistir cualquier tipo de ataque por parte de otras embarcaciones. Y el Comandante Foscari sabe lo que se hace. Sabe gobernar la nave y combatir en el mar como ningún otro en el mundo. Ya veréis. ¡Y ahora, relajaos! Necesitaréis todas vuestras fuerzas para enfrentaros al viaje ―y hablando de este modo dio unas palmadas haciendo que entrasen en la habitación otros siervos con unas bandejas.

El servidor que le había ayudado a vestirse, tomó una copa de plata y le hizo lavarse las manos con agua de rosas. Luego lo invitó a sentarse para comer. Los otros servidores apoyaron delante de él, sucesivamente, tres bandejas. En la primera había unas copas, algunas llenas de leche de burra, otras de zumo de naranja de Sicilia, otras con leche de vaca todavía humeante. Una segunda bandeja tenía comida dulce, pan de leche, rosquillas, galletas, mazapanes, piñonadas, cañas de crema, sfogliate5 , colocados en platitos decorados con anchas hojas de lechuga. La tercera bandeja estaba dedicada a los alimentos salados, anchoas, alcaparras, espárragos, gambas, acompañados por una copa llena de huevos de esturión al azúcar. Aparte, algunas jarras llenas de vino, desde el moscatel al trebbiano6 al vino dulce fermentado. Andrea tenía miedo de que, una vez que estuviese a bordo del galeón, todo lo que tendría en el estómago saldría por su boca. Vomitaría todo lo que hubiese ingerido. Pero los aromas que acariciaban sus narices eran demasiado atrayentes y así ensopó en la leche de burra algunas galletas y dos rosquillas, engullendo después la copa de leche caliente de vaca. Se cuidó mucho de probar la comida salada y, sobre todo, los vinos. Satisfecho, dejó escapar un sonoro eructo, después de lo cual se declaró preparado para ir hasta la embarcación veneciana.

Vista de cerca la nave de tres palos era realmente imponente. Andrea no había visto jamás una embarcación tan grande, ni siquiera las de los piratas turcos con los que había peleado hacía más de un año. Observó con placer que el galeón era muy estable. Las olas pasaban debajo del casco, pero la mastodóntica nave, en efecto, parecía que no se movía. A su mirada atenta no se le escaparon unos curiosos paneles metálicos que recubrían en casi todos los puntos los flancos de madera de la embarcación. Mientras intentaba comprender para qué servían, su atención fue reclamada por el capitán de la nave. Tommaso De’ Foscari estaba moviendo los brazos, haciendo señales al joven para subir a bordo a través de una cómoda pasarela dispuesta entre el muelle y el costado izquierdo del navío. No sin un poco de temor, Andrea llegó al puente, saludando a su nuevo compañero de aventuras con una reverencia. Mientras entregaba a Foscari el estandarte con el león rampante, para izarlo en la galleta7 para hacer compañía al león de San Marco, se dio cuenta de que estar encima de aquella nave no le molestaba en absoluto. El galeón era algo muy distinto a la coca en la que había perdido a sus dos mejores compañeros, el Mancino y Fiorano Santoni. Los movimientos debidos al chapoteo de las aguas bajo el casco no se sentían en absoluto.

―Como ves, mi estimado Franciolino, este navío de tres palos es una de las mejores naves suministradas a la flota de la Reppublica Serenissima ―comenzó a explicarle el comandante rodeándole el hombro con un brazo. ―Es una nave muy grande y por lo tanto muy estable. Pero, al mismo tiempo, es también ágil y fácil de maniobrar. Además por el viento puede ser impulsada, si es necesario, por dos órdenes de remeros. Entre la tripulación, sirvientes, remeros y soldados, se encuentran a bordo más de quinientos hombres. Casi un ejército. Y eso no es todo. Es un navío muy seguro. He observado, hace poco, como estabais mirando las mamparas metálicas en los flancos. Éstas protegen el casco de las bolas incendiarias de los enemigos. Si es necesario pueden ser levantadas, creando una barrera mucho más alta que las amuras de la misma nave y, entre una mampara y otra, pueden ser insertadas bocas de fuego, bombardas capaces de lanzar proyectiles explosivos contra el adversario. Pero todavía hay más. A bordo tenemos más de cien arcabuceros, hombres capaces de usar a la perfección la nueva y mortífera arma de fuego inventada por los franceses. No veo el momento de haceros ver esta máquina de guerra en acción.

Mientras seguía hablando, el comandante había conducido a Andrea al puente de mando, donde asumió el control del timón explicando que, en jerga marinera, la parte delantera de la nave se llamaba proa y la de atrás popa, el lado izquierdo babor y el derecho estribor. A continuación comenzó a gritar órdenes a los marineros con el objetivo de preparar la nave para zarpar. Las órdenes, pronunciadas en estricta jerga marinera, eran del todo incomprensibles para Andrea.

―Izad el ancla ― Retirad las amarras ― Desplegad la vela mayor ― Soltad la mesana ―Izad las velas del trinquete, eran todas órdenes de las que no comprendía en absoluto el significado. De todas formas, podía observar como, ante cada orden del Capitano da Mar, la tripulación se movía rápidamente y de manera precisa, sin dudarlo. En poco tiempo, el galeón se separó del muelle y se hizo a la mar, comenzando la travesía hacia el norte, con un bonito viento siroco que hinchaba las velas al máximo. Foscari mantenía bien sujeto el timón y continuaba explicando a Andrea lo que estaba haciendo.

―El Mar Adriático es un mar cerrado y también muy estrecho entre las orillas italianas y las de Dalmacia. Y, por lo tanto, es bastante seguro. Es difícil que estallen tormentas imprevistas, como se encuentran cuando se atraviesa el océano para llegar al Nuevo Mundo. Pero, de todas formas, no hay que subestimar el hecho de que a veces el viento gira y se convierte en peligroso. El lebeche8 , el viento que sopla desde tierra, puede encrespar el mar y también provocar marejadas imponentes. Además, hace que sea difícil gobernar la nave, ya que impulsa a las embarcaciones hacia mar adentro. Como puedes ver, nosotros siempre buscamos navegar más bien hacia mar adentro para evitar las aguas poco profundas pero siempre con la costa a la vista, de manera que no perdamos jamás la ruta. El lebeche te puede engañar, haciendo que pierdas de vista la línea costera y por lo tanto desorientando a los navegantes, en concreto cuando el cielo está nublado y no se puede uno orientar gracias al sol y a las estrellas. El otro viento que tememos nosotros los marineros es el bora, la buriana, que trae nieve y hielo y que sopla sobre todo en las estaciones invernales. El bora a veces es tan fuerte que puede arrasar con todo lo que se encuentra a su paso, incluidos marineros que se hallan sobre el puente y que, si acaban en las aguas heladas, tienen pocas esperanzas de poder sobrevivir.

―Querido Tommaso ―lo interrumpió Andrea que ahora ya había tomado confianza con su nuevo amigo ―Te debo confesar que yo soy muy timorato con el mar. Ni siquiera sé nadar y he tenido una experiencia muy mala el año pasado a la altura de Senigallia. Por lo tanto, preferiría que evitaras contarme ciertos detalles. Ya me has producido escalofríos. Si continúas así, me vendrán las arcadas y entonces sufriré durante el resto de la navegación. Hoy, en cambio, puedo ver un hermoso día, el viento que nos acaricia es templado y agradable, y esta nave es tan estable que no siento ningún malestar. Por lo tanto, dejadme disfrutar de este viaje, y contadme más bien vuestras hazañas guerreras. Sé que combatiste contra los turcos en tierras dalmatas… Pero, ¿lo que veo allá cerca de la orilla es la silueta de la Rocca Roveresca? ¿Hemos llegado ya a Senigallia?

―La nave es rápida y el viento nos es favorable. Sí, hemos llegado a la costa de Senigallia. Y dado que has hablado de los turcos, estate preparado para encontrártelos, porque estas aguas están infestadas de piratas del Sultán Selim.

―Lo sé muy bien. ¡Ah, si consiguiese hacérselas pagar por lo que me han hecho perder hace un año! Dos de mis mejores amigos han perdido la vida luchando contra esos bastados infieles. Y yo me he salvado por un pelo.

―Perfecto, mi querido Franciolino. Entonces, si nos vemos obligados a combatirlos, mientras yo gobierno la nave, tendrás el honor de dar las órdenes a los cañoneros y arcabuceros. Ahora te explicaré cómo.

La navegación prosiguió tranquila hasta última hora de la tarde. El comandante Foscari estaba preparando el galeón para atracar en el puerto de Rimini para pasar la noche cuando un vigía, desde su posición en la cima del mástil más alto, gritó:

―¡Nave pirata a estribor! Galeón enarbolando bandera turca, en disposición de batalla.

―¡Es Selim! ―susurró Andrea al Capitano Foscari comenzando ya a sentir una cierta agitación ante la idea de un combate.

El Capitano da Mar gritó algunas órdenes en jerga marinera. Andrea no comprendía casi nada pero, de nuevo, pudo admirar cómo, con cada orden, la tripulación de la nave se movía en perfecta sincronía secundando los deseos del comandante. En unos minutos, se levantaron las mamparas metálicas protectoras del lado derecho de la nave, los cañones fueron cargados y los artilleros se pusieron en posición de combate. Los arcabuceros, en cambio, después de cargadas sus armas, se movieron al lado izquierdo del galeón, cerca de las amuras de babor.

―Tuyo será el honor de ordenar hacer fuego ―dijo Foscari, volviéndose hacia Andrea ―¡Pero no antes de que el enemigo haya hecho el primer movimiento!

―¿Dejamos que los piratas nos ataquen? ¿No es una imprudencia?

―Ya verás.

El coloquio entre los dos fue bruscamente interrumpido por el ataque enemigo. Una granizada de bolas incendiarias partió del buque turco. Muchas fueron a caer al agua, apagándose en una nube de vapor y salpicaduras de agua salada, a unos cuantos pies de distancia de la nave veneciana. Algunas balas golpearon las mampara metálicas y también éstas cayeron en el mar sin provocar daños en el casco. Andrea se sintió, en un cierto momento, golpeado por un chorro de agua templada, levantado por una de las balas incendiarias caída demasiado cerca del puente de mando. Empapado como un pollo se preparó para dar la orden de responder al fuego. Los artificieros habían cargado los cañones con bolas explosivas. Andrea ordenó que encendiesen las mechas mientras que su amigo Tommaso organizaba la siguiente maniobra.

―¡Fuego a discreción! No les demos la posibilidad de ajustar el tiro ―y busco un punto de apoyo sólido para agarrarse con fuerza, previendo el retroceso debido a las explosiones simultáneas de por lo menos cuarenta cañones.

Pero, completamente asombrado, vio partir los tiros acompañados por nubes de humo correspondientes a cada una de las bocas de fuego, sin que la estabilidad del galeón se viese afectada lo más mínimo. Es verdad, la nave comenzó a oscilar y la rápida maniobra ordenada por el comandante justo después empeoró no poco las condiciones del estómago de Andrea. Pero debía resistir. No podía marearse. La nave enfilaba veloz, con la proa, al galeón turco. Habían sido arriadas las velas y se movían sólo con las fuerzas de los remos. De hecho, la maniobra debía ser precisa, no se podía confiar en los caprichos del viento. Dos órdenes de remeros en cada lado podían lanzar la nave a la velocidad requerida por el comandante, a través del maestro de remeros llamado contramaestre. Los proyectiles explosivos habían hecho su trabajo. Habían golpeado la nave de tres mástiles turca en bastantes puntos, provocando graves daños. El palo mayor había sido abatido y habían sido abiertos diversos agujeros en el casco que ya se estaba inclinando sobre el flanco derecho. Los piratas estaban bajando las pequeñas embarcaciones de abordaje por el lado opuesto, hacia el mar abierto, ya fuese para abandonar la nave que estaba a punto de hundirse ya porque no se daban por vencidos y se estaban preparando para el abordaje de la nave veneciana. Tanto Andrea como Tommaso De’ Foscari sabían bien que la religión de aquellos bastardos les enseñaba que morir en combate significaba ser acogidos en la gloria por su dios. Ninguno de ellos se rendiría jamás. Combatirían hasta morir todos pero si un sólo grupo de aquellos despiadados piratas consiguiese subir a bordo, muchos hombres perderían la vida. Es cierto, en poco tiempo los turcos los turcos se verían sobrepasados, no obstante ellos conseguirían, de todos modos, producir numerosas víctimas. Y Tommaso no querría perder ni uno solo de sus hombres. Por lo tanto, la maniobra debía ser precisa. Guió la nave para dar la vuelta al galeón turco, de manera que se encontrase entre éste y las barcas de los piratas. Andrea, en este momento, pudo darse cuenta de cuán mortífera era la nueva arma llamada arcabuz. Los cincuenta arcabuceros dispararon a la vez contra las pequeñas embarcaciones a la orden gritada por el comandante Franciolini, justo en el momento en el que el Capitano da Mar le hizo la señal convenida. Los hombres golpeados por las balas de los arcabuces caían como moscas: cabezas que eran aplastadas, cuerpos que eran proyectados al agua como muñecos de trapo, piernas y brazos que eran separados de los troncos que quedaban, por poco tiempo, todavía agonizantes, para morir desangrados. Mientras los arcabuceros cargaban de nuevo las armas, los piratas que habían quedado con vida se echaron al agua para intentar librarse de los tiros. Pero la segunda ráfaga no fue menos destructiva que la primera. Se ordenó que se disparasen algunas balas explosivas con los cañones, asegurando el hundimiento de las chalupas de los turcos. Algunas flechas silbaron sobre las cabezas de Andrea y Tommaso pero ninguna dio en el blanco. Los arcabuceros y los artilleros estaban bien protegidos por las amuras de la nave y por las mamparas móviles. En el mar comenzó a dibujarse una mancha rojiza, una especie de isla de sangre, cuyos habitantes eran fragmentos de madera quemada y cadáveres deformados. Por suerte la atención de Andrea estaba dirigida a una única embarcación que se estaba alejando del lugar de la batalla. Era un poco más grande que las otras, tenía un pequeño mástil con una vela cuadrada, encima de la cual ondeaba un estandarte rojo con una media luna y una estrella blanca.

―¡Es el sultán! Se está escapando con sus hombres de confianza ―exclamó Andrea alterado ―Sigámosle. Podremos capturarlo y hacerlo prisionero. ¡El Duca della Rovere nos lo agradecerá!

El Capitano De’ Foscari puso un brazo alrededor del hombro del amigo con la intención de tranquilizar sus ánimos.

―Dejémoslo. No vale la pena arriesgarnos. Y, de todas formas, es un hombre peligroso. Hemos vencido la batalla. Podemos continuar nuestro viaje, ahora ya sin ningún impedimento que nos pare.

―Pero… ¡En poco tiempo se reorganizará y volverá a infestar nuestros mares y a aterrorizar nuestras ciudades costeras!

Mientras hablaba así, Andrea bajó la cabeza un poco frustrado. Y vio lo que nunca debería haber visto. La sangre, los cadáveres, los trozos de barcas destruidas. Esta vez no consiguió contener el nudo en el estómago. Las ganas de vomitar subieron con fuerza. Los movimientos de la nave, aunque eran ligeros, ya eran insoportables. Sintió que le cedían las piernas. Se dejó caer sobre las rodillas.

Tommaso llamó a un par de soldados que enseguida estuvieron al lado de él.

―Acompañadlo bajo cubierta, a mi camarote, y extendedlo en mi litera. Ha dirigido perfectamente el asalto de los piratas pero es un combatiente de tierra. Y la sangre, en el mar, hace un efecto distinto. Vigilad su reposo. Yo pernotaré aquí, en el puente de mando.

Capítulo 5

Un guerrero no puede bajar la cabeza,

de lo contrario pierde de vista el horizonte de sus sueños.

(Paulo Coelho)

En el duermevela, acunado por el murmullo de las olas, que discurrían rítmicas bajo el casco del galeón en el fondeadero del puerto de Rimini, pasaban antes los ojos de Andrea las imágenes de los últimos dos meses, transcurridos al lado de su amada Lucia y de las dos maravillosas niñas, a las cuales les había cogido un cariño tal que nunca hubiera creído posible. Amaba a Lucia, de la misma manera que amaba a Laura, fruto de su amor, de la misma manera a como amaba a Anna, que tanto se parecía a su madre adoptiva. Realmente había sangre de la familia Baldeschi en aquella pequeña, aunque no hubiese salido de las entrañas de Lucia sino de las de una presunta bruja que había acabado sus días entre las llamas. Y la sospecha de quién había preñado a aquella posible bruja ahora era ya una certidumbre para Andrea. Tenía la marca del Cardenale Baldeschi, del tío de Lucia, no había otra explicación, pero ahora ya había muerto y ya no podía ocasionarles ninguna molestia, como había hecho en el pasado. Sólo con pensar en aquel sombrío personaje le daba escalofríos. No había pasado demasiado tiempo desde que, después de haber arreglado todos sus asuntos en Montefeltro, se había despedido de los Conti di Carpegna y había vuelto a Jesi en una cálida jornada de finales de julio. Como en la ocasión anterior, volver a ver los muros, las puertas, las torres, los torreones y los campanarios de su ciudad había suscitado en él emociones difíciles de contener. Pero esta vez podía entrar en la ciudad con la cabeza bien alta, amparado por un título nobiliario, protegido por el Duca di Urbino. Y con pleno derecho podía reclamar ser nombrado Capitano del Popolo y poder casarse con su prometida.

Después de una breve parada en el palacio paterno, lo justo para darse un repaso y cambiarse de ropa, había corrido hacia la casa de campo de los Conti Baldeschi. Sabía perfectamente, de hecho, que no encontraría a Lucia en el Palazzo del Governo ni tampoco en el Palazzo Baldeschi en Piazza San Floriano. Se había presentado ante la servidumbre y había pedido ser presentado a la dueña de la casa. Lucia se hizo esperar bastante tiempo pero, cuando atravesó el umbral del salón de la planta baja, Andrea se quedó impresionado por su radiante belleza, como si fuese la primera vez que la veía. Vestía una gamurra de seda verde que resaltaban sus rasgos y sus formas femeninas. Los ojos color avellana, en el centro de una faz pálida, lo miraban casi fijamente. Eran dulces y al mismo tiempo penetrantes. El escote del vestido mostraba generosamente los hombros y el canalillo entre los senos, la piel clara casi como la leche. Un collar de blancas perlas adornaba su cuello y el peinado del cabello estaba estudiado para hacer justicia al hermoso rostro de la dama. La cascada de cabellos oscuros estaba echada hacia atrás por medio de una trenza que rodeaba la nuca, de tal manera que dejaba totalmente descubierta la frente. En el rostro, perfectamente oval, de rasgos delicados, los labios resaltaban con un rojo no natural, conseguido de las flores de la amapola. Las cejas apenas esbozadas y la frente alta, ancha, le daban el aspecto de una auténtica Signora. A ambos lados las dos niñas de unos seis años, totalmente parecidas a ella en su aspecto, en la actitud, en las semblanzas, la tenían cogida de la mano. Las únicas diferencias entre las dos chiquillas eran la altura y el color de los cabellos, una un poco más alta, larguirucha y con los cabellos rubios y ondulados, la otra un poco más baja y con los cabellos oscuros y lisos, rapados en la parte superior de la cabeza para dar amplitud a la frente. Andrea ya lo había entendido, desde la otra vez en que había entrevisto a las niñas jugar en el jardín de aquella misma villa, que su hija debía ser la rubia. Sin menospreciar a la morena, era una niña muy hermosa y tenía dos ojos de color azul celeste justo iguales que los suyos. Lucia había mandado a las niñas que se sentasen en un pequeño sofá y había extendido la mano hacia el caballero que la había cogido entre las suyas, se había arrodillado y se la había besado.

―¡Venga, venga! ¡Levantaos! ―le había dicho Lucia con las mejillas sonrojadas.

Al alzarse Andrea se encontró con su rostro a muy poca distancia del de ella. El impulso había sido el de acercar sus labios a los suyos y besarla con pasión pero se debió contener a causa de la presencia de la servidumbre pero, sobre todo, de las chiquillas.

Los dos se quedaron de esa manera durante un momento, mirándose fijamente a los ojos, sin decir palabra. Luego Andrea se aclaró la voz.

―Vuestros ojos color avellano. Creo haberlos visto la última vez detrás de una celada levantada. Erais vos el día del torneo de Urbino. Estoy convencido. He reconocido vuestros ojos. No hay otros en el mundo con el mismo color. Fuisteis vos la que me salvasteis la vida, la que detuvo a Masio. Y no entiendo, no se me ocurre como una damisela, hermosa y delicada como vos, ha tenido la fuerza y el valor de intervenir tan dignamente como un guerrero.

―Todavía deberéis conocerme mejor, Messer Franciolino, ¿o todavía puedo llamaros Andrea? De todas formas, detrás de la fachada de la feminidad siempre he sabido hacerme valer, incluso en situaciones que requerían no sólo fuerza sino también astucia, cerebro y lógica. Y jamás nadie ha conseguido engañar a la aquí presente Condesa Lucia Baldeschi. Y os aseguro que lo han intentado muchos.

―Imagino que estos años, para vos, aquí en la ciudad, no hayan sido fáciles. Me han contado que habéis asumido unas responsabilidades bastante considerables. Y que os las habéis apañado de manera excelente. También me han contado que soy muy temeraria y más de una vez os habéis aventurado en viajes incluso peligrosos y, para colmo, sin escolta. Algo bastante aventurado para una dama de vuestra posición.

Al escuchar estas palabras Lucia bajó la mirada, suspirando. Andrea, al comprender que había tocado una tecla quizás dolorosa para su amada, llevó el discurso por otros derroteros.

―Es verdad, después de los acontecimientos de Urbino, había esperado tenerte a mi lado, de ser asistido por vuestras amorosos cuidados, como en los tiempos del saqueo de Jesi. En cambio me he encontrado en un castillo perdido y solitario con la única compañía de dos bruscos condes montañeses y de un pequeño grupo de servidores.

―Me he asegurado de que fueseis atendido pero no podía quedarme en Montefeltro. Había llegado allí de incógnito sólo para veros. Y ahora que estáis bien, que sois vos...

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