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Las Escuelas De La Sabiduría Ancestral
Las Escuelas De La Sabiduría Ancestral
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Las Escuelas De La Sabiduría Ancestral

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Las Escuelas De La Sabiduría Ancestral

Para estos que escogían hacerse soldados de fortuna, nadie tenía buenas palabras, ni celebraciones comunitarias de despedida. Debían irse a escondidas, cuando nadie los viese, pues los más antiguos habían prohibido tal opción, sabiendo que se convertirían en perros de guerra, y que allá a donde fuesen destinados iban a llevar la desgracia de las armas.

Es por ello por lo que los que se habían ido a tal menester, nunca regresaban, pues eran muchos los que fallecían al servicio del faraón, en alguna de sus grandes contiendas, de las que únicamente se narraban las victorias y no el número de los valientes soldados que habían dejado su vida para conseguirlo. Además, tenían vetado volver al pueblo pues para su familia, y para el resto, era alguien impropio, que se había manchado las manos con la sangre de sus semejantes.

Cuando era yo muy joven y apenas acababa de cumplir la edad necesaria para empezar a trabajar, algo muy importante en mi aldea, pues suponía disponer de una mano más para ayudar en las tareas de recolección o pastoreo.

Como mi padre era pastor, tal y como lo fue su padre, y el padre de éste, a mí me tocaba serlo, y me empecé por encargar de las tareas más sencillas, sacar a pastar las pocas cabras que poseíamos.

La faena era simple, por la mañana temprano salía con los animales en busca de verdes prados en donde esperar a que comiesen para de emprender camino de regreso antes de que cayese el sol. Aunque vivíamos en un valle muy amplio, casi todo a nuestro alrededor eran montañas escarpadas, imposibles de escalar, situándose el pueblo cerca de la salida de un estrecho cañón, único paso posible de acceso desde las tierras fuera del imperio.

Habían sido muchos los ejércitos enviados a conquistar las tierras que se encontraban más allá de las montañas, pero ninguno lo había conseguido. Los pocos que regresaban hablaban de enemigos invisibles, aliados con las alimañas, que sin atacarlos conseguían repeler cualquier acometida.

En todo ese tiempo, el pueblo de las montañas, como también se les conocía, nunca habían iniciado ningún ataque, pues únicamente se habían limitado a defenderse y a repeler al ejército conquistador, es por eso, que desde la capital de los reinos del norte se decidió renunciar a sus tentativas de expandirse por aquellas tierras desconocidas, apostando un destacamento como medida de precaución por si algún día cambiaban de opinión. Aunque eran conscientes de que desconocían por completo la naturaleza de las armas de aquellos de las montañas que ni siquiera se mostraban, ni tan siquiera tenían idea sobre su número ni sus intenciones.

Pero lo único que llegaba por aquel desfiladero eran caravanas procedentes de lugares muy lejanos, que aprovechaban aquel paso natural para acercarse a los pueblos del imperio, y nunca refirieron de ningún pueblo en las montañas que les hubiese molestado.

Así que todo aquel que quisiera pasar por allí se veía obligado a descansar en nuestra aldea, ya que era el único lugar de avituallamiento de toda la zona. Extranjeros de tierras lejanas, cargados de materiales extraños que hacían las delicias de las mujeres de la aldea, con telas e indumentarias llamativas, llenos de serpenteantes brillos, portados por animales de largas patas y cuello encorvado, que nada tenían que ver con nuestras menudas cabras que al menor descuido se escapaban monte arriba y que tanto trabajo daban para devolverlas a su corral.

Es ahí, en medio del ajetreo interminable del trueque, entre abalorios y vasijas, cuando recibíamos noticias sobre el mundo exterior, a la vez que algunos intentábamos aprender más sobre sus extrañas lenguas y culturas. Los mismos que luego nos convertiríamos en los intérpretes para próximas caravanas lo que facilitaría el intercambio, pues si no, únicamente podíamos comunicarnos de forma muy rudimentaria y limitada mediante gestos, tal y como se habla con una persona que no goza de la facultad de oír.

Todo un privilegio para un joven como yo, que no tenía más futuro que el de cuidar de las cabras de la familia el resto de mi vida. Consiguiendo quedar excusado de mis tareas mientras hubiese alguna caravana en la que pudiesen requerir de mi traducción, escapando brevemente de la monotonía de sacar a pastar al ganado cada día, hiciese bueno o malo.

Un trabajo que implicaba pasar bastante tiempo alejado del pueblo, lo que me posibilitaba repetir una y otra vez aquel idioma que había oído durante el trueque. Quizás fuesen esos momentos de soledad o mi voluntad por aprender practicando continuamente, lo que me permitió ser seleccionado para las Escuelas.

La primera vez que oí hablar de ellas, fue en una reunión, como se solían hacer a la caída del sol una vez habían partido las caravanas, donde se juntaban, hombres y mujeres por separado, para comentar cómo les había ido con el trueque. Una de las mujeres dijo haber hablado con uno de los porteadores, que comentaba cómo se habían encontrado a una pareja de Maestros, que con caminar pausado recorrían las aldeas buscando pupilos para las Escuelas.

Aquello movilizó a los habitantes de aquel pequeño lugar como nunca había presenciado antes. En los días consecutivos, los niños fueron pasando uno a uno delante del principal del pueblo para ser probados, y con ello conocer quién poseía mayores cualidades para ser presentado ante los Maestros. Evaluándoles desde su rapidez en el correr hasta su puntería con la onda.

Nadie sabía con certeza en qué se fijaban los Maestros a la hora de escoger un nuevo pupilo, algunos decían que buscaban al más fuerte, otros al más rápido o al más audaz. Sea como fuere, todos querían que su hijo fuese el elegido, ya que era un gran honor para esa familia y para la aldea en general.

Cuando pregunté por aquellas Escuelas, nadie estaba seguro sobre su verdadero paradero, se creía que estaban escondidas en algún lugar remoto e inaccesible entre las montañas, pero únicamente podían acudir allí los niños y niñas previamente seleccionados, que habían destacado por alguna cualidad especial. Al parecer los encargados de buscar nuevos alumnos, eran muy estrictos con su juicio y podían pasar por varios pueblos antes de encontrar con alguien de su agrado.

A pesar de ser un pueblo fronterizo conocíamos muchas de las narraciones sobre el misterio que envolvía a aquellas Escuelas, que transformaban por completo la vida de los pocos estudiantes seleccionados, no sólo porque debían de abandonar durante varios años a su familia y hogar, sino porque de regresar lo hacían muy cambiados.

Las familias por su parte hacían con gusto el amargo sacrificio de la separación de su pequeño, sabiendo que le esperaba un futuro mejor, en donde recibirían una esmerada educación a la vez que les ayudarían a convertirse en personas de provecho.

Aunque nadie tenía demasiado claro dónde estaban las Escuelas, ni cómo se organizaba la enseñanza, ni siquiera las materias que impartían, era tal el renombre de aquel lugar que menguaba cualquier otro interés por el futuro de su hijo.

Por eso cuando venían de las Escuelas, eran agasajados lo más exquisitamente posible, teniendo claro que nada de lo que hiciesen afectaría en su decisión, a pesar de lo cual la gente intentaba atenderles lo mejor posible.

Pero el tiempo pasaba y nada parecía suceder, y así es como el pueblo volvió a su rutina, algo desilusionados por no estar en el camino de los Maestros, con la esperanza de que en un futuro puedan ser ellos los visitados para poder así ofrecer a sus pequeños para ver si eran seleccionados para las Escuelas.

Estando en esto alcé la vista para intentar adivinar en el horizonte el lugar de mi destino, pero éste estaba todavía muy lejos…, oculto tras valles y montañas. No sé si mis fuerzas me acompañarán hasta el final, pues día por día sentía flaquear mi voluntad, aquella que en otra época era ejemplo para los demás, caracterizado por mi empeño y robustez, tanto esfuerzo y sacrificio para llegar al lugar de donde partí.

¿Quién me lo iba a decir a mí?, que bajo éste tórrido sol iba a encontrar mi final, sin nada que beber, y con un poco de comida ahumada en mi hatillo, ni siquiera las baratijas con las que a veces mercadeo me sirven sino hay una caravana con la que hacer trueque.

Mis pies están hinchados y agrietados por el duro caminar, aliviado únicamente por una fina capa de cuero que a modo de sandalia separa mi piel del duro y áspero suelo. Quien fuera poseedor en otro tiempo de tantas atenciones, recibiendo olorosas fragancias y ungüentos para descansar mis descalzos pies tras un ajetreado día en palacio, ahora me conformo con poder meterlos en una fría charca con los que calmar el reclamo constante de descanso que nunca llega.

Puede que aquello me ayudase a estar más cerca de la realidad del pueblo, acostumbrado a vivir sin miramientos, sabiendo que al regresar me estaría esperando una mesa digna de reyes, rellena de los más exquisitos manjares y frutas exóticas.

Sólo con pensar en ello se me empieza a entumecer la garganta, recordando todos aquellos placeres que con tanto reparo aprendí a deleitar, y que luego se hicieron parte de mi más esmerada dieta. Una etapa de bonanza que no podía durar eternamente, en la cual me alejé de mis deberes, y que tanto trabajo me costó recuperar.

Una cura de humildad por permitirme tantos excesos y que, como purga, acepto éste exiguo destino de camino sin fin, sin más compañía que mi mudo y fiel cayado, testigo de mis mejores y peores momentos, pero que siempre ha permanecido a mi lado para recordarme mi tarea.

Si mis padres me viesen ahora, no sé lo que pensarían de mí. Probablemente se alegrarían de que regresase con ellos, aunque sólo fuese para cuidarlos en su vejez y atender a las cabras. Puede que se avergonzasen de mi cruel designio, destinado a huir de tierras del imperio para evitar la pena de muerte. Puede que estuviesen orgullosos de saber todo lo que he conseguido en la vida, aunque seguro que me reclamarían el haberlo perdido todo, únicamente por mi terquedad, al no querer dar mi brazo a doblegar ante los designios del nuevo faraón.

A veces cuando estoy exhausto de tanto andar, me siento bajo un arbusto o debajo de alguna peña que proyecte un poco de sombra, y allí con la cabeza a cubierto caen los párpados como losas cerrando mis agotados ojos. Es entonces cuando imagino que el tiempo no ha pasado, y que únicamente he salido a pasear a las cabras para que pasten, deseando poder volver a casa y rencontrarme con mis seres queridos, que con una sonrisa aguardan mi retorno.

Pero el tiempo pasa inexorablemente y mi ausencia ha sido notable, ni tan siquiera tengo la seguridad de que mis progenitores vivan, y de hacerlo, si permanecen en el mismo lugar, pues con el discurrir de los años, algunos pequeños pueblos han progresado y se han convertido en bastas ciudades, mientras que otras, por el contrario, han desaparecido porque los más jóvenes, aquellos que deben de mantener el negocio familiar han preferido irse del lugar, en busca de nuevas oportunidades, quedándose en poco tiempo sin nueva mano de obra, condenando así el futuro de una población cada vez más envejecida.

No sé cual fuere el destino de mi poblado, pues hace mucho que no he regresado, al principio no quería hasta que no hubiese alcanzado algo grande con lo que presentarme, ya fuese fama o fortuna. Luego, porque una vez alcanzado estaba demasiado ocupado en disfrutarlo y mantenerlo como para poderme ir a visitar a un lugar tan apartado y pequeño. Y después… ya ni me acordé de que existía mi casa, centrado en las circunstancias de cada día que me mantenían tan ocupado.

Aunque nada garantiza la supervivencia de un pueblo, ni siquiera el tener a sus jóvenes dispuestos a continuar con sus labores, tal y como he podido comprobar cuando he sido testigo de cómo eran arrasadas aldeas enteras, quemadas las casas y destruidos sus huertos, únicamente como demostración de poder de un gobernante, para dar ejemplo a los demás de lo que les sucedería si no pagasen escrupulosamente con los impuestos.

Por mucho que consiga o haga el hombre que parezca perenne e inamovible, el tiempo se encarga de borrarlo y dejarlo tal y como se encontraba antes de la llegada de éste. Tormentas de arena que han engullido a pueblos enteros, ciudades inundadas por las crecidas de los ríos, cursos secos que en una noche han recuperado su caudal llevándose por delante el ganado y todo lo construido.

En ocasiones me parece tan dúctil y maleable la naturaleza humana, expuesta e indefensa ante las inclemencias del tiempo, a veces cambiante y caprichoso. Cuando la naturaleza está en calma, provee agua y alimento en abundancia, lo que ayuda a florecer a los pueblos tal y como lo hacen los brotes del campo al inicio de la estación del calor; pero cuando se encoleriza, nada ni nadie está a salvo de su poder destructivo, arrasando a cuanto se encuentra a su paso, sin distinguir entre jóvenes o mayores.

Una adversidad que ha puesto en riesgo a muchas poblaciones, que con su tesón e inteligencia han tratado de abordar y solucionar con más o menos éxito. Por ejemplo, nuestra humilde aldea, se ha visto amenazada durante años por las lluvias torrenciales y las subidas de los caudales producidos por los deshielos de las nieves de las montañas más allá del desfiladero, lo que provocaba

constantes inundaciones del terreno. Por suerte para todos, a pesar de empantanarse el suelo por más de una cuarta, no causaba mayores males, pues la riada era progresiva y sin fuerza. Aunque sí teníamos que estar durante algunas semanas, pisando aquel molesto lodazal, hasta que por fin la tierra absorbía toda aquella agua.

Aquello que para otros podría ser una gran molestia, nosotros lo considerábamos como un pequeño pago a cambio de la cantidad de nutrientes que traían esas aguas lo que nos proporcionaba posteriormente abundantes cosechas.

A pesar de lo cual se intentó en varias ocasiones acotar el paso de aquel caudal por entre las casas, para lo cual se invirtió mucho tiempo y esfuerzo tratando de proteger al pueblo mediante cercas y muros de piedras que se erigían férreamente para desviar el curso de las aguas.

Al principio los muros no eran lo suficientemente altos, por lo que rebasaban enseguida provocando el mismo efecto, luego se construyeron de una considerable altura, pero rápidamente fueron derribados al no conseguir aguantar toda la presión del agua que quedaba fuera.

Después de varios intentos fallidos, para cada uno de los cuales había que esperar a la época de las lluvias, el pueblo optó finalmente por no seguir luchando contra la naturaleza y realizar las edificaciones sobre pilares, algo que nadie recordaba haber visto antes en otro lugar.

Pero así es como nos acostumbramos a estar a cierta distancia del suelo, para lo que utilizábamos unos escalones con los que acceder a las viviendas.

Un invento que surgió de la terquedad de uno de los jóvenes, que harto de tener que mojarse para recoger el ganado que se desperdigaba cuando venían las lluvias, ya que el agua hacía flotar a las cabras por encima de las lindes de los corrales. Éste ideó subirlas a una superficie construida sobre palos, con lo que las tenía a todas juntas y además secas.

El invento fue tan bueno, que, para la estación de lluvias siguiente, todos habían hecho lo mismo, construir los corrales sobre pilares. Visto el éxito de aquello, el siguiente paso fue plantearnos cambiar el material de nuestras propias casas, hasta ese momento de adobe compacto extraído de la unión de las deposiciones de los animales con paja y tierra, para hacerlo de materiales más ligeros con los que poderse mantener sobre pilotes.

No sería por falta de inteligencia en aquel lugar, en donde se trataba de ir dando solución a los problemas que surgían poco a poco, buscando siempre el mejor beneficio para los aldeanos.

En un corto espacio de tiempo había aprendido tanto a valorar lo poco que me quedaba, convirtiéndose en una de mis prioridades el mantenerme vivo, algo de lo que no me había tenido que preocupar nunca, pues daba por hecho que, a la mañana siguiente, surgiría un nuevo día lleno de oportunidades que aprovechar.

A pesar de lo cual, nada me excusaba de cumplir con mi juramento, ese que me obligaba a anteponer mis creencias y principios incluso ante mi propia vida. Y es precisamente eso lo que me ocurrió un día de tormenta, en que continué caminando a pesar de que se había levantado un gran vendaval y con ello el aire se había llenado de partículas de polvo en suspensión que danzaban al son del viento, el cual caprichosamente descargaba su rabia en uno u otro sentido, sin orden ni concierto.

Una sufrida melodía, pues no sólo molestaba a la vista, ya que apenas sí se podía distinguir nada más allá de unos escasos metros por delante, sino que era dañino para la piel, pues era como mantenerse debajo de una cascada de arena que sin que te des cuenta, va poco a poco despellejándote, desprendiéndote trocitos como si fueses una monda de manzana, hasta que, sin darte cuenta, te podías encontrar con graves heridas e incluso llagas producidas en escasos minutos. Una breve experiencia que luego tenía difícil curación, ya que la piel raramente se recupera de un accidente como éste, y mientras lo hace es propensa a que se produzcan infecciones.

Precisamente, estaba intentando sortear una de estas tormentas que oscurecen el día, casi sin avisar, dejando a cualquier transeúnte expuesto a la intemperie, sin darle tiempo a buscar cobijo donde guarecerse hasta que pasase el temporal. Entonces fue cuando a lo lejos oí algo, al principio no pude distinguir si se trataba de algo más que del silbido ensordecedor del viento, pero al poco estaba más claro, sin duda se trataba de unos gritos humanos.

En ese momento recordé cómo otros antes que yo habían sufrido experiencias similares, en mitad de la tormenta, cuando se piensa que no hay nadie a su alrededor, empiezan a escuchar voces que le llaman, a veces son muy claras, y otras esquivas como el viento que las trae, pero estas cesan en breve.

En cambio, a medida que avanzaba entre aquella espesa cortina de arena, cada vez se va haciendo más y más claro aquel constante sonido, aunque había aprendido a no meterme en asuntos que no me concerniesen, ya que vería expuesta mi delicada posición, a pesar de ello no pude por más que atender aquella frágil y lastimosa llamada.

Aun sin saber cómo, traté de dirigirme hacia donde provenían aquellos gemidos, que a pesar de que no se viese demasiado, tenía claro que debía de estar próximo para poderlo oír con tanta claridad.

Andando con sumo cuidado, tanteando en la espesura, tal y como se hace cuando no se puede ver, conseguí encontrar algo que era áspero y duro, quizás una roca. Aquello era buena señal, pues significaba que lo que oía podía provenir de algún refugio próximo y por tanto era un lamento de desesperación por la continua tormenta sin fin.

Seguí palpando hacia un lado, procurando no tropezar, pues es sabido que dónde hay una roca, hay muchas más. Además, aquellas piedras me servían de barrera natural contra el viento que venía de frente, por lo que mi visión mejoró en sobremanera, apoyando mi espalda con las rocas, traté de adivinar de dónde provenía aquel sonido continuo.

Sin separar mi espalda de aquella sólida y hosca pared de arenisca prensada, seguí dirigiéndome hacia lo que parecía la entrada a una cueva, la cual no había podido advertir en la distancia, pues nada se veía, de hecho, no recordaba haber visto ninguna montaña, desde donde me encontraba, antes de que empezase la tormenta.

Por fin llegué al origen de aquel incesante griterío, en donde vi a un pequeño, que no tendría ni cumplido los ocho años, asustado, llorando a pulmón abierto, intentando que sus padres le sacasen de allí, pero ellos parecen ser que le habían abrazado con la esperanza que fuese más fuerte su cobijo que la tormenta, aun exponiéndose ellos mismos a perder la vida, como así había sucedido.

Una dramática imagen que no dejaba dudas de lo que debía de hacer a continuación. Cualquier prófugo perseguido por una sentencia de muerte, ante mi situación, habría tratado de poner su propia vida a salvo antes de exponerla por un desconocido, pero se trataba de un niño y eso cambiaba mucho la situación. Los padres entregaron sus vidas arropando al pequeño, pensando que eso le protegería, pero si nadie lo sacaba de allí su sacrificio sería en vano, pues las arenas terminarían de enterrar sus cuerpos ya casi consumidos por los abrasadores granos.

A él en cambio, le cogí entre los brazos y le saqué de aquel improvisado refugio que se había convertido en una trampa mortal, pues si no salía de allí pronto acabaría como sus progenitores. Como pude intenté tranquilizarlo, y tapándolo con parte de mi vestimenta lo llevé con prisas lejos de allí.

Aunque no sabía hacia dónde dirigirme, tenía claro que era demasiado arriesgado quedarnos cerca de aquellas montañas, pues a pesar de que frenaba el avance de las arenas, permitiendo cierto grado de visibilidad, hacía que ésta se acumulase con rapidez, y que cayese sobre quien allí se encontrase debajo, sepultándolo en vida.

Tanteando llegué hacia el final de la pared de aquella montaña, y echándome a aquel pequeño entre los brazos corrí en dirección contraria a las rocas, alejándome de ellas lo más posible.

Ahora, por extraño que pareciese, debía de pensar también en aquel pequeño, que aun cuando nos estábamos alejando del peligro, no hacía más que gemir y quejarse. Nunca había tenido que asumir una carga tan grande como la vida de otra persona, pues, aunque había tenido que asistir a muchos enfermos, y había tratado de salvar a alguno en circunstancias extremas, esto no era lo mismo.

Aunque él no había acudido a mí, solicitando mis servicios, ni tan siguiera lo habían traído sus familiares, desesperados por no encontrar cura alguna de sus males, solamente había hecho lo único que pudo en esos momentos, llorar.

Un llanto que había roto es estruendo rugir de las arenas chocando entre sí y contra todo lo que se le interpusiese, que, como león furioso, persigue y acaba con cualquier presa que se le ponga cerca, únicamente por el placer de cazarla. Pero no estaba dispuesto a ser capturado, ni a dejar que se cebase con aquel pequeño, así que seguí y seguí, sin detenerme, con aquel pequeño, que cada vez me pesaba más en mis brazos y no me detuve ni un instante.

Y como había aparecido, de improviso, en un abrir y cerrar de ojos, aquel asfixiante estruendo de polvo y viento se detuvo, y volvió a la más absoluta calma. Los impetuosos aires cesaron y las arenas cayeron suavemente, cual roció mañanero, y una ligera y agradable brisa apareció, dando así por finalizada aquella furiosa tempestad.

Me detuve complacido y miré en todas direcciones y solo vi dunas a mí alrededor, y ni rastro de aquellas rocas, ni de la familia de este pequeño. Las siluetas del paisaje habían cambiado, por lo que me tuve que guiar por el sol para orientarme de nuevo.

Después de deshacerme de gran cantidad de arena que se había acumulado entre mis ropajes y de dar de beber a aquel niño, recuperé el curso que seguía hacia mi destino, el cual estaba en el nacimiento del gran río, donde acababan las fronteras del gran imperio, desde donde salir de estas queridas tierras, que con tanto entusiasmo me había acogido y del cual tenía ahora que huir para que no acabasen conmigo.

Mi nombre había sido borrado de cualquier texto sobre piedra en que estuviese escrito y castigado aquel que pronunciase mi nombre en presencia de algún alto cargo. Condenado a muerte, exiliado al olvido, un extraño final para quien no tuvo mayor ambición que la de servir fielmente al faraón, cuidando de su pueblo y de su familia, que siempre estuvo agradecido del trato de favor que le habían mostrado, y que tenía claro que algún día éste se podía acabar. Pero todo había sido tan repentino, tantos cambios en tan poco tiempo. Bueno, quizás fuese mejor así, de esta forma, no me había dado tiempo a decepcionarme, simplemente a aceptar la nueva realidad, como era, un nuevo faraón.

Lo había visto en otros pueblos, que el nuevo regente, acababa con toda la familia del anterior, para evitar así rencillas y traiciones, pero que tratasen de acabar también con el personal de confianza del anterior, era nuevo para mí.

Pero todo había cambiado tanto y tan rápido, los antiguos sacerdotes, quienes fueron desterrados con la llegada de mi faraón, alejados por aprovecharse del pueblo, cercenar su fe y doblegar su esperanza, ahora habían vuelto al poder, de la mano del jefe del ejército convertido ahora en nuevo faraón. Un acto de alta traición que estaba castigado con la pena de muerte, por lo que sólo habían tenido una oportunidad para hacerse con el poder, y lo habían conseguido.

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