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El craneo de Tamerlan
Sergey Baksheev
La maligna energía del cráneo de Tamerlán ha provocado guerras y millones de muertos en la historia. Poseer el cráneo da poder. Al menos, eso cree un montón de fanáticos. El estudiante Tikhon Zakolov tiene una lucha a muerte con varios de esos fanáticos que desean conseguir el cráneo.
El craneo de Tamerlan
Sergey Baksheev
© Sergey Baksheev, 2020
ISBN 978-5-4498-5667-8
Created with Ridero smart publishing system
Sergey Baksheev
EL CRANEO DE TAMERLAN
La novela
Traductor de ruso: Oscar Zambrano Olivo
Presentación
La maligna energía del cráneo de Tamerlán ha provocado guerras y millones de muertos en la historia. Poseer el cráneo da poder. Al menos, eso cree un montón de fanáticos. El estudiante Tikhon Zakolov tiene una lucha a muerte con varios de esos fanáticos que desean conseguir el cráneo.
1.– Moscú. El Kremlin. 1962
El regordete dedo índice del secretario general del CC del PCUS[1 - CC del PCUS: Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética.] apartó la pesada cortina. Nikita Sergeevich Khrushchev miró a través de la gran ventana. El cielo triste de ese Octubre de 1962 agobiaba a Moscú. El viento frío arrastraba nubes color metálico desde occidente. Esas nubes gordas trataban de atrapar las estrellas rojas de las puntas de las torres del Kremlin. En cualquier momento podían estallar truenos. Y podía esparcirse la desagradable neblina con ayuda del viento.
Una inestabilidad similar había en el alma del secretario general. De la decisión que tomara ahora dependía la suerte del planeta. En la habitación contigua esperaba la orden el ministro de defensa. El jefe del comando de misiles estratégicos se rascaba las manos de la impaciencia. Ahh, como me gustaría disparar estos cohetes patrióticos, que pusimos en Cuba, a la madriguera del imperialismo, los Estados Unidos de América. Las fuerzas armadas de la gran Unión Soviética estaban listas como el sprinter en los tacos de salida. Los submarinos con sus cabezas nucleares colocados cómodamente frente a Washington, los pilotos en las cabinas de los bombarderos estratégicos se turnaban, las escotillas de los compartimientos de los cohetes balísticos estaban abiertas. Todos esperaban las órdenes del comandante supremo Khrushchev.
En la víspera, el Buró Político había aprobado los escenarios por las provocaciones del adversario. El ministro de relaciones exteriores había preparado un discurso sobre el necesario golpe de respuesta y los embajadores en países amigos habían recibido instrucciones detalladas sobre el tratamiento de la crisis del Caribe.
Pero el secretario general estaba tomando demasiado tiempo para decidir. El esperaba el paquete, de vida o muerte, que le traerían de Samarkanda. Nikita Sergeevich recordaba muy bien las misteriosas palabras de Stalin, dejadas caer, en una de las sobremesas de su estrecho círculo de allegados: “El Talismán de la Guerra, – pronunció en voz baja el bigotudo dueño de la mitad de Europa y de Asia y entonces, con malicia, arrugó los ojos y terminó la frase. – Es el Talismán de la Victoria”.
Con el ánimo caído, Khrushchev se miró la uña mordida. En minutos de nerviosismo le volvía, invariablemente, la costumbre infantil de meterse un dedo a la boca. Con irritación, su mano gorda sostenía la cortina. El secretario general dirigió su mirada al pomposo reloj de piso con el escudo de la Unión Soviética y lleno de piedras preciosas.
Grigori Averianov, general de la KGB, enviado a una misión secreta en Samarkanda, se demoraba en volver. Él debía traer al Kremlin una reliquia temible, una reliquia que tenía una enorme fuerza mística. Si solo la tocara, Khrushchev estaría listo para tomar una decisión, crucial para el país y para todo el planeta: dar la orden a los mariscales impacientes que ya tenían diecisiete años nostálgicos por las acciones guerreras grandes.
Khrushchev levantó la bocina de uno de los innumerables teléfonos que tenía en su escritorio y preguntó:
– Donde está Averianov? – El nervioso dedo del secretario general estaba en una comisura de los labios.
– Nikita Sergeevich, el avión está aterrizando en Vnukovo[2 - Uno de los aeropuertos de Moscú.]. – El asistente reportó suavemente.
– Bueno. – suspiró el secretario general y se mordió la punta de la uña.
Con mucha prestancia, Grigori Averianov saltó del avión militar a la pista del aeródromo, sin esperar a que pusieran la escalerilla. El chorro de aire que generaba la gran hélice golpeó al general. El trató de mantener el equilibrio pero, al parecer, la edad le jugó una broma. El cuerpo regordete del general se cayó sobre su lado izquierdo de tal manera que la banda roja decorativa del pantalón se separó de éste y quedó batiéndose en el aire inelegantemente. El general se soltó en una sarta de improperios, que además se le habían acumulado en el corto e inútil viaje a Uzbekistan.
El “Volga” negro dio vuelta frente a la trompa del avión y se dirigió hacia el general que se levantaba sacudiendo, nerviosamente, el abrigo que se ensució. De la puerta del chofer saltó un joven teniente de la seguridad del estado, cuyos rasgos recordaron ligeramente el severo perfil de Averianov y se apuró a recoger la gorra caída del general.
– Donde puede estar ahorita ese maldito profesor? – sin responder al saludo, bramó el general.
– En su sitio de trabajo, en el instituto de paleontología. —
– Vamos para allá. Rápido! – ordenó Averianov y tiró la gorra en el asiento trasero del auto.
– Llamo al grupo de apoyo, camarada general? —
– Tu por quien me tomas, hijo? De este infeliz me encargo yo solo. Averianov no perdona a quienes tratan de engañarlo! —
El automóvil nuevo con placas oficiales pasó sin problema por la alcabala vigilada del aeropuerto y se dirigió hacia Moscú por el camino que estaba solitario. El teniente Grigori Averianov se inclinó hacia el abrigo polvoriento del general Averianov. Preguntarle algo a su padre alterado, después que este había hecho un viaje inútil a Samarkanda, era peligroso. Solo notó que el general sacó la pistola de la incómoda funda y se la puso en la cintura habiendo comprobado el cargador. Después de eso el general, cansado, cerró los ojos. Las preocupaciones se le marcaban en el entrecejo.
2.– Baikonur. La residencia estudiantil. 1979
Tikhon Zakolov observaba, con interés, a la moteada araña cazadora que se preparaba para el salto. A este gran ejemplar, con bandas blancas y negras en el lomo, le venía muy bien el nombre de Zebra Spider. Tikhon había tomado la “cebra” de ocho patas de una pared de un café cerrado que había en la playa del río Sir Daria, y la había traído a la residencia.
Ahora la araña estaba a la expectativa en el travesaño superior de la ventana con la cabeza hacia abajo. Un par de ojos grandes en el centro de la cabeza y otros seis a los lados seguían unas moscas de verano que chocaban estúpidamente contra el vidrio. Apenas una mosca se detuvo en él, la araña se impulsó con dos pares de sus patas traseras y en un vuelo medido cayó sobre la víctima y la prensó con sus enormes tenazas. Los hilos de su tela sostuvieron a la araña cazadora en el vidrio liso.
El flaco narizón de primer año Dmitri Kushnir apareció y, tímidamente, entró en la habitación.
– No te da miedo vivir con ese monstrico? – Se interesó Dmitri, observando como la araña cebra se encargaba de la mosca.
– Es una belleza. – Respondió Tikhon. – Su destreza la puede envidiar cualquier insecto. Esa araña saltadora es una excelente atleta. Esa no construye una red y espera por horas su presa. Ella solo cuenta con su destreza, caza en las paredes y nunca se cae. Imagínate que una persona pudiera hacer esas cosas. A propósito, en América sacaron una película acerca de un hombre araña. En ella lo representan como un héroe bueno. Y eso es correcto.
Tikhon miró comprensivamente a Dmitri. Un par de meses atrás había defendido al muchacho desgarbado de unos malandros borrachos y desde ese momento se ganó el aprecio del buen ajedrecista que era Dmitri.
Cuando llegó al tercer año en el instituto, Zakolov ya se había dado cuenta que no tenía contendientes dignos en ajedrez, ni en el instituto, ni en la residencia. Eran pocos los que deseaban perder continuamente y a Tikhon no le gustaban las victorias fáciles. Dmitri Kushnir era el campeón de ajedrez de Tashkent entre los adolescentes. Para jugar con él, Tikhon necesitaba todo el cerebro. Ese ejercicio intelectual lo excitaba y una victoria difícil lo llevaba a un estado de éxtasis.
Esta vez, en vez de un tablero de ajedrez, Dmitri tenía en la mano un periódico, doblado al tamaño de un sobre. Tímidamente desdobló el periódico y, con un dedo, señaló un artículo grande en la última página del periódico de Tashkent, “Juventud Oriental”.
– Mira, un artículo de mi hermana. —
Bajo la columna: “Lo evidente— lo improbable” se destacaba el título:
LA MALDICION DE LA TUMBA DE TAMERLAN
La firma en la parte inferior resaltaba: Tamara Kushnir.
– Tu hermana es periodista? – preguntó Tikhon ligeramente asombrado.
– Estudia en la facultad de comunicación social de la universidad. Bueno, estudiaba. – Dima añadió, con cierta tristeza. – La expulsaron después de que escribió este artículo…. En cuarto año. Y destruyeron todos los ejemplares del periódico. —
– Todos? – Tikhon señaló el que tenía en la mano.
– Fue el único que quedó. Tamara lo tomó de la tipografía. Hizo mucha bulla alardeándose. El tiraje no salió a la venta. Y destituyeron al redactor-jefe. A la casa vinieron a buscar el ejemplar, pero Tamara consiguió disimularlo y conservó el artículo. Tomaron los borradores que ella había hecho y se fueron. —
– Que hay ahí de sedicioso? Un llamado contra el poder soviético? —
– No! Que te pasa? Yo no entiendo. Léelo tú. —
Tikhon se quedó mirando al muchacho preocupado y se imaginó la figura encorvada como un signo de interrogación. Entonces le propuso:
– Juguemos una partida de ajedrez. Para conspirar. —
– Ajá. Voy a traer el tablero. – Dmitri se apuró a salir, pero cerca de la puerta se detuvo. – Pero, del artículo, tú no le digas a nadie…. —
– No te preocupes…. Cerramos la puerta. —
Tikhon alisó la hoja de papel y se enfrascó en la lectura.
“Yo iba al encuentro de esta persona y no me imaginaba el misterio que me iba a transmitir. Inicialmente me había hecho a la idea de conversar con el conocido camarógrafo de cine, de Uzbekistan, Malik Kasimov, acerca de tomas fotográficas en el frente de la Gran Guerra Patria[3 - El nombre ruso para la 2ª. Guerra Mundial.]. Como se arriesgaba la vida, en el calor, en el frío, para fijar el rostro de los soldados en la película cuando iban al ataque, en los sangrientos combates con los fascistas, el instante de las victorias y la tristeza de la muerte.
Sin embargo, desde el mismo principio, la conversación con el camarógrafo, en su casa de Tashkent, cogió otro rumbo.
– Usted sabe que yo pude evitar la Gran Guerra patria? – Con voz triste me preguntó.
– Usted pudo detener una guerra que duró cuatro años y que se llevó la vida de decenas de millones de seres humanos? – Me confundió.
– Si yo hubiese tenido la firmeza y la decisión, la guerra no hubiese comenzado. —
Después de esas palabras tan intrigantes, yo fui toda oídos. Que historia mítica me contó el laureado en arte de la República Soviética de Uzbekistan, y yo no tenía ninguna base para poner en duda sus palabras.”
Dmitri Kushnir regresó con el tablero de ajedrez, comenzó a colocar las piezas pero, de pronto recordó y regresando a la puerta, la cerró con llave.
– Es tu turno de jugar con las blancas. – le dijo a Zakolov y se sentó frente a él.
Tikhon, quien prefería las partidas abiertas, automáticamente movió hacia adelante el peón del rey y continuó la lectura.
“Iosif Vissarionovich Stalin tenía en muy alta estima al genio de la guerra y señor de Asia, el emir Timur, mejor conocido por el nombre de Tamerlan. En su libro de historia, Stalin subrayó que, justamente, los ejércitos del emir cojo vencieron a la Horda de Oro, gracias a lo cual, Rusia, finalmente, se liberó del yugo mongol. Entonces el deseo de buscar la tumba del gran guerrero dominó la mente de varias generaciones de científicos. Pero la decisión de la expedición la tomó Stalin personalmente en el año 1941. Además de los historiadores, lingüistas y arqueólogos que estaban en la expedición, fue incluido el conocido antropólogo Guerasimov. A partir del cráneo de Tamerlan, él debía reconstruir el rostro del gran guerrero.
El grupo expedicionario llegó a Uzbekistan en junio de 1941. Como camarógrafo yo fui con el grupo de científicos. Yo debía filmar todas las etapas del momento histórico.
En aquel momento nadie sabía exactamente donde estaba enterrado Tamerlan. Unos pensaban que él descansaba en su ciudad natal Shakhrizabz. Allá hay un mausoleo, en el cual, todavía en vida del emir, él ordenó construir una tumba profunda. Pero Tamerlan murió durante un recorrido en China en el año de 1405. Y el jefe de la expedición, el académico Kary-Niazov estaba convencido que al emir no lo llevaron de vuelta a su país sino que lo enterraron en el camino en Afganistan. Sin embargo, Guerasimov insistió en hacer las excavaciones en Samarkanda.
Existía la teoría de que Tamerlan poseía una colosal densidad de energía negativa. Su biocampo electromagnético de una fuerza enorme le permitió tomar el poder y, en un corto tiempo, conquistar decenas de países, destruir cientos de miles de enemigos y construir el más grande imperio en los espacios abiertos de Asia. Su poder, al igual que su crueldad, no tenía límites. Con la muerte de Tamerlan la energía desapareció y el enorme imperio se dispersó en kanatos separados. Inclusive a su amado nieto, el inteligente Ulugbek, lo ejecutaron, de manera indigna, cortándole la cabeza.
Pero la energía, por las leyes de la física, no desaparece. Ella se transforma, o….
Con estas palabras, Malik Kasimov, significativamente, señaló con el dedo hacia abajo.
O, los restos de Tamerlan conservaron la gigantesca energía mítica.”
Tikhon Zakolov separó el artículo de sus ojos, ponderó la situación en el tablero e hizo un movimiento con un alfil. Kushnir respondió con un peón y dijo:
– Por ahora nuestra partida repite la partida española del campeonato del mundo entre Karpov y Korchnoi en Baguio. —
– Y ahí, quien ganó? —
– Fue empate. —
– El empate no me satisface. – Y Tikhon movió la reina hacia adelante de manera agresiva.
– Esa jugada está contra la teoría.—
– Nadie lleva arañas a su casa. Y a mí me gusta. —
Con temor, Dmitri miró hacia la araña Zebra, la cual estaba cazando la segunda mosca, y se concentró. Tikhon siguió leyendo el artículo.
“Guerasimov creía en la fuerza energética del gran emir. Él sabía que en 1925, un científico, físico él, había medido un fuerte campo electromagnético alrededor del mausoleo Gur Emir en Samarkanda, el cual, el mismo Tamerlan ordenó erigir en honor de su nieto caído. Muchos habitantes de la localidad contaban sobre fenómenos inexplicables que ocurrían en las cercanías del bello pero inquietante mausoleo. Por eso se decidió empezar las excavaciones en Gur Emir, que además, en la traducción, eso significa mausoleo del Emir.
Durante más de cinco siglos nadie había irrumpido en el santuario del clan de Tamerlan, que comprendía nueve tumbas. Las excavaciones comenzaron el 16 de junio de 1941. Se movieron desde las tumbas más lejanas hacia el centro. Primero, abrieron las tumbas de los hijos de Ulugbek. El 18 de junio removieron los restos del nieto de Tamerlan, el gran sabio Ulugbek. En esto no hubo ninguna duda. Era conocido que Ulugbek había sido decapitado por sus investigaciones científicas. En la tumba, el cráneo estaba aparte y un Guerasimov contento mostraba las vértebras del cuello, cortadas.
El trabajo se desarrollaba lentamente. Las placas de las tumbas eran pesadas, y a veces los cabrestantes no las aguantaban y era necesario mover las lápidas manualmente. A la tumba central, donde se suponía estaba enterrado Tamerlan, se llegó temprano en la mañana del 21 de junio.
Yo estaba grabando con mi cámara y observé en el objetivo un creciente brillo blanquecino parecido a la niebla. No sé qué era, un polvillo o vapor, pero en los días anteriores no había sucedido algo similar. Cuando levantaron la lápida, el lugar comenzó a llenarse intensamente de un extraño aroma, parecido al incienso oriental. Muy acre, pero a la vez, agradable y embriagador. Junto al olor irreconocible bajo tierra se extendía una sensación de ansiedad, y después, la ansiedad se transformó en una escasez de aire. La gente comenzó a asfixiarse. Los obreros hicieron algún movimiento torpe, la loza se agrietó y, repentinamente, se apagaron todas las luces. Mi cámara se apagó sin ninguna razón aparente. Un terror primitivo nos dominó y todos corrimos hacia la salida. El jefe de la expedición se sobrepuso y controló el pánico. Entonces propuso un descanso.
Con las piernas temblorosas todavía salí a la calle y me dirigí al salón de té más cercano. Para ese momento ya todo Samarkanda sabía de las excavaciones en el mausoleo Gur Emir. En la plaza se habían reunido muchos curiosos, la mayoría de los cuales no gustaba de lo que estaba sucediendo. En el salón de té estaban tres ancianos de barba blanca en batas y gorritos característicos de la zona. Uno de ellos tenía un libro muy antiguo y lo trataba con mucho cuidado. Cuando este último vio al joven de pantalones negros de tela suave y camisa blanca, o sea, a mí, cuando yo salía del mausoleo, me preguntó:
– Probablemente tú eres el jefe. Ya tu gente abrió la tumba de Tamerlan? —
– Apenas comenzaron. —
Se levantó y me tomó de la mano. Su frente fue surcada por profundas arrugas y sus ojos mostraron una preocupación genuina:
– Entonces no es tarde para corregir el error. Diles que detengan el trabajo. Los huesos de Tamerlan no deben sacarse de la tumba. Si lo hacen va a comenzar una gran guerra. Está escrito aquí. —
El anciano abrió el libro gordo y desvencijado que tenía en las manos. En una página amarillenta vi una frase en árabe. Mi mamá me había enseñado a leer el Corán y yo comprendí lo que estaba escrito: “Aquel, que toque las cenizas del gran Tamerlan, despertará al Demonio de la Guerra”.
– No toquen a Tamerlan. – de nuevo advirtió el anciano. – Si lo hacen, comenzará una guerra grande y se derramará mucha sangre. —
Yo recordé lo que había sucedido cuando se movió la pesada lápida de la tumba del cruel guerrero y comencé a sentirme mal. El viejo enigmático se me pareció al brujo del cuento cuando le advertía al héroe: – Si te vas a la derecha, pierdes el caballo; si te vas a la izquierda, se te torcerá la cabeza. —
Yo le creí y entonces fui a buscar al jefe de la expedición, Kary-Niazov. Este vino, se rio de los viejos y los llamó ignorantes. Los orgullosos ancianos se fueron. Sus rostros sabios no mostraban insulto, sino tristeza y dolor.
Yo comprendí que se desarrollaba algo irreparable y decidí pedirle a los ancianos grabar con la cámara el libro con la profecía. Yo vi que habían doblado la esquina y en un instante estuve ahí. Pero ya habían desaparecido. Literalmente se habían disuelto en el aire caliente de junio.
Los trabajos recomenzaron para la apertura de la tumba de Tamerlan, y por la tarde, jubiloso, Guerasimov extrajo los huesos de la pierna derecha donde se veía una protuberancia en la rodilla. Habíamos encontrado al Gran Cojo. Enseguida, el antropólogo levantó, cuidadosamente, el cráneo de Tamerlan. Todos callaron. Yo tomé la cámara. Las órbitas vacías del cráneo exudaban una presión fría. Hubo un momento en el cual esas órbitas brillaron. Yo retrocedí y perdí el enfoque. Me pareció que Tamerlan me miró a los ojos y se sonrió burlonamente.
En la radio, en las noticias vespertinas, informaron sobre nuestro descubrimiento, pero fueron pocos los que se alegraron. Por la mañana, en la radio inglesa, informaron de la invasión de Hitler a la Unión Soviética. La profecía del libro antiguo se hizo realidad.
Malik Kasimov bajó la cabeza y se cubrió los ojos con las palmas de las manos.
– Usted realmente cree eso? – le pregunté, tratando de sacarlo de sus pensamientos.
– Por supuesto! Enseguida después del anuncio de la guerra, telefoneamos al primer secretario del partido comunista de Uzbekistan y le contamos sobre las predicciones de los ancianos. Él nos gritó, que debíamos haberlo llamado el día anterior y no dejar a los ancianos desaparecer con el libro y que ahora toda la responsabilidad recaía sobre nosotros. – Kasimov bajó la cabeza y murmuró: – Y yo quise llamarlo en aquel momento pero no me decidí. Pude haber detenido la guerra, pero… —
Yo hice el amago de buscar en mi cartera para que el viejo pudiera, sin que yo lo viera, limpiarse las lágrimas. El viejo se disculpó y continuó: