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Al filo del dinero
Al filo del dinero
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Al filo del dinero

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Golikov me acompañó con la mirada asombrada y, cuidadosamente, levantó el auricular.

– ¿Que pasa Grisov? ¿Qué mierda están haciendo? – Nuestro presidente Radkevich no escatimaba las groserías.

– No es Grisov, es Golikov. —

– Donde está tu jefe? ¿Porque no me responde el teléfono? ¿Qué pasa ahí? Los cajeros automáticos no están funcionando. —

– Boris Mikhailovich, la falla fue por culpa de Grisov, —

– ¡Eso no fue una falla, lo hicieron a propósito! Tengo pérdidas y ustedes no hacen un coño. —

– No es mi culpa, por mi trabajo respondo yo. Pero Yury Andreevich…

– Que estás queriendo decir? Habla claro. —

– Él sobrecargó el programa de control de los cajeros. Después de eso empezaron las fallas. —

– Por qué? ¿Fue un error? —

Golikov comprendió que ahí le surgió una oportunidad. No es pecado utilizar el error de su superior, si eso lo hace ocupar su sitio. Él habló rápidamente, bajando la voz y mirando, atentamente, la puerta:

– Boris Mikhailovich, temo por Grisov. No está bien de la azotea. Literalmente. Ayer llegó pálido, medio ido, y hoy está igual. Le pregunté cuales cambios había hecho en el programa y él lo no recuerda. Realmente no lo recuerda, los ojos vacíos. Tengo la impresión de que a Grisov le empieza a patinar el coco. Véalo usted mismo. Él podría hacer algo. —

– Ya lo hizo. ¿Puedes arreglar eso? —

– Puedo tratar. —

– Trata. Habla con otros empleados y le dices a Grisov que venga a hablar conmigo, inmediatamente.

Cuando volví del baño, en un estado horrible, encontré al colega en mi puesto de trabajo. Oleg, sin separarse del monitor, me informó:

– Radkevich te llama. Que vayas ya. —

– Justamente, yo también quería hablar con él, – murmuré yo, sumergido en mis problemas.

Tan pronto entré en la oficina del presidente, Radkevich me lanzó una mirada irritada y frunció el ceño con disgusto a la vista del pálido y desvencijado empleado.

– ¿En qué estás pensando, Grisov? —

– Quería hablar con usted. Necesito un préstamo. —

– Préstamo? —

– Doscientos mil euros. Mi hija… Aunque sean ciento cincuenta. —

– Que? – Radkevich saltó de su asiento. – Respóndeme una pregunta: ¿tú actualizaste hoy el programa de control de los cajeros automáticos? —

– Mire… – Yo me enredé.

– Que hay que mirar? A mí me dijeron que por tu culpa perdí plata. Y eres tan insolente que vienes a pedirme dinero. No, ¡no es una simple insolencia, es una burla! —

– Disculpe, a mí hoy… —

– A mí no importa que te pasó hoy! Ayer hablamos, aparentemente estuviste de acuerdo y entonces, hoy me saboteas. —

– No. —

– Eso no te lo acepto! —

– Trataré… —

Con desprecio, Radkevich me miró a la cara.

– Estás drogado? —

– Dos pastillitas nada más, tranquilizantes. – Respondí, pero me arrepentí de haberlo hecho.

– Pastillitas, o sea… – El banquero sacudió la cabeza y movió la mano como espantando algo. – No me toques más la computadora. Estás libre. Completamente libre. Estás despedido a partir de hoy, Grisov. —

– Pero como… – Ante mis ojos apareció mi hija enferma, y ante los de Radkevich la suma en el gráfico de las pérdidas.

– Vete! – Gritó.

Yo abandoné la oficina como en un sueño. ¿Será que mi enfermedad se ve en mi rostro? Apenas hoy me entero y ya es una pesadilla. ¿Y ahora que va a pasar?

En mi sitio de trabajo me recibió un cortés y disminuido Golikov.

– Mira viejo, me llamaron para decirme que no te permitiera acercarte a los computadores. Debes recoger tus cosas y… – La mirada de Oleg, elocuentemente, se dirigió hacia la puerta. – Disculpa, es orden de Radkevich.

Y solo en ese momento comprendí lo irreversible. Me están despidiendo. No voy a recibir ningún préstamo, y los préstamos viejos no voy a poder pagarlos. Nos quitan la casa, el carro, y todo eso, legalmente. Mi hija no tendrá la curación necesaria, mi esposa me odiará y seré un pobre y enfermo.

Una empleada de la oficina de personal trajo unos papeles para que yo los firmara.

– Yo tengo derecho a una compensación, – le recordé.

– Este no es el caso. – La mujer se sonrió levemente y recogió los documentos.

– Por qué no? En el caso de despido me deben… —

Pero la amable mujer ya había abandonado la oficina. Golikov había bloqueado el acceso a todos los computadores, excepto el suyo, y se enfrascó en su trabajo, como si yo no estuviera ahí. Me sentí impotente: soy un sobrante, están botándome. Y en ese momento sentí una gran indignación. ¡Ah, ¿sí?! No tengo nada que perder y pronto muero. Por eso puedo hacer lo que quiera. Por ejemplo, romperle la jeta al presidente.

Escribí en una hoja de papel el salario de tres meses, subí corriendo el piso y entré como una tromba a la oficina de Radkevich.

– Hicimos un convenio donde yo tengo una compensación de tres meses de sueldo. – Le puse la hoja de papel en el escritorio y me acerqué al director.

Éste respondió suavemente con una sonrisa torcida y sin esconder la burla:

– Métete ese convenio por el trasero. —

Le lancé el puñetazo por encima del escritorio, pero Radkevich, ágilmente, se cubrió con la lámpara de mesa. El golpe llegó a la pantalla de mesa y el vidrio se rompió, hiriéndome la mano. Cuando vi la sangre en mis nudillos me tranquilicé. Mi propia sangre me recordó el virus incurable que me consumía desde adentro.

– Vete pál carajo, ¡engendro! – gritó el banquero. – Me voy a encargar de que no te contraten en ningún banco. ¡Haz de cuenta de que tienes una etiqueta negra encima! —

La mención de una etiqueta me golpeó. El VIH es una etiqueta negra con la cual la sociedad estigmatiza a los desgraciados.

Comencé a retirarme. En el camino cayó en mi mirada la fotografía del trío de caballos la cual utilizó el dueño de la oficina para mostrar las gríngolas útiles para dirigir al caballo. Arranqué el cuadro de la pared y estuve a punto de estrellarlo contra el piso, pero en el último momento me di cuenta de que los caballitos me caían bien. Entonces salí con el bello poster en las manos.

A mi oficina no volví, me fui de una vez hacia la puerta. En la entrada del banco me detuvo el vigilante. El debía comprobar que el funcionario despedido no se llevaba algo valioso y confidencial. En mis manos solo estaba el poster.

– No puedes llevártelo, – negó con la cabeza el vigilante.

– Si claro, yo me salí de la yunta y tú, golpeado con el fuete, recibes tu ración particular de avena. – Le tiré el poster y salí del edificio.

El vigilante, confundido, olvidó pedirme el pase de entrada.

5

«Las desgracias no vienen solas», recordé el infeliz dicho. Se sobreentendía que las desgracias vienen por pares, aunque en mi caso particular, la cuenta continúa. La tragedia con mi hija, mi propia enfermedad, la preocupación y ahora esto: el viejo «Peugeot» no quiere prender. Claro, esto es una tontería en comparación con lo demás, ¿pero es que acaso necesito más contratiempos?

Oye Dios, siquiera en las cosas pequeñitas, ¡ten piedad! Pero es obvio que el todopoderoso no me escuchaba.

Le di al arranque hasta que la batería se descargó completamente dejé el carro y me fui al metro. La caminata monótona se correspondía bien con el procedimiento del médico: Inhalar-exhalar, uno-dos, inhalar-exhalar… Solo así pude tranquilizar mis nervios destrozados. No estaba apurado, caminé varias estaciones, de vez en cuando me sentaba y descansaba y llegué tarde a casa.

En la entrada de nuestro townhouse, al lado del «Volvo» de mi esposa estaba estacionado un «Ford» policial. «Llegó Sasha[2 - – Sasha: Es el apodo familiar y cariñoso, en Rusia, para aquellos que se llaman Alexander.], pensé.

Mi hermanastro, Alexander Gromov, era capitán de la policía y prefería utilizar el automóvil de servicio. Mi mamá se casó primero con el profesor de Física, Grisov. De ahí nací yo. Después se casó con el oficial de policía Gromov. De ahí nació Sasha. Nuestros padres eran tan diferentes que Sasha y yo no nos parecíamos en nada. Yo era el mayor y a mí siempre me tuvieron como un alumno aplicado y tranquilo. Mi mamá se enorgullecía de mis éxitos en la escuela y siempre me ponía de ejemplo para mi hermano. Sasha era tres años menor y no mostraba mucho entusiasmo por la escuela, pero se destacaba por la seguridad en si mismo.

– Por fin apareciste! ¿Dónde estabas metido? Ni siquiera respondías el teléfono. – Desde el pórtico me regañó mi hermano. – Estábamos preocupados.

Alexander, su esposa Natasha y Katya se sentaron alrededor de la mesa en la cocina. Las mujeres se veían pálidas y deprimidas. Gromov, como siempre, estaba bullicioso y gesticulando demás. Él llenaba cualquier espacio, sobre todo si estaba bebiendo. Habíamos planificado celebrar nuestra nueva casa, pero la vida nos echó a perder los planes. El encuentro resultó triste.

– El carro se me accidentó, – me justifiqué.

– Siéntate, – Gromov golpeó la mesa a su lado y llenó dos copas de vodka. Se tocó el pecho con el puño y dijo: – Tengo un peso en el alma, hermano. Me imagino como estarás tú. Bebe, te hará bien. —

Él vació la copa de un golpe, con el rabo del ojo vio como Natasha acercaba su copa a los labios y, llevando un poco de choucrute a su boca, señaló con un dedo húmedo hacia la embarazada Katya:

– A ti, ni se te ocurra. —

Lentamente, vacié mi copa, pero no sentí ni sabor, ni bienestar. Me apretaba el pecho, como si me pusieran tornillos. No quería comer, ni beber.

– Te enteraste de algo? – le pregunté a mi hermano, cuando ya había tragado y alargó el brazo hacia la botella.

– Estamos trabajando en eso. Encuestas, interrogatorios…, todo como se debe. —

– Y entonces? – me empezaban a fastidiar esos pretextos.

– Por ahora sin suerte, como siempre en esas taguaras. Aunque el club «Hongkong» es pretencioso y caro, no tienen cámaras en el interior, para no molestar a los visitantes. Solo tienen una en la entrada. La vigilancia no controla lo que toman ni lo que huelen. Si se ponen exigentes, la gente se les va. —

– Revisaron el bar? —

– Alcohol puyado no hay, porque muchos se hubieran envenenado. Allá todo es simple y de más grados. – Gromov bebió y arrugó la cara, más por el disgusto que por el vodka.

– Cuéntame, – le exigí.

Sasha se inclinó hacia mí, para tratar de hablar en voz baja, pero su susurro fue más bien teatral y lo escuchó todo el mundo en la cocina.

– Encontramos una botellita de ácido acético bajo el sillón donde estaba Yulia. No tenía huellas digitales. Si hubiera sido ella misma…, habría tenido las de ella.

– Pero no pudo haber sido ella, – me disgusté. – Quien llevó el ácido? —

– Justamente, cualquiera puede comprar eso en un supermercado. Y en el club todos andan por todos lados. ¿Tú has estado en lugares así? —

– Hace un montón de años que no. —

– Eso es una penumbra, la música a todo volumen, la gente empujándose de un lado a otro, muchos drogados. Tú preguntas, y nadie vio nada, nadie sabe nada. ¿Como cayó Yulia allá? —

– Sabes… – Me callé.

Katya se puso a llorar y Natasha se apuró a llevársela. Gromov hizo una mueca y un gesto incomprensible con las manos: como diciendo, los nervios femeninos no son lo mío. Miró la botella de vodka vacía, la puso en el suelo y sacó una nueva de la nevera. Cuando se sentó de nuevo, golpeó con el pie la botella vacía y esta, con ruido, rodó por el piso. Nosotros no intentamos recogerla…, ¡que ruede lo que le dé la gana!

– ¿Y qué dice Yulia? – preguntó Gromov mientras abría la botella.

– No puede hablar. Tiene un tubo en la garganta. – respondí, apenas aguantando el disgusto.

– Que vaina, – Gromov asintió tranquilamente. Bebió, apretó el puño y lo movió, amenazando al espacio: – Encontraremos al bastardo y lo pondremos preso! Lo importante es que tú aguantes y Katya no haga tonterías. Bueno, tú sabes. —

Después de la siguiente copa, el tenedor recorrió el plato con el resto de la cena y, levantando la voz, el capitán de policía decidió cambiar el pesado tema. Puso una mano en mi hombro, a lo hermano:

– El «Peugeot» está jodiendo otra vez? Cambia esa carcacha. Cómprate uno bueno. —

Me sonreí y comencé el listado:

– Le compré un carro nuevo y seguro a Katya. A crédito. Ella lo necesita. Tenemos veinte años para pagar esta casa. Todavía hay que arreglarla, arriba no tiene divisiones, el niño pronto nacerá y serán más gastos. – Después de eso me sentí molesto, y quité la mano ajena de mi hombro. – No se trata de eso! Yulia está mal, hay que operarla en el exterior. Eso es mucha plata y tú me hablas de un carro nuevo. —

– Que vaina, – Gromov utilizó su expresión preferida. – Pero tú tienes un trabajo excelente y media vida por delante. Tú eres el jefe de tu sección. ¡Jefe! Y yo apenas soy capitán. A esta edad. Si yo fuera el jefe de sección… —

– Si, gran cosa, soy jefe. —

Quise decirle que me habían botado del trabajo, pero a último momento, me contuve. Mi hermano le contaría a su esposa y esta a Katya. Esto sería un golpe complementario para la embarazada y ella ya tenía los nervios de punta.

– Y tú sabes como se obtienen los ascensos en la policía? – Sasha ya estaba medio borracho. – Tienes que tener un padrino, o destacarte en un asunto. Como resolver algo grande, agarrar un malandro y que la prensa te hable de eso. —

– Bueno, ¡agárralo! – le espeté, teniendo en cuenta el intento de asesinato de mi hija.

– Estoy trabajando en eso, – Gromov asintió. – En nuestro cuadrante aparecieron unos delincuentes que están robando cajeros automáticos. Te imaginas como hacen: apagan las cámaras. ¿Como? No se sabe. Maltratos visibles, no hay. Los alambres están completos. La cámara no ha sido tapada. Si resuelvo ese asunto, puedo pasar a la dirección «C». «C», de ciberdelincuencia. Allá se gana más. —

– Yo te estoy hablando de Yulia, – me disgusté de verdad.