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– Ahí hay un problema. Tampoco hay cintas de video. ¿Como se puede trabajar sin eso? —
– Con el cerebro, con los puños, con la fuerza. – Ya yo estaba arrecho, no solo con la policía, sino contra todo el mundo.
– A propósito de fuerza. Una vez se llevaron todo el cajero, otra, lo abrieron a mandarriazos. —
– Otra vez estás hablando de los ladrones. Para que abrirlos, es suficiente… – Metí la mano en mi bolsillo, toqué la tarjeta de acceso a los sistemas, la cual no me quitaron y se me salió: – Retrasados. —
– No, – Sasha no estuvo de acuerdo. – Cada vez piensan en algo nuevo. Para agarrar a esos tipos hay que actuar rápido, en caliente. A propósito, tú eres el especialista en esos cajeros automáticos, esas cosas electrónicas. Dime, como pueden… —
El repique del celular cortó la habladera de Gromov. Se puso el aparato al oído y, a medida que escuchaba, sus hombros se expandían, sus ojos se abrían irradiando emoción. Desde niño yo conocía ese brillo: hacia adelante, tumbando todo, sin pensar.
– Voy para allá! – exclamó hacia la bocina, saltando del lugar.
– Que pasó? – me preocupé.
– Quemaron un cajero automático, y apagaron la cámara otra vez. —
Con paso inseguro, Gromov se dirigió a la salida, tomó la chaqueta y sacó las llaves del carro. Traté de detenerlo:
– No puedes manejar, estás borracho. —
– Quien me va a parar? Yo estoy de servicio. —
– Estás loco. —
– Hay que perseguirlos en caliente, si no se van, – estaba inquieto el capitán de la policía.
– Mírate en un espejo. —
Lo empujé hacia el espejo de la puerta. De la respiración etílica se cubrió de vapor la superficie del espejo.
– Natasha me va a llevar. – dijo, con más sentido común.
– Vamos, te llevaré yo, – le propuse, ya que solo me había tomado una copa de vodka.
Yo no quería quedarme solo con Katya. Quizás se daría cuenta de mi ánimo abatido y empezaría a preguntarme y yo tendría que mentir y escabullirme. Mejor volver cuando ella estuviera durmiendo.
– Ok. ¡Vamos! – Sasha me palmoteó el hombro. – Como tú eres el técnico, verás las benditas cámaras y sabrás. Tú eres el experto. Las mujeres… Natasha se irá en taxi.
6
Durante los primeros minutos de manejo del «Ford» policial, sentí cierta rigidez en mi cuerpo. Me molestaban el radar, colocado sobre el panel de instrumentos, el radio portátil a mi derecha, el monitor extra en el centro y un montón de botones incomprensibles en la dirección.
Gromov, impaciente e inquieto en el puesto del pasajero, hacía comentarios:
– ¿Qué te pasa, acaso crees que llevas a tu esposa embarazada? Prende las luces del techo y dale gasolina. —
– Donde está? —
– Aquí! Y la sirena no está demás. —
El capitán pisó unos botones, sobre el techo del carro se prendieron unas luces roji-amarillas intermitentes y empezó a sonar la sirena. La música lumínica de la policía golpeaba los nervios, divertía el amor propio y ayudaba a ir a más velocidad ya que los otros carros se apartaban rápido. Sasha indicaba el camino e insistía en ignorar los semáforos. Yo sentía una rara sensación y por primera vez en mi vida, abiertamente, infringía la ley. Iba al volante como embriagado, subía la velocidad, me comía la luz roja, pero no sentía ningún reproche de conciencia. Al contrario, las adversidades que me abrumaban desde hacía dos días, pasaron a un segundo plano y yo me sentía un poquitico mejor.
Después que pasó el cosquilleo de los nervios por la carrera (lo digo por mí, mi hermano como si nada), llegamos a una calle ancha vacía, donde se construía una gran urbanización. El cajero automático que trataron de robar estaba en el vestíbulo de una agencia bancaria cerrada. Encontrar el lugar del crimen no fue dificultoso, ya ahí había una buena cantidad de carros de bomberos y policías.
Gromov saltó del carro apenas me detuve y, a grandes pasoso, se dirigió hacia el banco, haciéndole señas a un teniente que sobresalía.
– Petujov, reporta. —
El flaco teniente se acercó al capitán y empezó a hablar atropelladamente:
– Camarada capitán, durante el transcurso de las acciones operativas que … —
– ¡Resume, Petujov! —
– Los ladrones apagaron la cámara, inyectaron gas en el cajero, se escondieron tras la puerta y le pegaron candela. – El teniente señaló un cilindro vacío en el techo del banco.
– Se disparó hasta allá? —
– Lo hubiera visto! —
Me dio curiosidad y me acerqué. El lugar, con los vidrios rotos, olía quemado y el cajero se veía bastante dañado. Los pedazos de billetes quemados nadaban en un charco espumoso.
– Se llevaron el dinero, – Gromov sacudió la cabeza y, en voz alta, preguntó a Petujov. – Hay testigos? —
– Los vecinos vieron una furgoneta blanca alejándose, – puntualizó el teniente.
– En cual dirección? —
– Aquí hay un solo camino, – el teniente mostró con la mano. – Hacia el otro lado es calle ciega, por la construcción.
– Ya avisaron a los nuestros? —
– Ya hay varias patrullas en el caso. —
– Patrullas, – torció el gesto el capitán. – Te apuesto a que no encuentran nada. Voy a tratar de resolver aquí. —
Después de la carrera nerviosa sentí deseos de orinar y me dirigí hacia los arbustos. El seto recién plantado separaba una casa nueva del territorio de la construcción. Los arbustos estaban más abajo de la cintura y yo decidí ir más hacia la oscuridad, para que no me vieran desde el camino. Pasando por la entrada en el arbusto, con asombro vi un billete de mil pegado en las ramas. Lo tomé y vi que estaba quemado y olía a humo.
¿Como llegó aquí? ¿Lo lanzó la explosión? Dudoso, ya que hasta el banco hay cincuenta metros y no hay viento.
Busqué con la vista, y vi, no muy lejos en la tierra, otro billete de esos. Caminé un poco más y me petrifiqué. Bajo los arbustos estaba escondida una silueta oscura. Mi corazón me palpitó fuertemente y me quedé sin respiración. A tres pasos de mí yacía un tipo. No era un borracho, ni estaba muerto. Eso lo comprendí de inmediato porque la persona que yacía tensa, me miraba con atención y con simpatía. Hicimos contacto visual. Ambos callamos.
Este es uno de los ladrones, pensé con temor. No pudo escaparse antes de que llegara la policía y decidió esconderse aquí. ¿Qué hago?
– Yury, que estás haciendo por allá? – Gromov me llamó.
No me moví, pensando que el ladrón podría estar armado. Un brusco movimiento y ese me puede tomar de rehén. Estaba atrapado, no me atrevía a moverme: adelante estaba la construcción, detrás, la entrada entre los arbustos. El delincuente no me permitiría retroceder ya que podía exponerse.
El inquieto Gromov adivinó para que ya había ido a los arbustos y a él también le dieron ganas, entonces gritó:
– Te voy a acompañar. —
El ladrón se movió. ¿Irá a sacar el arma? Mis piernas casi se doblan, no me podía mover. Ahorita monta el percutor…
Pero, en lugar del sonido mecánico, escuché un suave susurro:
– Yury Andreevich. Está lista. —
Un frío me recorrió la espalda. El orden de las palabras y la entonación eran perfectamente conocidas por mí. La alarma se cambió por recuerdos. Diez años atrás yo enseñaba programación en la Casa de la Juventud para la creación científico-técnica. Los alumnos que terminaban la tarea primero se dirigían a mí con la expresión «está lista». Ellos se movían en su asiento y empezaban a explicar su éxito.
– Yury Andreevich. Está lista, – repitió el ladrón.
Me incliné para verle mejor los ojos al personaje acurrucado y lo recordé. Tras los arbustos se escondía uno de mis mejores alumnos. No recuerdo su apellido, pero la confianza en si mismo y su mirada atrevida se me grabaron en la memoria. El muchacho agarraba la teoría en vuelo, proponía soluciones originales, pero tenía problemas con la asistencia a clases.
Los pasos de mi hermano estaban cerca, ya estaba sobre la grama, acercándose a los arbustos. Ahora puedo no preocuparme por un ataque del ladrón, la policía está a dos pasos. Yo dudé. Una palabra mía y en mi ayuda, vendrían, además de mi hermano, los policías armados que están en el banco. El delincuente no podrá escaparse. Será curioso saber hasta donde llegó el talentoso muchacho. Ahora no me parece peligroso, sino indefenso.
Una palabra mía… Ahí están sus ojos suplicantes.
Apretujé los billetes quemados en la mano y los metí en mi bolsillo. Inesperadamente, para mí, salí de los arbustos y obstaculicé el camino a mi hermano.
– Yo puedo revisar como apagan las cámaras. —
– Ve a verlas, yo ya voy. —
– No entres ahí, hay sucio de perros, – detuve a mi hermano, y restregué, contra la grama, la suela de mis zapatos.
– En todas partes hay mierda. Bueno, vámonos a la división. – Gromov miró por encima de los arbustos, dudó un poco y agarró el celular. – Los ladrones pudieron escaparse por la construcción. Buscaremos a los perros olfateadores.
– Es una pérdida de tiempo. Mira la tierra está húmeda y ninguna huella.
– Es verdad. Tú eres inteligente, y los ladrones son retrasados mentales.
Gromov escupió y caminó rápido hacia el banco, lo alcancé. Me molestó la observación de mi hermano sobre las cualidades mentales de mi antiguo alumno.
– Por qué retrasados mentales? No cualquiera puede bloquear esas cámaras, – le pregunté.
– Exageraron con el gas, inyectaron más de lo necesario. Todos los billetes están quemados, tratan de utilizarlos y ahí los agarramos. No me extrañaría que hubieran salido heridos también y se dirijan a un primeros auxilios. —
En las manos del capitán sonó el celular. Era Petujov. Yo puse atención para oír al teniente:
– Encontramos la furgoneta blanca. Es una camioneta de servicio mecánico en las carreteras. En ella están dos hermanos gemelos de apellido Noskov, uno gordo y el otro flaco. —
– Petujov, estás escuchando lo que estás diciendo? Los morochos tienen que parecerse. —
– Pero estos son morochos y diferentes. —
– Los registraste? —
– No tienen dinero y, equipos gasíferos, tampoco. Solo parecen un par de pendejos. —
– Que dicen de que los vieron? —
– Pasaban por aquí y oyeron la explosión, se detuvieron un momento, pero entonces, decidieron irse. Vieron a un tipo en sudadera con capucha que iba corriendo. —
– Hacia dónde? ¿Hacia la construcción? —
– No, en sentido opuesto. Al llegar a las casas dobló a la derecha. —
– Había que empezar por ahí. ¿Descripción? —
– Contextura media, jeans oscuros, morral en la espalda. —
– Ya es algo. Escribe el reporte, yo organizaré la investigación. Después vas a revisar las enfermerías, el ladrón pudo haber salido herido por la explosión. ¿Me comprendiste? Estamos en contacto. —
Yo observé, con asombro y orgullo oculto como, después de las órdenes de Gromov, los policías salieron corriendo en dirección opuesta a donde se escondía mi exalumno, el ladrón. O sea, lo salvé. Yo continuaba a infringir la ley, la cual yo siempre había seguido. La persecución era inútil, yo había engañado a la policía y le di al delincuente la posibilidad de escaparse. ¡E hice todo eso sin pensar!
7
Profundas reflexiones sobre los complicados golpes del destino me mantuvieron despierto mucho tiempo en la noche. El joven vago consiguió escabullirse de una decena de policías con el dinero robado y por mi cabeza, respetuosa de la ley, pasa un infortunio tras otro. ¿Por qué el mundo es tan injusto? Yo no infringí la ley y él pasa a través de ella. Y, mi hermano, el servidor del orden público, dispuesto a manejar borracho por un beneficio personal. Para él no es tanto atrapar a los delincuentes como ascender en la policía. Cada quien piensa en si mismo, y no le importan ni la sociedad ni las leyes.
Me dormí al amanecer y cuando desperté, decidí que yo no estaba obligado a vivir por las reglas comunes. Mi vida pende de un hilo. Yo estoy condenado a muerte, inclusive sin salir de casa. ¿Cuánto dinero me queda? No estoy seguro de que llegue hasta el año que viene, entonces para que andar con cuidado y poco a poco. Los sueños normales: el año que viene me aumentan el sueldo y dentro de tres me ascienden a un cargo mejor, lo que traen son lágrimas de rabia y no una alegría oculta. ¿Para que planificar un futuro lejano si en cualquier momento puede caer la cortina negra? Bang! Ahora me ven, ahora no me ven. Terrible. Por eso, ahora, yo puedo arriesgarme, lo peor ya me sucedió.
Reconociendo mi triste situación, llegué a la conclusión de que yo debo actuar de otra manera.
Lo primero que hice fue hurgar entre las cajas de la mudanza recién desempacadas para buscar los CD computacionales. Todos esos disquitos tenían sus etiquetas con su nombre que ya había olvidado para que servía. Mientras desayunaba, yo iba colocando cada disco en el laptop para comprobar el contenido.
Katya se atareaba, alrededor de la estufa, con paquetes y envases. De repente todo quedó en silencio, sus brazos cayeron y mirando hacia el frente, desconcertada, dijo:
– Ella no puede comer nada, nada. Yulia… – Impotente, Katya cayó en la silla y se puso a llorar.
Miré la bolsa con los productos que se iban a llevar al hospital y sugerí:
– Quizás pueda beber jugo por el tubito. —
– No, ni siquiera jugo, – con aflicción, Katya lloró, agarrándose y sacudiendo la cabeza.
– Tranquila, piensa en el bebé. —
– Para ti es fácil dar consejos. —
– Yo también me preocupo. —
– ¡Si, ya veo! No te separas de la computadora, – inesperadamente, ella estaba iracunda. – Que te distrae? Y al trabajo vas a llegar tarde. —
– Voy contigo al hospital. —
– Puedo ir sola. Mejor vete al trabajo. Ayer llegaste tarde, hoy también. Te pueden botar. —