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—¿Nada de sueños? —Su voz era ligera y límpida como el agua de un plácido torrente, y me dejé transportar por la corriente refrescante.
—No, esta noche no.
—¿Querías soñar?
—Sí —contesté impulsivamente. Nuestro diálogo era surrealista, pero estaba dispuesta a continuarlo indefinidamente.
—Quizás te volverá a suceder. El silencio de este lugar es ideal para acunar sueños –dijo fríamente. Volvió al ordenador, ya despreocupado de mí.
Fantástico, me dije humillada. Me había echado un hueso como se hace con un perro, y yo fui tan idiota que lo aferré como si estuviera muriéndome de hambre. Y hambrienta, lo estaba realmente. De nuestras miradas, de nuestra intensa complicidad, de sus sonrisas inesperadas.
Encorvé los hombros y me puse a trabajar. En ese momento me acordé de Monique. Ella sí que era experta en hacer rodar la cabeza a los hombres, en seducirlos en una red de mentiras y de sueños, en conquistar su atención con maestría consumada. Una vez le pregunté cómo había aprendido el arte de la seducción. Primero, respondió: «No se aprende, Melisande. O lo posees desde siempre, o lo tienes que imaginar». Luego se volteó hacia mí, y su expresión se endulzó: «Cuando tengas mi edad, sabrás cómo hacerlo, verás». Ahora tenía esa edad, y estaba peor que antes. Mis conocimientos masculinos habían sido siempre esporádicos y de corta duración. Cualquier hombre me endosaba la misma letanía de preguntas: ¿Cómo te llamas? ¿A qué te dedicas? ¿Qué coche tienes? Ante la noticia de que no tenía permiso de conducir, me miraban como un animal raro, como si estuviera afectada por una terrible enfermedad contagiosa. Y yo no me abría, por cierto, a las confidencias.
Pasé la mano sobre la cubierta encuadernada de un libro. Era una edición lujosa, en cuero marroquí, de "Orgullo y prejuicio" de Jane Austen.
—Apuesto a que es tu preferido.
Alcé de golpe la cabeza. El señor Mc Laine me estaba estudiando, con sus párpados a medio cerrar y un destello peligroso en aquel manto negro.
—No —respondí, acomodando el libro en el estante—. Me gusta, pero no es mi preferido.
—Entonces será "Cumbres borrascosas".
Me regaló una sonrisa espectacular, inesperada. Mi corazón dio un salto, y por un pelo que no precipitó en la nada.
—Tampoco —dije, notando con alegría la firmeza de mi voz—. No termina precisamente bien. Como te he dicho, tengo una marcada predilección por el final feliz.
Hizo rodar la silla de ruedas, y se posicionó a pocos pasos de mí, con una expresión absorta.
—"Persuasión", siempre de Austen. Termina bien, no puedes negarlo. —No intentaba siquiera ocultar cuánto se estaba divirtiendo, y yo también me había apasionado con ese juego.
—Es agradable, lo admito, pero estás todavía lejos. Es un libro centrado en la espera, y yo no soy buena para esperar. Soy demasiado impaciente. Terminaría por resignarme, o cambiaría de deseo. —Ahora mi voz era frívola. Sin darme cuenta estaba flirteando con él.
—Jane Eyre.
No se esperaba mi risa, y se puso a mirarme, perplejo.
Pasaron varios minutos antes de que pudiera contestarle.
—¡Por fin! —Pensé que le habría tomado siglos...
Una sombra de sonrisa se hizo camino en su ceño fruncido.
—Tenía que acertar rápido, en efecto. Una heroína con a las espaldas una historia triste y solitaria, un hombre del pasado sufrido, un final feliz después de mil aventuras. Romántico. Apasionado. Realista. —Ahora también sus labios sonreían, al igual que sus ojos—. Melisande Bruno, ¿eres consciente de que puedes enamorarte de mí como Jane Eyre del señor Rochester, que casualmente era su empleador?
—Usted no es el Señor Rochester —dije tranquilamente.
—Soy lunático como él —objetó, con una media sonrisa, que no pude evitar de corresponder.
—Estoy de acuerdo. Pero yo no soy Jane Eyre.
—También eso es verdad. Ella era sosa, feita, insignificante —dijo él, arrastrando las palabras—. Nadie sano de mente, y de ojos, podría decir eso de ti. Tus cabellos rojos se notarían a millas de distancia.
—No me parece precisamente un halago... —dije en tono de broma lamentosa.
—Quien se hace notar, en un modo o en otro, nunca es feo, Melisande —respondió él dulcemente.
—Entonces gracias.
Él se burló.
—¿De quién has heredado estos cabellos, señorita Bruno? ¿De tus padres de origen italiano?
La alusión a mi familia contribuyó a ofuscar la felicidad de aquel momento. Aparté la mirada, y me puse a ordenar los libros en las estanterías.
—Mi abuela era pelirroja, por lo que se dice. Mis padres no, y ni siquiera mi hermana.
Acercó su silla de ruedas a mis piernas, tensas por el esfuerzo de colocar los libros. A esa distancia infinitesimal no podía dejar de percibir su tenue perfume. Una mezcla misteriosa y seductora de flores y especias.
—¿Y qué hace una bonita secretaria de cabellos rojos y antepasados italianos en una apartada aldea escocesa?
—Mi Padre emigró para mantener a su esposa e hija. Yo nací en Bélgica.
Buscaba una manera de cambiar de conversación, pero era difícil. Su cercanía confundía mis pensamientos, que se enmarañaban en una madeja difícil de desenredar.
—De Bélgica a Londres, y luego a Escocia. A sólo veintidós años. Admitirás que como mínimo es curioso, ¿no?
—Ganas de conocer el mundo —respondí reticente.
Eché un vistazo hacia él. Su hirsuto ceño había desaparecido como nieve bajo el sol, reemplazado por una sana curiosidad. No había manera de distraerlo. Allá afuera la tempestad rugía, con toda su violenta intensidad. Una batalla similar se estaba desarrollando dentro de mí. Comunicarme con él era natural, espontáneo, liberador, pero no podía, no debía hablar a rienda suelta, o me arrepentiría.
—¿Ganas de conocer el mundo para llegar a este rincón remoto del mundo? —Su tono era abiertamente escéptico—. No necesitas mentirme, Melisande Bruno. Yo no te juzgo, a pesar de las apariencias.
Algo se rompió en mí, liberando recuerdos que creía enterrados para siempre. Una sola vez me fie de alguien, y había terminado mal, mi vida casi destruida. Sólo el destino había impedido una tragedia, la mía.
—No estoy mintiendo. También aquí se puede conocer el mundo —dije sonriendo—. Nunca había estado en las Highlands, es interesante. Y además soy joven, puedo aún viajar, ver, descubrir nuevos lugares.
—Entonces estas dispuesta a partir. —Su voz era ronca ahora. Me giré hacia él. Una sombra había caído sobre su rostro. Hubo algo de desesperado, furioso, de rapaz en él en aquel momento. Corta de palabras me limité a mirarlo fijamente. Hizo rodar la silla de ruedas, y regresó detrás del escritorio—. No te preocupes. Si sigues siendo tan indolente te echaré yo mismo, y así podrás retomar tu viaje alrededor del mundo.
Sus palabras bruscas fueron casi un cubo de agua helada lanzado sobre mí. Se paró delante de la ventana, anclado en la silla de ruedas con ambas manos, los hombros agarrotados.
—Tenía razón. La tormenta ya terminó. No hay manera de evitar a Mc Intosh hoy. Parece que no hago más que equivocarme. ¡Hey!, mira, un arcoíris —me llamó, sin voltearse—. Venga a ver, señorita Bruno. Espectáculo fascinante, ¿no cree? Dudo que ya haya visto uno.
—Pero si lo he visto —repliqué, sin moverme.
El arcoíris era el símbolo cruel de lo que me era eternamente negado. La percepción de los colores, su maravilla, su arcaico misterio.
Mi voz era frágil como una placa de hielo, mis hombros más rígidos que los suyos. Había levantado de nuevo un muro entre nosotros, alto e insuperable. Una defensa inviolable. O quizás había sido yo quien lo hizo antes.
Capítulo Sexto
—¿Quieres cenar conmigo, Melisande Bruno?
Lo miré con los ojos de par en par, convencida de no haber entendido bien. Me había ignorado durante horas, y las raras ocasiones en las que se había dignado dirigirme la palabra había estado antipático y frío. Al principio pensé negarme, ofendida por su actitud infantil y mutable, luego la curiosidad ganó la partida. O quizás fue la esperanza de volver a ver su sonrisa, aquella sonrisa torcida, hospitalaria, acogedora. De todas formas, y sin importar la razón, mi respuesta fue afirmativa.
La señora Mc Millian estaba tan turbada por la novedad que estuvo callada durante todo el tiempo que nos sirvió la cena, suscitando nuestra mutua diversión. El señor Mc Laine se había relajado, y ya no tenía aquella expresión rígida que tanto había aprendido a temer. Nuestro silencio era cómplice y se rompió sólo cuando el ama de llaves nos dejó.
—Hemos conseguido dejar a la querida Millicent sin palabras... Me parece que acabaremos en el libro Guinness de los primates —observó él, con una risa que me tocó el centro del corazón.
—Sin duda —manifesté mi conformidad.
—Es una empresa realmente titánica. No creí que lo vería un día.
—Estoy de acuerdo.
Me guiñó el ojo, y tomó un pincho de carne. La cena improvisada era informal pero deliciosa, y su compañía era la única que pudiera desear. Me prometí que no haría nada para destruir esa atmósfera idílica, luego recordé que dependía sólo en parte de mí. Mi compañero ya había demostrado en varias ocasiones que era fácil de encolerizarse, y sin motivo aparente.
Ahora él estaba sonriendo, y sentí una punzada ante el pensamiento de no conocer el exacto color de sus ojos y cabellos.
—Entonces, Melisande Bruno, ¿te gusta Midgnight Rose?
Me gustas tú, sobre todo cuando estás tan despreocupado y en paz con el mundo. En voz alta dije:
—¿A quién no le puede gustar? Es una pedazo de paraíso, alejado del frenesí, el estrés, la locura de la rutina.
Él dejó de comer, como si se estuviera alimentando de mi voz. Y yo comencé a masticar más despacio para no romper ese hechizo, más frágil que el cristal, más volátil que una hoja de otoño.
—Para quien viene de Londres debe ser así —admitió—. ¿Has viajado mucho?
Me llevé el vaso de vino a la boca, antes de responder.
—Menos de lo que me hubiera gustado. Pero he entendido una cosa: que el mundo se descubre en los rincones, en los pliegues, en los surcos, no en los grandes centros.
—Tu sabiduría solo es comparable con tu belleza —dijo con aire serio—. ¿Y qué estás descubriendo en esta amena aldea escocesa?
—El pueblo todavía no lo he visto —le hice recordar, sin rencor—. Pero Midnight Rose es un lugar interesante. Aquí me parece que el mundo se puede detener, y no siento la falta del futuro.
Por toda respuesta él sacudió la cabeza.
—Has percibido la esencia más íntima de esta casa en tan poco tiempo... Yo aún no lo he logrado...
No respondí, el temor de enturbiar la reconquistada intimidad frenó mi lengua. Él me estudió atentamente, a su modo, como si yo fuera el contenido de un portaobjetos y él un microscopio. La pregunta siguiente fue meditada, explosiva, presagio de un desastre inminente.
—¿Tienes familia, Melisande Bruno? ¿Alguien de los tuyos está todavía vivo? —No parecía una pregunta vana, dicha por decir algo. Había en ella un interés ardiente y auténtico.
Para disimular la vacilación bebí más vino, y mientras tanto rumiaba la respuesta que tenía que dar. Revelar que mi hermana y mi padre estaban todavía en este mundo habría dado lugar a una secuencia de otras preguntas insidiosas, que no estaba dispuesta a afrontar. Era realista: aquella invitación a cenar había surgido sólo porque la tarde estaba aburrida, y buscaba una válvula de escape. Yo, la secretaria aún desconocida, servía perfectamente a ese fin. No habría otra cena. Decidí mentir, porque era más fácil, menos complicado.
—Estoy sola en el mundo.
Sólo cuando mi voz se apagó, me di cuenta de que no era exactamente una mentira. Lo era en la connotación, no en los hechos. Yo estaba sola, excluida de todo. No podía contar con nadie, a parte de mí misma. Eso me había hecho sufrir tanto que me hizo pensar que perdería la razón, pero me había acostumbrado. Absurdo, triste, penoso, pero cierto. Acostumbrada a no ser amada, a ser incomprendida. Sola.
Él pareció absurdamente satisfecho por mi respuesta, como si fuese la correcta. Justa para qué, no habría sabido decirlo. Alzó el vaso de vino, medio vacío, en un brindis.
—¿Por qué? –dije, imitándolo.
—Para que puedas volver a soñar, Melisande Bruno. Y que tus sueños se cumplan. —Sus ojos me sonrieron por encima del vaso.
Renuncié a entender. Sebastián Mc Laine era un enigma viviente, y su carisma, su magnetismo animal, eran suficientes como respuestas.
Aquella noche soñé por segunda vez. La escena era idéntica a la vez anterior: yo en camisa de noche, él a los pies de mi cama en trajes oscuros, ningún rastro de la silla de ruedas. Me tendió la mano, una sonrisa le curvó el ángulo de la boca.
—Baila conmigo, Melisande. —Su tono era delicado, dulce, suave como la seda. Una petición, no una orden. Y sus ojos... por primera vez eran suplicantes.
—¿Estoy soñando? —Pensé que solo lo había imaginado, pero lo había pedido realmente.
—Sólo si quieres que sea un sueño; en caso contrario, es una realidad —dijo categórico.
—Pero usted camina...
—En los sueños todo puede ocurrir —respondió, llevándome en un vals, como la primera vez.
Sentí una pulsión de rabia. ¿Por qué en mi sueño las pesadillas ajenas eran canceladas, mientras que la mía permanecía intacta, en su virulenta perfección? Era mi sueño, pero no se dejaba domesticar, ni suavizar. Su autonomía era extraña e irritante.
De golpe dejé de pensar, como si estar entre sus brazos era más importante que mis dramas personales. Él era descaradamente bello, y me sentía honrada de tenerlo en mis sueños.
Bailamos largamente, al ritmo de una música inexistente, nuestros cuerpos en sincronización perfecta.
—Creía que no te volvería a soñar más —le dije, alargando la mano para tocarle la mejilla. Era lisa, caliente, casi hirviente.
Su mano se levantó para entrelazarse con la mía.
—Yo también creía que no te soñaría más
—Pareces tan real... —dije en un soplo—, pero eres un sueño... Eres demasiado dulce para ser algo distinto...
Estalló en una risa divertida, y me estrechó más fuerte.
—¿Te hago enfadar?
Lo miré, ceñuda.
—Hay veces en las que te daría un puñetazo.
No parecía ofendido, sino satisfecho.
—Lo hago a propósito. Me gusta molestarte.
—¿Por qué?