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La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos
La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos
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La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos

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El escritor hizo un movimiento colérico.

—¿Dónde te habías metido, ablandahigos?

Hubo un destello de rebelión en los ojos del enfermero, pero no hizo ningún comentario.

—Espéreme en el estudio, señorita Bruno —me ordenó Mc Laine, con la voz que aún le temblaba por la violencia reprimida.

No miré hacia atrás mientras salía.

Capítulo Cuarto

Varios días transcurrieron antes de poder recuperar esa alquimia inicial, y posteriormente perdida, con el propietario de Midgnight Rose.

Evitaba a Kyle como a la peste, para no despertar en él la más mínima esperanza. Sus ojos llenos de codicia trataban siempre de capturar los míos, las veces que nos veíamos. Yo lo mantenía a una debida distancia, con la esperanza de que eso bastara para disuadirlo del deseo de intentar nuevos, desagradables, acercamientos. En cambio, comenzaba a apreciar la compañía de la señora Mc Millian. Era una mujer aguda, nada chismosa, como la había erróneamente juzgado a primera vista. Era leal hasta la médula con Mc Laine, y esa cualidad nos acercó mucho. Llevaba a cabo mis tareas con apasionada diligencia, feliz de poder transferir, al menos en parte, el peso desde la espalda de él hacia la mía. Me hacían falta nuestras discusiones, y mi corazón amenazó con estallar cuando ellas volvieron. Inesperadas, como habían comenzado.

—¡Maldición!

Levanté de golpe la cabeza, que tenía inclinada sobre algunos documentos que estaba reordenando. Tenía los ojos cerrados, y una expresión tan vulnerable en aquel rostro de muchacho, que quedé enternecida.

—¿Todo bien?

Su mirada fue bruscamente gélida, y casi me molestó que hubiera abierto los ojos.

—Es mi condenado editor —explicó, agitando una hoja.

Era una carta que había llegado con el correo de la mañana, a la que no había hecho caso. Yo clasificaba la correspondencia, y me recriminé por no habérsela dado primero. Quizás estaba molesto conmigo por haber omitido una misiva importante. Sus palabras sucesivas revelaron, sin embargo, el enigma.

—Hubiera querido que esta carta se perdiera por la calle —dijo disgustado—. Pretende que le envíe el resto del manuscrito. —Mi silencio pareció alimentar su furia—. Y yo no tengo otros capítulos para mandarle.

—Son tantos días que lo veo escribir —expresé perpleja.

—Son días que escribo idioteces, dignas sólo de terminar donde han ido a parar —precisó, señalando la chimenea.

Había notado que el fuego había sido encendido el día anterior, y me sorprendí, considerando la temperatura totalmente veraniega; pero no pedí explicaciones.

—Intente hablar con su editor. ¿Quiere que le haga la llamada? —propuse, rápida—. Estoy segura de que comprenderá...

Me interrumpió, agitando bruscamente la mano, como si quisiera expulsar una mosca molesta.

—¿Comprenderá qué? ¿Que estoy en crisis creativa? ¿Que estoy viviendo el clásico bloqueo del escritor? —Su sonrisa burlona hizo palpitar mi corazón, como si lo hubiera acariciado. Echó la carta sobre la mesa—. El libro no continuará. Por primera vez en mi carrera me parece que no tengo nada más que escribir, que he agotado mi vena.

—Entonces haga otra cosa —dije impulsivamente.

Él me miró como si yo hubiera enloquecido.

–¿Disculpe…?

—Concédase una pausa, así podrá entender qué está sucediendo —le dije frenéticamente.

—¿Haciendo qué? ¿Un poco de footing? ¿Una carrera en coche? ¿O una partida de tenis?

El sarcasmo en su voz era tan afilado como para lacerarme. Me pareció casi sentir el calor pegajoso de su sangre que brotaba de sus heridas.

—No solo existen hobbies físicos —dije, agachando la cabeza—. Podría escuchar un poco de música, quizás. O leer.

¡Ajá!, ahora si que me liquidará en un abrir y cerrar de ojos, pensé, como a quien hubiera sugerido el peor cúmulo de tonterías de la historia. En cambio, sus ojos estaban atentos, concentrados en mí.

—Música. No es una idea perversa. Total, no tengo nada mejor que hacer, ¿no? Me señaló un tocadiscos, en el estante más alto de la librería.

—Cójalo, por favor.

Subí en la silla y lo bajé, admirando al mismo tiempo sus detalles.

—Es maravilloso. Original, ¿verdad?

Él asintió, mientras lo ponía sobre el escritorio.

—Siempre he sido un apasionado de enseres antiguos, aunque este es más moderno. En la caja roja encontrará los discos de vinilo.

Me detuve delante de la librería, con los brazos inertes a lo largo del cuerpo. Había dos cajas negras de dimensiones similares en el mismo estante en el que había estado antes el tocadiscos. Me pasé la lengua sobre los labios áridos, mi garganta ardía. Él me llamó, impaciente.

—Dese prisa, señorita Bruno. Sé que no voy a ninguna parte, pero eso no justifica su lentitud. ¿Qué es? ¿Una tortuga? ¿O ha ido a lecciones de Kyle?

Nunca seré capaz de acostumbrarme a su sarcasmo, pensé encolerizada, mientras tomaba una apresurada decisión. Era el momento: confesar mi aberrante anomalía o seguir la vía más fácil, como en el pasado. Es decir, coger una caja al azar y rogar que fuera la correcta. No podía abrirla antes y espiar el contenido, estaban cerradas con grandes trozos de cinta adhesiva. Luego de pensar en las frases terroríficas de las que sería objeto si dijera la verdad, me decidí. Subí sobre la silla, y traje abajó una caja. La apoyé sobre el escritorio sin mirarla. Lo sentí que buscó en ella, en silencio. Sorprendentemente era la correcta. Y volví a respirar.

—Mira. —Me presentó un disco—. Debussy.

—¿Por qué él? —pregunté.

—Porque he vuelto a valorar a Debussy, desde que sé que su nombre fue elegido en homenaje a él.

La sencillez primitiva de su respuesta me dejó sin respiración, con el corazón que se retorcía entre esperanzas punzantes como espinas. Porque eran demasiado hermosas para creerlas.

Yo no sabía soñar. Quizás porque mi mente ya había entendido al nacer aquello que mi corazón se negaba a hacerlo. Es decir, los sueños no se convierten nunca en realidad. No los míos, al menos.

La música tomó cuerpo, e invadió la habitación. Primero suavemente, luego con mayor vigor, hasta subir en un crescendo emocionante, seductor.

El señor Mc Laine cerró los ojos, y se apoyó en el respaldo de la silla, absorbiendo el ritmo, haciéndolo suyo, apropiándose de él en un robo autorizado.

Yo lo miraba, aprovechando el hecho de que no podía verme. En ese momento me pareció tremendamente joven y frágil, como si una simple ráfaga de viento pudiera quitármelo. Cerré yo también los ojos ante aquel pensamiento vergonzoso y ridículo. Él no era mío, nunca lo sería, con o sin silla de ruedas. Mientras más pronto lo entendería, más pronto recuperaría mi sentido común, mi reconfortante resignación, mi equilibrio mental. No podía poner en peligro la jaula en la que deliberadamente me había encerrado, no debía exponerme a un sufrimiento atroz a causa de una simple fantasía, de un sueño irrealizable, digno de una adolescente.

La música cesó, candente y embriagadora. Reabrimos los ojos en el mismo instante. Los suyos habían retomado su habitual frialdad; los míos estaban empañados, somnolientos.

—El libro así no está bien —determinó—. Haga desaparecer el tocadiscos, Melisande. Quisiera escribir un poco, incluso reescribir todo. —Me dedicó una sonrisa resplandeciente—. La idea de la música ha sido genial. Gracias.

—¿Le parece...? No he hecho nada especial —balbuceé, escapando a su mirada, a las profundidades en las cuales corría el riesgo regularmente de perderme.

—No, no ha hecho nada especial, en efecto —admitió, haciendo bajar mi moral por debajo de mis tacones, por el modo rápido con el que me había liquidado—. Es usted, que es especial, Melisande. Usted, no lo que dice o hace.

Su mirada chocó contra la mía, decidida a capturarla como de costumbre. Levantó las cejas, con esa ironía que ya conocía tan bien.

—Gracias, señor —respondí compungida.

Él rio, como si hubiera dicho un chiste. No me lo tomé a mal, me encontraba divertida. Es mejor que nada, quizás. Recordé nuestra conversación de unos días atrás, cuando me había preguntado si por amor hubiera cedido mis piernas, o mi alma. Esa vez, respondí que nunca había amado, y por lo tanto ignoraba como me comportaría. Ahora me di cuenta de que quizá podía responder a esa pregunta insidiosa.

Trajo hacia sí el ordenador y comenzó a escribir, excluyéndome de su mundo. Yo volví a mis funciones, aunque tenía el corazón en un puño. Enamorarme de Sebastián Mc Laine era un suicidio. Y yo no tenía veleidades de kamikaze. ¿Verdad? Era una chica con sentido común, práctica, razonable, incapaz de soñar. También con los ojos abiertos. O al menos lo había sido hasta ese momento, me corregí.

—¿Melisande?

—¿Si, Señor? —Me giré hacia él, sorprendida de que me hubiera dirigido la palabra. Cuando empezaba a escribir se apartaba de todo y de todos.

—Tengo ganas de rosas —dijo, mientras señalaba el florero sobre el escritorio—. Pida a Millicent que lo llene, por favor.

—Como no, señor. Aferré el vaso de cerámica con ambas manos. Sabía que era pesado.

—Rosas rojas —especificó—. Como tus cabellos.

Enrojecí, si bien no había nada de romántico en lo que había dicho.

—Está bien, Señor.

Sentía su mirada que me traspasaba la espalda, mientras abría con cuidado la puerta y entraba en el pasillo. Descendí a la planta baja, con el jarrón apretado entre mis manos.

—¿Señora Mc Millian? ¿Señora..?

No había rastro de la anciana ama de llaves; luego, un recuerdo afloró en mi mente, demasiado tenue para aferrarlo. La mujer, en el desayuno, me había dicho algo, a propósito del día libre... ¿Se refería a hoy? Difícil de saberlo. La señora Mc Millian era un hervidero de información confusa, y rara vez lograba escucharla de principio a fin. Tampoco en la cocina había rastro de ella. Desconsolada, apoyé el jarrón sobre la mesa, junto a una cesta de fruta fresca.

¡Lo que faltaba! Me di cuenta de que debía yo elegir las rosas en el jardín. Una tarea más allá de mis capacidades. Más fácil coger una nube y bailar un vals.

Con un zumbido insistente en las orejas, y la sensación de una catástrofe inminente, salí al aire libre. La rosaleda estaba delante de mí, ardiente como un fuego de pétalos. Rojas, amarillas, rosas, blancas, azules incluso. Lástima que yo vivía en blanco y negro, en un mundo donde todo era sombra. En un mundo en el que la luz era algo inexplicable, algo indefinido, prohibido. No podía ni siquiera hacerme la idea de cómo distinguir los colores, porque ignoraba qué eran. Desde mi nacimiento.

Di un paso incierto hacia la rosaleda, mis mejillas ardían. Tendré que inventar una excusa para justificar mi regreso arriba sin flores. Una cosa era elegir entre dos cajas, otra era llevar rosas del mismo color. Rojo. ¿Cómo es el rojo? ¿Cómo imaginar algo que nunca se ha visto, ni siquiera en un libro?

Pisé una rosa rota. Me incliné a cogerla, estaba marchita, lánguida en su muerte vegetal, pero tenía perfume aún.

—¿Qué haces aquí?

Me aparté bruscamente los cabellos de la frente, lamentando no haberlos recogido en el habitual moño. Eran largos hasta la nuca, y ya estaban impregnados de sudor.

—Debo recoger rosas, para el señor Mc Laine —respondí lacónica.

Kyle sonrió, con su habitual sonrisa llena de segundas intenciones irritantes.

—¿Necesitas ayuda?

En esas palabras lanzadas al viento, vacías y ambiguas, descubrí una vía de salvación, un atajo inesperado, que cogí al vuelo.

—En realidad deberías hacerlo tú, pero no estabas en las proximidades. Como de costumbre —dije ácida.

Un temblor le cruzó el rostro.

—No soy un jardinero. Trabajo ya demasiado.

Al escuchar eso se me escapó una risa. Me llevé una mano a la boca, como para amortiguar la risa. Él me miró furibundo.

—Es la verdad. ¿Quién crees que lo ayuda a lavarse, vestirse, a moverse?

El pensamiento de Sebastián Mc Laine desnudo me provocó casi un cortocircuito. Lavarlo, vestirlo... Tareas que yo habría realizado con mucho gusto. Luego, el pensamiento de que nunca me habría tocado eso a mí, me hizo responder ácidamente.

—Pero la mayor parte del día estás libre. Ciertamente, a su disposición, pero raramente eres perturbado —le dije, azuzando el fuego—. Hey, ¡ven a ayudarme!

Se decidió, aún molesto.

Le aferré las cizallas, sonriendo.

—Rosas rojas —especifiqué.

—Así se hará —gruño, poniéndose manos a la obra.

Al final, cuando el ramo estaba listo, lo cortó en la cocina, en donde se encontraba el florero. Me pareció más práctico y fácil dividirnos la tarea. Él llevaría el jarrón de cerámica, yo las flores.

Mc Laine estaba aún escribiendo, enfervorizado. Se interrumpió cuando nos vio entrar, juntos.

—Ahora entiendo por qué se demoraron tanto —susurró en mi dirección.

Kyle se despidió rápidamente, mientras dejaba con rudeza el jarrón sobre el escritorio. Por un instante temí que se derramaría. Ya había salido cuando me apresuré a acomodar las rosas en el jarrón.

—¿Era tan difícil la tarea que tenías que hacerte ayudar? —me preguntó, dejando brotar de sus ojos destellos de ira incontrolable.

Braceé como un pez que ha mordido estúpidamente el anzuelo.

—El jarrón era pesado —me justifiqué—. La próxima vez no lo llevaré conmigo.

—Muy sabio. —Su voz era engañosamente angelical. Con el rostro ensombrecido por una barba de dos días, parecía verdaderamente un demonio maligno, ascendido directamente de los infiernos para tiranizarme.

—No encontré a la señora Mc Millian —insistí. Un pez que todavía se aferra al anzuelo, que aún no ha comprendido que se trata de un anzuelo.

—Ah, claro, es su día libre —admitió él. Pero luego su enojo resurgió, sólo había estado temporalmente calmado—. No quiero historias de amor entre mis empleados.

—¡Ni siquiera se me había cruzado por la cabeza! —dije impetuosamente, con una sinceridad que me hizo merecedora de una sonrisa de aprobación de parte suya.

—Me alegro de eso. —Sus ojos eran gélidos a pesar de su sonrisa—. Pero por supuesto que eso no sirve para mí. No tengo nada en contra de tener historias con los empleados, yo. —Enfatizó sus palabras, como para reforzar la tomadura de pelo.

Por primera vez tuve ganas de darle un puñetazo, y comprendí que no sería la primera. No libre para descargar mi ira con quien quería, mis manos apretaron más fuerte el manojo, olvidándose de las espinas. El dolor me cogió de sorpresa, como si me creyera inmune a las espinas, acostumbrada como estaba a combatir contra otras.

—¡Ay! —Retiré de golpe la mano.

—¿Te has hincado?