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La Tragedia De Los Trastulli
La Tragedia De Los Trastulli
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La Tragedia De Los Trastulli

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La Tragedia De Los Trastulli
Guido Pagliarino

Italia, años 60 del siglo XX: Una serie de delitos y de desgracias afectan inevitablemente, sin solución de continuidad, uno por uno, a los miembros de una familia de conocidos comerciantes turineses, como si fueran personajes de una tragedia griega, que, de forma irremediable, continúa desarrollándose, episodio tras episodio, sin verdaderos culpables, con un padre y un hijo, ambos de carácter noble y sus familiares no innobles.

Italia, años 60 del siglo XX: Una serie de delitos afectan inevitablemente, uno por uno, a los miembros de una familia de conocidos comerciantes turineses, los Trastulli, cuya pareja de cabezas de familia participó en la lucha de Liberación del nazifascismo y ocultó y protegió a judíos buscados por las SS en los años más oscuros. Una verdadera tragedia vital que arrolla a los miembros de la familia, causada por acontecimientos superiores incontrolables, como la gravísima crisis económica del trienio 1963-1965, que, desatándose inesperadamente, convulsiona dramáticamente la economía italiana, interrumpiendo el llamado milagro económico, es decir, la sorprendente expansión de Italia iniciada en los años 50 y desarrollada, desordenada pero potentemente, hasta 1962; o como, en 1964, el golpe de Estado que tiene en su cúspide a personas importantes del gobierno y al comandante en jefe de los Carabineros, un general de las fuerzas armadas y héroe varias veces condecorado de la Resistencia. Afectando a acontecimientos económicos, sociales y políticos de alto nivel de carácter ineluctable sobre seres humanos individuales, la mítica musa Melpómene inspira simbólicamente una tragedia existencial. En busca de justicia, entran en escena un comisario jefe de la Comisaría de Turín, también héroe de la Resistencia al haber participado en 1943, aún como muy joven subcomisario, en la insurrección de la ciudad partenopea honrada por la historia como «Los cuatro días de Nápoles», y su ayudante, un joven subbrigada. Estos indagan, en primer lugar, una muerte que tiene todo el aspecto de un suicidio por motivos económicos, pero que podría haber tenido como causa muy altos intereses políticos y militares. Luego se van sucediendo otros decesos y desgracias, afectando, uno a uno, a todos los miembros de la familia Trastulli y no siempre un familiar es ajeno al mal de otro, aunque indudablemente el hecho mismo parece debido a causas superiores. Entretanto, otra familia, que está encabezada por un austero general de brigada y expartisano y está relacionada con la primera por una firme amistad entre los dos cabezas de familia, ve cómo se entrecruzan trágicamente sus vidas con las de la otra. Último libro en orden de redacción con Vittorio D’Aiazzo y Ranieri Velli como protagonistas, pero tercero de la saga según el orden cronológico de los acontecimientos, una serie que termina con la novela, publicada desde hace tiempo «El terror privado y el terror político», ambientada en el año 2000.

Copyright © 2021 Guido Pagliarino - All rights reserved to Guido Pagliarino – Todos los derechos son propiedad de Guido Pagliarino – Obra distribuida por Tektime S.r.l.s. Unipersonale, Via Armando Fioretti, 17, 05030 Montefranco (TR) - Italia - P.IVA/Código fiscal: 01585300559

Guido Pagliarino

La tragedia de los Trastulli

Novela

Traducción de Mariano Bas

Guido Pagliarino

La tragedia de los Trastulli

Novela

Traducción del italiano al español de Mariano Bas

Obra distribuida por Tektime

Copyright © 2021 Guido Pagliarino – Todos los derechos son propiedad del autor

Ediciones de la obra original en italiano:

1a Edición: La tragedia dei Trastulli, romanzo, distribución Tektime, Copyright © 2021 Guido Pagliarino – Todos los derechos son propiedad del autor Guido Pagliarino

2a Edición: La tragedia dei Trastulli, romanzo, distribución e impresión Amazon, Copyright © 2021 Guido Pagliarino – Todos los derechos son propiedad del autor Guido Pagliarino

Imagen de la portada: Máscara trágica, detalle, mosaico romano del siglo I a.C., que representa en su conjunto ambas más caras teatrales, la trágica y la cómica, Museos Capitolinos, Roma.

Aparte de las referencias generales a hechos históricos, los acontecimientos narrados, los personajes, los nombres de personas, entidades, empresas y sociedades y sus productos y servicios que aparecen en la obra son imaginarios y debe considerarse como absolutamente casual e involuntaria cualquier eventual referencia a la realidad personal, familiar, profesional o institucional, presente o pasada de cualquier persona física o jurídica.

Índice

Capítulo I (#ulink_21135a5e-3814-5c79-9c03-657004194f68)

Capítulo II (#ulink_47bce787-90e5-593e-a5f8-309851ad4787)

Capítulo III (#ulink_d4aa6e01-f0b2-5b13-9abe-361cfb204899)

Capítulo IV (#ulink_606c474c-2318-568c-854e-c5cd9a737023)

Capítulo (#ulink_037b4e13-7a04-569d-b947-f1e8b9deba2e)V (#ulink_037b4e13-7a04-569d-b947-f1e8b9deba2e)

Capítulo (#ulink_38055eaa-6f29-580c-9e2e-78167ec228fa)VI (#ulink_38055eaa-6f29-580c-9e2e-78167ec228fa)

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo I X

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

Capítulo XXI

Obras del autor basadas en los personajes de Vittorio D’Aiazzo y Ranieri Velli (según el orden cronológico de los acontecimientos)

FOTOGRAFÍA FUERA DEL TEXTO

Fotografía, con objetivo de gran angular, del edificio de la Comisaría de Turín, sacada desde la esquina entre corso Vinzaglio y via Grattoni, tomada del Quotidiano Piemontese del 19 de agosto de 2014 en la página de Internet https://www.quotidianopiemontese.it/2014/08/19/provincia-torino-lacqua-gola-vende-palazzo-questura/ (https://www.quotidianopiemontese.it/2014/08/19/provincia-torino-lacqua-gola-vende-palazzo-questura/)

Capítulo I (#ulink_87dc22dd-e8d3-5af7-abf0-7b9cf29ec45f)

Era el principio de la tarde del 22 de diciembre de 1961, viernes. Nuestro superior directo y amigo mío Vittorio D’Aiazzo nos había reunido en su despacho, un cuarto luminoso con vistas a la calle sobre corso Vinzaglio y en un largo y ancho pasillo en el primer piso, que albergaba la Sección de homicidios y delitos contra las personas de la Brigada Móvil de la Comisaría de Turín del Cuerpo de Guardias de la Seguridad Pública,

una sección formada por más unidades operativas, cada una a las órdenes de un comisario. El despacho de mi amigo no era muy grande, como casi todos, salvo dos salones, en el mismo piso, habilitados como despachos del subjefe y del comisario jefe, pero yo me encontraba bien, sentado en mi pequeña mesa, a la izquierda de la de dirección del comisario D’Aiazzo, de quien yo era ayudante.

Esa tarde mi amigo quería bañar con nosotros, tomando un aperitivo, la promoción a comisario jefe

comunicada esa mañana. Los miembros del grupo éramos diez: además de Vittorio y de mí, el jovencísimo comandante y segundo de nuestra unidad, el comisario Aldo Moreno, de veinticuatro años, cuatro agentes, dos agentes escogidos y el cabo

Evaristo Sordi, de veintiún años de edad, que llevaba con nosotros menos de dieciocho meses y se había mostrado desde el principio bastante capaz: ascendiendo de grado por méritos, en los años 90 llegaría a la categoría más alta posible para alguien sin formación superior: inspector superior sustituto oficial de seguridad pública, comúnmente llamado comisario sustituto. El resto de la brigada no había tenido que pasar a través del pasillo para llegar hasta nosotros, pues tenía de hecho su sede en dos cuartos a la derecha del nuestro, comunicados con este y entre ellos.

Habían traído una gran bandeja con dos botellas de vermut rojo y una docena de vasos de un bar junto a la comisaría. Por orden de D’Aiazzo, dos de nuestros agentes habían servido los vasos.

—Servíos —nos dijo el nuevo comisario jefe, tomando uno de los vasos y, levantándolo, nos dijo, con una mirada y una sonrisa socarronas—: ¿Qué os dije? ¿Había llegado el momento o no? —Y, tras beber el primer sorbo—: Ah, chavales, empecé a trabajar a principios de 1943, ayer mismo. ¿Esperaba o no esta promoción?

—¡Seguro que sí! —me salió de forma espontánea, sabiendo bien los méritos de mi amigo, no solo como colaborador durante muchos años, sino siendo además conocido en toda la sección de Homicidios que él, un verdadero napolitano, había sido uno de los valerosos combatientes en los Cuatro Días de Nápoles, honrado por la República con la medalla de bronce al valor militar bajo el motivo: Combatir heroicamente contra los alemanes en los gloriosos Cuatro Días de Nápoles,

días en los que el pueblo italiano, por primera vez en la historia de la Resistencia europea, había atacado y vencido a los invasores alemanes, expulsándolos de la ciudad y entregándola enseguida a los angloamericanos, que entraron en Nápoles poco después con gran pompa triunfal sin haber combatido.

Todos se unieron a mi sincera exclamación de aprecio:

—Seguro.

—Claro que sí.

—Ya era hora…

D’Aiazzo, de acuerdo con el reglamento que atribuía a su nuevo grado funciones de dirección y coordinación de más unidades orgánicas en la comisaría en la que los comisarios jefe eran asignados, o iba a tener funciones superiores, o se convertiría en vicecomandante de las secciones de Homicidios bajo el subjefe director, un tal Alonzo Zappulli, o seria transferido a otro lugar con tareas de nivel similar: ¿Dejaría de estar con él?, me pregunté después del brindis.

Como si hubiera habido telepatía, solo un momento después me dijo:

—Oh, a partir de ahora tendré a cargo todas nuestras secciones: el comisario jefe Maronti ha sido promovido a subjefe, se va a Mantua y asumo su cargo. Naturalmente, tú, Ran —Diminutivo que mi amigo me había puesto abreviando mi nombre de Ranieri—, a pesar de tu grado te quedas conmigo. —Yo solo era subbrigada,

mientras que normalmente el ayudante del comisario jefe era al menos brigada,

si no un subteniente—

Lamento que seas un firmaiolo.

Si hubieras entrado en la Escuela de Policía como Evaristo,

por veteranía ya serías brigada, en lugar de estar todavía esperando; en todo caso, no me importa que solo seas subbrigada, te mantengo igual como ayudante directo. Tal vez antes o después salga un concurso interno para pasar al servicio permanente efectivo y presentarás tu solicitud: te mereces el grado y un salario mayor e incluso recorrer toda la carrera hasta teniente en lugar de quedarte como brigada.

—Gracias —le respondí. En realidad, hacía tiempo que me rondaba de vez en cuando la idea de no reengancharme al acabar mi plazo de servicio (era el segundo plazo) y dedicarme enteramente a la escritura, mi verdadera vocación y un campo en el que ya había tenido ganancias esporádicas como periodista, publicista y laureles como poeta: laureles, porque carmina non dant panem. En todo caso, era grande el miedo a quedarme del todo sin pan al perder el salario.

¡Qué recuerdos me trae ese tiempo! En 1961 era un hombre de veintinueve años, longilíneo, de un metro noventa de alto, no un encorvado anciano desplumado y flácido como hoy y disfrutaba de una fuerza leonina; un vigor que puedo sentir en mi interior solo en esos sueños en los que uno se encuentra joven y con el futuro delante de los ojos, no detrás de las espaldas. Soy Ranieri Velli y, solo para mi amigo Vittorio, Ran. Desde hace muchas décadas (¡demasiadas, ay!) soy escritor y periodista profesional

, lleno de achaques.

En cuanto a D’Aiazzo, entonces tenía cuarenta y dos años. Era un hombre fuerte, pero no alto, en torno al metro sesenta y cinco y tenía una exuberante cabellera negra que, con el tiempo, se iría haciendo más rala. Éramos amigos desde hacía años y nos tuteábamos en privado. Quién sabe: tal vez la amistad había surgido por una acción armada que había evitado ser el objetivo de un pistolero enajenado al que herí y detuve poco antes de que hiciera fuego o sencillamente podía haber nacido de tener gustos similares: entre otros intereses comunes, también a Vittorio le apasionaba la literatura clásica y muchas veces, fuera de servicio, hablábamos entre nosotros, en su casa o en el restaurante o paseando en torno al gran cuadrilátero

de soportales que recorre el centro de la ciudad: entre los poetas italianos, después de Dante, que era evidentemente el primero de todos, para mi estaba el inmenso Leopardi y para él, Foscolo. Por otro lado, él era mi único amigo y entendí que lo mismo pasaba con él, algo a lo que colaboraba nuestra profesión, estresante y sin horarios.

El nuevo comisario jefe puso fin a toda prisa a la celebración:

—Ya vale, chavales, ahora a trabajar, que tenemos asuntos pendientes y, por ahora, todavía estamos en nuestra unidad. Mañana os comunicaré los cambios. —Tras salir los demás, se dirigió a mí—: Escucha, Ran: en Navidad no estarás de guardia, ¿qué te parece si te invito a comer en el restaurante Palestro? ¿O tal vez mamá y tú prefiráis hacer juntos la comida de Navidad?

Después de mi primer destino, a las órdenes de Vittorio, pero en la Brigada Móvil de Génova, en 1959 fuimos transferidos ambos a Turín, mi ciudad natal y había vuelto a vivir con mis padres, encantados de acogerme, como hijo único, en su pequeño apartamento en una antigua casa en via Ignazio Giulio, no muy lejos de la Comisaría. Con gran pena por nuestra parte, mi padre murió en 1960, de repente, debido de un ictus grave que le había dado en casa el 28 de diciembre; había pasado felizmente la Navidad con mi madre y conmigo. Este año mi madre se quedaría sola a la mesa si aceptaba la invitación.

—No sé —respondí después de un par de segundos de duda—, ¿te puedo contestar mañana?

Lo entendió:

—… ¿Y por qué no invitamos también a mamá?

—Ah… pues sí, ¡gracias! Estupendo, se lo digo y te contesto mañana.

—… Espero entonces hasta mañana.

Mamá prefirió no aceptar:

—Come en Navidad con tu superior, tranquilamente, yo como sola, no me importa: una ensalada, un huevo y pasta con tomate. Yo celebro la Natividad de Nuestro Señor en la iglesia. Pero querría pedirte un favor, Ranieri: esa mañana, ven conmigo a misa a la Consolación. La basílica está aquí delante y no hay que caminar y es una misa especial, no solo por ser de Navidad, sino también porque la he reservado desde hace meses en honor de del alma santa de tu padre. Vendrás, ¿verdad?

Asentí con alegría:

—¡Por supuesto que voy! Por supuesto, si además es por papá y así celebro contigo a tu manera. ¿A qué hora es?

—Es la misa de las once. —Sonrió con gran satisfacción por llevar a misa, al menos una vez, al pecador de su hijo.

FOTOGRAFÍA FUERA DEL TEXTO

Postal de 1936 que muestra el Santuario de la Consolación, en la que aparece al fondo, a la izquierda del lector, la via Carlo Ignazio Giulio, la calle donde vivían Ranieri Velli y su madre. La imagen, de dominio público, está en la dirección web https://it.wikipedia.org/w/index.php?curid=282190 (https://it.wikipedia.org/w/index.php?curid=282190)

Cap (#ulink_87dc22dd-e8d3-5af7-abf0-7b9cf29ec45f)í (#ulink_87dc22dd-e8d3-5af7-abf0-7b9cf29ec45f)tulo II (#ulink_87dc22dd-e8d3-5af7-abf0-7b9cf29ec45f)

Mi madre y yo acabábamos de salir de la basílica de la Consolación poco antes del mediodía, faltaban tres cuartos de hora para la cita y Vittorio aún no había empezado su misa en Santa Bárbara, una parroquia no muy lejana, en via Assarotti. Habíamos quedado delante de la iglesia a la una menos cuarto.

—Feliz Navidad, querido —me despidió mi madre con una caricia.

—Feliz Navidad —le respondí sonriendo con un afecto íntimo, pero sin expresión física: nunca había sido una persona expansiva, ni siquiera de niño, y mi madre en esos años había sufrido, como me diría tiempo después, pero afablemente, por la dulzura de su carácter: solo una vez y luego nunca me lo volvió a reprochar, lo que no significa que ya no le doliera, como hoy puedo intuir, al haberme suavizado con el paso de los años; solo que no me lo volvió a dar a entender.

Mi madre se volvió a su casa, mientras yo me iba por la via Assarotti a paso lento. De todos modos, llegué antes de tiempo, por lo que me di una vuelta por la zona. Hacia la una menos veinte estaba de nuevo delante de la iglesia y esperé; una espera breve, pues mi amigo salió con los demás fieles pocos minutos después.

Había reservado la comida de Navidad para la una. El restaurante, un local antiguo que todavía hoy existe, está casi en via Garibaldi y no muy lejos de Santa Bárbara, por lo que fuimos aprisa.

Creo que, siendo el día de Navidad y nosotros solo dos, no habría sido posible tener un buen lugar amplio en ningún restaurante. Nos habían reservado una pequeña mesa triangular en un rincón de la sala. Todas las sillas estaban ya ocupadas cuando llegamos, salvo las de una mesa junto a la entrada, pero que estaba reservada, como indicaba un pequeño cartel que vi fugazmente al entrar. Después de cinco minutos llegó un grupo que, por indicación de un camarero, había ocupado el lugar: un grupo al que, como entonces no podía saber, en el futuro le interesarían mucho nuestras investigaciones, porque acabaría con una serie de acontecimientos tan funestos que casi podríamos hablar de una tragedia griega. Eran siete: una pareja de bastante más de setenta años, un hombre de unos cuarenta, con una bonita mujer de la mano, aparentemente un poco más joven que él, que podía ser su esposa, dado que con ellos entraron una joven y una niña que supuse que eran sus hijas; por último, un hombre joven que se parecía al anterior, tal vez su hermano. El anciano debía conocer a Vittorio y haber mantenido una buena vista a pesar de su edad, pues le dirigió la mirada y le dijo:

—Felicidades, comisario.

Respondido casi de inmediato por el amigo, que, levantando la vista y viéndolo, le contestó:

—Feliz Navidad, aparejador.

—Ellos también viven en via Cernaia, en mi misma casa y en mi mismo piso —me dijo Vittorio en voz baja— y, aparte de la nuera, todos trabajan en el negocio de la familia. Tienen dos apartamentos adyacentes y comunicados por una puerta interior; en uno viven el padre y la madre ancianos y el segundo hijo, soltero, y en el otro el primogénito con su familia. Al principio, cuando aún estaban solo los Trastulli ancianos y sus hijos, se trataba de un solo piso de más de trescientos metros cuadrados, como me comentó un día nuestro portero, un hombre inconteniblemente deslenguado. Lo dividieron en dos, con algunas reformas para tener dos cocinas y cuatro baños, cuando el mayor se casó y sus padres le entregaron uno de los dos apartamentos. Su comedor y otra sala de estar de los padres da pared con pared con mi apartamento y, por ser estas muy delgadas, puedes entender que algunas noches, a la hora de la cena, tengo que oír, sin querer, algunas de sus molestas discusiones en voz alta, que siempre tratan del trabajo. Ya sabes, Ran, que mi casa es del siglo pasado y todos los pisos tienen paredes gruesas, como solía pasar cuando se construía bien, pero no es así en el murete que me separa de los Trastulli, con solo una hilera de ladrillos, supongo que de papel de seda, exagerando un poco. ¿Cómo es que solo pasa en esa pared?, me preguntarás. Sencillo, mi apartamento y el de los Trastulli, y esto no me lo dijo el portero, sino una señora cuya familia lleva viviendo en el edificio desde hace varias generaciones, de finales del siglo anterior, era una sola morada faraónica de gente muy rica, propiedad de dos hermanas, unas ciertas marquesas del Ton Chamus Goncour, tal vez del valle de Aosta o de ascendencia saboyana, dado su apellido francés. Mis habitaciones, como sabes, son muy pequeñas, salvo el dormitorio, y eran la zona de servicio de esas dos nobles y mi acceso al descansillo era la entrada de servicio. Cuando murió la segunda hermana, sus herederos, primos suyos, vendieron el edificio y, dada su enorme superficie, algo así como 400 metros cuadrados, pudieron encontrar no una sino solo dos familias compradoras, la de los Trastulli, que se quedaron con más de 300 metros cuadrados, y la de unos tales Ferrari, que se quedaron con unos noventa, que luego me vendieron en 1959, cuando me trasladaron a Turín desde Génova. Esos primos lazzaroni engañadores

no pensaron en nada mejor que separar los dos espacios con paredes de papel de seda que te he dicho. Así que, en un edificio con muros muy gruesos me encuentro siendo el único que tiene que oír hablar a eso vecinos en voz alta durante la cena. Y además siempre de asuntos aburridísimos. —Sonrió con alegría—: Está bien, Ran, aquí acabo las lamentaciones

no bíblicas y veamos qué han preparado de bueno por aquí.

Tomó la copia del menú que tenía delante, como todos nosotros, encima de una servilleta bien doblada colocada sobre el plato para los entremeses. Como podía ver directamente en mi ejemplar, el menú de comidas y bebidas estaba decorado con dibujos esquemáticos de abetos dorados haciendo una corona alrededor de la atractiva lista. Empezó a leer a media voz para que se le oyera, pero sin molestar a la mesa vecina: