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La Tragedia De Los Trastulli
La Tragedia De Los Trastulli
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La Tragedia De Los Trastulli

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Tras recibirlo, había llamado usando el disco del aparato que tenía sobre la mesa, pasando de inmediato el auricular a la madre.

Clodette respondió, para su decepción:

—No, por desgracia no está. Tampoco ha telefoneado.

La suegra suspiró y, sin despedirse de la nuera, devolvió el auricular al brigada.

El funcionario colgó y a continuación ordenó a un agente de su oficina, un tal Bianchini, que llamara a todas las casas de socorro de Turín preguntando si un tal Aristide Trastulli había sido ingresado allí.

El agente lo hizo. Tiempo después comunicaría al brigada que no había nadie con esos datos.

Entretanto, el brigada preguntó a los denunciantes si habían traído alguna foto del hombre.

—Sí, lo habíamos pensado: dos fotografías —le respondió la señora Iride. Sacó de su bolso una foto a color de su marido, de cuerpo entero, y una foto de carnet en blanco y negro, igual que la que aparecía en su documento de identidad. Se las alargó al brigada.

Pitrini las dejó sobre su mesa y ordenó al agente mecanógrafo que se sentaba poco distante, listo para pulsar la teclas de su máquina:

—Te las llevas después y las adjuntas al expediente. Empezamos a escribir. —Preguntó a los denunciantes—: ¿Cuándo han visto por última vez al desaparecido?

La madre dijo:

—Poco después de las siete de la tarde, inmediatamente después de cerrar nuestra tienda…

—… ¿Situada?

—La tienda Trastulli está en via Garibaldi, casi en la piazza Statuto, unos treinta metros antes.

—Ah, sí, una tienda con muchos escaparates, la conozco.

—Sí, decía que mi marido salió inmediatamente después de cerrar, saliendo de la trastienda junto a sus dependientes, mientras que nosotros, como todas las tardes, nos quedamos para hacer la caja y comprobar que todo estaba bien antes de irnos. La mayor parte de las veces nos íbamos con él en el coche, pero esta tarde no ha dicho que, para abrir el apetito, quería dar un corto paseo por su ruta habitual.

—Detállemelo, deberemos empezar a buscarlo en esas calles.

—Saliendo de la tienda en via Garibaldi, gira a la izquierda en corso Valdocco, luego gira a la derecha en via del Carmine, continúa hasta la piazza Savoia, gira a la derecha en via della Consolata, luego, siempre recto, llega a corso Siccardi y finalmente gira a la derecha en via Cernaia y llega a nuestra casa, que está casi a la altura de corso Palestro.

—Me ha dicho que el paseo no es un hecho demasiado excepcional.

—Exactamente, brigada, la hace una y a veces dos veces por semana. Nos ha dicho al salir que nos veríamos en casa para cenar, lo decía siempre, por costumbre. Cuando volvimos a casa, no había llegado.

—¿A qué hora?

—Eran las ocho y algo, digamos las ocho y diez. Era raro que todavía no hubiera llegado, pero no mucho, ya había pasado un par de veces antes y en ambas se había encontrado a un buen amigo que vive en via del Carmine, el general de los Carabineros, Amedeo Ronzi di Valfenera, y se habían ido a sentarse en la mesa de un café, no sé cuál, para tomar un aperitivo y charlar un rato: ninguna de las dos veces pensó en telefonearnos desde el café. Es así, brigada. Hemos dejado pasar aproximadamente una hora. Ya estábamos muy preocupados, obviamente. Así que hemos pensado en comunicar inmediatamente la desaparición, pero antes quisimos telefonear a nuestros empleados por si habían advertido, al salir con él, en qué dirección había empezado a andar Aristide, por si esta vez hubiera cambiado el recorrido: podría ser útil para su investigación.

—Han hecho bien. ¿Y?

—Dos de ellos no estaban en casa…

—… ¿Cuántos empleados tienen?

—Cuatro.

—Continúe, señora.

—El teléfono del primero sonó…

—… ¿Nombre y dirección?

—Mario, Mario Rollini, vive en corso Francia, vive solo, al menos según el libro de familia que los dependientes nos entregan para eventuales asignaciones familiares. No sé en qué número vive, lo tenemos en la tienda, pero no lo recuerdo de memoria, sé que es cerca de la piazza Bernini.

—Está bien, no importa, ya lo encontramos nosotros. ¿Después?

—Decía que su teléfono sonó sin que nadie contestara.

—¿Y los demás?

—El segundo al que llamé es Cesare, Cesare Chiodi para ser exactos. Vive en via Don Bosco con su mujer. Estaba, pero me dijo que no se había fijado en qué dirección se había ido mi marido. El tercer empleado, Amilcare Nobis, sí que lo sabía: le había visto dirigirse precisamente hacia el corso Valdocco y entendí que había tomado la calle habitual. Tampoco estaba Umberto, me refiero a Umberto Ronzi di Valfenera, que es hijo del general amigo de mi marido: Marta, su madre, estaba sola en casa y me contó que su marido llegaría tarde, porque había tenido que quedarse con su comandante de brigada y, en cuanto al hijo, le había llamado desde un bar informándola de que no iba a llegar pronto.

—¿Motivo?

—Porque había comido en una pizzería con un compañero del último año de la superior al que se había encontrado por la calle, alguien que había sido su amigo y se había mudado a Milán tras diplomarse: solo estaba de paso por Turín y decidieron en ese momento ponerse al día comiendo juntos la pizza.

—Ese tal Umberto tiene algún título, por lo que entiendo.

—Sí, es contable, lo contratamos como un favor para el padre.

—¿Como contable?

—No, como dependiente. La contabilidad la lleva mi hijo. —Señaló a Clemente—. Umberto tiene el título, pero lo consiguió con la nota mínima y con veintidós años, después de varios suspensos, por lo que no solo no había superado después el examen para la admisión en la Academia de Cadetes de Módena, como habría querido su padre, sino que tampoco había podido conseguir ningún empleo a la altura de su título. Pero hay que decir que es bueno como vendedor, tiene mucha labia.

—Menuda desilusión para el padre no verlo vestir el uniforme como él.

—Sin duda, brigada, conozco bien al general: mi marido y yo cooperamos con él en la lucha de Liberación.

—¿Usted era partisana, señora?

—Sí, el general preguntó a mi marido si tenía un puesto de dependiente para su hijo y, ante de la sorpresa de Aristide, que sabía que era contable, le contó cómo estaban lamentablemente las cosas: Umberto, tras suspender el examen de admisión de la Academia, había intentado exámenes internos en un banco, un instituto de derecho público, para el cual tenía que superar un concurso, y no había conseguido nada. Lo mismo en Correos. Luego, en la FIAT, su solicitud de admisión escrita no fue ni siquiera tomada en consideración: ni siquiera habían respondido. Así que…

—… Así que el general pensó en ustedes. ¿La dirección exacta de esa familia?

—Viven en la via del Carmine, en una buena casa casi delante de la iglesia, el piso es de su propiedad, muy grande, con techos de cuatro metros de altura, en la planta principal; yo no he estado nunca, pero lo sé por mi marido, a quien le invitan a menudo a cenar con el general y su esposa. De todos modos, tengo el número de la calle en la tienda: nuestro Umberto vive con sus padres.

—Ya la encontramos nosotros. ¿Tienen algún dato que sea útil para encontrarlo?

—No —respondieron al unísono los tres.

—Pues díganme qué estado de ánimo tenía el desaparecido hoy y en los últimos días.

Habló la señora Iride:

—Digamos… que no estaba muy bien.

—¿Concretamente?

—Estaba nervioso y se sentía débil: estamos preocupados.

—¿La causa de los nervios y de la astenia podrían haber sido preocupaciones laborales?

—Oh, no, la empresa va bien.

—¿También va todo bien en casa? —preguntó entonces—. Perdonen la pregunta, pero es necesaria: ¿discusiones?

—No, no, faltaría más. Va todo bien.

—Por tanto, ¿no tienen idea de los motivos de la inquietud de su familiar?

Todos a la vez:

—No.

—No.

—No.

También las desapariciones eran competencia de nuestra la Sección de homicidios y delitos contra las personas, al poder implicar delitos de sangre, por lo que, al día siguiente, antes de terminar su trabajo, el brigada Pitrini, llevó, como correspondía, a la oficina del comisario jefe D’Aiazzo y mía el relato de los Trastulli, junto con un par de denuncias nocturnas más, para que a su llegada el superior las asignara a sus comisarios subordinados.

Yo estaba el despacho y el colega, tras dejar sobre la mesa de Vittorio su pila de carpetas e indicarme con el índice derecho la que estaba en lo alto, me dijo:

—Estos han denunciado esta noche la desaparición de su marido y padre, pero no me parecían demasiado preocupados. La esposa dijo que estaban inquietos, y puede que sea así, pero no parecía que lo estuvieran mucho. No sé, tal vez sea una impresión falsa, es verdad que la gente sabe contenerse externamente mientras sufre mucho en su interior. Pero creo que será mejor decírselo al jefe. Me voy a casa, ¿se lo puedes decir tú?

—Sí.

Aún tenía ganas de hablar:

—Tal vez yo sea un malvado, pero me parece que estaban más interesados por los asuntos de dinero que por la desaparición del familiar.

—¿Te han dicho que les van bien los negocios?

—Más o menos, con otras palabras.

Cuando salió el colega, abrí distraídamente el expediente. Me vino a los ojos que la familia vivía en la misma dirección que mi amigo y que se llamaban Trastulli e inmediatamente me vino a la cabeza esa Navidad de 1961 en la que nos encontramos con ellos en el restaurante.

FOTOGRAFÍA FUERA DEL TEXTO

Antigua centralita y sala de operaciones de la Comisaría, en los años 50-60 del siglo XX. Archivo fotográfico de la Policía del Estado


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