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La Furia De Los Insultados
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La Furia De Los Insultados

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profesor Adolfo Omodeo, que el 1 de septiembre había sido nombrado por el gobierno de Badoglio rector del Ateneo Federico II de Nápoles, desde el que alentaba entre los intelectuales, junto al liberal Benedetto Croce, la rebelión contra el nazifascismo.

Los policías fieles a Mussolini, un comisario y una decena de agentes, cabos y suboficiales, bajo el control directo del comisionado, fueron desarmados y recluidos, respetuosamente, pero bajo escolta armada, en las celdas de seguridad. Se informó a Pelluso de que ya había otros reclusos en las celdas y supo que el único que estaba en custodia era un tal, verdadero o falso, Gennaro Esposito, sospechoso del asesinato de una prostituta llamada Rosa Demaggi. En la cara del comisionado asomó un gran descontento.

En esos mismos momentos, Vittorio D’Aiazzo estaba saliendo del cuartel por la entrada de vehículos conduciendo un vehículo blindado viejo y obsoleto de la comisaría. Se consideraba de corazón un demócrata cristiano, aunque, después de deshacerse del uniforme fascista el 25 de julio no se había afiliado ni al partido católico, ni al liberal y, a diferencia del comisionado Pelluso, no había llegado a contactar con hombres de la recién nacida resistencia. Por otro lado, lo mismo pasaba con la gran mayoría de aquellos italianos que luego combatirían contra el fascismo durante otro año y medio, hasta el final de la guerra.

Con Vittorio D’Aiazzo, subió al blindado, aunque agotado como él por la noche insomne, el brigada Marino Bordin, hombre animoso aunque rudo, quien, aunque no tenía ideas políticas, alimentaba un profundo rencor contra los alemanes debido a su arrogancia despectiva hacia los italianos. También se montaron en el blindado dos agentes llamados Tertini y Pontiani y conducía el comandante Aroldo Bennato, jefe mecánico del taller de la comisaría, estos tres descansados después de una noche de reposo y que acababan de llegar al servicio.

El blindado, o más exactamente la furgoneta blindada como era catalogada, era un aparato de la Primera Guerra Mundial, Lancia Ansaldo IZ, dotado de tres ametralladoras pesadas de 7,92 milímetros Maxim. Solo este blindado y dos similares no habían sido confiscados en la comisaría por los ocupantes, al juzgarse ya no utilizables por estar obsoletos, al contrario que los autos blindados más modernos FIAT 611 1934/35 y FIAT AB 1940/43, que los soldados alemanes habían confiscado inmediatamente junto a sus medios acorazados. El Lancia Ansaldo IZ era un modelo lento y poco maniobrable. Pero tenía una notable potencia de fuego, hasta el punto de que, al entrar en servicio al final de la Primera Guerra Mundial, había hecho estragos inmediatos entre los austriacos. Por otro lado, contrariamente a lo que debían haber pensado los alemanes, los tres autos acorazados gemelos estaban en perfecto estado gracias a las revisiones periódicas del jefe del taller y sus mecánicos y por los responsables de las armas en el caso de las ametralladoras.

Con los cinco policías a bordo, el blindado entró estruendoso y humeante en la Via Medina, a una setentena de metros a las espaldas de los alemanes, siempre tratando de disparar sobre los revoltosos usando los fusiles Garand, mientras que el operador de la metralleta BAR de los patriotas yacía desplomado boca abajo, muerto. El número de los atacantes se había reducido a menos de la mitad, ya que los alemanes disponían de una llamada sierra de Hitler, una tremenda ametralladora MG-42 de 7,92 milímetros, la mejor del mundo en eficacia y ligereza, tanto que todavía hoy, el siglo XXI, el modelo está en dotación en la OTAN.

Y de cada diez balas insertadas en las cintas alemanas, una era de tipo perforante, capaz de abrir brechas en los muros semiderruidos y los montones de escombros de las dos casas bombardeadas, a cuyo abrigo disparaban los patriotas. También algunos alemanes estaban muertos en el suelo, una pequeña parte de su pelotón.

Vittorio D’Aiazzo ordenó al comandante parar el auto y a los agentes portar dos ametralladoras, mientras él mismo llevaba a la espalda una tercera. El trío se armó, apuntado a los granaderos enemigos y, a la orden del superior, disparó sin parar a pesar del riesgo de que las armas se encasquillaran. Los tres ametralladores improvisados eliminaron al pelotón adversario, cuyos hombres no tuvieron tiempo de darse la vuelta contra el blindado italiano usando la MG con sus balas perforantes, que habrían podido deshacer la débil protección del auto italiano y, sobre todo, no pudieron lanzar una bomba anticarro con un Panzerfaust que llevaban.

Después de la matanza de alemanes, el blindado reemprendió la marcha, lentamente, y sobrepasó, serpenteando, a los muertos y los vehículos enemigos. Debido al espacio insuficiente apartó por la fuerza una camioneta. A una cuarentena de metros los patriotas supervivientes, ya solo seis, ninguno de las cuales estaba herido, salieron de los escombros al descubierto andando hacia el blindado: eran cinco hombres y una mujer delgada y pequeña que no mostraba más de dieciocho años y tenía en su rostro una expresión de desprecio. En el blindado, a una decena de pasos del pequeño grupo, Vittorio ordenó detenerse. Bajó con tres de los suyos, dejando a bordo al comandante con la radio. Los policías y los partisanos se ocuparon de los italianos en el suelo, dieciséis, ninguno de los cuales daba ninguna señal de vida: seis de ellos estaban en condiciones horribles, cuatro casi partidos en dos por las balas de la MG, al quinto le faltaba el rostro, sustituido por una cavidad sangrienta, el sexto privado de la bóveda craneal, donde se podía ver el cerebro mientras le salía de la nariz materia cerebral que se había posado en boca y mentón. La joven, habiendo tenido a este último a su lado durante el combate, contó a D’Aiazzo que el cerebro del hombre había palpitado unos momentos después de sufrir aquel golpe devastador. Impasible, concluyó así su espeluznante relato:

—No sé si estaba todavía consciente, porque estaba inmóvil, pero creo que sí.

—¡Yo espero que no! —le respondió el subcomisario con desagrado, molesto no tanto por la macabra descripción, sino por la frialdad que mostraba la joven.

Uno de los italianos muertos llevaba en bandolera una pequeña bolsa de arpillera con una radio estadounidense Motorola Handie-Talkie SCR536 de un solo canal, ligera, pero no potente. La joven, siempre sin mostrar sentimientos, se la quitó el difunto y se la puso en bandolera. Luego revisó, uno a uno y con gran atención, los cadáveres de los alemanes y, al acabar la inspección, su cara se oscureció.

Vittorio ordenó sacar del trípode y llevarse la mortal ametralladora MG con sus ristras de balas y explicó que, una vez desmontada de soporte, esa arma podría usarse bastante bien como fusil ametrallador, gracias a su peso no excesivo, apenas una docena de kilos, y a su doble pie desplegable guardado debajo del cañón. Fue la joven, abandonando su fusil Garand, la que se la quedó, diciendo que sabía cómo usarla. Tomó dos ristras de balas de la MG y se las puso en bandolera y colocó la ametralladora en la parte derecha de su espalda, balanceándola por el cañón con la mano.

D’Aiazzo tomó el funesto Panzerfaust y preguntó:

—¿Alguno de vosotros sabe usar esto?

Obtuvo un sí de uno de los seis que, a pesar de estar vestido de civil, dijo que era granadero, precisando que había sido «sorprendido aquí en Nápoles por el armisticio».

Un rato después, el comandante se asomó por la ventanilla del blindado y comunicó al superior que había oído, desde la radio de la comisaría, la noticia de que, a través del teléfono, una voz femenina había llamado a su centralita denunciando que los alemanes estaban ametrallando las casas de la Plaza de la Caridad.

Vittorio decidió intervenir. Dado que el blindado podía acoger hasta seis personas, ofreció a la joven ir con ellos. Esta lo rechazó y, dada la urgencia, no insistió en la invitación, dio la orden de subir a sus hombres y, tras entrar en último, ordenó al comandante dirigirse al objetivo.

Entretanto, muchos otros policías estaban saliendo de la comisaría para enfrentarse a los alemanes: había quien salía a pie por el portal o una puerta secundaria, otros por el paso de carruajes sobre camiones, camionetas, autocares o a bordo de los dos autos blindados restantes. La mayoría llevaba mosquetes ’91 del siglo pasado, alguno llevaba en bandolera una metralleta moderna MAB,

y muchos llevaban en bolsas en bandolera bombas SRCM o granadas lacrimógenas. Los destinos de todos esos policías eran muy diversos. En particular, después de órdenes precisas del comisionado Pelluso, un pelotón, en el cual algunos hombres vestían de civil y la mayoría portaba uniforme, se dirigió sobre un autocar largo marca OM hacia la Plazuela del Nilo, solo distante un kilómetro de la Via Medina: sobre ese camión, en el puesto de copiloto, iba también el presunto sargento mayor Gennaro Esposito.

El blindado al mando de D'Aiazzo volvió a partir, retumbando y petardeando, llevando detrás a los seis patriotas a pie. El comandante Bennato lo conducía lentamente, no solo por la vetustez del vehículo, sino para que los partisanos a pie, a los que servía un poco de baluarte, pudieran seguir el camino sin cansarse. Después del primer centenar de metros, uno de los seis, tras considerar la complexión diminuta de la joven, le ofreció cambiar la pesada MG por su fusil, pero ella se negó, molesta, diciendo con la boca torcida «Naah», lo que, vistas sus intenciones, debía significar que no.

Al acercarse a la Plaza de la Caridad, los once patriotas empezaron a oír los tableteos de las ráfagas de ametralladora. Tras dos minutos, llegaron a sus oídos ruidos de metralleta seguidos por una detonación. Después de otro par de minutos, volvieron a sonar ráfagas de ametralladora cuyo crepitar se hacía cada vez más fuerte, al irse acercando el blindado, ya casi junto a la plaza: era indudable que se estaba disparando allí.

Vittorio ordenó a Bordin y a los agentes tomar las metralletas y estar preparados para disparar a su orden. Por su parte, se colocó detrás de una ranura en la proa para observar el exterior, listo para ordenar hacer fuego.

Capítulo 6 (#ulink_ba585e2f-4a35-5a1e-b126-11b703441427)

El blindado llegó al paso desde la Vía Cesare Battisti a la Plaza de la Caridad.

El tanque alemán apareció en la aspillera de proa, plantado inmóvil a unos cuarenta metros a 45 grados a la derecha del vehículo italiano: era un carro Panther con una formidable coraza de 110 milímetros, armado con un cañón del 75 y dos ametralladoras MG, una en la torreta y otra en el cuerpo principal delantero, que hasta hacía poco habían estado vomitando fuego. Casi parecía una bestia descansando después de un gigantesco esfuerzo. Era evidente por qué se había producido esa fatiga, ya que en el suelo yacían multitud de cuerpos ensangrentados de civiles de ambos sexos y todas las ventanas de los edificios que rodeaban la plaza estaban hechas añicos, mientras que los muros mostraban profundas mellas. Se podía apreciar, a la vista de un todoterreno Kübelwagen semidestruido todavía humeante y de cuatro cadáveres carbonizados, uno dentro y tres en el suelo, que llevaban los cascos de la Wehrmacht ennegrecidos, que la represalia del carro alemán era posterior a un ataque contra el todoterreno con cócteles Molotov.

En el momento del ataque al Kübelwagen, el Panther estaba patrullando la calle vecina de Formale. Su tripulación había oído dos explosiones, separadas por un par de segundos la una de la otra, y el jefe del carro, un comandante de carrera llamado Konrad Müller, había apreciado de qué dirección venían. A sus órdenes, el vehículo se haya dirigido a la Plaza de la Caridad. Al llegar, los soldados habían encontrado los restos de sus cuatro camaradas y la camioneta y ninguna persona en la plaza, ya que después de haber lanzado dos botellas incendiarias, una de las cuales había dado en el blanco, los autores del atentado habían huido mientras los residentes se habían refugiado en sus casas y tiendas, cerrando los portales y las persianas. El suboficial había ordenado sin remordimientos ametrallar las fachadas de los edificios que le rodeaban a la altura de un hombre y mientras tableteaban sus MG, había pedido instrucciones al mando a través de la radio. Le habían ordenado vengarse deteniendo civiles, diez por cada alemán muerto, y fusilarlos allí mismo. El cabo subcomandante del Panther y dos soldados habían bajado armados con fusiles MP80 y bombas de mano de modelo 24 y habían lanzado estas granadas contra persianas y portales, matando o hiriendo a quienes se habían refugiado dentro. El comandante Müller, en un pésimo italiano, había ordenado por el altavoz salir de las casas, ya que si no todas serían derrumbadas a golpe de cañón con sus residentes dentro. Había prometido que sí los que allí estaban se presentaban ordenadamente a la escuadra alemana solo serían interrogados y luego se les dejaría libres. Así que se habían reunido 42 personas, dos más del décuplo de los alemanes muertos. Sin embargo, a pesar de que el cabo había comunicado el exceso de detenidos al jefe del carro, que entretanto había asomado por la torreta, la cantidad fue considerada adecuada por el superior, nazi convencido, aunque no era de las SS, y había ordenado “ajusticiarlos” a todos. Esos civiles inermes había sido abatidos con ráfagas de metralleta. Una vez muertos, los carniceros habían subido a su tanque y el comandante había ordenado a las ametralladoras volver a disparar a su alrededor, esta vez apuntando a los pisos altos. Las ráfagas terroristas habían proseguido durante varios minutos mientras que el racista de Konrad Müller pronunciaba con odio, expresándose en su dialecto bávaro, expresiones que en nuestro idioma habrían sonado así: «¡Italianos de mierda! ¡Bastardos traidores! ¡Raza de cerdos!»

El tanque de acero estaba a punto de reemprender su patrulla por las calles cuando había aparecido el vehículo blindado de otros italianos de mierda. Este era muy inferior al Panther tanto en blindaje como en potencia de fuego. El comandante Bennato solo podía probar a dar marcha atrás rápidamente, con la muy débil esperanza de que el enemigo tuviera otras órdenes a cumplir de inmediato y no se preocupara por seguirlos: frenó de golpe, sin necesidad de recibir la orden, puso la marcha atrás y aceleró, mientras los seis patriotas a pie, al ver que el blindado empezaba a retroceder se echaron atrás precediéndolo en la retirada. Sin embargo, el vehículo pudo entrar en Via Battisti solo en parte, porque el motor se caló y paró por la rápida maniobra y el blindado se detuvo con la parte anterior todavía expuesta al enemigo.

Contrariamente a la tenue esperanza italiana, en lugar de reemprender la patrulla por Nápoles, el comandante del Panther decidió destruir el vehículo rebelde y ordenó al artillero apuntar levantando cero contra el agente del enemigo.

Vittorio, entreviendo por la tronera la torreta del tanque empezando a girar dirigiendo el cañón hacia el blindado, gritó a los suyos que abandonaran el vehículo y se emboscaran en los callejones de la Via Battisti y, al dar la orden, él mismo se dirigió a la salida, bajando el primero. Luego razonaría que, después de todo, retrasarse no habría servido para que los demás salieran más rápidos. En realidad, había prevalecido sencillamente su instinto de conservación.

El disparo del cañón retumbó un instante después de que el comandante Bennato hubiera salido el último. El proyectil explotó con precisión en la parte expuesta del vehículo al que había apuntado el artillero. Debido a esta explosión también estalló la bomba anticarro Panzerwurfmine que estaba antes en el Panzerfaust del granadero, arma que hasta un momento antes había estado sobre su espalda pero que se había quitado para huir más rápido. El blindado italiano fue lanzado hacia atrás y se incendió, embistiendo y aplastando a los cuatro patriotas más cercanos, mientras esquirlas densas y grandes se proyectaban devastadoras a su alrededor. También falleció el comandante Bennato, que, golpeado en el cuello por una lacha ardiente, murió por el golpe con la cabeza destrozada. El granadero fue destrozado por la bomba Panzerwurfmine y las esquirlas del Panzerfaust, del que estaba demasiado cerca. Los agentes Tertini y Pontiani, alcanzados en la espalda por multitud de fragmentos, murieron minutos después, desplomados sobre el adoquinado. Solo se salavaron al subcomisario, el brigada y la joven, que consiguieron entrar, apenas un momento antes de la explosión, en el callejón más cercano. Al mismo tiempo, a causa del muy violento desplazamiento del aire, se derrumbaron los débiles muros externos de dos viejas edificaciones que se encontraban a los lados del blindado, arrastrando con ellos a los residentes y sepultándoles mortalmente. Vittorio y sus dos compañeros atravesaron corriendo el pequeño patio en el que se habían refugiado y, a continuación, pasando bajo un arco trasversal en un muro, entraron en el patio de otro caserío. Aquí la joven, que ya había abandonado la ametralladora MG al principio de la precipitada retirada, se deshizo de las ristras de munición que llevaba en bandolera y estaba a punto de dejar también la bolsa con la radio, pero Vittorio le detuvo y, sin decir palabras, la puso a cargo del brigada.

—Podría servirnos —dijo.

El trío volvió sobre sus pasos, pasando con cuidado de un del patio a otro y luego a otro hasta llegar a la Via del Claustro, desprovista de alemanes, que terminaba y todavía hoy termina en la Via Monteoliveto, donde vivía la joven. Era precisamente en su casa donde pretendía refugiarse. Por el contrario, los dos policías trataban de llegar a la Via Medina, siguiendo la Via Monteoliveto, más allá del cruce con el Corso Umberto I, y volver a la comisaría.

Vittorio se asomó a la Via Monteoliveto y echó una ojeada a derecha e izquierda. Advirtió con decepción que, no muy lejos a su derecha, en el cruce de la vía con el Corso Umberto I, había un puesto de control de un pelotón de Waffen SS,

dotado con camionetas, motocarros y un cañón anticarro automóvil de 47 mm. Panzerjäger, modelo anticuado fruto de la adaptación de un tanque todavía más antiguo y arma poco eficaz frente a los carros armados modernos, pero mortal contra vehículos no acorazados y edificios. Los vehículos habían sido aparcados por los alemanes uno detrás del otro a lo largo del Corso Umberto I, en las intersecciones de este con Via Medina y Via Monteoliveto. Era evidente que el objetivo era impedir a los vehículos el ingreso en el corso o que lo atravesaran. Como el cañón anticarro se dirigía hacia Via Medina, Vittorio supuso correctamente que el objetivo del bloqueo era obstaculizar a vehículos y hombres que salieran de la comisaría. También imaginó que, para impedir el paso de automóviles en ambas direcciones, debía haber otro puesto más al otro lado de la comisaría, cerca del punto donde se había desarrollado el combate de los patriotas con los granaderos alemanes.

Por tanto, ni hablar de atravesar el Corso Umberto I y unirse a los colegas que quedaran en la sede. Ahora se trataba de resguardarse todos en casa de la joven. Como el brigada iba de uniforme, antes de que el trío se pusiera a la vista en la Via Monteoliveto con el riesgo de ser advertido por los alemanes, D’Aiazzo pesó en dar al funcionario su chaqueta de lanital

totalmente gris, para que se la pusiera sobre la guerrera, escondiéndola algo y cubriendo la bolsa de la radio que, colgada del cuello, pendía delante del abdomen del suboficial. Así se hizo. Marino también ocultó en el pecho el gorro militar, bajo la guerrera y la chaqueta antes de abrocharse los botones.

La casa de la joven estaba a la izquierda de la Vía del Claustro al mismo lado de la Via Monteoliveto en la que desembocaba aquella. Los tres se colocaron a unos treinta metros uno de otro, con la joven por delante, después el brigada y por último el subcomisario. Como había recomendado este, caminaron lentamente, por si los veían los nazis del puesto de bloqueo, algo que era seguro, pero sin duda no despertaron sospechas, dado que ningún alemán abandonó el cruce para detenerlos y verificar sus documentos.

El edificio era pequeño, con solo dos apartamentos encima, de los cuales el más aireado era el primer piso, con techos de tres metros, mientras que el otro, donde vivía la joven con sus padres, era un entresuelo de unos dos metros cincuenta. Estaba encima de una tienda en la calle que miraba a la Via Monteoliveto a través de una puertecilla a la izquierda del pequeño portal del edificio, todavía más a la izquierda, con una verja en ese momento con el cierre metálico echado. La casita era propiedad de un vendedor ambulante de fruta y verdura que vivía en el primer piso y utilizaba la tienda para su actividad mientras alquilaba el entresuelo a la familia de la joven.

La joven abrió el pequeño portal y entró en este, que olía a cerrado, dejando la puerta entreabierta y aguardando a sus compañeros. Entraba un poco de aire fresco por la abertura. Los dos hombres llegaron uno detrás de otro. Vittorio cerró tras él la puerta e inmediatamente, con la joven a la cabeza, el grupo subió las escaleras que llevaban al entresuelo.

Como indicaba la placa junto a la puerta del apartamento, la familia se llamaba Scognamiglio.

—Te apellidas Scognamiglio, ¿y tu nombre es …? —preguntó Vittorio a la joven.

—Mariapia.

—Encantado, Mariapia —Le sonrió, abandonando la expresión preocupada que tenía en el rostro desde que salió de la comisaría—. Soy el subcomisario Vittorio D’Aiazzo.

—… Y yo el brigada Marino Bordin —intervino su ayudante, permaneciendo muy serio, al contrario que su superior, casi altivo, evidentemente orgulloso de su grado.

Aunque las facciones de Mariapia no se mostraban ya ceñudas, el rostro no se le había tranquilizado: su expresión había pasado de tenebrosa a triste.

Abrió la puerta de la casa con su llave, que llevaba en un portamonedas de tela de cáñamo en el único bolsillo profundo de su falda grisácea de cafioc,

sostenida por un cinturón negro opaco de cuoital,

sobre la que llevaba una camiseta de color azulado también de cafioc. La joven llevaba en los pies calcetines grises de lanital dentro de dos botas negras de coriacel,

con las suelas de goma igualmente negras extraídas de viejas cubiertas de automóvil directamente por el artesano fabricante.

Como observaron los dos policías, el apartamento tenía tres espacios y un corredor. Este, de un par de metros de largo, recorría la casa en toda su longitud, terminando en un ventanuco sin postigos. Las tres habitaciones estaban a la izquierda de la entrada, en ese momento tenían las puertas cerradas, pero, como se intuía desde allí, asomaban a la Via Monteoliveto. A la derecha había un balcón que flanqueaba el pasillo y quedaba por encima de un espacio de huerta tan largo como el edificio y con el triple de profundidad, con manzanos y ciruelos desperdigados, abundantes hortalizas y tres filas cortas y paralelas de viñas: también esa porción de tierra pertenecía al vendedor ambulante. En un extremo del balcón, a la izquierda de quien saliera fuera por la única puerta-ventana, en el centro del pasillo, había una caseta de madera que, como intuyeron los invitados, alojaba el retrete doméstico.

Se había oído a alguien moverse en la habitación más cercana a la entrada, que resultaría ser una cocina-comedor.

—¿Quién está ahí? —preguntó Vittorio a la joven.

Sin responderle, Mariapia entreabrió apenas un tercio de la puerta y entró en el espacio, cerrándola tras de sí. Se oyó un parloteo incomprensible. Luego la puerta se volvió a abrir, esta vez del todo, y la joven salió junto con sus padres.

Su padre, Antonio Scognamiglio, se encontró con los acogidos con la frente fruncida por la inquietud, los ojos fijos en las botas y los pantalones de Bordin, con su evidente banda fucsia. El malestar manifiesto de dueño de la casa se acentuó cuando, un momento después, el brigada se quitó la chaqueta de D’Aiazzo, mostrando así su graduación cosida a las mangas de su casaca. Sin embargo, el padre de Mariapia era esencialmente un buen hombre. Su recelo no lo causaba por tener algo que esconder a la justicia, sino por el hecho de que tenía desde niño, como es habitual entre la clase popular napolitana, un sentido de gran prudencia, por no decir de desconfianza, hacia las autoridades grandes y pequeñas, transmitido de generación en generación con el recuerdo atávico de la prepotencia de los birri y los demás funcionarios públicos de los reyes borbones. El hombre era bastante pequeño, unos quince centímetros más bajo que Vittorio, tenía manos callosas, era delgado como Maripia y llevaba una cabellera frondosa, en un tiempo negra como la de la hija, pero ahora blanca, a pesar no tener más que cuarenta y ocho años. También su rugoso rostro hacía que su aspecto fuera envejecido, como el que aparece en los marineros y pescadores después de años en el mar por la continua exposición al sol y la salmuera. Y de hecho había ejercido, en naves de altura, la apreciada profesión de pescador jefe, como todavía constaba en su documento de identidad. Pero hacía catorce meses, como había confiado casi de inmediato a los alojados para justificar su estancia en casa, había perdido el trabajo, después de tres decenios en el mismo pesquero, primero como grumete, luego como pescador experto y finalmente como pescador jefe. Explicó que había perdido todo dramáticamente en julio de 1942 por el naufragio de la embarcación, destrozada por una bomba de un cazabombardero de la armada inglesa De Havilland Sea Mosquito, cuyo estilizado perfil, visto desde abajo, era muy conocido por los marineros italianos porque se anunciaba en los puertos: Antonio había sido el único superviviente de la matanza, porque, buen nadador, se había lanzado al agua en cuanto había visto la silueta abalanzarse sobre el pesquero. Fue rescatado por un destructor de la Marina Regia italiana, en ruta hacia el puerto de Nápoles, que pasaba por fortuna por el área náutica del naufragio apenas unas diez horas después, siendo todavía de día y, para más fortuna, estando de guardia en el destructor un ojeador de primera clase,


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