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La Furia De Los Insultados
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La Furia De Los Insultados

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—¡Señor doctor, os

digo de nuevo que no es verdad! —El hombre alzó la voz, abandonando el comportamiento dócil que había mantenido hasta ese momento.

Sin que se lo pidieran, el brigada Bordin soltó:

—Busòn!

¡Muestra respeto por el doctor o te lleno de patadas por donde te la meten!

El subcomisario no admitía obscenidades y le reprendió:

—Marino, las patadas y los insultos te los guardas —Continuó—: Gennaro, siempre que te llames de verdad Gennaro Esposito, y estate seguro de que haremos las comprobaciones en el Registro mañana… no, esta mañana, vista la hora, escúchame bien: también yo, como tú, tengo ganas de acabar, así que te hago una propuesta —El hombre había aumentado visiblemente su atención, abriendo ligeramente la boca mientras se le dilataban las pupilas un poco—: Si te confiesas culpable de homicidio preterintencional, lo que significa que la has matado teniendo otras intenciones…

—… Lo sé.

—Entonces, escucha: podrías por ejemplo decirme que no tenías dinero y que la víctima no quería darte crédito, por lo que, en un irrefrenable impulso de ira, la habrías dado un empujón, sin querer matarla, pero, por desgracia, al caer sufrió una herida mortal. Bueno, ya entiendes: de esta manera no se acaba delante del pelotón de ejecución,

solo pasas un tiempo en la cárcel. Si, por el contrario, escribo en mi informe al juez instructor que sospecho que eres un sicario de algún contrabandista de la Camorra que ha querido eliminarla o un competidor directo de la mujer en el mercado negro que ha querido apartarla de este para siempre, seguro que acabas fusilado.

El hombre, a pesar de estar más cansado que el subcomisario, no confesó:

—No solo os repito una vez más que no soy un asesino y, como no lo soy, que esa mujer murió por un accidente anterior a que yo entrara en su casa, sino que además os digo también que soy un sargento mayor de artillería y he cruzado el frente llegando a Nápoles ayer por la tarde.

—Hm… Cuéntame más.

—Soy también cocinero, trabajaba como jefe de cocina en el círculo de los oficiales del tercer batallón, primer regimiento de la Artillería Costera, ubicada a unos cinco kilómetros al norte de Paestum, en la provincia de Salerno.

—Ya sé dónde está Paestum… Está bien, suponiendo que me hayas dicho ahora la verdad, por tu bien tenemos que comprobar tu identidad militar, así que dime de qué escuela de suboficiales procedes y de qué promoción — En realidad, tras el caos posterior al armisticio esa verificación probablemente era imposible y D’Aiazzo lo sabía, pero contaba con el hecho de que el otro, si le hubiera mentido, se habría descubierto.

El hombre no se alteró:

—Mi carrera empezó de cero: Con 28 años, después de haber perdido el trabajo de ayudante de cocinero en una trattoria…

—… ¿Qué hiciste?

—… ¡Nada malo! El local cerró porque, como decían los dueños, habían llegado las últimas consecuencias de la crisis del 29.

—Está bien, sigue.

—Busqué trabajo, pero no encontré nada: nadie contrataba, si acaso despedía. Así que, para no ser una carga para mi madre, que se había quedado viuda y trabajaba duramente limpiando tiendas y cocinando y ayudando en casa de extraños, por fin me enrolé voluntario, esperando hacer carrera y convertirme en suboficial: seis años antes me había licenciado del servicio, con buenas notas, con el grado de cabo, que me habían reconocido al volver y, como ya había estado en las cocinas durante el servicio, después del curso de actualización sobre algunos cañones, me llevaron de nuevo delante de las cacerolas, además de realizar ejercicios periódicos de tiro con la artillería, el fusil y la pistola. Y así ha transcurrido toda mi carrera militar, primero como cabo primero, luego como sargento y finalmente como suboficial:

sargento mayor jefe de la cocina del círculo de oficiales. Después del armisticio y el desembarco de los antiguos enemigos

en nuestras costas, salí corriendo con mis compañeros, preocupado por no encontrarme ni con angloamericanos ni con alemanes. Me quedé escondido, comiendo frutas y verduras de las huertas y, las pocas veces que me escondía en granjas, también pan, leche y huevos. Pero los campesinos, o al menos los que me he encontrado, son gente interesada y me han pedido siempre algo a cambio, preferentemente dinero y, poco a poco, les he dado todo lo que me quedaba de mi última paga. Después, una vez acabado el dinero, tuve que pagar con mi reloj: era de acero, pero de marca y, como último purucchio

he entregado mi medalla de San Genaro con cadena, ambas de oro de dieciocho quilates, regalo de mi familia por la primera comunión, a cambio de la camisa y la ropa de trabajo que llevo. Me he vestido de civil y he abandonado la placa militar de identificación y también los documentos, porque nosotros no solo los tenemos de otro color, sino que en ellos está escrito que somos militares y también nuestro grado…

—… Lo sé.

—Ya, también os pasa a vos. He tirado la tarjeta de identidad y la identificación militar, guardando solo la civil y, sin vestir uniforme, he venido a mi Nápoles, he conseguido pasar la línea de frente y, ayer por la tarde, entré la ciudad. Actuando de forma prudente, aunque estuviera vestido de civil y llevara conmigo un documento, he llegado a la Plazuela del Nilo, que no está lejos de la casa de mi madre y mía en el callejón de Santa Luciella. Y, por culpa de mi buen corazón, después de todo lo que ya me había pasado, he tenido además el impulso de ayudar a aquella mujer que gemía y… aquí estoy, justo cuando estaba ya muy cerca de casa.

—¿Por qué tu licencia de conducir no indica tu domicilio en la zona de Paestum?

—Tenía una habitación en el cuartel, junto a otro sargento mayor, también soltero. No tenía una habitación fuera: nunca he considerado los cuarteles como mi casa nunca he querido abandonar la dirección de Nápoles. Solo la cambié en la tarjeta de identidad y el permiso militar de conducir, porque era obligatorio, aparte del hecho de que con la licencia civil habría tenido que cambiarse con frecuencia la dirección de la Motorización,

dado que me trasladaban cada pocos años y por el contrario, la carta y la licencia militar me la renovaban directamente en el nuevo destino. Y además, sobre todo, volvía a ver a mi madre a Nápoles cada vez que tenía un permiso.

—Sabes que iremos a la calle de Santa María a comprobar que allí está de verdad tu madre y si hay otras personas que te conocen.

—… Y yo os lo agradezco, señor comisario, porque mi madre de verdad está allí y podréis confirmar lo que os he dicho por ella y también por los vecinos. Pero os pido de corazón: no la asustéis, decidle, por favor, que os he encargado saludarla, porque no he podido venir en persona por razones de servicio.

—Si encontramos a tu madre no la asustaremos y hablaremos con ella como deseas —En este momento, el subcomisario había vuelto a insistir—: Primero has tratado de hacerme creer que tenías reservada una cita galante con Demaggi y luego has admitido que no era verdad. Dime entonces: Si no la había visto antes, ¿cómo sabías que esa mujer era una prostituta?

No se había alterado:

—Se lo oí decir a vuestro jefe de patrulla, que habló con los suyos delante de la muerta.

—Lo comprobaré. Pero dime una cosa más —D’Aiazzo había dejado la pregunta para el final, para plantearla cuando el interrogado estuviera muy cansado—: ¿Por qué llevabas guantes de lana en esta estación? Para no dejar huellas, ¿verdad?

—… Pero no, señor comisario —No se había preocupado el otro—, el motivo es sencillo, las llevo desde hace mucho, incluso de servicio, con permiso del capitán: sufro de dolores en los dedos de la mano y también en la palma izquierda.

—Hm…

—… Pero sí, por la humedad de las cocinas a lo largo de tantos años, entre los vapores de las cápsulas y el agua de los lavados de las ollas, como me había explicado el teniente médico, que me dijo que llevara los guantes.

Agotado el hombre y cansadísimos los dos policías, por orden del subcomisario, el presunto sargento mayor Gennaro Esposito fue escoltado a la celda por el brigada Bordin.

Con solo los datos recogidos, Vittorio D’Aiazzo no podía formarse una idea segura: para él seguían siendo posibles tanto la hipótesis de un accidente como la de un homicidio, y este no necesariamente perpetrado por detenido. Pero, en el caso de ser culpable, el móvil podría encontrarse en disputas entre contrabandistas, si la identidad y en concreto la posición en el ejército del supuesto Esposito no fuera confirmada, mientras que en caso contrario sería verosímil otro motivo. Por otro lado, si el forense estableciera que se había tratado un asesinato, el investigado, aunque no confesara, sería transferido a la cárcel de Poggioreale como sospechoso, mientras al mismo tiempo el subcomisario tendría que redactar y enviar a la Fiscalía del Reino una relación que incluyera tanto las conclusiones del forense como los datos recabados por el propio D’Aiazzo durante el interrogatorio. A partir de su informe, el juez instructor decidiría si abrir un procedimiento contra el sospechoso o liberarlo por falta de pruebas.

No faltaba mucho para las ocho de la mañana y el joven funcionario estaba a punto de acabar su turno. Sin embargo, antes de volver a casa pretendía ordenar a brigada a ir a la calle de Santa Luciella a comprobar que allí vivía realmente la madre del investigado y, en ese caso, si reconocía al hijo en la foto del permiso de conducir y confirmaba que era realmente un sargento mayor de artillería. Pero el subcomisario no pensaba esperar la vuelta del susodicho, ni ver el informe al día siguiente. Por tanto, antes de que llegase a su oficina el informe del forense habrían pasado al menos dos o tres días, durante los cuales el detenido quedaría encerrado en la celda.

Bordin, después de encerrar al acusado en la celda, había vuelto al puesto de D’Aiazzo. Al entrar en la oficina le había dicho:

—Señor comisario, para mí que este Esposito o como se llame ha sido enviado por la Camorra para matar al Demaggi por dos posibles motivos: o por razones de competencia en el mercado negro o porque esa mugrienta puta no quería pagar el soborno.

—… Marino, esa mujer está muerta y no se insulta los difuntos —le había amonestado el joven superior—, y además no estoy convencido de que el investigado sea un asesino.

—Perdonad que os lo diga, pero creo… Bueno creo que sois siempre demasiado bueno: nosotros le moleríamos a golpes en el estómago con sacos de arena…

—… ¿Que no dejan huellas?

—Lo requiere la prudencia. Y estad seguro de que ese delincuente se declararía culpable e incluso camorrista y quién sabe qué más. Pero así…

—… así no me arriesgo a hacer confesar a un inocente, aparte de que si te veo moler a sacazos a alguno… ¿Me has entendido, Marino?

—Eeh…

—Ya conseguirá al juez instructor, si acaso, que admita su culpabilidad, siempre que el médico no diga que se ha tratado un accidente, en cuyo caso archivo la práctica y libero a ese hombre.

—Ya, puede ser. Pero, hablando en general, vos, señor comisario, sois el único que no ha dado al menos una bofetada a los interrogados. El doctor Perati, que estaba antes que vos, hacía confesar a todos.

Con el ardor de la edad, sin abandonar esa pizca de presunción que permanecía en él, se le había escapado al subcomisario instintivamente en la lengua partenopea que usaba en familia:

—Tu si’ ‘nu fésso.

—¿Qué? —El suboficial había enrojecido.

El superior se había corregido en parte:

—Está bien, Marino, retiro el fésso, pero deja de hablarme sin consideración solo porque tengo la mitad de tus años. Ten cuidado, porque si esto se repite, te castigo.

Bordin había considerado sensato pedir perdón, aunque fuera a regañadientes:

—Perdonad, señor comisario, solo estaba hablando, no quería criticaros.

Aunque Vittorio D’Aiazzo, con el paso del tiempo, adquiriría plena humildad gracias a las metafóricas bofetadas de la vida, por el momento seguía queriendo decir la última palabra:

—Está bien, pero a partir de ahora piensa en lo que dices antes de decir lo que piensas.

El hombre consideró sensato mantener la posición de firmes:

—Sí, señor.

—Descansa y no te mortifiques —El superior suavizó el tono, en el cual había entrado por fin la compasión. Prosiguió—: Has dicho que Perati hacía confesar a todos: es verdad, ya lo sé, me lo contaron cuando llegué aquí. ¿Pero recuerdas quién le mató?

—Sí, señor, la madre de un ladrón habitual…

—… ladrón al que Perati había acusado de acuchillar en una mano a un panadero para robarlo y al que había hecho confesar que sí, ¿pero cómo? Tumbándolo boca arriba sobre una mesa y fustigándole con el cinturón. Y dos días después ¿te acuerdas? el interrogado murió por una hemorragia interna.

—Perdonadme, ¿puedo hablar con libertad, pero con todo el respeto?

—Puedes.

—Creo que el doctor Perati hizo lo apropiado, porque no recibió ningún reproche de sus superiores.

—Pues no sé si el asunto se olvidó por orden del federal de Nápoles,

porque Perati era muy fascista y adulador, pero en la cabeza de la madre del muerto la cosa no estaba olvidada y además supo, un par de semanas después de la muerte del hijo, que era inocente tanto de las heridas como del hurto. Esto no lo sabías ¿verdad?

—Sabía que el verdadero culpable fue reconocido en la calle del panadero y denunciado a una de nuestras patrullas, la cual lo arrestó y trajo aquí.

—Ya, y la madre del muerto fue puesta al corriente por un amigo del hijo, que supo la verdad por casualidad. ¿Y sabes una cosa? No había sido tan inicuo, a fin de cuentas, que esa mujer viniera aquí pidiendo hablar con Perati, con la excusa de tener algo que revelarle y una vez delante de él sacara un pequeño cuchillo para desollar carne de su costado y le acuchillara junto al corazón, y casi lamento que la detuvieran de inmediato y que ahora esté a la espera de juicio, porque me temo que será condenada a muerte por homicidio premeditado.

—Esperemos que le reconozcan el enajenamiento mental —dijo compasivamente Bordin.

—Esperémoslo. Pero aparte de esto, ahora mismo te vas al depósito de vehículos con esta hoja de servicio… toma: es mi autorización para recoger un automóvil con conductor. Luego te vas a comprobar en el callejón de Santa Lucia si Esposito es una persona conocida —Le entregó también la licencia del investigado—. Haz que la madre vea la foto, si es que existe, y también los vecinos y averigua todo lo que puedas de él.

—A las órdenes. Pero, al volver, señor comisario, tal vez me vaya a casa a dormir, ya que, por hoy, mis horas de servicio ya habrán terminado.

—Deber y sacrificio es nuestro lema —le había contestado sonriente en un endecasílabo espontáneo el superior, gran lector de poetas clásicos.

Ya que se sabía en la comisaría que la temperatura social estaba subiendo en la ciudad y no era del todo improbable una sublevación, antes de acercarse al garaje el brigada quiso pasar por la sala de radio para obtener noticias de la situación en el exterior. Una vez al tanto, volvió a su superior directo y le informó de que camionetas de patrulla habían comunicado que ya se habían iniciado tiroteos aislados. Terminó diciendo:

—Señor doctor, ¿tengo que ir hoy o puedo esperar a mañana, cuando tal vez el clima se haya calmado?

Antes de que se decidiera D'Aiazzo empezaron a subir de la vía Medina, a la que se asomaba y todavía se asoma la comisaría de Nápoles, el ruido de los motores diésel de vehículos que pasaban en columna delante de la entrada principal del edificio, como todos los días desde hacía dos semanas: se trataba de un pelotón motorizado de granaderos alemanes que iba a reemplazar a otro, del mismo batallón, encargado de custodiar un corredor en el último piso del Castillo de San Elmo, potente baluarte que se eleva sobre la colina del Vomero a 250 metros sobre el nivel del mar y desde el cual se observan el golfo y la ciudad. En aquel corredor se encontraban dos locales no comunicados entre sí y destinados en aquel momento a armería del fortín, de los cuales uno era un gran espacio que contenía armas y municiones convencionales y el otro un espacio no tan grande que custodiaba armamento secreto de diseño y fabricación italianas. La vigilancia de las armas se desarrollaba durante las veinticuatro horas del día en dos turnos, de las 8:30 a las 20:30 y de las 20:30 a las 8:30. Desde el 9 de septiembre los alemanes habían ocupado el Castillo de San Elmo apoderándose del armamento, con un interés particular por las armas especiales. Precisamente a causa de esas armas no convencionales, dicho castillo era en esos días un objetivo principal de los aliados, que, desde hacía tiempo, estaban usando sus servicios secretos.

Vittorio D’Aiazzo estaba a punto de decir a su subalterno que olvidara la orden anterior y se fuera descansar cuando empezaron los disparos en la vía Medina, primero de fusiles y de una ametralladora ligera, luego, en rápida sucesión, de metralletas y una gran ametralladora.

El subcomisario y su ayudante se agacharon instintivamente y, avanzando con las piernas semidobladas, se acercaron a la ventana y asomaron sus cabezas mirando hacia abajo, exponiéndose lo menos posible.

Al mismo tiempo, otros policías miraban allí desde sus respectivas oficinas, tanto personal del turno que estaba saliendo como entrando, al ser la hora del reemplazo, las 8 en punto. Llegado hacía poco, también el vicejefe de policía y jefe de sección Remigio Bollati espiaba desde su propia ventana: su oficina daba a la misma fachada a la que daba la de Vittorio y los dos espacios eran contiguos.

Mirando hacia abajo se veía o entreveía, según la posición de cada ventana, a unos cincuenta metros del portal y en el cruce de calles cercano, al pelotón alemán parado en medio de la calle, protegido por sus vehículos colocados atravesados, ocupados en un tiroteo con personas que debían estar más allá en la calle y que no podían verse desde el edificio de la comisaría, pero de las que se oían los disparos: se podía suponer que tal vez se protegieran detrás de los muros semiderruidos y los montones de escombros de dos casas cercanas y contiguas, bombardeadas pocos días antes del 8 de setiembre por fortalezas volantes estadounidenses.

Capítulo 4 (#ulink_ba585e2f-4a35-5a1e-b126-11b703441427)

Para entender mejor las cosas, volvamos un poco atrás:

Se constituyó el frente único revolucionario partenopeo y, vista la renuencia del prefecto Soprano en asumir la dirección, fue elegido jefe el obrero Antonio Taraia de setenta años, que el 24 de setiembre, considerando la situación ya adecuada para el levantamiento convocó para la mañana siguiente una reunión en el Liceo Sannazaro, para someter a votación la decisión. La convicción de que era ya el momento de levantarse se produjo tanto por la noticia de que los angloamericanos ya estaban casi a las puertas de Nápoles, algo conocido de antemano por el filósofo Benedetto Croce, que lo había sabido confidencialmente del Dr. Soprano, como por el hecho de que, tras los acuerdos codificados intercambiados a través de radio con los americanos, acababan de llegar paracaidistas por la noche junto a Nápoles con armas y radios que retransmitían desde la US Army y destinadas a los partisanos, ocultadas rápidamente en siete sótanos de otras tantas zonas distintas de la ciudad. La operación se había desarrollado con la contribución esencial de un grupo de camorristas a sueldo, dispuestos a correr graves peligros a la vista de las grandes ganancias que les habían prometido los estadounidenses. No debe sorprender esa alianza: Estados Unidos ya había recurrido, y todavía la utilizaba, a la ayuda de la Mafia de la Sicilia ocupada, donde, además, numerosos nuevos alcaldes notoriamente mafiosos habían sido colocados en el poder por los conquistadores. La Camorra, como la Mafia, estaba organizada casi militarmente y, en particular, podía disponer en Nápoles de muchos grandes camiones. La operación armada había sido organizada con meticulosidad por los estadounidenses. Entre otras cosas, había folletos de instrucciones sobre el uso de las armas lanzadas en paracaídas, escritos en un correcto italiano y llevados al Liceo Sannazaro por algunos agentes americanos que habían sobrepasado de noche las líneas, con el fin de que los patriotas napolitanos pudieran recibir formación teórica sobre su funcionamiento por los propios agentes, lo que permitió hacer más rápida y ágil la instrucción práctica que, por razones logísticas, solo pudo desarrollarse poco antes de la sublevación, en el momento de la recuperación de las armas en los siete depósitos.

En la reunión del 25 de septiembre se tomó por unanimidad la decisión de levantarse. Hacia mediodía, se enviaron mensajeros para avisar a los custodios del material bélico estadounidense.

Al día siguiente, domingo, siete patriotas jefes de grupo que ya habían asistido al almacenamiento de las armas en los lugares secretos, uno por depósito, no mucho antes de la hora del alto el fuego, se presentaron para preparar la retirada de las armas esa misma noche. Se reunirían en los escondites hasta las cinco de la mañana del lunes 27 de septiembre.

Por tanto, después de las seis de la mañana de este 27 de septiembre, los grupos de combatientes por la libertad, recogidas las armas, se dirigieron a sus objetivos. Mientras los pelotones instruidos en el Liceo Sannazaro por los agentes americanos portaban las armas estadounidenses, es decir fusiles semiautomáticos M1 Garand y ametralladoras BAR M1918 Browning, que usaban las mismas balas de calibre 7,62, granadas de mano Mk2 y lanzamisiles portátiles anticarro Bazooka M1, los otros grupos de insurgentes tenían armas capturadas a los alemanes en los encuentros de los primeros días, es decir, fusiles Mauser Kar 98 k, metralletas MP80, bombas de mano 24 y granadas Panzerwurfmine con sus respectivos lanzabombas anticarro Panzerfaust, además de navajas personales o cuchillos de las cocinas domésticas y alguna escopeta ocultada por algún cazador aficionado, después de la ocupación alemana, en un sótano o un ático.

Sin embargo, el primer tiroteo de esa mañana no estaba previsto, sino que por el contrario empezó en el Vomero por parte de parientes de detenidos, que detuvieron un todoterreno Kübelwagen Typ 82 de la Wehrmacht, matando al comandante que lo conducía y poniendo en fuga a los demás militares. Otras acciones no organizadas se produjeron poco después por Nápoles y, aquí y allá, se agregaron espontáneamente a los grupos rebeldes parejas de carabineros de ronda y agentes de patrulla de la Seguridad Pública y la Guardia de Finanzas. Poco antes de inicio de las clases escolares, diez estudiantes desarmados de la escuela superior atacaron impulsivamente a tres alemanes que hacían la ronda en un Kübelwagen a velocidad de paseo, les obligaron a bajarse, les desarmaron y pegaron fuego al todoterreno, mientras el trío alemán se alejaba por piernas. Sin embargo, esos alemanes alertaron a todo el cuartel, por lo que llegaron dos pelotones alemanes con el apoyo de un potente blindado SdKfz 231 Schwere Panzerspähwagaen 6 rad. Los diez jóvenes se refugiaron y atrincheraron en el cercano Museo de San Martín y el blindado empezó a ametrallar los ventanales, mientras la noticia de la acción de los estudiantes y del peligro que estaban corriendo se iba extendiendo por Nápoles, de un lugar a otro.

Entre las acciones sí planeadas por la Resistencia se produjeron sobre todo el mencionado ataque a la columna de granaderos alemanes en Via Medina y la acción de un pelotón de carabineros que, con el beneplácito del coronel al mando se dirigó, sobre un camión Lancia CM,

al Museo de San Martín para combatir, con sus propios mosquetes 91 cortos y bombas de mano SRCM 35,

a los alemanes que asediaban a los estudiantes rebeldes. Al lado de los militares de la Benemérita se colocaron espontáneamente algunos civiles de la zona. Esa misma mañana, siempre con órdenes anteriores de los dirigentes democráticos, un centenar de combatientes por la libertad procedió al asedio del Castillo de San Elmo, en el que, entre los alemanes atrincherados en el interior, estaba el ya agotado pelotón de granaderos que había permanecido de guardia de la armería toda la noche y que no había recibido el relevo porque, como sabemos, el pelotón fresco entrante se había enzarzado en combate en la Via Medina.

Ante el apremio de los acontecimientos, el comandante de la plaza, coronel Scholl, activó sus potentes tanques de las clases Tiger y Panther. Sin embargo, un cierto número de ellos fueron detenidos e incendiados por revoltosos, gracias a algunos panzerfaust sustraídos al enemigo, a los bazookas americanos y a cócteles Molotov.

Capítulo 5 (#ulink_ba585e2f-4a35-5a1e-b126-11b703441427)

Mientras continuaba el tiroteo en Via Medina, el comisionado al cargo de la comisaría, el doctor Carmelo Pelluso, alejándose de la ventana de su oficina en el primer piso desde la que había observado con cautela al pelotón alemán dedicado al combate, iba a llamar por el interfono a sus subcomisarios para dar las órdenes oportunas cuando sonó el teléfono que había sobre su mesa.

Al otro lado de la línea estaba su superior directo, el doctor Soprano: El prefecto dijo al comisionado que se habían iniciado tiroteos en más zonas de Nápoles y le dio la noticia de que la 5ª armada y el 6º cuerpo estadounidenses, además del 10º británico, estaban atacando a los alemanes en dirección a Nápoles y Avellino y los efectivos alemanes en el campo estaban empezando a replegarse, dirigiéndose a la ciudad partenopea para consolidar sus líneas más al norte. Acabó dejando al arbitrio del comisionado decidir qué órdenes concretas impartir a sus hombres, pero con la condición de no obligarles a combatir contra los alemanes.

El doctor Pelusso no obedeció del todo: tras despedirse del prefecto, ordenó a sus subordinados transmitir a los respectivos inferiores la sencilla invitación, no la orden, de unirse al pueblo contra los alemanes, pero añadió con decisión:

—Decid a todos que yo personalmente estoy con los insurgentes. Sin embargo, si alguien, hipotéticamente, no quiere seguirme, no tendrá problemas. Pero deberá entregar su pistola y quedarse retenido en la comisaría en las celdas de custodia.

Carmelo Pelluso no fue un antifascista desde el principio: como muchísimos otros, entre ellos el subcomisario Vittorio D’Aiazzo, portó hasta el 25 de julio el uniforme fascista, de hecho obligatorio para los funcionarios públicos. Pero ya al acabar ese mes se había unido al Partido de la Acción y no había cambiado de bandera después de la ocupación alemana y el muy reciente retorno de Mussolini al gobierno de la Italia no ocupada por los ejércitos aliados. Por el contrario, ahora colaboraba activamente con los dirigentes de los partidos antifascistas del Frente Único Revolucionario y, sobre todo, con uno de sus mayores exponentes, nada menos que su amigo personal, el accionista