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Minotauro
Mariana enrojeció súbitamente, tuvo un recorrido mental desde su adolescencia: el día en que recibió el anillo como obsequio, ahora la ausente era ella…
- ¡Sí!, mi papá me lo regaló cuando salí de preparatoria, era de él y lo mandó ajustar para que me quedara a mí.
Mariana se retiró el anillo y lo puso en manos de Jorge, quien lo observó con autentico cuidado y detalle. Se trataba de una pieza de oro de 14 quilates, con grabados en los hombros, en uno de ellos, el escudo de la logia masónica del rito escoces de El Paso Texas, en el otro una “equis” formada de dos pergaminos enrollados sobre una hoja de olivo, distintivo del grupo al que pertenecía el antiguo dueño como custodio de la biblioteca y secretario de acuerdos, sobre la montura el clásico compás y la escuadra, emblema de la masonería y debajo de él dos rubíes y las siglas G11.
Mariana nunca se había quitado de su dedo esa pieza para mostrarla a nadie, súbitamente cayó en la cuenta de ello, pero no se incomodó, por el contrario, su reacción fue tan natural y cómoda que hasta sintió algo de familiaridad.
- ¿Es usted masón?, preguntó Mariana, o ¿cómo lo supo?
+ Jorge mintió: ¡no!, pero trabajo desde siempre con muchos de ellos. Mariana sabía que la primera parte de la respuesta era mentira:
- “Ah, sí, y ¿a qué se dedica usted’?
+ Soy empleado de gobierno, de profesión “leguleyo”
- ¿Cómo?
+ Abogado, ¡pero no litigante!
- ¿Ah no?, ¿entonces de cuáles?
+ De los que asesoran únicamente… ¿Y qué sigue como parte del festejo?
Mariana se incomodó de nuevo, no estaba acostumbrada a tantas preguntas y en sólo un momento Jorge ya sabía más de ella de lo que mucha gente le conocía en años de tratarle.
- Pues nos reuniremos en casa, será algo familiar… sintió que su respuesta carecía de cortesía y reculó titubeante para después pensar en voz alta. “la verdad es que no sabría si fuese buena idea invitarle, no deseo ser pedante, pero mis amigas y mi familia… ay, qué contrariedad!”-se sintió entre la espada y la pared-
+ Descuide, no se sienta incómoda, comprendo. Ya habrá oportunidad de coincidir, yo frecuento este lugar con bastante regularidad. El buen Mike puede dar testimonio de ello, ¿Cierto Mike?
Ahora el mesero era quien se ponía de colores, aunque estaba de pie a una distancia prudente nunca pensó que Jorge lo fuera a incluir en la charla, muy contento asintió a la mención de su persona con un gesto de aprobación silente, Jorge levantó su vaso ligeramente para saludarle y después de ello darle un trago al final de su segunda cerveza.
-Mire Jorge, ya estamos aquí y si lo dejamos a la suerte será difícil coincidir, permítame darle mis datos, únicamente deme oportunidad de llegar primero a casa; mi madre debe estar como loca ya; lo espero, ¡no me vaya a fallar!
+ “¡Nuncamente lo haría!” tomó la tarjeta de presentación y la llevó al bolsillo interior de su saco.
Comúnmente Jorge no atiende a este tipo de invitaciones, asume que representan ya en sí un compromiso y es lo que menos desea, bebió un par de cervezas más y estaba decidido a quedarse ahí pero había algo extraordinario en esta ocasión y repentinamente deseaba investigar este impulso, no eran únicamente las largas piernas de Mariana, era algo que necesitaba abordar con -riguroso escrutinio académico-, se decía a sí mismo sonriendo, como justificando la decisión de atender la invitación de Mariana.
Capítulo 5
Maestro Jacobo
El amigo más cercano del Ingeniero Salgado era el Maestro Jacobo Aguilar, además de ser compañeros de Logia y tener el mismo grado, compartían un rancio gusto por la lectura, eran un par de eruditos que solían pasar largas horas revisando libros y compartiendo datos, ya fuese como parte de las tareas propias de la custodia de los libros de la Logia o como jornada personal; parecían un par de chiquillos cada vez que llegaba un embarque de alguna casa editorial, o un pedido especial. El maestro Jacobo Aguilar era el propietario de la Librería El Compás, ubicada en la esquina de la Calle Libertad con la Calle 15ª, en el centro de la Ciudad.
Cuando Jacobo recibía por mensajería una de esas cajas con libros de inmediato notificaba vía telefónica al Ingeniero Salgado, quien cancelaba todos sus compromisos para ese día, iba a su casa, comía con prisa y se acompañaba de su pequeña hija para ir a la librería del Tío Jacobo. De camino se detenían a comprar helado, o cacahuates o alguna golosina para aderezar el evento.
La pequeña Mariana solía además llevar sus libros para colorear y su surtidísima lapicera, bueno, al menos así eran esas visitas mientras Mariana era aún una niña. Una vez que creció perdió el interés por acompañar a su padre a donde fuera y ya siendo una adolescente no toleraba siquiera estar cerca de él.
El último volumen del diario de Jacobo Aguilar era el Tomo XVI, comenzaba a finales del mes de julio de 1971 y llegaba hasta el mes de febrero de 1972, en él se relataba a veces con detalle, a veces de manera superficial el día a día personal, reuniones, temas tratados, compras y ventas de sus libros, citas, pendientes y hasta las visitas al médico eran citadas en ese texto.
Este volumen estaba bajo el celoso resguardo de Doña Julia viuda de Aguilar, quien recorría con doloroso detalle los últimos meses de la vida de su compañero, de su amigo, tratando de entender qué había sucedido.
El empastado tenía ya las marcas de la lectura obsesiva; frenética. La tía Julia se hacía acompañar por las tardes y las noches de insomnio de ese diario, al que deshojaba incesante, buscando respuestas, en anhelo de consuelo, fortificando su postura, convencida de su pienso. Jacobo no había muerto en un accidente, había algo más, ¡no se trataba de algo fortuito!
Jacobo ya no estaba, no físicamente, pero dejó una seria de pistas -al menos eso pensaba su viuda- una ruta señalada con migajas de pan que debían de ser seguidas, que conducían a algún lugar; que podrían revelar mucho. La orilla del hilo que ató Teseo a la puerta del laberinto para encontrar de nueva cuenta la salida.
Únicamente hacía falta encontrar la primera pista; la primera señal.
Julia estaba segura de que el diario era un distractor, ni siquiera un referente, el mensaje debería estar oculto en la vieja librería, propiedad de Jacobo.
La Tía Julia no tomaba como literal mucho del diario, sabía de Jacobo y sus metáforas; se divertía con ello. Podía referirse a una visita al mercado de la calle cuarta vieja como un viaje a tierra santa, los trabajos de contabilidad de sus amigos estaban citados como el zoológico y los changos; así era Jacobo Aguilar, todo un enigma; un divertido enigma.
Capítulo 6
Fantasmas
El trabajo de Velarde ya es más que nada rutinario, monótono. Hace muchos años que dejó de ser tedioso; cuando le importaba invertir el tiempo en algo más pudo haberlo sido, pero ya no.
Hacía pasado ya algún tiempo en que decidió abandonar las calles para refugiarse en el área de archivos, las rodillas ya no le daban el mejor de los servicios; el sótano del edificio que albergaba las oficinas de la policía judicial federal se había convertido en su refugio, en su santuario. Cientos de cajas apiladas y enmohecidas le brindaban su mejor compañía.
Aunque Velare ya no patrullaba conservaba su arma de cargo, la lleva siempre consigo, abastecida. Dista mucho de ser nueva, pero le conservaba en buen estado. Haberla recibido de manos del propio Gustavo Díaz Ordaz le concedía, por decir lo menos, permiso de portación vitalicio.
A Velarde le inquieta permanecer relegado, si bien podría admitir que al principio le resultaba cómodo tener una participación poco activa dentro del cuerpo policiaco, últimamente se desespera por sentirse oxidado, son escasas las ocasiones en que es considerado para participar en un operativo, ya no se diga en un allanamiento, no cuenta con la confianza expresa de sus jefes; conserva su puesto por sus contactos en el Distrito Federal (que cada vez son menos) y por ser el único elemento que cubre vacaciones, ausencias y tiempo extra sin chistar.
Tanto tiempo en este autoexilio en el área de archivo le ha trastornado sin darse cuenta, los ruidos que logran filtrarse desde el exterior poco a poco se han ido transformando en una incómoda voz interior que lo molesta, que se burla de su vejez prematura, de su falta de méritos, de su soledad; le atormenta.
Los murmullos, el barullo de oficina, las miradas que no van acompañadas de sonido alguno; todo le resulta sospechoso.
Lo que alguna vez fuera el refugio perfecto ahora le causa ansiedad, le enturbia las ideas, lo altera al grado de sostener fuertes enfrentamientos verbales con sus colegas, todos injustificados. Está irritable; irascible.
La gota que derramó el vaso: un tallón en el fender de su coche.
Roberto entra a la comandancia gritando, lleno de rabia, que habrá de encontrar al autor de semejante canallada y le hará pagar por ello.
El exabrupto de Velarde va subiendo de tono hasta pasar de los gritos a una patada al surtidor de agua, el garrafón de vidrio cae y se hace añicos contra el piso.
El revuelo ha llegado hasta los oídos del comandante quien abandona su oficina para ver qué es lo que sucede y al confrontar la escena llama al orden a gritos, pide que limpien el lugar y le ordena a Velarde que le acompañe.
- Velarde…Velarde… ¡Capitán Velarde!
+ ¡Sí Señor! (Velarde sale de su trance y se cuadra)
- ¡Acompáñeme! (grita la orden)
Lleno de vergüenza e intentando recapitular sobre lo acontecido Velarde contempla el rostro de sus compañeros quienes no dan crédito de lo sucedido: el policía con más experiencia y de carácter retraído explotó como una caldera, se expresó de una manera que nadie le conocía, lleno de cólera. Ahora lo invade un sentimiento de vergüenza casi infantil, podría decirse incluso que tiene ganas de llorar, como un niño después de la más terrible de las rabietas.
Dentro de sí escucha una voz que celebra lo sucedido –Sí, ¡estuvo bien! ¡Que sepan que contigo no se juega!... ¡ya estuvo bueno! ¡Eres el Capitán Roberto Velarde! Hasta el comandante se cuadró, ¿Lo viste?... ¡Estúpidos!-
Velarde no se extrañó por la aparición de esa nueva voz interior…no pudo evitar sonreír sardónicamente mientras se dirigía a la oficina del comandante, a recibir su llamado de atención.
Capítulo 7
Segundo Sueño
Al llegar a su casa Jorge cayó rendido, el desgaste físico se sumó al cansancio mental -ya eran muchas vueltas de lo mismo-
Se durmió.
Era tan pesado su sueño que ni los zapatos alcanzó a quitarse, se quedó en la misma posición durante mucho tiempo, pero a la hora del sereno su cuerpo comenzó a estremecerse, al interior de su sueño apareció él mismo sentado ante una mesa donde estaba servido un gran banquete, sonrió al levantar una copa de vino, al descansarla sobre los labios dio un gran trago cerrando los ojos, pero al abrirlos encontró sentada frente a él a la rubia: “Te dije que volvería!”
El sueño comenzó a inquietar su cuerpo que de pronto luchaba contra la colcha y las almohadas para darse espacio, pero sin lograr despertar. Al interior de su mente la escena transcurría, pero ya en otra lid, la inquietud se detuvo y ahora ante esa mesa enorme únicamente estaban frente a él una botella de vino y dos copas, la misteriosa mujer rubia ya no estaba frente a él, sino a un lado, en una actitud cordial, aunque nunca pasiva.
Pareciera que había cierta y cómoda familiaridad entre ambos, Jorge bebía de su copa de vino y miraba ya más tranquilo el rostro de la mujer que tenía por compañera, en la realidad era una práctica habitual, estar al lado de una chica en la sobre mesa, salir de juerga y tomar un trago… había cierta similitud, aunque esto era un sueño y la postura receptiva de Jorge era más bien algo reverencial, de mayor respeto, a final de cuentas se trataba de una mujer adulta, más grande que él pero tampoco vieja. De hecho, su rostro era exactamente el mismo que creía recordar de niño… una blusa de color blanco con escarola servía de lienzo a un antiguo relicario que pendía de su cuello, se cubría con un saco tipo chaquet de color rojo púrpura oscura, muy parecido al reflejo que despedía el vino al reposar la copa sobre la mesa; un abultada pero bien peinada cabellera despedía un inmenso brillo, era un resplandor hipnótico. Jorge nunca había visto a una mujer tan descaradamente rubia y en esta ocasión, ya fuese por su edad, y fuese por la reincidencia del asunto descubrió en esta mujer una sensualidad que anteriormente no había advertido.
Al parecer la mujer se dio cuenta de cómo era ahora vista por Jorge y no se incomodó en lo absoluto, muy por el contrario, se sintió halagada, sirvió ambas copas de una botella que parecía no tener fin e hizo cimbrar las paredes de ese comedor onírico con una potente voz que iba cargada de marcialidad, presencia y sugerida calma:
- “buenas noches, Jorge, ¿cómo has estado?”-
-buenas noches… bien, gracias. –respondió Jorge puntual, seco.
- “no te incomodes Jorge, bebe un poco más y platícame: ¿Qué es de tu vida? ¿Te sientes bien aquí, en la capital? ¿Qué te ha parecido el vino? Esta variedad de uva es mi favorita…”
-sí, todo bien. Ya son muchos años aquí en Chihuahua y no tengo planes de regresar a Ciudad Juárez- ¿por qué has venido?”
- “ah! Interesante pregunta, ¿no te andas en las ramas eh? Pues bien, permíteme ser brutalmente honesta contigo… Jorge, necesito de ti realmente poco, a lo mucho un favor… nada que encuentres ajeno o imposible, pero definitivamente demanda de entereza. Yo, por decirlo de alguna manera, soy coleccionista… hasta en eso nos parecemos Jorge” –dijo la dama con una mueca risueña- “¡mira, no lo había advertido así! Me permití pasear un poco por tu casa y ¡qué interesante selección de libros posees! Esos instrumentos musicales viejos también son la locura, mi favorito sin duda es el pequeño acordeón que tienes sobre la mesita de café, esa que tiene algo muy parecido a un mandala pintado a mano”.
El sueño se tornó nebuloso, algo denso, un velo de humo con aroma a violetas cobró presencia en todo ese salón donde se encontraban y de una bocanada inversa, algo que podría describirse como cámara rápida, el humo desapareció por completo dejando tras de sí únicamente el aroma y revelando que ya no estaban más en un lugar desconocido, frente a una gran mesa, ¡no! en esta ocasión aparecieron en la sala de la casa de Jorge, ese lugar que rara vez utilizaba, sus sillones eran cómodos y la iluminación ideal para una buena lectura, pero él siempre prefirió leer y escribir en la mesa del comedor; era un hábito que conservó desde niño, quizás porque la casa de su madre era pequeña.
En ese momento su sueño ya era cómodo y el escenario familiar, a final de cuentas se trataba de la sala de su casa, tal cual estaba amueblada y ordenada, inclusive con algo de polvo sobre los muebles, seña de que la señora del aseo no había venido desde hacía al menos un par de semanas, habría que investigar -¿Qué fue lo que pasó?- Y hasta le causó gracia darse cuenta de que era el mismo tiempo que él mismo tenía sin visitar esa parte de su casa, no le era necesario, prefería ir del recibidor al pequeño patio interior de la casa y entrar directo al comedor que cruzar por la sala.
Se quedó pensando en cuando advirtió que la mujer, la mujer intensamente rubia seguía a su lado, sosteniendo una copa con la mano izquierda y recargada plácidamente en el sillón, sobre la mesa de centro la botella de vino que no se vaciaba y la copa de Jorge a la mitad. La sujetó para darle un trago más al tiempo que la dama continuaba con su charla:
-te decía, mi favorito es ese acordeón viejito, me recuerda a esos músicos que tocaban tangos en la plazuela muy cerca de tu casa… bueno, ¡eras apenas un niño!
- “¡es también mi favorito! Me gusta que sea la primera pieza que se ve al entrar a esa habitación, creo que el cuarto de tele es el lugar ideal para él. Soy igualmente afecto a los tangos, encuentro en esa queja y lamento un desahogo con el que me identifico, son tónicos, con carácter; ¡a veces hasta violentos! Aunque el tamaño de ese acordeón es más bien dulce, no tan grave. Quizás se utilizó para interpretar tarantelas, por eso me gustó tanto, creo que me recuerda mis raíces italianas”.
- “Jorge, qué gusto escucharte tan resuelto, tan confiado. Mis visitas no suelen ser tan prolongadas –ni tan bien recibidas, debo agregar- de verdad que ¡eso sí que no lo advertí! ¡Qué dicha! No recuerdo haber pasado de la segunda copa y ahora siento que podría acabarme esta botella, caramba, Jorge, ¡eres todo un seductor!”
- “no, yo no… jajaja, es qué… aunque desconozco su origen y poco o nada logro advertir sobre su interés en mi persona, reconozco que su compañía me resulta muy grata. Es extraño, porqué sé que no será la última vez que me visite y eso, aunque poco ordinario, ¡me da gusto!”
La dama soltó una larga y prolongada carcajada, dejó su copa sobre la mesa y recorrió hacia atrás su cabellera con ambas manos.
- “¡calla Jorge! ¡Qué bárbaro! ¡No sabes ni quién soy más no por ello te detienes! ¡Eres encantador! ¡De verdad que de ninguna manera se me hubiera ocurrido pensar que eras tan divertido! Mira que, visto por fuera, te soy sincera: ¡eres bastante ordinario! Vas a tu oficina todos los días, con una taza de café por desayuno y un cigarrillo en la mano, vestido de traje, tus zapatos lustrados; ¿no sé por qué no utilizas un portafolios?; sales de trabajar y te vas a la cantina, te embruteces en los bares, seduces a diestra y siniestra, no te comprometes…”
- “¡Diestra era interesante, pero Siniestra resultó ser toda una experiencia!” –se atrevió a interrumpir Jorge haciendo uno de sus acostumbrados chistes para restarle solemnidad al evento.
La mujer estalló de nueva cuenta en sonoras carcajadas, el brillo de sus ojos opacó el de su cabellera, de ellos se rodaron sendas lágrimas de júbilo, mismas que no tuvo reparo en secar con sus manos, no había maquillaje que estropear, ni toallitas de papel en la mesita.
Tras recuperar el aliento se detuvo, él esperaba con gusto y relajado lo que la mujer le diría a continuación, era ya una situación casi familiar.
- “Jorge, Jorge… hacía ya mucho tiempo que no se me salían las lágrimas, mucho en verdad. Aunque en esta ocasión no fue de dolor sino de alegría, aquella vez fue por un hombre, triste y lamentable historia que algún día te contaré si me lo permites. Tengo tantas, pero tantas ganas de platicar contigo que no quisiera irme, pero ya es hora. No te he dicho nada sobre mí y me recibes en tu casa como si perteneciera a ella; el vino fue idea tuya, ¿sabes? Debo irme, no quisiera, pero debo.
Muy pronto sabrás de mí, mientras ello ocurre, Jorge, ya es hora de despertar”.
Jorge despierta.
Capítulo 8
Asalto Frustrado
Únicamente el Capitán Roberto Velarde sabe cuándo fue la última vez que disparó su arma en contra de otra persona; esto sucedió la fría mañana del 15 de enero de 1972, durante un triple asalto bancario que fue misteriosamente frustrado.
El asunto se había detallado de la siguiente forma: se trataba de un grupo de jóvenes radicales-anarquistas, que desde hacía varios meses había sido metódicamente infiltrado y de quienes se sabía todo, incluido lo que harían ese día. En esa ocasión Velarde no tenía asignada ninguna responsabilidad en particular, estaba trabajando de lleno con un caso de lo que parecía ser la actuación de un asesino en serie en Ciudad Juárez –en los límites de la importante avenida 15 de septiembre-, pero para esta fecha en particular se encontraba franco en la ciudad de Chihuahua y el entonces gobernador Óscar Flores Sánchez se lo pidió en persona; “de compas” -“Tú nomás ve y deja que los militares hagan su jale, esto viene desde arriba… pero no me quiero quedar fuera de la jugada, además el cabrón de Fernando me quiere convertir la ciudad en un pinche Egipto cualquiera, ¡está bien que le soltaron la rienda, pero que no abuse!”.
Esa mañana en cuestión tres militares vestidos de civil pasaron por Velarde muy temprano en un VW sedán color blanco -según lo acordado- a uno de los muchos estanquillos que se ubican en el histórico parque Lerdo, por el lado de la Avenida Ocampo; Velarde vestía colores sólidos pero pardos, conforme lo indicaba el manual, no llevaba cartera, únicamente su placa, sujetada a la parte interior del saco, sus gafas Persol 649 y su revólver Nagant m1895, una rareza soviética de siete tiros calibre 7,62 x 38 mm que le era inseparable.
Esta arma llevaba grabadas en su cañón dos leyendas: por un lado “Cap. R. Velarde”, del otro lado “Obsequio Cmdt. Supremo G.D.O. 1969” trofeo recibido de las propias manos del entonces presidente de la república Gustavo Díaz Ordaz por su “destacada colaboración” durante su sexenio.
Velarde junto con tres militares vestidos de civil estaban haciendo guardia a las afueras de la sucursal Chuviscar del Banco Comercial Mexicano, pero la impaciencia le ganó y decidió entrar, se formó en la fila como un cliente cualquiera, aunque de entre todos los ahí presentes era el único vestido de civil que portaba un arma corta; al menos hasta ese momento. Adentro del banco ubicó al guardia, un tipo muy joven y al resto de los clientes -demasiados para su gusto- “ojalá no hubiera nadie”, pensó.
Había avanzado apenas un par de pasos mientras estaba formado en la fila cuando a la puerta llegaron tres personas gritando “esto es un asalto”, a partir de ese momento las cosas sucedieron muy rápido: una joven mujer que estaba adelante de Velarde entró en pánico e intentó salir corriendo; se escuchó entonces el primer disparo, una bala la alcanzó y cayó sin vida; uno de los asaltantes abrió fuego contra el guardia, quien virtualmente voló detrás de una mampara intentando salvar su vida, aunque minutos después moriría desangrado; desde afuera se escuchaban disparos, fue entonces cuando cayó al suelo uno de los clientes herido, al mismo tiempo Velarde, que instintivamente había salido de la línea de fuego, se dejó caer hacia atrás impulsándose contra el muro que tenía a sus espaldas y se recargó en él sin perder de vista lo que sucedía.
De entre la confusión ubicó a uno de los asaltantes cubierto con un pasamontaña rojiblanco, que disparaba hacía afuera sin ton ni son, se trataba ya de un enfrentamiento. Los militares no esperaron a que los malhechores salieran del inmueble, ¿primer error?; abrieron fuego desde afuera hacía adentro de la sucursal… ¿segundo error? Si los disparos continuaban habría quizás más muertos, ya que algunos de los clientes y empleados se quedaron inmóviles; la sorpresa los dejó al descubierto.
Con cuidado y sin hacer gran aspaviento Velarde realizó un movimiento que tenía harto practicado: sacó su arma de la fornitura que llevaba fajada por dentro de la cintura del pantalón; de su costado derecho apareció su Nagant, lo amartilló con el pulgar derecho, el cilindro giró y se posó directamente sobre el cañón sellando cualquier salida de gas -peculiar característica de este modelo-, lo sujetó con ambas manos, apuntó con precisión y realizó únicamente un disparo a uno de los tres que habían entrado al banco, -al que le quedaba más franco al tiro-.
Tras el disparo cayó un cuerpo al piso, el tiro iba dirigido justo a la frente, lugar por donde entró la bala causando un daño mortal.