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Lazos
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Lazos

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Admirable.

Ahora, sin embargo, desde que había conocido a Gemma le parecía que ella sola bastaba para cubrir el vacío de decenas de chicas: no tenía nada en común con aquellas que había conocido antes, no era un tía fácil, no le gustaban los sitios oscuros, tenía una montaña de cabello rubios rizados, revueltos de manera salvaje. Se sentaban a menudo en los bancos del parque, al frío sol de diciembre, y Guglielmo siempre se perdía en los reflejos dorados de aquella melena, como hipnotizado por el destello de una joya.

Era por la mañana temprano del último martes del año y Guglielmo se encontraba en la biblioteca. Se había levantado con la convicción de que ese sería el día en el que encontraría algo interesante. Había sacado de la última estantería llena de volúmenes aparentemente antiguos, un pequeño libro de páginas muy finas y amarillentas, distinto de todos los demás: Guglielmo abrió el libro y se sumergió entre aquellas letras, y leyó:

La imagen del Año Mil, que perdura todavía hoy, es la de un pueblo aterrorizado por la inminencia del fin del mundo […] en la consciencia colectiva los esquemas milenaristas no han perdido del todo en nuestros días su facultad de seducción […] el Medioevo, época oscura, esclava, madre de todas las supersticiones góticas […] la primera descripción de los terrores del Año Mil aparece cuando triunfa el nuevo humanismo y responde al desprecio que profesaba la joven cultura de Occidente por los siglos oscuros y burdos de los cuales salía, de los que renegaba para observar, más allá del abismo de barbarie, hacia la antigüedad, su modelo […] en el medio de las tinieblas, el Año Mil, antítesis del Renacimiento, ofrecía el espectáculo de la muerte y de la prosternación insensata.

¡Lo había encontrado!

Había encontrado un cabo de aquella madeja tan intrincada, una pequeña esperanza que, quizás, prometía llevarlo lejos, muy lejos. Apoyó la palma de ambas manos sobre las páginas abiertas de aquel libro y soltó un gran suspiro, estiró la espina dorsal sobre el respaldo de la rígida silla y echó la cabeza hacia atrás. Si ese día no hubiese encontrado una pista, incluso muy pequeña, habría pedido una entrevista con el profesor de Historia Medieval declarando su imposibilidad de seguir adelante con la elaboración de su tesina.

Volvió a su lectura, confirmando sus sospechas sobre la escasez de noticias de aquel período. En los días de terror, si es que había habido algún temor, a que llegase el fin del mundo, todos estaban demasiado ocupados en vender sus almas y otros bienes como para ocuparse de describir el estado de ánimo de la gente. Cuando, luego, el miedo pasó, quizás, a muchos les debió parecer fuera de lugar ponerse a contar cosas de un peligro que la posteridad habría entendido como imaginario. Para agravar la situación, Guglielmo sabía bien que ninguno de los literatos de esa época se habría interrogado sobre las condiciones de la vida mental del pueblo: se tomaban en consideración y se ponían de relieve sólo las cosas excepcionales, lo inusual, sólo aquello que interrumpía el curso ordenado de los hechos.

El mundo salvaje, la naturaleza casi virgen, los hombres todavía poco numerosos, provistos sólo de instrumentos rudimentarios, que luchaban con las manos desnudas contra fuerzas vegetales y poderes de la tierra, incapaces de dominarlas, arrancándoles con esfuerzo un escaso sustento, arruinados por la intemperie, flagelados periódicamente por la carestía y las enfermedades, constantemente aquejados por el hambre […] una sociedad muy jerarquizada, masas de esclavos, un pueblo campesino en la más absoluta miseria, completamente sometido al dominio de las pocas familias que se despliegan en ramas más o menos ilustres, pero que la fuerza de los vínculos de parentesco reúne en torno a un único tronco.

Hubiera querido encontrar noticias, historias, sobre esos pueblos tan angustiados por la vida ordinaria y por el miedo por el inminente fin del mundo que parecía planear sobre ellos como una sombra.

Sus oídos no habían escuchado ningún ruido pero una sombra, que había oscurecido casi completamente las páginas de aquel libro que absorbía toda su atención, lo sobresaltó mientras pensaba. Un poco molesto Guglielmo levantó la mirada prácticamente seguro de encontrarse de frente con el conserje, curioso por conocer si había encontrado algo para su investigación.

Su expresión disgustada se transformó en sorpresa cuando, en cambio, vio a Gemma, con los brazos cruzados sobre el pecho y con una media sonrisa sobre aquel rostro que, ya de por sí, era una primavera.

Quedaron mirándose durante unos segundos, inmóviles cada uno en su posición, casi como si estuviesen en el palco de un teatro.

Gemma vestía un twinset[1 - Nota del traductor: Conjunto compuesto por un jersey fino y una rebeca del mismo color; popularizado por Jane Fontaine en la película Rebeca.] verde salvia: parecía que la misma mañana hubiese arrancado dos pequeñas bolitas de aquella lana para colorear los iris de sus ojos con los que de manera insistente miraba a Guglielmo, estudiándolo en cada detalle, en cada gesto, escarbando incansablemente debajo de su aspecto exterior a la caza de algún pensamiento que hubiese escapado a su control.

Era una chica inteligente.

Se colocó en una silla cercana a la ocupada por Guglielmo, apoyando su mano sobre la de él, todavía acomodada sobre las finísimas páginas del libro, que parecía que lo había salvado del precipicio de la desesperación de no poder encontrar nada que saciase sus ansias de saber, de conocer los sentimientos, las conmociones y las frustraciones que habían angustiado la existencia de los hombres que habían vivido en el Año Mil.

«¡Creía que habías desaparecido en las fauces de algún dragón escupe fuego!» una risa cristalina salió de los labios de la muchacha. «He pasado por tu casa y tu madre me ha dicho que esta mañana ni te han sentido salir y yo he pensado que seguramente en tus sueños habías tenido una idea genial para tu tesina. ¿Y qué lugar mejor para Guglielmo si no una biblioteca para sacar partido a todas tus energías matutinas?»

Gemma se había acercado a Guglielmo peligrosamente, era consciente de ello, al que había comenzado a conocer desde hacía algún tiempo. Estando tan cerca arriesgaba mucho… Pero quizás era aquello lo que deseaba, un enfrentamiento amoroso a primera hora de la mañana, entre las estanterías de la biblioteca…

Estaba cambiando.

Gemma se daba cuenta de la metamorfosis que lentamente la estaba llevando desde su forma de crisálida hasta liberar en el aire las espléndidas alas de mariposa.

Comenzaba a tener pensamientos extraños, deseos que jamás había advertido antes de ahora.

Y todo sucedía a causa de Guglielmo.

La vio asomarse desde la posición que ocupaba, hacia él, con un movimiento fluido, sensual. Durante unos segundos se miraron a los ojos, distantes sólo unos pocos centímetros, tanto que podían advertir el hálito cálido de sus respiraciones sobre la piel del rostro, luego las pestañas de Gemma ocultaron la luz de sus ojos, su rostro se inclinó de manera imperceptible, su nariz rozó la de Guglielmo, y un instante después sus labios se unieron.

Siempre ocurría de la misma manera.

La magia envolvía esos momentos con una niebla finísima e impenetrable, un impulso incontrolable envolvía como humeante espiral la mente de Guglielmo, confundiéndole con susurros jamás escuchados, conduciéndolo a lugares que sólo su fantasía podía contener.

«¿Has encontrado algo sobre estos milenaristas atemorizados por el fin del mundo?»

«Sí, Gemma, he encontrado algo, aunque muy vaga e infinitamente pequeña con respecto a lo que esperaba hallar, pero es un principio, de todas formas. El misterio que envuelve estos hechos es innatural, no me convence. Quizás hay algo más de lo que fue escrito, hace decenas, cientos de años, algo que nadie debía conocer jamás. Quién sabe si yo podré alcanzar esa meta…»

La mirada de Guglielmo estaba perdida en la nada, como si desde un agujero en la atmósfera pudiese conseguir ver las cosas que a ningún mortal le estaba permitido ver.

«Tu madre me ha dicho que ayer por la noche has tenido un enfrentamiento con tu padre, estaba un poco molesta, y no puedo no darle la razón… ¿no podrías por lo menos intentar…?»

«Venga. Gemma, sabes perfectamente cómo están las cosas. No depende de mí. Ayer por la noche estaba en el salón consultando algunos libros que había cogido en la biblioteca, y él ha comenzado a decir que no debería perder tanto tiempo con los libros, la vida es otra cosa… como si él lo supiese realmente… Gemma, no quiero que él me modele a imagen y semejanza de sus antepasados, soldados profesionales, eslabón de una tradición inviolable. Quiero a mi familia, pero no quiero sentir su presencia como una soga alrededor del cuello, no quiero a cada pequeño movimiento sentirme ahogado, no quiero que ellos decidan por mí. Claro que mis padres me han traído al mundo, me han educado, son ellos los que han conseguido convertirme en lo que soy, pero no quiero que me pasen por encima en las decisiones que atañen a mi futuro. ¿Consigues entenderme?»

Gemma lo miraba con una sonrisa dulce y comprensiva. No le gustaba que él sufriese de esa manera, pero sentía que no podía ayudarle porque sabía que los asuntos de familia eran eso, asuntos de familia.

Después de haber formulado mentalmente aquel pensamiento, sin decir una palabra, la muchacha volvió a la realidad mirando su reloj de pulsera. Eran las diez y tres cuartos y su lección de Historia de las Civilizaciones comenzaría en un cuarto de hora. Así que se levantó de la silla y colocó en sus hombros las asas de una mochila negra, de la que no se separaba jamás:

«Guli, me debo despedir, ¡porras!, si no me doy prisa llegó tarde a clase. Nos vemos esta noche.»

Un beso rápido sobre la frente de Guglielmo, luego desapareció entre las estanterías de libros, casi engullida por todo aquel papel.

Cuatro

Guglielmo continuaba con la lectura de aquel librito del que, después de una búsqueda minuciosa, también había conseguido recuperar la cubierta que le había descubierto el nombre del autor. Aquellas páginas que habían comenzado a dar gran parte de las respuestas que buscaba eran de un tal Duby y se llamaban El Año Mil.

Había cogido aquel pequeño volumen de la biblioteca, bajo la curiosa mirada del conserje, para llevárselo a casa y leer en paz lo que le quedaba por analizar.

Eran las tantas de la noche y él, tendido en la cama, con el libro apoyado sobre el pecho, ávido, recorría las palabras en las páginas buscando algo que todavía desconocía.

[…] de la era feudal, queda una sola crónica que habla del Año Mil como un año trágico: la de Sigerberto de Germbloux. Se vivieron en esos días muchos prodigios, un espantoso terremoto, un cometa con su cola resplandeciente; la luz vívida e intensa inundó hasta el interior de las casas y en el cielo, que pareció cortarse, dibujó la imagen de una serpiente. […] Muchos al verlo creyeron que era el anuncio del último día.

[…] en los Annali di Saint”Benoit”sur”Loire una noticia tan importante sobre el año 1003, que se destacó por inundaciones insólitas, un milagro, el nacimiento de un monstruo que los padres ahogaron; pero el sitio del año 1000 de la encarnación quedó vacío.

Más adelante encontró una referencia, pocas líneas, que atrajeron su atención de manera particular. Abbone, abad de Saint- Benoit-su-Loire dejó por escrito un recuerdo de su juventud:

[…] a propósito del fin del mundo, escuché predicar al pueblo en una iglesia de París que el Anticristo vendría al final del Año Mil y que el juicio universal vendría a continuación.

Leía esas palabras mientras su mente divagaba, llegando hasta el almacén de la memoria donde encontró el recuerdo de un hecho de algunos años antes.

En el año mil novecientos noventa y siete un cometa, llamado Hale”Bopp, había llegado a ser visible en todas partes con el equinoccio de primavera. Un extraño evento se produjo debido a su permanencia en el cielo: una treintena de adeptos de una secta religiosa de la California meridional, expertos en cibernética, pusieron en marcha un suicidio colectivo, con la convicción de que con la muerte podrían alcanzar una astronave alienígena que viajaba en la cola del cometa para llegar a un estadio más allá de lo humano. En un video clip que habían realizado durante el suicidio afirmaban que se sentían unos elegidos, unos afortunados, admitidos para gozar de la liberación de las miserias humanas.

En el mismo año una serie de calamidades había flagelado, aquí y allá, a las pobres ánimas del globo terrestre sin una lógica: terremotos, fuertes vientos, lluvias torrenciales, trombas de agua. Parecía que la historia se repetía.

En otro escrito, del que había fotocopiado sólo algunas páginas, Jules Michelet contaba el mismo fin del mundo por parte de los oprimidos como una liberación de las penas que los atormentaban.

El prisionero esperaba en el negro torreón, en la celda sepulcral; el siervo esperaba en su surco, a la sombra de la odiosa torre; el monje esperaba, entre la abstinencia del convento, entre la agitación solitaria del corazón, en medio a las tentaciones y las caídas, a los remordimientos y a extrañas visiones, miserable broma del diablo que retozaba cruelmente a su alrededor, y que por la noche sacándole la manta, le decía alegremente al oído ¡Tú estás condenado! Todos deseaban salir de su penosa condición sin importar el precio. Y por otra parte debía tener una cierta fascinación, ese momento en que la aguda y lacerante tromba habría golpeado el oído de los tiranos. Entonces desde el torreón, desde el convento, desde el surco explotaría una terrible risotada en medio de los lloros.

Para desmitificar el suicidio colectivo los estudiosos de los años noventa se habían esforzado en convencer a las masas que aquel punto detrás de la cola del cometa era sólo una estrella y que a los componentes de la secta les había lavado el cerebro su líder, pero los periódicos seguían con los titulares encendidos y alusivos.

¿Sería verdad que el fin del mundo estaba tan cerca?

¿Sería verdad que los terrores de un nuevo medioevo invadirían en pocos años a toda la humanidad?

La mente de Guglielmo corría veloz, comparaba teorías, enfrentaba hechos, asociaba acontecimientos. En realidad, pensaba, en los umbrales del Dos mil sería mucho más fácil difundir el pánico y que se convirtiese en psicosis.

Por otra parte, en el novecientos noventa y nueve después de Cristo ¿no habría bastado una voz inspirada, una plaza o un púlpito de una oscura iglesia y una multitud alrededor para difundir la creencia universal de que el mundo estaba a punto de acabarse?

Cinco

San Silvestre, 1999

Las luces aquella noche parecían aclarar un cielo sin fondo por el tupido color plomo y el aire, cargado de una niebla insistente, parecía traslúcido.

Eran las últimas horas de un milenio agonizante, resquicios de luz en la oscuridad de un sueño ya irreversible. Guglielmo estaba en su habitación: ya se había puesto su traje de Conde Drácula, señor de la noche, con el frac y la capa negra, la camisa blanca como la piel del rostro, cubierto de maquillaje, sobre el que resaltaban dos vistosas ojeras. De los labios salían un par de dientes caninos agudos y brillantes.

El muchacho estaba de pie delante de un gran cuadro al óleo que, probablemente, estaba colgado en aquella pared, sobre la chimenea que descollaba en su habitación, desde hacía un siglo o más. Una figura masculina con las piernas delgadas, enfundadas por botas altas de jinete, una austera fusta de cuero, los alamares brillantes en las charreteras, posaba con una pizca de vanidad mirando fijamente sobre cualquiera que transitase cerca de él. Aquel era uno de los ilustres antepasados de la familia de su padre y, naturalmente, no podía ser otra cosa que un oficial de caballería. Como había sucedido miles de veces observando aquel cuadro, a Guglielmo le parecía que desde tiempos inmemoriales los componentes de su familia no supiesen hacer otra cosa que vestir un uniforme y comandar a legiones de soldados.

Se alejó unos pasos encontrándose, con sorpresa, su imagen en un espejo cercano.

Por esa noche sería el señor de las tinieblas, que vivía de los momentos de otros, que chupaba la vida del cuello de sus incautas víctimas. Aquella farsa le divertía: abriría su enorme capa negra y gritaría adiós al siglo que dentro de pocas horas se iría, para siempre.

Gemma lo estaba esperando en su casa.

Su padre estaba al final de las escaleras, en el gran vestíbulo de la casa, con la bata de raso brillante apretada alrededor del cuerpo seco, con un periódico entre las manos.

«Entonces, Guglielmo, ¿has decidido no venir al círculo de oficiales para conmemorar conmigo y tu madre el cambio al Dos mil? Lo sabes, verdad, que sería algo muy importante… por otra parte tu cumples también veinte años… y la familia es una institución sagrada a la que hay que respetar…»

Filiberto no miraba a los ojos a su hijo, evitaba su mirada, y por eso Guglielmo estaba nervioso hasta lo inverosímil. ¿Por qué su padre no intentaba comprenderle aunque fuese sólo una vez? ¿Por qué para él sólo existían el círculo de oficiales, los reclutas y aquellos malditos galones?

«Papá sabes que significa mucho para mí festejar con mis amigos esta ocasión, y además ¿qué haría en el círculo de oficiales de tu cuartel vestido de Conde Drácula?» dijo el muchacho extendiendo con una pirueta su capa negra para intentar desdramatizar un poco la situación.

«Realmente estarías ridículo, pero a vosotros los jóvenes os gustan estas payasadas, y luego cuando tenéis entre la manos un fusil os tiemblan las piernas… Sé yo lo que os haría falta…»

«Querido, tranquilo, no arruinemos esta bella velada de fiesta, deseémosle un buen cumpleaños por sus veinte años a nuestro Guglielmo que poco a poco se está convirtiendo en un hombre…»

Angelica había entrado en la conversación con su voz encantadora en el momento justo, antes de que uno de sus dos hombres se enredase en una pelea a gritos. Comenzaba a ser difícil, incluso para ella, mantener a raya a aquellas dos cabezas calientes. Tenía en la mano un pequeño paquete azul marino con un lazo azul claro, todas las miradas de aquella habitación estaban dirigidas hacia ella.

«Esto es para ti, hijo mío, he esperado veinte años para dártelo, veinte largos años…»

Guglielmo cogió de las manos de su madre aquel paquete que parecía esconder qué sabe qué y le sacó el papel que lo envolvía: un colgante blanco y transparente de alabastro de forma redondeada… una fina cuerda negra, retorcida hasta convertirse en un cordón, sujetaba el adorno y envolvía un librito con la cubierta de cuero gastada… realmente un extraño regalo.

«No me he vuelto loca, no Guglielmo, tu madre no ha enloquecido. Es una historia larga, muy larga. Ven, sentémonos en tu sofá preferido.»

Con la mano izquierda agarrando la de su madre, y el extraño colgante sujeto al librito en la derecha, Guglielmo la seguía dócil, como cuando de niño esperaba que le contase su fábula preferida.

Filiberto, sospechando el tema de la larga historia que su mujer contaría a su hijo, dijo en tono brusco:

«Angelica, ¿has pensado bien en lo que estás a punto de hacer? No creo que sea apropiado… ¿No recuerdas lo que nos dijo aquella mujer?… Yo en tu lugar no lo haría.»

Madre e hijo ya se habían colocado en el sofá.

Al escuchar esas palabras, Angelica alzó los ojos azules hacia su marido, mirándolo fijamente con una mirada firme, profunda y al mismo tiempo dulce.

¿Tenían el derecho de esconder a Guglielmo su verdadera identidad?

¿Podían continuar haciéndolo eternamente?

Quizás aquella revelación rompería la tranquilidad de su hijo pero estaba convencida de que debía saberlo todo.

«Filiberto, Guglielmo es mayor, y ahora ya no hay un motivo que nos induzca a continuar escondiéndole algo que con el tiempo sabría de todas maneras.»

Guglielmo, mientras tanto, como objeto de la contienda, se sentía frustrado por aquellas verdades escondidas y hasta ese momento desconocidas para él: ¿de qué estaban hablando, qué es lo que le habían ocultado durante todos estos años?

Con un gesto instintivo se sacó los dos caninos postizos, como diciendo: Muy bien, ahora nos dejamos de bromas y hablamos seriamente.

Miraba a la madre sentada a su lado y al padre en pie.

Estos minutos de expectación parecían piedras lanzadas a cámara lenta que nunca acababan de caer al suelo, y la espera a que sucediese parecía interminable.

«Debes saber querido hijo que la noche de San Silvestre de hace veinte años, yo y tu padre estábamos en casa, sin celebrar de ninguna forma la llegada del nuevo año, estaba recuperándome de uno de los innumerables abortos que mi físico ha debido soportar. Efectivamente, había tenido la sensación de que aquella pudiese ser una noche distinta a las otras, la luna destacaba en el cielo alta y muda. En un momento dado escuchamos llamar a la puerta: encontramos a una mujer embarazada con un paquete entre los brazos. Eras tú. La mujer dijo que tu madre natural te había abandonado, quizás porque estaba muerta o porque no podía cuidarte y darte una vida digna. Con el ceño fruncido nos recomendó que no contásemos a nadie la historia de aquella noche y hasta ahora no habíamos dicho nada a nadie. Tú te preguntarás, ¿qué tienen que ver conmigo el colgante y el libro? Es un pequeño secreto que he mantenido todo este tiempo, ni siquiera tu padre sabía nada. Cuando, después de haberte cogido de los brazos de la mujer que te había conducido hasta nuestra casa, subí a la habitación para vestirte con la ropa que había preparado para el pequeño que había perdido hacía unos días, en el camisón que te envolvía, quizás el de tu madre natural, encontré estos dos objetos y me hice la promesa de dártelos en tu veinte cumpleaños.»

Guglielmo recorría mentalmente los párrafos del discurso que sus oídos acababan de escuchar, manteniendo fija la mirada sobre aquel colgante de tono mate y transparente que ahora, después de haberlo apoyado en la palma de la mano, había asumido una tonalidad ligeramente rosada: en relieve cuatro espirales aladas convergían hacia el centro, hacia un agujero desde donde partía el cordón negro y brillante.

Aquella enseña se parecía vagamente a una cruz gamada[2 - Nota del traductor: La cruz gamada, antes de ser utilizada por los nazis, era un símbolo de la vida para los hindúes y otros pueblos primitivos. También entre los indios americanos se utilizaba este símbolo. Representaba el discurrir del mundo.].

Su madre no era su madre, su padre no era aquel general del ejército, la sangre que corría en sus venas era distinta de la suya, él no era carne de su carne.

¿Pero entonces quién era?

¿Cuáles eran sus orígenes?

¿Quiénes eran sus verdaderos padres?

¿Por qué su madre lo había abandonado la noche de su nacimiento, probablemente todavía sucio de la sangre que no era la de Angelica?

¿Cómo habían podido permitirse aquellos dos adultos construir su vida sobre todas aquellas mentiras?

Pero quizás había sido mejor así, la familia que lo había cuidado era una familia tranquila, su madre, su madre adoptiva, lo había amado como si realmente fuese hijo suyo.

Pero todo aquello era absurdo.

«No quiero que todo lo que te he acabado de decir te cause tristeza, querido Guglielmo. No ha sido la naturaleza la que nos ha unido sino el amor que ha nacido sin condiciones, sin vínculos de sangre que a veces pesan más que las cadenas de plomo. Se ha hecho tarde: ponte tu regalo y vete a buscar a Gemma, el libro lo coloco sobre tu mesilla de noche. Te deseo lo mejor, hijo mío.»

Después de decir estas palabras Angelica cogió de las manos del hijo el colgante y se lo puso en el cuello, a continuación depositó un beso en su mejilla acabada de afeitar y se levantó del sofá acercándose a Filiberto que, hasta ese momento, había permanecido como inmóvil y mudo observador de lo que había ocurrido en unos pocos minutos.

Quizás no había sido tan malo revelar sus orígenes a Guglielmo, ninguna maldición había ocurrido cuando Angelica había pronunciado esas palabras, pero en su memoria resonaba todavía la profecía de aquella mujer que había conducido a Guglielmo a sus vidas.

* * *

Guglielmo había parado el coche al lado de la verja que conducía a casa de Gemma. Había llamado al portero automático y su madre le había dicho que su hija ya estaba lista y que bajaría enseguida.

Respiró hondo. Guglielmo se dio cuenta de que se habían formado pequeñas nubes blancas, que luego observaba casi hipnotizado: todavía no había asimilado completamente la información que le habían dado sin ni siquiera haber sido empaquetada y con el lazo en su sitio.

Se inclinó hacia el espejo retrovisor de su coche para buscar su imagen reflejada, esperaba que por lo menos su rostro fuese real, esperaba que al menos su aspecto exterior pudiese ser el mismo después de aquella revelación. Vio en la pequeña superficie reflectante el rostro de un joven que amaba su vida y su familia, adoptiva, pero se sentía conmocionado, confundido por aquella gran noticia que había sabido poco antes.