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El Hombre Que Sedujo A La Gioconda
El Hombre Que Sedujo A La Gioconda
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El Hombre Que Sedujo A La Gioconda

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El pastelero, sublime creador de las deliciosas arquitecturas de azúcar que dominaban en las mesas de los banquetes de palacio, así como los dulces de almendras, se encargaba de embutir a las jóvenes que al final del día ordenaban la cocina. En ese momento, sin embargo, el joven embajador no tenía tiempo para ese tipo de espectáculo y, echando una mirada fugaz, se fue.

Más allá de las cocinas, en un estrecho pasillo, vislumbró una buena mitad del perfil corpulento de una mujer, tendida en el suelo, de espaldas, en la puerta abierta de una habitación, con la luz de la chimenea iluminando su rostro, como si alguien hubiera intentado llevar el cuerpo después de aterrizarlo. Era la anciana que Tristano estaba buscando.

La sirvienta tenía los ojos como platos y la boca medio abierta, no respiraba. En el suelo de la habitación notó una pequeña piedra de color azul profundo, probablemente parte de una gema de lapislázuli similar a las que estaban colocadas en el pomo del arma del perseguidor unos días antes.

Sin embargo, escuchó ruidos que venían del pasillo y decidió irse antes de que alguien notara su presencia, difícil de justificar, en aquel lugar inconveniente.

A la mañana siguiente, junto con su ayudante, dejó el castillo. A la sombra de una torre, Pietro reconoció entre los secuaces del Duque de Calabria, a uno de los hombres que había atentado contra su seguridad el día de su llegada e informó en silencio a su señor. Este último, sin embargo, dado el resultado diplomático alcanzado y la situación aún turbulenta, decidió no pronunciar palabra alguna, y entre los saludos, se puso en movimiento.


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