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Vida De Azafata
No era dueña de mi tiempo.
Recuerdo que, hasta que cumplí los dieciocho, mi hora de regreso, los pocos sábados que me permitían salir, era las diez y media de la noche.
Mis amigos quedaban a las nueve para decidir dónde ir a cenar, e inevitablemente, no estábamos todos sentados a la mesa hasta las diez.
Siempre llevaba prisa, me ponía nerviosa si el camarero tardaba en llegar, no lograba disfrutar de la compañía de los demás porque sabía que tenía que regresar a casa demasiado temprano.
Solo me concedían el tiempo de pedir, confiando en que un veloz servicio me permitiera, al menos, probar la pizza, si es que no había perdido el apetito porque empezaba a sentir los nervios en el estómago y cómo los jugos gástricos se mezclaban por la agitación.
En cualquier caso, me levantaba de la mesa con un perfecto retraso para llegar a casa a la hora acordada. Siempre era difícil convencer a alguien para que me acompañara e interrumpiera su cena, pero el horario de regreso era ineludible y categórico y yo no disponía de medio de transporte alguno.
Durante el trayecto a casa no se respetaba ninguna prohibición de velocidad, bajo mi inconsciente y suplicante petición. Con frecuencia, las luces rojas de los semáforos eran ignoradas con irresponsable temeridad.
El exceso de velocidad con el coche me daba pavor y sigue siendo así incluso a día de hoy. Veía esas luces nocturnas pasar como una bala, como en una pesadilla; los faros de los otros coches y las farolas pasaban demasiado rápido ante mis ojos.
Era el precio que tenía que pagar para evitar las humillaciones y las feroces reprimendas a mi regreso; si me hubiera atrevido a retrasarme, habría encontrado la puerta de mi casa cerrada por dentro y me habría visto obligada a inventar cualquier excusa para no ver la mueca amenazadora en la cara de mi padre, encolerizado por mi desobediencia y mi falta de respeto, más que por preocupación.
La intimidación, el castigo y la desaprobación se manifestaban repetidamente con gritos, bofetadas y nuevas y más estrictas prohibiciones.
Todo esto incluso por un retraso de unos cuantos minutos.
Unos cuantos minutos.
Sin duda, papá era demasiado estricto.
Recuerdo un día en que estaba súper contenta por que me dejaron ir a la fiesta de cumpleaños de mi mejor amiga, pasé días tratando de convencerlo.
Allí coincidiría con un chico, un compañero de clase que me gustaba mucho.
A pesar de que tuve cuidado de que mi ropa siguiera las directrices de mi padre, o quizás sería mejor decir, la rigidez, es decir, nada de faldas demasiado cortas, ropa ajustada o zapatos de tacón, decidí experimentar con una bolsa de maquillaje que me habían regalado.
Mis manos inexpertas exageraron al maquillar las mejillas con aquel colorete tan rosado y que tanto me gustaba, y ese pintalabios tan brillante, tan rojo en mis labios que me hizo sentir más guapa, y un toque de rímel en las pestañas para terminar.
Tenía dieciséis años y aquel maquillaje y resultó horrendo a ojos de mi padre, inadecuado para su pequeña que trataba de aparentar ser una muchacha demasiado seductora.
Crispado, restregó su mano con fuerza sobre mi boca, y me llenó las mejillas de pintalabios con el fin de borrar lo que había pintado cuidadosamente en mi rostro.
Mis ojos comenzaron a lagrimear y se formó un halo negro en los párpados, ahora hinchados por el llanto; me miré en el espejo del baño y vi la máscara de un payaso.
Tras lavarme con un jabón que me quemó los ojos, pero que me quitó todos los residuos del rímel, al final me dieron permiso para asistir y fui a la tan anhelada fiesta, ligeramente colorada y túmida, pero sin maquillaje.
No logré divertirme.
Durante el período de la adolescencia, me habría gustado huir, irme lejos muy lejos, partir, viajar, vivir sola.
Los sueños, armados de terquedad y fuerza mental, a veces se hacen realidad. Pero, aquel día, entendí dónde y cuándo nacieron.
Poco a poco, día a día, mes a mes, año a año, aprendí cosas importantes y experiencias necesarias para poder relacionarme mejor con mis compañeros y con pasajeros que tenían personalidades y características variadas y heterogéneas.
Sin embargo, pronto comprendí que la organización básica de mi vida se decidía a finales de mes, a través del ansiado, siempre con gran impaciencia, «folio de turnos»: un listado aparentemente anónimo y frío que informa del programa de trabajo del mes siguiente.
La aerolínea introducía las comunicaciones oficiales en los buzones personales, una especie de extensión de interminables buzones colocados en una sala digna de una película de detectives en el aeropuerto, que acaban de ser sustituidos por correos electrónicos.
El «folio de turnos», anhelado mes tras mes, me generaba inquietud y, con frecuencia, entusiasmo y grandes expectativas, otras veces, desilusiones, por los descansos y las codiciadas vacaciones solicitados que no siempre eran aprobadas.
Todas las citas, compromisos, bodas de las que también podría haber sido testigo, finales de partidos de fútbol, entradas reservadas para el primer teatro, la despedida de soltera de mi mejor amiga, el cumpleaños de un novio, la comida de Navidad, el aniversario de mis padres, la semana en un apartamento en la montaña, el curso de tango de los jueves por la tarde... a menudo tenían muy pocas posibilidades, la asistencia a todos estos eventos siempre tenía que adaptarse a las decisiones tomadas por el ordenador de la empresa del grupo de trabajo.
A partir de ese momento era posible aceptar o rechazar invitaciones, programar citas importantes, fijar horarios inhumanos para ir al gimnasio, hacer los saltos mortales para llegar a tiempo a cualquier lugar, o llegar, aunque fuera tarde, a la junta de vecinos, decir adiós al torneo de brisca, pero, en cambio, tener la «satisfacción» de ver a Gigi Marzullo, incapaz de pegar ojo debido a la diferencia horaria.
Los días de descanso mensuales eran unos diez, mientras que los veinte restantes requerían el uniforme.
Eva, Valentina, Ludovica y yo siempre esperamos tener horarios y días de salida escalonados entre sí, tanto para tener más espacio en casa, como para una mejor organización del tiempo con el principal inconveniente: el uso prolongado del baño.
Fácilmente, los vuelos despegaban por la mañana muy temprano y el despertador, al amanecer, normalmente se programaba una hora antes.
Después de un desayuno rapidísimo y una buena ducha revitalizante, me ponía el uniforme que había dejado preparado el día anterior, y comprobaba que los zapatos estuvieran brillantes y que los pantis no se hubieran desteñido por los lavados ni estuvieran rotos.
La mayoría de nosotras teníamos un secreto «inconfesable»: nos pillábamos la camisa con los pantis horribles, que a menudo era graduados para evitar la aparición de varices y la hinchazón por la presurización, porque solo así podíamos evitar que la camisa se soltara de la falda al levantar los brazos para guardar el equipaje y ayudar a los pasajeros.
¡Debajo de la falda íbamos espantosas!
Una vez arreglada la ropa, pasábamos a un cuidadoso maquillaje, nos asegurábamos de que el pelo estuviera perfecto y luego revisábamos los documentos.
En la bolsa de mano no podían falta un traje de vuelo, una linterna, un folleto de anuncios, un manual de instrucciones, pantis de repuesto, zapatos de tacón bajo para rutas más largas y guantes de cuero. En el aeropuerto, en el Crew Briefing Center, el punto de encuentro de todas las tripulaciones, la sesión informativa comenzaba en cada una de las salas reservadas.
Allí nos reuníamos para conocer a la tripulación, presentarnos, tratar los aspectos críticos del vuelo, las condiciones meteorológicas, y también nos informaban de los aspectos comerciales, el tipo de servicio y los pasajeros que estarían a bordo.
La clasificación era casi militar, existía una jerarquía y como tal había que respetarla.
Toda la tripulación estaba encabezada primero por el comandante y luego por el copiloto, a quienes seguían por las azafatas, según su rango.
Todos los auxiliares de vuelo, en lo que respecta al servicio prestado y a la relación con los pasajeros, tenían como punto de referencia al responsable de su sector de trabajo, que trabajaba con el jefe de cabina, quien dirigía todo el progreso del vuelo y mantenía contacto con el cockpit, la cabina de vuelo, es decir, la de los pilotos.
Al final del vuelo, cada auxiliar se sometía a un juicio escrito y refrendado, en el que se evaluaba su profesionalidad, sus habilidades técnicas, su conocimiento del idioma extranjero, la asistencia prestada a los pasajeros y si su estética se ajustaba a la normativa.
Y así pasaron los años, vuelo tras vuelo, reunión tras reunión zonas entre diferencias horarias y noches sin pegar ojo, idiomas variopintos, países calurosos y continentes helados, comidas picantes y sabores difíciles, cielos despejados y turbulencias inesperadas.
Una vida imprevisible
Llegó la primavera, y tras un invierno durísimo, al final me encontraría la maleta seca, que en el costado del avión se halla indefensa ante las precipitaciones atmosféricas durante ese breve lapso que los cargadores necesitan para colocarla en el compartimento de carga.
Habría sido maravilloso pasar la Pascua con Valentina, que descansaba aquel fin de semana.
Me habían asignado una «reserva en casa» y estaba a la espera de saber en qué ciudad del mundo tendría que dormir esa misma noche.
Ya había comprendido bien que la vida privada y las necesidades cotidianas se caracterizaban por su mutabilidad y variabilidad: tenían que adaptarse a los cambios constantemente.
Al personal de vuelo le resulta verdaderamente difícil estar al día de todo, especialmente aquellos que tienen familia e hijos, y esto ocurre sobre todo en ese mes en el que aparece la infame «reserva».
Durante el año laboral, durante varios períodos, los auxiliares de vuelo podríamos ser asignados, en el turno que se entrega a final de mes, un período de esa infame «reserva», es decir, una repentina sustitución de personal por lesión, enfermedad u otro motivo.
Por reserva, entendemos la espera diaria de poder salir hacia cualquier turno de cualquier destino con un aviso de una hora para poder preparar, hacer la maleta y organizar una ausencia de casa, de una duración de hasta siete días.
Por lo tanto, no resulta nada agradable escuchar sonar el teléfono, que acaba con tus esperanzas de una comida o cena en familia.
La oficina de turnos, que regula y organiza todas las salidas, se encarga de esta tarea y, dadas las diversas dificultades operativas debidas a la ausencia ocasional de personal de vuelo, distribuye los cambios de personal de servicio descubiertos temporalmente. La reserva puede comenzar a las cinco de la mañana y el tono del teléfono a esa hora es verdaderamente escalofriante, por lo que la maleta «básica» con el mínimo necesario ya debería estar lista para evitar descuidos fáciles resultantes de las prisas por estar lista a tiempo.
Un jersey de lana y un traje de baño serían útiles en cualquier destino.
El neceser siempre debe estar preparado y no podemos olvidarnos de cambiar la pasta de dientes cuando esté a punto de terminarse.
Las camisas de repuesto del uniforme son muy importantes; limpias y planchadas para el vuelo de regreso y un par de zapatos cómodos adecuados para cualquier temperatura, camisón para dormir y maquillaje.
Ahora hacía la maleta casi de memoria.
De cualquier modo estaba —y aún estoy— convencida de que tengo uno de los trabajos más bonitos del mundo: a pesar de todas las dificultades y aspectos negativos, del continuo hacer y deshacer de maletas, con el deseo de regresar a casa, a pesar de las ganas constantes de ver a tus seres queridos. Yo no valgo para la rutina, y el mundo nunca deja de intrigarme, el intercambio de puntos de vista con otros mundos y con personas siempre distintas me impulsa. Además, regresar a casa me regala suspiros y una alegría inusual en comparación con quién está ahí a diario; las cosas pequeñas adquieren un valor inmenso.
Mientras tanto, lo cotidiano me oprimía.
«¿Me marcharé? ¿No me marcharé? —me pregunté aquél día».
Nada, ninguna comunicación, ni una llamada sobre los turnos.
«¡Podrían avisarme con un poco de antelación, es Pascua!».
Nerviosa y un poco impaciente, me puse a meter en la maleta las cosas que me servirían en casi cualquier destino, doblé las camisas y, aunque por una parte esperaba fervientemente no marcharme, por otra deseaba descubrir de inmediato el destino, en caso de no tener la posibilidad de quedarme en casa.
A las tres de una tarde larguísima, Valentina se apresuró a avisarme:
—Ha llamado la guardia operativa, te han cambiado el turno, estás en «reserva en campo», y tienes la presentación a las cinco. Diría que eres una mujer con suerte, tienes casi dos horas para prepararte y llegar al aeropuerto.
Abrí de inmediato el huevo de chocolate para ver la sorpresa, me comí casi la mitad y «fui corriendo» a la habitación, con el corazón cada vez más acelerado por las prisas.
Entre los cajones buscaba prendas muy prácticas para ponerme todos los días, versátiles: con la «reserva en campo» sales de forma inmediata y con pocos minutos de antelación directamente del aeropuerto, con el uniforme ya puesto, y hay que hacer la maleta incluso antes de conocer el destino.
«Vaqueros, cinturón, ropa interior de repuesto, una camisa azul, una camiseta blanca, y también la negra, porque llevaré el bolso y los zapatos negros que pegan con todo, una bufanda gris perla y un jersey del mismo color que, con una falda, crean un look elegante y sobrio… ¿Y si me encuentro con un apuesto compañero que ronda por Milán?».
Eché también la blusa con florecitas rosas y verdes que estaba apoyada en la silla.
No me daba tiempo a plancharme el pelo, justo ese día no me encontraría al susodicho.
Siempre tenía la tentación de llevarme todo. Cogí también una lata de atún, nunca se sabe, puede que se me hiciera tarde y encontrará todo cerrado, que mis compañeros me abandonaran, que hubiera un terremoto… Así me quedaba más tranquila.
Llegué al aeropuerto agotada y caí en la cuenta de que podría trabajar cuatro días seguidos.
Con las prisas, solo había cogido un par de pantalones, y se me habían olvidado el cargador del móvil y la gabardina bon ton con el interior de leopardo: un básico.
«¿Hará ya buen tiempo en Europa? —me pregunté».
En caso contrario, sin embargo, tendría una excusa excelente para irme de compras.
Llegué al briefing, nuestro centro de recepción, firmé mi asistencia y me instalé en la sala dispuesta a tal fin, sobre el cómodo sillón reclinable de piel negra, a la espera junto a otros compañeros uniformados a la espera de que me llamaran en caso de cualquier emergencia o enfermedad repentina de algún miembro de la tripulación en servicio.
Unas cuantas horas después sonó el teléfono: «ganó» un vuelo Roma/Atenas.
Decidí ir primero a la zona de salidas nacionales del aeropuerto para comprar unas tiritas que ponerme encima del talón, por el dolor punzante que me habían provocado los zapatos nuevos que acababa de comprarme, y que descubrí, en aquel momento, que no se habían adaptado perfectamente.
Mi dispuse a hacer un nuevo descubrimiento.
¿Alguna vez has probado a pasearte por el aeropuerto con el uniforme?
Durante veinte minutos, estuve bloqueada respondiendo a las preguntas de todo con el que me encontraba: dónde estaban las farmacias, las paradas de taxi, los autobuses hacia Ostia, los aseos, las puertas de embarque… las preguntas se sucedieron, a pesar de que les explicaba que yo era una azafata que llegaba tarde a su vuelo.
Por ello, tuve que renunciar a las tiritas y corrí exhausta y cojeando a bordo.
El grupo de compañeros ya se había formado, ya tenían cierta confianza entre sí, porque llevaban dos días en rotación, mientras que a mí, llegada última hora me vieron como una intrusa en un primer momento, un tratamiento, por otro lado, bastante habitual con las reservas.
Intenté integrarme y entrar con educación en la armonía que percibí entre ellos.
Me presenté al comandante en la cabina de pilotaje y después a todos mis compañeros de trabajo, desenfundando mi mejor sonrisa.
La compañera que trabajaba en mi zona, al fondo del avión, tenía un aspecto fantástico: cuerpo armonioso, caderas perfectas, rasgos delicados, cabello de un bonito castaño con matices ámbar, ojos verdes pintados con delineador marrón, que resaltaba su color claro, y nariz recta, poco pronunciada.
Antes de la llegada de pasajeros nos pusimos a hablar y, como siempre, revelamos algún pequeño secreto sobre nuestras respectivas vidas privadas.
Mi compañera se comió un caramelo de menta y me ofreció uno, se roció el perfume que tenía en el bolso, se echó crema de manos y fue al baño a retocarse el maquillaje, que ya estaba perfecto.
Echamos un vistazo a los titulares de un periódico que había en el galley.
Llegaron los pasajeros, nos colocamos en la cabina y les recibimos: «¡Bienvenidos a bordo!».
El avión estaba lleno, en aquella época, todos iban de vacaciones. Tras el embarque, me abroché el cinturón, y ya estaba lista para el despegue.
Justo antes de que el avión adoptara una posición aerodinámica que le permitiera estar perfectamente en equilibrio, todos nos pusimos en pie para preparar los carros, calentar la comida de primera clase y ofrecer las welcome drinks.
Establecí contacto, lamentablemente, con algo que tiene poco que ver con el mundo del vuelo y mucho más con una idiotez difundida en cualquier entorno: un pasajero con el que fue amable solo y exclusivamente de manera profesional, y que en un momento determinado me tocó el trasero con la mano y, reprimiendo el instinto de agarrarle la muñeca y retorcérsela 180 grados, preferí, al ser todavía novata en esto, limitarme a fulminarlo con la mirada, reprobarlo por su comportamiento en voz baja y amenazarlo, a regañadientes, con denunciarlo en caso de que volviera a repetirse. Empecé a preguntarme, aquel día y como siempre pasa, si quizás no había sido culpa mía que me había excedido con la confianza y le había creado la convicción de que podía permitirse aquel gesto ofensivo: me culpabilizaba inútilmente. Me respondí a mí misma, y esto lo aplicaría para siempre, que no había sido así, y que jamás consentiría a nadie un comportamiento similar.
Más tarde, me llamó el responsable de cabina porque el detector de incendios del baño estaba parpadeando. Esperaba no verme obligada a usar el extintor para controlar un posible inicio de fuego, pero en mi mente ya había enfocado la ubicación del material necesario más cercano a mí; me acerqué con cautela, y después de llamar a la puerta, la abrí con determinación y me encontré a un hombre de unos cincuenta años que todavía tenía la colilla en la mano y un persistente hedor a humo que emanaba hasta de su ropa. Me transmitió firmemente sus disculpas por el percance y corrió a sentarse.
Una anciana pidió que le dieran su equipaje, colocado en el portaequipaje, porque el aceite de oliva extravirgen embotellado en su país estaba goteando desde arriba, mientras un niño lloraba porque su madre lo obligaba a tener el cinturón de seguridad abrochado.
Había que hacerlo todo de correprisa, pues el aterrizaje era inminente.
El pasajero del asiento 5B dijo que en ese momento no tenía hambre, que comería «después»: me dejó sorprendida, pero solo era el principio de una serie interminable de extravagancias que con el paso de los años han acompañado y seguirán acompañando cada vuelo.
Había que reponer los carritos y todas las bandejas, hacer los anuncios, contar y precintar las bebidas alcohólicas antes del aterrizaje y rellenar el formulario que, a primera vista, me parecía complicado.
«¿Dónde estarán los sellos de seguridad? ¿Cómo se introducen correctamente en la ranura? ¿Dónde escribo el número para la aduana? ¿Qué documentos debo comprobar? ¿Sirven las tarjetas de embarque?».
Mi escasa experiencia a menudo me llevaba a pedir ayuda a mi compañera.
Zaira me lo explicaba todo con calma, con sus delicadas maneras, casi arrollándome con la luz de su fascinación; conocía a la perfección las dinámicas del servicio y los procedimientos de emergencia, e incluso me enseñó, con suma disposición, la reubicación de todos los equipos.
Era una mujer no demasiado joven, creo que hacía tiempo que había cumplido los cuarenta, pero esto no le suponía ningún problema ni parecía preocupada por el paso de los años. De hecho, creo que sabía, de forma significativa, que podía contar más con su experiencia y fortaleza intelectual que con su belleza física que, evidentemente, había poseído en su juventud.
En mi interior sentía que ella sabía claramente cómo controlar las emociones, cómo mantenerlas a raya y adaptarlas a las circunstancias.
Sabía que, recientemente, había afrontado un problema muy grave: su pareja, al que tanto quería, fue atropellado por un coche que conducía a toda leche, indiferente de los pasos de peatones, y recibió el impacto de lleno.
Coma profundo: según los médicos, irreversible.
Zaira había transformado su dolor en silencio, un sonido mudo. Y había seguido amándolo, y lo amaría eternamente, aunque supiera que no volvería a vivirlo como antes.
Hablaba poco, pero aun así lograba desenfundar una sonrisa radiante delante de los pasajeros, desempeñando un perfecto servicio al mostrar empatía y afecto con todos. Su madurez infundía seguridad.
Nunca realizaba juicios apresurados sobre una persona, era una perfecta «anfitriona», siempre estaba disponible; llevaba el uniforme de manera impecable, con los zapatos brillantes y el pelo arreglado; la única excepción a la regla era un pequeña pulsera de oro blanco de Tiffany & Co., que le regalaron un cumpleaños.
La observaba tratando de sacar su fortaleza, con un estilo muy elegante en el modo de mostrarse ante los demás, tan femenino, muy profesional.
Lograba ponerse en la piel de los demás y evitaba los enfrentamientos prudentemente, siempre ofrecía atención y solidaridad.
Según las reglas, sin duda: ese manual de existencia que cada uno de nosotros lee y al mismo tiempo escribe en su interior.
Siempre la tomaba como ejemplo y fue, sin ella saberlo, mi punto de referencia en el plano laboral. A día de hoy aún lo es.
Ella era especial, distinta.
Sobre todo en comparación con otros compañeros más «veteranos», no demasiados, por suerte, y de hecho, a través de los cuales me di cuenta rápidamente de que las novatadas no son un fenómeno exclusivamente militar.
Las azafatas llamadas «novatas» o «temporales», en otras palabras, las que hacían sus primeros vuelos, en mis tiempos estaban sometidas a sutiles formas de hostigamiento mal disimulado, una especie de mentoría inicial.
En los vuelos intercontinentales de largo radio del Boeing 747 eran las encargadas de cortar los limones y, principalmente, se dedicaban a comprobar y calentar la comida en el galley, por este motivo en italiano se las llamaba ghelliste.
Toleraban, de buen grado, alguna broma por parte de compañeros más veteranos y burlones: a menudo perdían tiempo con agotadoras búsquedas de material inexistente a bordo, por ejemplo, sillas, o una escoba que colocaban en el compartimento eléctrico, un lugar casi inalcanzable y de difícil acceso que se encuentra bajo una pesada trampilla del pasillo; en otras ocasiones, las peticiones respondían a servicios sobre presuntas tareas imprevistas, y de las cuales no estaban al tanto; todo ello aderezado con alegría, espíritu de equipo, estima y respeto mutuos.
Las más jóvenes, las de contrato de duración determinada, siempre estaban en el punto de mira, y una sola valoración negativa podría evitar su contratación para la próxima temporada, de modo que sufrían por la precariedad e inseguridad que generaba estaba situación, que se agravaba aún más por las continuas crisis económicas y políticas que azotaban a nuestro país, Italia.