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—Entonces, ¡veamos quién llega primero! —gritó Xam echándose a correr.
Zaira corrió tras él tratando de detenerlo, pero Xam, emocionado por la carrera, no la escuchó.
Finalmente, consiguió placarlo en la cima del saliente.
Xam, tumbado boca abajo en el suelo, asombrado, se volvió hacia ella:
—¿Por qué te me has echado encima?
—¿Es que no has visto nada? —dijo Zaira señalando con el dedo—. ¿Quieres caerte ahí dentro?
—¡Vaya!, tenías razón, ¡es increíble!
Ante los ojos de Xam se abría un paisaje fantástico; un enorme cañón se extendía frente a ellos.
No era muy ancho, pero no se podía ver el fondo. Las paredes tenían unas difusas tonalidades horizontales brillantes y, cerca de la parte superior, el color era claro y dorado como la arena. Cuanto más se perdía la mirada hacia las profundidades, más se difuminaba el tono hacia al rojo granate. El cañón estaba dividido en dos zonas: una, más alejada de ellos, repleta de cúmulos de cristal de amatista que reflejaban el color de la roca y la otra, llena de grandes flores con forma de cáliz en las que podían acomodarse perfectamente dos personas. Los cálices se movían incesantemente, como si de un fuelle tratara, para permitir a la planta tomar el máximo oxígeno posible, resultando en una especie de baile coreografiado.
Xam, que observaba aquel espectáculo con asombro, sintió como si su cuerpo fuera más ligero que de costumbre. Notó, además, como todas esas correrías le habían dado hambre.
—Bueno, este parece un buen lugar para tomar un aperitivo. Espero que hayas traído alguna que otra delicia en tu mochila.
—Siempre pensando en comer —sonrió Zaira mientras sacaba una cuerda de su mochila, se sentaba en el suelo, se quitaba las botas y las ataba a unos arbustos, tras lo cual se acercó al cañón.
Xam no se dio cuenta de lo que pretendía su amiga.
Ni siquiera había tenido tiempo de preguntárselo, cuando vio a Zaira lanzarse al vacío. El terror le asaltó y corrió al borde del precipicio para averiguar qué había sido de ella.
Se asomó al saliente y vio a Zaira riendo y revoloteando.
En ese instante le hubiera gustado matarla por el miedo que le había causado, pero, al mismo, tiempo se sentía aliviado y feliz de verla.
Zaira se acercó rápidamente al borde del acantilado y aterrizó cerca de Xam.
—¡Menudo susto me has dado! Pensé que te habías espachurrado contra las rocas. ¡Podrías haberme avisado! —dijo ligeramente enfadado.
—Si te lo hubiera dicho, me hubiera perdido tu cara. ¡Deberías haberte visto! —rio divertida.
—¡Qué valiente! —respondió Xam irónicamente, sintiendo que le acababan de tomar el pelo.
—Lo siento, no quería asustarte —añadió Zaira, entendiendo que, tal vez, había ido demasiado lejos.
—No importa, ¿qué haces con esos botes de aire comprimido en la mano? —preguntó Xam sonriendo, pensando en que, en realidad, no era capaz de enfadarse con ella.
Eran botes de aire comunes, muy utilizados en Oria para limpiar la arena que se acumulaba en los radiadores de los vehículos.
—Sirven para conseguir el impulso final necesario para volver a entrar. El aire comprimido me ayuda a acelerar y a superar el pequeño aumento de la atracción gravitatoria cerca de la cornisa.
—¿Cómo consigues volar?
—¡Magia!
—¡Venga! No digas tonterías.
—La verdad es que, en este punto del cañón, la suma de una atracción gravitatoria tan baja y las corrientes ascendentes creadas por las flores gigantes es lo que permite volar. Vamos, quítate las botas y sígueme.
—¡Estás loca! —exclamó, aunque sabía que no podría resistirse a volar con ella.
—Es importante mantenerse alejado de la zona de los cristales. No tendrás miedo, ¿verdad? —se burló tratando de herir el orgullo de su amigo.
Xam se sentó en el suelo, se quitó las botas y las ató junto a las de Zaira. En ese momento, se dio cuenta de que estaban flotando. Sin ellas se sentía aún más ligero y apenas podía mantener los pies en el suelo.
—Métete esto en los bolsillos —dijo la oriana entregándole dos botes que había sacado de la mochila—. Será la primera vez que volemos juntos.
Se acercaron al límite del acantilado cogidos de la mano y, sin dudarlo, como solo unos niños son capaces de hacer, se lanzaron.
Volaron juntos durante un tiempo, hasta que Xam se familiarizó con la técnica de vuelo. Fue en ese momento cuando Zaira le mostró otra sorpresa.
Arrastró a Xam junto a una de las flores, que acabó por aspirarlos. Cayeron sobre una suave alfombra de estambres perfumados. Las flores, de color azul intenso en el exterior, eran amarillas o rosa claro en el interior con enormes estambres anaranjados. Xam ni siquiera tuvo tiempo de sorprenderse cuando ambos volvieron a ser delicadamente expulsados de la flor. Los dos amigos comenzaron a reírse a carcajadas.
Zaira intentó explicar, entre risas, que del interior de la flor emanaba una esencia euforizante.
Xam se sintía ya preparado para volar solo y soltó la mano de Zaira que había mantenido fuertemente sujeta hasta ese momento.
Estaba divirtiéndose como nunca antes y no paraba de entrar y salir de las flores.
Zaira trató de acercarse a él, se había olvidado de decirle que no debía excederse, pues el fluido euforizante podía hacerle perder el contacto con la realidad.
No tardó mucho en ocurrir, Xam había perdido el control y se acercaba peligrosamente a la zona prohibida.
Zaira decidió que debía intervenir antes de que fuera demasiado tarde; las aristas de los cristales de la pared podrían matarlo. Sin embargo, Xam se movía a la misma velocidad que ella, por lo que le resultaba imposible alcanzarlo, así pues, sacó los botes de los bolsillos y los utilizó para acelerar. Finalmente, alcanzó a su amigo, que reía sin ser consciente del peligro, pocos instantes antes de que se estrellara contra la pared y lo apartó.
Lo llevó de vuelta a la zona de las flores y no volvió a soltarlo hasta el final del vuelo. En cuanto estuvieron en la corriente ascendente adecuada, le tomó sus frascos de aire comprimido y, sosteniéndolo entre sus brazos, lo llevó de vuelta a la seguridad del borde del cañón.
Se dieron cuenta de que habían puesto en rriesgo sus vidas, pero no podían dejar de reír. Se tumbaron en el suelo, el uno junto al otro, y esperaron, henchidos de felicidad, a que se les pasara el efecto de aquel fluido estimulante antes de volver a casa.
Capítulo tercero
Los pliegues resultantes eran los ojos y la boca de aquel ser
Ahora era Zaira quien estaba en peligro y la distancia que los separaba de la cima de la colina de Xam parecía eterna. Allí se erigía una cúpula blanca, parecida a una colmena, con unos espejos hexagonales que rodeaban todo el edificio y reflejaban la luz del sol de manera cegadora.
Cuanto más se acercaban al monasterio, más sensación de serenidad se instalaba en sus corazones.
Xam, agotado por el peso de su compañera, siguió caminando. Una vez alcanzado el templo, descubrieron un arco abierto que conducía al interior.
En cuanto estuvieron dentro, el cuerpo de Zaira se levantó, flotando, de entre los brazos de Xam, quien no se resistió, pues sentía que no había ningún peligro en lo que estaba sucediendo.
Fue transportada hacia un largo corredor para desaparecer lentamente de su vista.
Cientos de esbeltas columnas laterales sostenían una inmensa bóveda transparente que miraba al universo, como si el monasterio se encontrara flotando en el espacio, Ulica y Xam vieron al final de aquel pasillo a un extraño ser de inusuales formas y decidieron acercarse.
El cuerpo, de color púrpura grisáceo y más o menos cilíndrico, estaba formado por la cabeza y por cuatro secciones con dos piernas cada una, en la cara predominaba lo que parecía una nariz en forma de trompeta que algo o alguien hubiera empujado con fuerza hacia dentro, los pliegues resultantes eran los ojos y la boca de aquel ser. Su cuerpo no era más grande que un saco de harina.
—Siento en vosotros una energía positiva. Perdonad que os haya arrastrado hasta aquí, pero el gesto de vuestra compañera me ha conmovido.
—El gesto de nuestra compañera no nos ha sorprendido, pues conocemos su generosidad. No debimos arrastrar a esas criaturas indefensas a una pelea, perdimos demasiado tiempo vagando por la selva, lo que permitió a Mastigo adivinar hacia dónde nos dirigíamos y traer a sus guardias a ese lugar apacible y sereno. Fue un error imperdonable —explicó Ulica.
—Habría sido imposible que los tetramir llegaran tan lejos sin involucrar a esas pobres criaturas en una pelea.
—¿Cómo sabes quiénes somos?
Intentó preguntarle Ulica, pero Xam la interrumpió bruscamente mientras la agarraba instintivamente del antebrazo:
—¿A dónde has llevado a Zaira? —preguntó al monje, aunque estaba convencido de que nada malo podría sucederle a su amiga en aquel lugar.
—No te preocupes, está a salvo. Se está recuperando. Estará con nosotros en breve.
La respuesta le pareció vaga, pero seguía inundado por esa sensación de bienestar y serenidad.
—¿Cómo sabes quiénes somos? —repitió Ulica tratando de entender a quién tenía delante.
—Soy Rimei —dijo el ser sin prestar atención a la pregunta—. Y estoy aquí para meditar. Vuestras almas y vuestras acciones, incluso la belleza de la euménide, cuyo nombre se me escapa —pareció reírse con satisfacción de su propia ocurrencia—, han conseguido captar mi atención después de trescientos años.
—Ulica. —Su rostro dulce no pareció inmutarse ante tal cumplido.
Esbelta y menuda, sabía que era muy hermosa y no lo ocultaba, la población de la que era originaria no era propensa al galanteo, ni tampoco a ocultar sus opiniones o emociones. Se reproducían, como las mariposas, a partir de una crisálida cuyo capullo indicaba el color de la criatura que iba a nacer. Las euménides podían adquirir varios colores, todos en tonos pastel.
Ulica formaba parte de una nueva generación creada genéticamente. En su planeta, un extraño suceso provocado por la última gran guerra, que aún estaba siendo estudiado por los más avezados geólogos, había provocado un ligero desplazamiento del eje, creando desequilibrios medioambientales y del campo magnético que habían tenido como consecuencia la eliminación de la población masculina.
Para evitar la extinción de la especie, las euménides habían recurrido a la multiplicación in vitro de los genes masculinos para poder utilizarlos en la inseminación artificial.
Solo creaban embriones femeninos para evitar el nacimiento de otros machos que habrían acabado abocados a una muerte segura. Nunca dispuestas a doblegarse ante la derrota, buscaban en su ADN el gen que les había permitido sobrevivir para implantarlo en el ADN masculino a fin de hacerlo invulnerable a las nuevas características medioambientales de Euménide.
—Todavía no me has dicho cómo sabes quiénes somos —le repitió Ulica al monje.
—Es porque veo muchas cosas. Llevo mucho tiempo esperando a que vengáis a hacerme estas preguntas.
—¿Qué preguntas? —interpeló Xam confundido mientras acariciaba su espesa y rizada barba negra.
—Sobre la Kirvir —se anticipó Ulica —. ¿A qué te referías hace un momento? —preguntó dirigiéndose al monje —¿Qué es lo que puedes ver?
—Puedo ver todo lo que sucede en cada planeta, pero, a menudo, la información se queda conmigo por poco tiempo.
—¿Cómo de poco?
—Depende de la información, a veces se queda para siempre, a veces no más de un día o unas horas.
—¿Qué puedes decirnos sobre la Kirvir? —preguntó Xam.
—La Kirvir lo es todo: nos rodea; nos une y nos divide; si se la estimula, se transforma; parecería que se puede controlar, pero en realidad es muy escurridiza; puede ser sabia o terriblemente peligrosa.
—No nos dices nada nuevo —comentó Ulica.
—Eso es porque no hay nada nuevo, todo está ya a nuestro alcance —respondió el monje—, solo hay que dejar que ella nos guíe en la dirección correcta.
—Si eres capaz de verlo todo, ya sabes cuál es nuestro propósito. Ayúdanos a controlarla, de ese modo podríamos restablecer el equilibrio —declaró Xam.
—Está claro que deseas ayudarnos —señaló Ulica—, de lo contrario no nos habrías traído hasta aquí. La pregunta es cómo.
—No tengas prisa, mi apreciada Ulica, he esperado tanto tiempo este momento; hace trescientos años que no hablo con nadie, no me quites el privilegio de la conversación. El tiempo es una dimensión de los vivos, no de la Kirvir. Después de todo, la decisión de traeros aquí ha sido largamente ponderada.
—Pero nosotros vivimos en nuestro tiempo y tenemos una responsabilidad sobre otros como nosotros. La guerra es inminente —afirmó Xam.
—Os quedaréis aquí cuanto haga falta si es que queréis respuestas a vuestras preguntas. No depende de mí, La Kirvir decidirá el tiempo necesario para mostraros el camino.
A los tetramir les había parecido que solo habían pasado unos minutos, cuando vieron a Zaira aparecer por un largo pasillo de luz.
Xam caminó rápidamente hacia ella tratando de ocultar sus emociones.
—¿Cómo estás? —le preguntó.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Zaira.
—Te hirieron, ¿lo recuerdas? —dijo Xam ofreciéndole el brazo para que se sujetara a él.
—Estoy bien, no te preocupes —le tranquilizó la oriana aceptando su ayuda—. Lo recuerdo, pero ¿dónde estamos?
—Estamos en el monasterio, en la isla flotante.
—¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
—Tu gesto de sacrificio ha conmovido al monje quien nos ha transportado a la isla con la ayuda de un remolino de viento.
—Luego, Xam te ha traído en brazos hasta el monasterio —añadió Ulica.
—Gracias —respondió Zaira fijando sus ojos en los de Xam, quien los bajó avergonzado—. Tengo la sensación de que han pasado meses desde la herida en la espalda.
—Así es —intervino Rimei —te hemos llevado y cuidado en la cámara del tiempo para que tu recuperación se acelere. Simplemente te sentirás unos meses más vieja.
—Gracias —dijo Zaira, quien siempre había sido de pocas palabras.
Ulica tomó la palabra:
—Cuéntanos más sobre la Kirvir, es decir, sobre la energía que se desencadena durante las alineaciones, nos gustaría utilizarla en nuestro provecho y evitar así las guerras de conquista que se desatan durante esos periodos.
—Manipular la Kirvir es difícil, pero antes de hablarte de eso, debo hablaros sobre ciertos sabios —prosiguió el monje—, sabios que, como vosotros, también buscaban la paz. Se reunieron para entender su funcionamiento. Cada uno de ellos conocía un detalle del secreto y, gracias a la unión de sus fuerzas, consiguieron reconstruir el comportamiento de los fenómenos a través de los que se manifiesta transcribiéndolos en un pergamino.
En ese momento, Xam, asombrado, le preguntó: