banner banner banner
Yo Soy El Emperador
Yo Soy El Emperador
Оценить:
Рейтинг: 0

Полная версия:

Yo Soy El Emperador

скачать книгу бесплатно


«Siga las instrucciones» lo interrumpe la voz autoritaria.

El teniente continúa temeroso: «Por supuesto. Quisiera saber si, según lo acordado, mi hijo…»

«Puede hacer la solicitud».

«Entonces me asegura que lo obtendrá…»

De nuevo la voz autoritaria: «Le he dicho que haga la solicitud: ¡Significa que será escuchada!»

«Yo... yo, le agradezco».

«Me despido. ¡No llame más a este número!»

«Gracias una vez más, buonas tardes».

Aturk regresa de la cocina con paso lento y torpe, cuida de no derramar una gota del vaso lleno de vino blanco barato: «¿Y?»

«Puedes hacer la solicitud».

Incluso el hijo no entiende lo que le está diciendo: «Ya tengo la solicitud hace meses…»

«Te he dicho que hagas la solicitud: el puesto es tuyo».

«Gracias, gracias». Aturk se acerca a su padre como para darle un beso, pero se limita a un abrazo, que le corresponde de manera fría.

«Vamos, ahora ve y prepara la cena para ti y tu hermano».

El teniente bebe lentamente su vino antes de acostarse, satisfecho de lo que había hecho ese día.

Sábado 17 de julio

Me había quedado dormido soñando con California, me despierto con ruidos de bocina y un grito incomprensible, mientras el autobús avanza lento a la estación. Tarso se parece a Palermo, famoso, según la película Johnny Stecchino, por su tráfico caótico.

Llego a pie al centro o, al menos, supongo que lo es. Paso por una puerta monumental de época romana (¿cuál es la famosa puerta donde Antonio conoció a Cleopatra antes de la derrota de Azio?). Aquí nadie sabe alemán, solo muestro la hoja con la dirección del ingeniero a, al menos, diez personas. Entre gestos y medias palabras en inglés, me indican un camino a lo largo del río Tarsus Cayi. Las memorias clásicas me recuerdan que es el Cidno, famoso en la antigüedad por sus aguas transparentes pero gélidas, tanto que Alejandro Magno corrió el riesgo de ahogarse en él. Ahora, se ha reducido a un río negro, por los vertidos de las numerosas industrias petroleras de la zona, supongo. Toco el timbre de la casa número 60, una especie de casa sobre esteras. Abre una anciana y encorvada señora.

«Busco a Fatih Persin…» digo en mi lengua materna, un poco perdido en mis pensamientos.

«Italiano, ven italiano» sonríe la anciana mostrando un poco los dientes que le quedan y haciendo un gesto. Luego, huye por una escalera.

Esta casa es rara. Está en la mitad del río, no tiene objetos ni muebles particulares, pero es original en su género. Me acomodo en una silla roja de madera con un asiento tejido de paja. El olor a salsa de carne a fuego lento está impregnado en toda la casa.

Un hombre de unos cuarenta años, alto y delgado, muy alto y delgado, desciende de la destartalada escalera: «Buenos días, soy Fatih» me da la mano y dice algo a la señora.

«Soy Francesco Speri, Chiara me ha dado su dirección… Chiara…» me olvidé su apellido.

«Rigoni» completa un poco sorprendido Fatih. «¿Qué puedo hacer por ti?» El ingeniero habla mi idioma con cierta dificultad, pero nos entendemos. Mientras se sienta, llega su madre, por lo menos, creo que lo es, con una bandeja y dos tazas de café. Su aspecto no es muy atractivo. Algo flota en la taza y el olo es agrio. Sí, agrío, no amargo.

Le agradezco y cojo la taza enorme. «Chiara me dijo que podía pedirle ayuda. Tengo que seguir la carretera que bordea el río en dirección al monte Tauro. En algún lugar de allí, mi profesor de arqueología estaba cavando cuando…»

«No es como el cafè italiano, ¿cierto? Tiene limón», explica Fatih, al ver mi mirada de desconfianza. Sonríe: «No hay problema, hoy es sábado, puedo ir contigo en la moto».

Acepto la ayuda, no sin antes haberme tragado esa especie de limonada caliente con sabor a café.

Salimos de inmediato, sin casco. La moto, en realidad, es un scooter. No va más de 30 km por hora, pero incluso ahora, que no estoy manejando, ¡es como si fuese un avión! El camino es largo y sinuoso. En cada curva, abrazo más fuerte al pobre conductor, me da un poco de vergüenza, pero el miedo de caerme es más fuerte. Este tipo de carretera no parece terminar nunca… de repente, Fatih frena. Notó que había señales que indicaban trabajos en curso. Dejamos el scooter y seguimos a pie hasta una colina en pendiente. Este es el sitio que el profesor estaba excavando.

Pobre Julian, sepultado en un remoto páramo de montaña, lejos de ese fabuloso mundo sobre el que había reinado. En realidad, no fue su elección. Odio a los habitantes de Antioquía, desde dónde había partido para la expedición a Persia, se había propuesto acampar en Tarso al regreso, en lugar de volver a ver a los antioqueños. No regresó vivo de esa guerra. Sus oficiales, como una forma extrema de respeto, decidieron enterrarlo donde había decidido quedarse ese invierno: un invierno largo e interminable.

No se puede acceder a la excavación, la entrada esta protegida con un rudimentario alambre de púas. Un hombre, fastidiado agarrando el sombrero de paja que tenía en la cabeza, se acerca. Parece sospechoso, pero en cuanto menciono a Luigi Barbarino se abre con nosotros y se presenta como el asistente del profesor. El sol golpea sin descanso. Hace un gesto para seguirlo hasta una especie de almacén. Veo fragmentos de jarrones antiguos, huesos de animales, incluso, ollas sucias y ropa apilada. En ese almacén, cubierto con placas de aluminio y lleno de polvo, ese extraño tipo no solo trabaja ahí, creo que incluso duerme y come ahí.

Quisiera la información sobre el increíble descubrimiento del Apóstata. Con el semblante triste, le pido a Fatih que traduzca primero noticias del profesor.

La expresión de mi “intérprete” se torna preocupada y, luego, lúgubre. Por otro lado, no había tenido tiempo de contarle sobre la salida del “queridísimo”. «Dice que encontró muerto al profesor el sábado pasado, al pie de… ¿Cómo se dice el gran descenso?»

El asistente asegura que el viernes pasado, antes de irse, vio al eminente arqueólogo realizando reconocimientos en el sector que estaba excavando y, a la mañana siguiente, lo encontró un poco más arriba, tirado en el suelo. Había tenido un ataque cardíaco y, luego, rodó por el escarpe. El turco no parece, particularmente, disgustado. Quizás trabajar con el profesor le ha dejado el mismo efecto que a mí: fastidio. El asistente, de baja estatura, pero ágil, nos lleva al lugar del desastre. Está ansioso por mostrarnos la ubicación exacta del descubrimiento.

«Eso de ahí arriba, ¿qué es? ¿Una tumba?» pregunto.

«Sí, estaba tomando fotos allí. Era muy importante. Había encontrado una piedra con una inscripción cuando sucedió» traduce Fatih.

Subo jadeando la colina arriba, seguido de los dos. Derrumbado, en el suelo, veo los restos de lo que podría ser un edificio funerario. No veo el epígrafe que debería haberse colocado en la entrada. Solo aquella piedra inscrita, que encontró el profesor la semana pasada (de la que me había contado por mail), puede confirmar que Julian está enterrado aquí.

«¿Qué pasa con el material que se ha encontrado aquí?» pregunto con una indiferencia fingida.

«Se queda en el almacén, en el que estábamos antes, por un corto tiempo. Luego, espera que venga un funcionario del gobierno y se lo lleva todo» me informa Fatih.

Tengo que acelerar los pasos. «Tengo que ir al baño» digo tocándome el estómago.

«Solo hay uno en el almacén».

«Recuerdo el camino, se pueden quedar aquí, gracias».

Voy al cobertizo de prisa y comienzo a buscar desesperadamente entre un montón de cajas. Trato de mover algunas, pero son pesadas. En cada una hay algo escrito en un marcador azul descolorido. Debe ser la fecha y el sector de excavación del que provienen los hallazgos.

¿Cuándo me escribió el profesor sobre el descubrimiento de la tumba? Miro la caja del 9 de julio, solo hay fragmentos de yeso y cerámica común. Es obvio, el descubrimiento deber haber sido un día antes de que me enviará ese mail el 9 en la mañana. Luego, esa misma noche murió.

Abro la caja del 8 de julio y, no sé si lo puedo creer, ¡encontré el epígrafe!

Un fragmento de mármol, de un poco menos de un metro de largo, grabado en griego. Tengo prisa, pero lucho por descifrar las letras mal conservadas. Tomo muy rápido algunas fotos con la inseparable Nikon.

Después, con una hoja de papel de seda sobre la mesa y un lápiz, pruebo un yeso improvisado. Es una técnica rudimentaria pero efectiva, que aprendí durante mi especialización en Alemania. Frotó el lápiz en la hoja que estaba sobre el epígrafe, las ranuras de las letras ahuecadas dejan un vacío: la hoja está totalmente gris, menos los espacios en blanco que delimitan con precisión la forma de las letras grabadas.

He perdido mucho tiempo, corro de regreso a la trágica pendiente: «Lo siento, no sé si fueron las curvas del viaje o la historia sobre la violenta muerte del profesor, pero me sentí mal. Ahora, ya estoy mejor. De todos modos ¿aquí está el profesor?»

Los dos me miran confundidos.

«Es decir, ¿puedo recoger el cuerpo del profesor? Me pidieron que lo llevara a Italia y…»

«No. Está en la morgue municipal... Sé dónde está. Si quieres, te llevo de inmediato» se ofrece Fatih de manera cortés.

Agradecemos al asistente, quien se aleja observándonos fijamente durante mucho tiempo.

Regresamos al scooter.

« Gülek Boğazi» grita Fatih poco después de haber salido.

En el ruido de la moto y el miedo no entiendo nada.

« Gülek Boğazi» insiste, mientras señala un desfiladero natural en las montañas.

Miro hacia abajo y entiendo, son las Puertas Cilicias, el único punto de paso desde la antigúedad entre la Anatolia Interior a la costa. Por aquí es por dónde pasó Alejandro Magno, un líder que fue modelo para mucho, incluso para Julian.

« Gülek Boğazi» repito, mientras que el precipicio me hace estrujar más al conductor.

El descenso, como suele suceder, es peor que el ascenso. La moto parece no tener frenos y, en cada curva, más que admirar la vista, pienso en la posibilidad de acabar abajo. Luego, al final, la moto gira y seguimos adelante.

Cuando llegamos al hospital de Tarso, mi rostro está muy pálido, tanto que corro el riesgo de que me confundan por un paciente. Fatih le pide información a una enfermera que pasa. Sigo a mi compañero de aventuras, arrastro los pies por largos pasillos subterráneos hasta una fría habitación.

El anatomopatólogo se tuerce la nariza aguileña, de manera imperceptible, cuando le muestro el pase de la embajada. De todos modos, me hace firmar una serie de papeles: quizás está ansioso por deshacerse del cuerpo. Se levanta, me entrega dos copias del informe médico y me da la mano, luego el brazo y la mano una vez más. Es una forma extraña de saludar.

«Tienes que entregar estos documentos en la aduana para llevar el cadáver a Italia», traduce Fatih. «El ataúd está en el auto y allí regresarás a Ankara», agrega.

Le agradezco por la traducción y la ayuda; y lo abrazo. Me he acostumbrado a viajar en moto. Intento poner 100 euros en su bolsillo. El ingeniero se siente ofendido por el gesto.

«No, es un places. Saluda a Chiara o mejor no. No molesto, pero si ella… este es mi número».

«En realidad, no sé cómo agradecerte por todo. Saludos a… tu madre».

Afuera, hay una ambulancia estacionada. Me imagino que es la que tiene el cuerpo. Empiezo a subir, cuando dos matones, de mal aspecto, se me acercan. Intento escapar. Los dos me siguen y, mascullando frases incomprensibles, me empujan frente a una camioneta blanca, destartalada. Ese es el medio de transporte designado. Veo el ataúd en la parte trasera que está descubierta. Los dos tipos me cargan y hacen subir atrás, junto al ataúd. Ellos se sientan adelante.

El terrible viaje de ida de anoche fue un paseo comparado con esto. Estaba lleno de fumadores y tuve que viajar con la cabeza fuera, pero aquí estoy al aire libre, ¡solo y con un muerto al lado! El ataúd, atado con sogas improvisadas, parece sacudirse con cualquier bache. Me escondo en el lado opuesto. No me atrevo a acercarme. Tengo el terror absurdo de encontrarme cara a cara con el cadáver. Después de que dejé mi trabajo en la universidad a regañadientes, no he querido volver a ver al profesor vivo y ¡muchos menos muerto!

Pienso en lo que pasó el día anterior y en el que me espera. La sola idea de volver a la aduana me da escalofríos. Por otro lado, tengo la tarea que me encomendó el decano de la Facultad de Letras: traer el cuerpo de regreso a Italia. Repito esta frase para recargarme durante el largo viaje, mientras el viento me golpea con fuerza.

Domingo 18 de julio

Son alrededor de las tres de la mañana cuando la furgoneta se detiene. Me temo que quieren dejarme aquí, en medio de la nada.

Los dos bajan y se dirigen a mí en un lenguaje oscuro.

El más pequeño, o mejor dicho, el menos grande repite la misma frase haciendo gestos exagerados con las manos. Supongo que tengo que bajarme. Los sigo hasta la choza destartalada, es una especie de zona de descanso, que va de lo familiar a lo sórdido. De inmediato, corro al baño. Esto es lo que se entiendo por un baño turco: una letrina sucia y maloliente.

Entonces entro a lo que debería ser el bar, si se le podría llamar así. Una mujer regordeta prepara un trago extraño, mientras esos dos compañeros de viaje están sentados en una mesa fumando y bebiendo una cerveza enorme. Aprovecho para desayunar y trato de fingir que no he visto que el conductor está bebiendo en la madrugada. Bebo, lentamente, otro café hirviendo, acompañado de un pan plano relleno de un extraño salami. El color y el sabor no es el mejor, pero tengo mucho hambre porque no he cenado gracias a la repentina salida de Tarso.

Pasa al menos media hora antes de que los dos terminen de tomar otra cerveza y decidan volver a la furgoneta. El menos borracho me ofrece una manta vieja. El aire estaba caliente cuando salimos; ahora está helado, típico de las primeras horas del día. Hasta ahora, abandonado en la parte de atrás de la camioneta, era como un neumático de repuesto: así me había sentido.

Al amanecer llegamos a Ankara. Todavía estoy aturdido por el aire y la carretera, cuando los dos turcos comenzaron a sacar el ataúd de la furgoneta para entregárselo a un grupo de agentes de aduanas. El teniente Karim me ordena que lo deje allí y que vuelva al día siguiente a recogerlo con los documentos de la embajada. ¡Detesto a ese tipo! Les doy las gracias a los dos transportistas con una generosa propina – que no rechazan –, mientras me despido del Barbarino, que colocan en una especia de garaje en el sótano de las aduanas.

Estoy abrumado por el cansancio. Frente al aeropuerto, se ven varios hoteles brillar a la luz del día que comienza. Elijo el único que tiene el cartel de cuatro estrellas: Hotel Esenboga Airport. Será caro, pero no importa. El decano de Siena había prometido reembolsar todos los gastos si llevaba de vuelta a casa al distinguido colega.

Después de pasar dos noches viajando, tan pronto me “desmayo” en la enorme cama de la habitación. Me despierta el sonido del teléfono, que había olvidado encendido. ¡Son las seis! ¿Quién puede llamar a esta hora?

«Hola, soy Chiara Rigoni. En las aduanas me dijeron que habías regresado con el cuerpo. Debo explicarte una serie de cosas que tienes que hacer».

Por la luz que entra por las cortinas, me doy cuenta de que son las seis, pero de la tarde. Intento recuperarme. «¿Por qué no hablamos de eso más tarde? ¿Tal vez comiendo juntos?»

«Está bien» responde Chiara, tras una breve vacilación.

«Hay un restaurante en el centro. Nos vemos allí a las 9:30. La dirección es Izmir Caddesi 3/17».

«¿Puedes repetir?» pregunto un poco aturdido aún.

«I-Z-M-I-R-C-A-D-D-E-S-I 3/17» lo deletrea.

«Sí, lo he escrito. ¿A qué hora nos vemos?»

«21:30 – 22:00, para la cena» enfatiza.

En Turquía, deben tener sus propios horarios; sin embargo, después del desayuno a las tres y para esperar la cena, como un paquete de maní y un juto de rutas que están en el minibar. Con las fuerzas recuperadas, saco de mi bolso el mode de la inscripción hecha en el Monte Tauro, lo desdoblo con cuidado y empiezo a traducir del griego la huella.

Julian, habiento dejado el Tigris por la impetuosa corriente, yacía aquí. Era un buen emperador y un guerrero valiente.

“Yacía”, “yacía”. Ese verbo en pasado y no en el presente habitual, solo implica una cosa. ¡En el momento de la inscripción, el cuerpo o lo que quedaba de él ya no estaba allí! Por eso, el epígrafe se colocó en un cenotafio, en un monumento erigido para conmemorar el entierro de un hombre ilustre, pero cuyos restos se encuentran, ahora, en otro lugar. Pero, ¿dónde?

Para ya no pensar en esto, decido ir a ver la famosa columna levantada en la ciudad al Apóstata. Me visto rápido, salgo del hotel y llamo al primer taxi que veo.

« Can you drive me to the place of Julian’s column?»

«Ah, eh…» responde el joven taxista con una mirada de asombro. Sin embargo, la plaza es famosa por la columna de Julian; la única de la época romana que aún se conserva. Hago un gesto casi obsceno para imitar la columna, pero de alguna manera el chico logra compreder de forma correcta la mímica y comienza a manejar a toda velocidad.

« Ulus, ulus» repite incomprensiblemente el descontrolado taxista. Me deja en una plaza anónima, rodeada de edificios modernos. En el centro, hay una columna, de 10 a 15 metros de altura. En ella, se ven representados episodios de la vida de Julian. Camino admirando las distintas escenas, hasta que me sorprende el bajorrelieve del cortejo fúnebre del difunto emperador Constancio. Detrás del cadáver tendido en un carro, hay dos personajes coronados que abren la procesión. Hasta donde recuerdo, los estudiosos los han identificado como Julian y al otro, un poco más grande, como el dios Helios. Ahora, a la luz del descubrimiento del epígrafe y la tumba vacía, planteo la hipótesis de una interpretación alternativa. ¿Y si toda la escena no representa el cortejo fúnebre de Constancio, sino la ceremonia de traslado del cuerpo del Apóstata? ¡Quizás en las columna que se describen los episodios más destacados de su vida, también querían recordar su último viaje! En tal caso, Julian no sería el que está parado, sino el cuerpo tendido; mientras que los personajes coronados que lo siguen podrían ser el nuevo gobernante Valentiniano y, la figura más pequeña, su hermano Valente. Quizás el profesor también lo había adivinado. En realidad, creo que puedo afirmar algo que los autores antiguos no han transmitido. Cuando llegaron a Tarso, Valentiniano y Valente no solo rindieron homenaje a la tumba de su ilustre antecesor, se lo llevaron. Probablemente, pensaron que este no podía ser el lugar adecuado para albergar los restos mortales de un emperador. Quizás temían que terminarían de la misma manera: enterrados en un rincón olvidado de la Turquía más montañosa. Luego hicieron erigir el cenotafio cerca del río Cidno con la inscripción que encontró el profesor y, al mismo tiempo, ordenaron transportar el cuerpo de Julian a un lugar más adecuado. Pero, ¿dónde? No puedo sacarme esa pregunta de la cabeza. Ni siquiera mientras camino por el centro. Llego al punto de encuentro a las 20.30, con mucha antelación. Don Castillo: el nombre del restaurante elegido no me hace pensar en una taberna típica. Me siento en el escalón exterior del local. Veo pasar mujeres cubiertas, en su mayoría, por una burka larga y negra.

Chiara, con sus tacones altos, llega después de una hora y cuarto. «¿Llevas mucho tiempo esperando?»

«No» respondo, levantándome y estirando mis rígidas piernas. «Bienvenida».

«Vamos». Me toma del brazo.

El lugar es oscuro, no veo muy bien lo que estoy comiendo. Quizás sea mejor así. Los nombres de los platos son difíciles y ella, con la excusa de la sorpresa y de hacerme probar la comida turca, evita decirme toda la información hasta que terminé la porción entera. Pidió carne en todas las salsas y de todo tipo. Espero que solo sera ternera y no algún animal extraño.

Tengo una tarea que hacer, aunque de mala gana. «Ese amigo tuyo fue amable. Me ayudó mucho».

«Sí, él siempre es amable, con todos» responde ella con frialdad.

«Hablando de Fatih, le gustaría saber de ti, pero no quiere molestar».

Le entrego el papel. «Me dio su número de teléfono y dijo… en fin, que estaría feliz si tú…»

«Gracias», interrumpe, «pero no, quédate con el número. ¡Puede que te sea más útil a ti!»