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A unos cien metros del local, dos extraños personajes dentro de un coche oscuro toqueteaban un sofisticado sistema de vigilancia.
«¿Has visto cómo el coronel se liga a la chica?», dijo sonriendo desdeñosamente aquel con claro sobrepeso, que se encontraba en el asiento del conductor, mientras mordía un enorme sandwich y se llenaba de migas de pan los pantalones.
«Ha sido una gran idea poner el transmisor en el pendiente de la doctora», respondió el otro, mucho más delgado, con ojos grandes y oscuros, mientras bebía café en un gran vaso de papel marrón. «Desde aquí podemos escuchar perfectamente todo lo que hablan».
«Intenta no liarla y grábalo todo», le regañó el otro, «de lo contrario, nos obligarán a comernos los pendientes en el desayuno.
«No te preocupes. Conozco perfectamente este aparato. No se nos escapará ni siquiera un susurro».
«Tenemos que intentar descubrir lo que realmente ha descubierto la doctora», añadió el gordo. «Nuestro jefe ha invertido muchísimo dinero para seguir en secreto esta investigación».
«No habrá sido fácil, dada la imponente estructura de seguridad que ha montado el coronel». El tipo delgado levantó la mirada hacia el cielo con aire soñador, luego añadió: «Si me hubieran dado a mí solo la milésima parte de ese dinero, ahora estaría tumbado bajo una palmera en Cuba, con la única preocupación de elegir entre un Margarita o una Piña Colada».
«Y quizás junto a un montón de chicas en bikini que te extienden la crema solar», dijo el gordinflón, explotando después en una enérgica risa, mientras el temblor de la gran barriga hacía caer parte de las migas que se habían depositado ahí antes.
«Este entremés está exquisito». La voz de la doctora salía, algo distorsionada, del pequeño altavoz colocado en el salpicadero. «Tengo que confesarte que no creía que, detrás de ese aspecto de militar rudo, se pudiera esconder un hombre tan refinado».
«Bueno, gracias Elisa. Yo tampoco habría pensado nunca que una doctora tan cualificada pudiera ser, además de hermosa, tan amable y simpática», dijo la voz del coronel, un poco distorsionada, pero con un volumen algo más bajo.
«Escucha cómo coquetean», exclamó el grandullón en el asiento del conductor. «Yo creo que acabarán en la cama».
«No estoy tan seguro», afirmó el otro. «Nuestra doctora es mucho más lista y no creo que una cena y algún que otro piropo sean suficientes para conseguir que caiga en sus brazos».
«Diez dólares a que esta noche lo consigue», dijo el gordinflón alargando la mano derecha hacia el colega.
«Ok, acepto», exclamó el otro estrechando la gran mano que tenía delante.
Nave espacial Theos – El objeto misterioso
El objeto que se materializó ante los dos estupefactos compañeros de viaje estaba claro que no era nada que la naturaleza, incluso con su infinita fantasía, pudiera crear por sí misma. Parecía una especie de flor metálica con tres largos pétalos, sin tallo, con un pistilo central de forma ligeramente cónica. La parte trasera del pistilo tenía forma de prisma hexagonal, con la superficie de la base ligeramente más grande que la del cono situado en la parte opuesta y que servía de soporte para toda la estructura. Desde los tres lados equidistantes del hexágono salían los pétalos rectangulares, con una longitud de al menos cuatro veces la de la base.
«Parece una especie de viejo molino de viento, como los que se utilizaban hace siglos en las grandes praderas del este», exclamó Petri sin separar, ni siquiera un momento, los ojos del objeto que se visualizaba en la gran pantalla.
Un escalofrío recorrió la espalda de Azakis, mientras recordaba algunos viejos prototipos que los Ancianos le habían sugerido estudiar antes de partir.
«Es una sonda espacial», afirmó con decisión Azakis. «He visto algunas, hechas más o menos así, en los viejos archivos de la Red», prosiguió, mientras se apresuraba en recoger mediante N^COM toda la información posible sobre el tema.
«¿Una sonda espacial?», preguntó Petri, mientras se giraba con aire sorprendido hacia el compañero. «Y, ¿cuándo se supone que la hemos lanzado?».
«No creo que sea nuestra».
«¿No es nuestra? ¿Qué quieres decir, amigo mío?».
«Quiero decir, que no ha sido ni construida ni lanzada por ninguno de nosotros, los habitantes del planeta Nibiru».
La cara de Petri se volvía cada vez más desconcertada. «¿Qué quieres decir? No me digas que tú también crees en esas tonterías de los alienígenas, ¿eh?».
«Lo que sé es que nada como esto ha sido construido jamás en nuestro planeta. He revisado todo el archivo de la Red y no hay ninguna coincidencia con el objeto que tenemos delante. Ni siquiera en los proyectos que no se han realizado nunca».
«¡No es posible!», exclamó Petri. «Tu N^COM tiene que estar desfasado. Vuelve a comprobarlo».
«Lo siento Petri. Ya lo he comprobado dos veces y estoy totalmente seguro de que esta obra no es nuestra».
El sistema de visión de corto alcance generó una imagen tridimensional del objeto, recreándolo minuciosamente hasta en los más pequeños detalles. El holograma flotaba ligeramente en el centro de la sala de mandos, suspendido aproximadamente a medio metro del suelo.
Petri, con un movimiento de la mano derecha, empezó a girarlo lentamente, examinando con atención cada mínimo detalle.
«Parece estar hecho de una aleación metálica muy ligera», dijo Petri, con un tono bastante más técnico respecto al de sorpresa inicial. «La alimentación de los motores tiene que estar suministrada por esos tres pétalos, que parecen cubiertos por una especie de material sensible a la luz solar». Por fin había empezado a toquetear los controles del sistema. «El pistilo tiene que ser una especie de antena de radio y en el prisma hexagonal está, sin duda, el “corazón” de esta cosa».
Petri movía cada vez más rápido el holograma, girándolo en todas las direcciones. De repente se paró y exclamó: «Mira aquí. Según tú, ¿qué es esto?», preguntó mientras procedía a ampliar el detalle.
Azakis se acercó todo lo que pudo. «Parecen símbolos».
«Dos símbolos, diría yo», corrigió Petri «o más bien, un dibujo y cuatro símbolos cerca».
Azakis continuaba arduamente, mediante N^COM, buscando algo en la Red, pero no consiguió encontrar nada en absoluto que se pareciera lo más mínimo a lo que tenía en frente.
El dibujo representaba un rectángulo formado por quince rayas longitudinales de color alterno blanco y rojo y, en la esquina superior izquierda, otro rectángulo de color azul con cincuenta estrellas de cinco puntas de color blanco. A su derecha, los cuatro símbolos:
JUNO
«Parece algún tipo de escritura», especuló Azakis. «Quizás los símbolos representen el nombre de quienes crearon la sonda».
«O quizás es su nombre», rebatió Petri. «La sonda se llama “JUNO” y el símbolo de los creadores es esa especie de rectángulo coloreado».
«En cualquier caso, sin duda no lo hemos hecho nosotros», sentenció Azakis. «¿Crees que puede existir algún tipo de forma de vida en su interior?».
«No lo creo. Por lo menos no aquellas que conocemos. El espacio de la cápsula posterior, que es el único lugar donde podría haber algo, es demasiado pequeño como para contener a un ser vivo».
Mientras hablaba, Petri ya había comenzado a realizar un escaneo de la sonda, buscando cualquier tipo de signo vital que pudiera proceder de su interior. Después de algunos instantes, una serie de símbolos aparecieron en la pantalla y se apresuró a traducírselos a su compañero.
«Según nuestros sensores no hay nada “vivo” ahí dentro. No parece que haya ni siquiera armas de ningún tipo. En un primer análisis, yo diría que esta cosa es una especie de explorador enviado en reconocimiento al sistema solar en búsqueda de quien sabe qué».
«También podría ser eso», afirmó Azakis, «pero la pregunta que debemos plantearnos es: “¿Enviado por quién?”».
«Bueno», supuso Petri, «si excluimos la presencia de misteriosos “alienígenas”, yo diría que los únicos capaces de hacer algo parecido son solo tus viejos “amigos terrícolas”».
«¿De qué estás hablando? Si cuando los hemos dejado la última vez casi no eran capaces ni de montar a caballo. ¿Cómo pueden haber alcanzado un nivel de conocimiento así en tan poco tiempo? Enviar una sonda a dar vueltas por el espacio no es ninguna tontería».
«¿Poco tiempo?», objetó Petri, mirándolo fijamente a los ojos. «No olvides que, para ellos, han pasado casi 3.600 años desde entonces. Considerando que su vida media era como máximo de cincuenta – sesenta años, eso significa que se han sucedido al menos unas sesenta generaciones. Quizás se han vuelto mucho más inteligentes de lo que imaginamos».
«Y tal vez es precisamente por esto», añadió Azakis, intentando completar la reflexión del amigo, «que los Ancianos estaban tan preocupados por esta misión. Ellos lo habían previsto o al menos, habían considerado esta posibilidad».
«Bueno, podrían habernos adelantado algo, ¿no? Encontrar este objeto me ha dado un buen susto».
«Estamos aun especulando», dijo Azakis mientras con el pulgar y el índice se frotaba el mentón, «pero parece que esta teoría tiene lógica. Intentaré ponerme en contacto con los Ancianos y trataré de sacarles algo de información extra, si es que tienen. Tú, mientras tanto, trata de entender algo más sobre este aparato. Analiza la ruta actual, velocidad, masa, etcétera, e intenta hacer una previsión de su destino, cuanto hace que partió y los datos que ha almacenado. En definitiva, quiero saber lo máximo posible sobre lo que nos espera allí».
«Vale, Zak», exclamó Petri mientras hacía volar en el aire, alrededor de él, hologramas de colores con una infinidad de números y fórmulas.
«Ah, no olvides analizar lo que has identificado como una antena. Si realmente lo es, podría ser capaz de transmitir y recibir. No me gustaría que nuestro encuentro hubiera sido ya comunicado a los que han enviado la sonda».
Dicho esto, Azakis se dirigió rápidamente hacia la cabina H^COM, la única en toda la nave equipada para las comunicaciones de larga distancia, que se encontraba entre las puertas dieciocho y diecinueve de los módulos de transferencia interna. La compuerta se abrió con el habitual ligero silbido y Azakis se metió en la angosta cabina.
A saber por qué la habían hecho tan pequeña…se preguntó mientras intentaba acomodarse en el asiento, minúsculo también, que había descendido automáticamente de arriba. Quizás querían que la usáramos lo menos posible…
Mientras se cerraba la puerta a sus espaldas, empezó a teclear una serie de instrucciones en la consola frente a él. Tuvo que esperar algunos segundos antes de que la señal se estabilizara. De repente, en el visor holográfico, completamente igual al que tenía en su habitación, empezó a aparecer el rostro surcado y claramente marcado por los años de su superior Anciano.
«Azakis», dijo sonriendo levemente el hombre, mientras alzaba lentamente la huesuda mano en señal de saludo. «¿Qué te hace llamar, con tanta urgencia, a este pobre viejo?».
Nunca había conseguido saber exactamente la edad de su superior. A nadie le estaba permitido conocer información tan privada de un componente de los Ancianos. Desde luego, vueltas alrededor del sol había visto muchas. Aun así, sus ojos se movían de derecha a izquierda con tal vitalidad que ni siquiera él habría sabido hacerlo mejor.
«Hemos encontrado algo muy sorprendente, al menos para nosotros», dijo Azakis sin demasiadas formalidades, intentando mirar fijamente a los ojos de su interlocutor. «Casi chocamos con un extraño objeto», continuó tratando de analizar cada mínima expresión del Anciano.
«¿Un objeto? Explícate mejor, hijo mío».
«Petri aún lo está analizando, pero creemos que puede tratarse de una especie de sonda y estoy seguro de que no es nuestra». Los ojos del Anciano se abrieron de repente. Parecía que él también se había sorprendido.
«Hemos encontrado símbolos extraños grabados en el casco, en un idioma desconocido», añadió. «Te estoy enviando todos los datos».
La mirada del Anciano pareció perderse por un momento en el vacío mientras, mediante su O^COM, analizaba el flujo de información entrante.
Después de unos larguísimos instantes, sus ojos volvieron a fijarse en los de su interlocutor y, con un tono que no mostró ninguna emoción, dijo: «Convocaré inmediatamente el Consejo de los Ancianos. Todo parece indicar que vuestras deducciones iniciales son correctas. Si las cosas están realmente así, deberemos revisar inmediatamente nuestros planes».
«Esperamos noticias», y de esta forma Azakis cortó la comunicación.
Nassiriya – La cena
El coronel y Elisa estaban ya terminando la tercera copa de champán y el ambiente se había hecho bastante más informal.
«Jack, tengo que decir que este Masgouf está divino. Será imposible acabarlo, hay demasiado».
«Sí, es realmente excelente. Tendremos que felicitar al cocinero».
«Quizás debería casarme con él y que cocinara para mí», dijo Elisa riendo un tanto exageradamente. El alcohol ya empezaba a causar efecto.
«No, que se ponga a la cola. Primero estoy yo», se atrevió a bromear, pensando que no estaba tan fuera de lugar. Elisa hizo como si nada y siguió mordisqueando su esturión.
«Tú no estás casado, ¿verdad?».
«No, nunca he tenido tiempo».
«Eso es una vieja excusa», dijo ella mirándolo sensualmente.
«Bueno, en realidad estuve muy cerca una vez, pero la vida militar no está hecha para el matrimonio. ¿Y tú?», añadió, retomando un tema que aún parecía hacerle daño, «¿Te has casado alguna vez?».
«¿Estás de broma? ¿Y quién soportaría tener una mujer que pasa la mayor parte de su tiempo viajando por el mundo para cavar bajo tierra como un topo y que se divierte profanando tumbas con millones de años de antigüedad?».
«Claro», dijo Jack, sonriendo amargamente, «evidentemente, no estamos hechos para el matrimonio». Y mientras alzaba la copa, propuso un melancólico «Brindemos por ello».
El camarero llegó con un poco más de Samoons[13 - Pan plano y redondo hecho en horno de leña o en piedras calientes.] recién sacado del horno interrumpiendo, afortunadamente, ese momento de leve tristeza.
Jack, aprovechando la interrupción, intentó deshacerse rápidamente de una serie de recuerdos que le habían vuelto a la mente de repente. Era agua pasada. Ahora tenía una bellísima mujer junto a él y tenía que concentrarse solo en ella. Algo que no era demasiado difícil.
La música de fondo, que parecía arroparlos delicadamente, era la adecuada. Elisa, iluminada por tres las velas colocadas en el medio de la mesa, estaba preciosa. Sus cabellos tenían reflejos color oro y cobre y su piel era suave y bronceada. Sus ojos penetrantes eran de un color verde profundo. Sus suaves labios intentaban separar lentamente un trozo de esturión de la espina que tenía entre los dedos. Era tan sexy.
Elisa no dejó escapar ese momento de debilidad del coronel. Posó la espina en el borde del plato y se chupó, con aparente desinterés, primero el índice y luego el pulgar. Bajó ligeramente la cabeza y lo miró con tal intensidad, que Jack pensó que el corazón se le iba a salir del pecho para acabar directamente en el plato.
El coronel se dio cuenta de que ya no tenía el control de la situación y, sobre todo, de sí mismo, e intentó reponerse inmediatamente. Era ya mayorcito para parecer un adolescente enamorado, pero esa chica tenía algo que le atraía terriblemente.
Respiró profundamente, se refregó el rostro con las manos y dijo: «¿Qué te parece si te acabas ese último trozo?».
Ella sonrió, cogió delicadamente con las manos el trocito de esturión que quedaba, se levantó levemente de la silla estirándose hacia él y se lo acercó a la boca. En esa posición, su escote mostró parcialmente sus exuberante pechos. Jack, visiblemente avergonzado, dio solo un mordisco, aunque no pudo evitar rozar con sus labios los dedos de ella. Su excitación crecía cada vez más. Elisa estaba jugando con él como hace un gato con un ratón, y Jack no era capaz de oponerse de ninguna forma.
Luego, con un aire de chica inocente, Elisa volvió a sentarse cómodamente en su sitio y, como si no hubiera pasado nada, hizo una señal con la mano al camarero alto y delgado, que se acercó rápidamente.
«Creo que es el momento de un buen té de cardamomo. ¿Qué opinas Jack?».
Él, que aún no se había repuesto de la situación anterior, balbuceó algo como: «Bueno, sí, vale». Y mientras se colocaba bien la chaqueta, intentando recomponerse, añadió: «Creo que es muy bueno para la digestión».
Se había dado cuenta de que había dicho algo ridículo, pero en ese momento no se le ocurrió nada mejor.
«Todo es muy agradable Jack, es una velada fantástica, pero no nos olvidemos del motivo por el que estamos aquí esta noche. Tengo que enseñarte una cosa, ¿te acuerdas?».
El coronel, en ese momento, estaba pensando en todo menos en el trabajo. Sin embargo, tenía razón. Estaban en juego cosas mucho más importantes que un estúpido coqueteo. El caso es que, a él, ese coqueteo no le parecía nada estúpido.
«Claro», respondió intentando recuperar su pose autoritaria. «No veo el momento de saber lo que has descubierto».
El gordinflón, que a poca distancia en el coche estaba escuchándolo todo, exclamó: «Qué putita. Las mujeres son todas iguales. Primero hacen que te lo creas, te llevan hasta las estrellas, luego te dejan como si nada».
«Creo que tus diez dólares estarán pronto en mi bolsillo», dijo el delgado, siguiendo la afirmación con una gran carcajada.
«En realidad no me importa a quien se lleva a la cama nuestra doctora. No te olvides de que estamos aquí solo para descubrir todo lo que sabe». Y mientras intentaba colocarse mejor en el asiento, porque la espalda empezaba a dolerle bastante, añadió: «Deberíamos haber encontrado la forma de poner una cámara en ese maldito local».
«Sí, quizás bajo la mesa, así habrías podido verle los muslos».
«Imbécil. Pero, ¿quién ha sido el idiota que te ha seleccionado para esta misión?».
«Nuestro jefe, amigo mío. Y te aconsejaría evitar insultarlo, ya que él también sabe cómo colocar micrófonos y no creo que tenga problemas en poner alguno en este coche».
El gordinflón se asustó y por un momento creyó que su corazón había parado de latir. Estaba intentando ascender e insultar a su superior no era el mejor modo de avanzar.
«Deja de decir tonterías», dijo intentando ponerse serio y profesional. «Dedícate a hacer bien tu trabajo e intentaremos volver a la base con algo concreto». Dicho esto, miró un punto indefinido en la oscuridad, más allá del parabrisas levemente empañado.
Elisa sacó del bolso su inseparable asistente digital, lo apoyó en la mesa y empezó a pasar algunas fotos. El coronel, curioso, intentó ver algo, pero el ángulo no se lo permitió. Ella, cuando encontró lo que buscaba, se levantó y se sentó en la silla junto a él.
«Vale, ponte cómodo que la historia es larga. Intentaré resumirla todo lo que pueda».
Deslizando rápidamente el índice en la pantalla del asistente digital, hizo aparecer una foto de una tabla grabada con extraños dibujos y con escritos cuneiformes.