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Atropos
Federico Betti
A todas las personas que no pueden esperar a leer estas historias.
El hombre descendió del autobús 19 en la plaza Bracci, en San Lazzaro di Savena, llegó hasta el quiosco, compró un ejemplar de Il Resto del Carlno y comenzó a hojear las páginas.
Se sentó en uno de los bancos que habÃa en los laterales de la plaza para leer el periódico y no encontró ninguna noticia interesante: las primeras páginas estaban se ocupaban de los sucesos mientras que en el interior estaban aquellas dedicadas a la economÃa, además de las páginas locales con noticias relativas a la comarca boloñesa, a la ciudad y a toda la provincia.
Echó una ojeada incluso a los anuncios publicitarios sin encontrar ninguno interesante.
Dobló el periódico y, mientras lo mantenÃa debajo del brazo, se dirigió, desplazándose por la vÃa Emilia, en dirección a Ãmola.
Llegó a la entrada del banco en el cruce con la vÃa Jussi, unos cientos de metros más adelante, empujó la pesada puerta principal de metal, después la segunda, y entró.
A aquella hora de la mañana habÃa muy pocos clientes y a los pocos minutos de llegar consiguió presentarse en la primera ventanilla que quedó libre de las tres que estaban abiertas en ese momento.
âBuenos dÃasâ, lo saludó la empleada, â¿en qué puedo ayudarle?â
âQuerrÃa hablar con el director, si no está ocupado.â
âComo desee. ¿Tiene algún problema?â preguntó la mujer de la que emanaba un perfume afrutado tan fuerte que resultaba nauseabundo.
âNo, no se preocupe. Pensaba solamente en la mejor manera de invertir y querrÃa hablar con él, o con ella en el caso de que sea una mujer, para poder tomar una decisión.â
âPara estas cosas tiene a su disposición nuestros asesores financieros. Creo que usted podrÃa hablar tranquilamente con uno de ellos: son todas personas muy capaces. A menos que usted desee expresamente intercambiar unas palabras con el director o tenga motivos muy particulares para hacerloâ explicó la mujer.
âQuiero hablar expresamente con el director.â
1
Aquel dÃa, Davide Pagliarini volvÃa del gimnasio donde pasaba una o dos horas todas las tardes de la semana, excluido el fin de semana.
VivÃa solo, en un edificio de apartamentos de vÃa Venecia en San Lazzaro de Savena.
HabÃa tomado aquella decisión después de un año de noviazgo y de convivencia con su compañera. De común acuerdo habÃan dicho basta, no habrÃan podido vivir juntos para siempre porque, contrariamente a lo que habÃan pensado al comienzo, parecÃa que no estaban hechos el uno para el otro.
Ritmos de vida y puntos de vista demasiado diferentes con respecto a como se desenvolvÃa la jornada y el uso de los recursos monetarios.
Finalmente habÃan acertado al separarse y que cada uno recorriese su propio camino.
Llegó delante del portalón del edificio, subió las escaleras y entró en casa.
Su apartamento estaba en el primer piso de un edificio no demasiado alto e inmerso en medio del verdor de un jardÃn privado con plantas y árboles de distintas especies y un seto que delimitaba la propiedad.
TenÃa al menos tres ventajas: la sombra que producÃan los árboles, que significaba un refugio a las altas temperaturas del verano, un toque de señorÃo al edificio y el hecho de que difÃcilmente una construcción con jardÃn en su interior atraÃa a los encargados de la distribución de publicidad.
Apoyada en el suelo estaba la bolsa de deportes que usaba en el gimnasio y que contenÃa, por lo general, una muda de ropa y todo lo necesario para la ducha, la abrió, y la preparó para el dÃa siguiente, después decidió leer un poco.
Le gustaban las novelas de aventuras de autores como Clive Cussler, aunque hasta hacÃa unos meses habÃa incluso leÃdo thriller y, en general, historias repletas de suspense pero, después del accidente de tráfico en el que se habÃa visto envuelto, habÃa decidido que estas las dejarÃa apartadas de manera indefinida.
HabÃa sido culpa suya, esto era innegable, y no podÃa perdonárselo: aquel acontecimiento, seguramente, habÃa dejado una impronta en su cerebro.
Intentaba por todos los medios no pensar en ello, y a menudo lo conseguÃa pero, cuando menos se lo esperaba, volvÃa a atenazarlo aquel recuerdo.
Si tan sólo no hubiese tomado aquella pastillaâ¦
Le habÃa atraÃdo la novedad. Le habÃan dicho âVerás cómo te sentirás. Te hará llegar hasta las estrellas. Pruébala: te la puedo dejar con descuento.â
Asà que la habÃa probado, diciéndose, sin embargo, que no lo volverÃa a hacer jamás. Era sólo por curiosidad, por comprender qué se sentÃa con aquellas cosas.
Recién salido de la discoteca, donde iba de vez en cuando para pasar un sábado distinto del habitual y con la esperanza de encontrar quizás personas nuevas, que habrÃan podido convertirse en amigos, o incluso una posible alma gemela, si bien sabÃa que serÃa necesario demasiado tiempo para instaurar una relación de ese tipo, habÃa montado en su coche y se habÃa preparado para regresar a casa.
Desde de la ingesta de aquella pastilla efervescente (bebe algo, le habÃan aconsejado) habÃa transcurrido al menos una hora y, cuando Davide estaba sobre la carretera de circunvalación de Bolonia en dirección hacia casa, comenzó a entusiasmarse, a sentirse eufórico. Pisó a fondo el pedal del acelerador porque sentÃa la necesidad de descargar todo el entusiasmo de alguna manera y el resultado fue el esperado, pero no habÃa considerado la posibilidad de imprevistos debido a una excesiva velocidad.
Se dio cuenta demasiado tarde del muchachito que estaba atravesando la carretera, sobre el paso de cebra, y le dio de pleno sobre el costado izquierdo tirándolo al suelo y llevándoselo por delante durante un centenar de metros.
No se habÃa dado cuenta que estaban presentes sus padres y habÃa huido sin pararse, con el cuerpo a tope de adrenalina.
Cada vez que recordaba aquel episodio, Davide Pagliarini cerraba los ojos con la esperanza de expulsar aquellos recuerdos insoportables y a menudo lo conseguÃa, pero no siempre.
Cuando se dio cuenta que era casi la hora de la cena, cerró la novela que estaba leyendo en ese momento, volviéndola a poner sobre la mesita del salón, y se preparó un plato de pasta.
La noche transcurrió tranquilamente y antes de la medianoche estaba ya durmiendo.
2
Mientras se despertaba por la mañana temprano para conseguir desayunar con un poco de calma antes de ir al trabajo, Stefano Zamagni no pensaba que aquella jornada iba a ser tan insoportable. Primero se duchó, después se preparó una taza de café, que acompañó con algunas rebanadas de pan tostado, después salió.
Llegó a la Central de PolicÃa a las 8:30, después de media hora de carretera en medio del tráfico de vÃa Emilia en el tramo que conecta San Lazzaro de Savena, donde vivÃa, con Bolonia.
Odiaba las aglomeraciones en la carretera, sobre todo si son producidas por una masa de personas con prisas por llegar al trabajo.
¿Por qué no salen un poco antes?, se preguntaba de vez en cuando, pero sin encontrar nunca una respuesta lógica.
Llegó a la oficina, sobre su escritorio lo esperaban algunos mensajes, algunos de ellos escritos por él la tarde anterior, como recordatorio.
Los leyó rápidamente, a continuación los tiró a la papelera.
â¿Qué tal, inspector?â, le preguntó un agente que pasaba por allÃ.
âBien, graciasâ, respondió cordialmente. â¿Y usted? ¿Va todo bien?â
âSÃ, gracias.â
âPerfecto. Le deseo una buena jornada, y esperemos que sea tranquila hasta la tarde.â
âEsperemosâ, dijo el agente, marchándose.
Unos cuantos minutos después el capitán de la Sección de Homicidios se presentó en la oficina de Zamagni y, por la cara que traÃa, no era una visita de cortesÃa
âBuenos dÃas Zamagni, le necesitoâ, dijo sin más preámbulos.
â¿Me debo preparar para lo peor?â, preguntó el inspector.
âEspero que no sea nada complicado, pero lo que sé es que será desagradable. Hemos recibido una llamada de una persona que dice que ha llegado a casa de su hija y que la ha encontrado sin vida.â
âHubiera preferido comenzar el dÃa de otra manera.â, dijo Zamagni, â¿Se sabe algo más? Quiero decir, con respecto a esta persona que ha llamado.â
âLa señora ha dicho que habÃa llegado a casa de su hija y que ésta no abrÃa la puerta a pesar de que habÃa tocado unas cuantas veces al timbre, asà que la señora, que parece ser que tiene las llaves del piso, volvió a su casa, cogió las llaves y, cuando ha abierto la puerta, la ha encontrada tirada en el suelo de la sala de estar.â
âComprendo.â, dijo Zamagni y, después de una pequeña pausa, añadió: â¿Por qué deberÃa ser un homicidio? ¿No puede haber muerto por causas naturales? ¿Por un accidente?â
âNo lo sé,â respondió el capitán. âCreo que lo mejor será ir hasta el lugar e intentar comprender algo sobre lo que ha ocurrido⦠La señora que ha telefoneado está esperando nuestra llegada y le he dicho que debe permanecer a disposición para cualquier cosa que necesitemos.â
âDe acuerdo,â asintió Zamagni, âAhora mismo voy a ver.â
La muchacha estaba todavÃa en la posición en que la habÃa encontrado la madre, tirada por el suelo.
âNo he tocado nada, se lo puedo asegurar,â dijo la señora después de que le mostrasen la placa de la policÃa, como para disculparse por cualquier cosa que hubiera podido hacer.
âLo ha hecho muy bien,â le respondió Zamagni. â¿Me puede decir su nombre?â
âChiara. Chiara Balzani,â se presentó. âElla es mi hijaâ añadió volviéndose hacia el cuerpo de la muchacha, como si estuviese todavÃa viva.
âEntiendo. ¿Me podrÃa decir también el nombre de su hija, si es tan amable?â
âOh,⦠claro, me debe perdonar. Estoy todavÃa conmocionada por todo lo que ha sucedido. Se llama⦠se llamabaâ¦. Lucia Mistroni.â
âMuchas gracias.â, dijo Zamagni, a continuación añadió: â¿Puedo saber el motivo por el cual no ha dudado en llamar a la policÃa? Me explico, la muerte podrÃa haber sido debido a un infarto o alguna otra causa natural, ¿no?â. Y volviéndose al agente Marco Finocchi que lo acompañaba: âSeñalicemos cada cosa.â El agente asintió.
âSu pregunta es perfectamente normal, parece ser que mi hija, desde hacia un tiempo, estuviese recibiendo llamadas amenazantes. Por esto he pensado enseguida en una muerte no natural, y entonces les he llamado.â
â¿Llamadas amenazantes? ¿Se sabe de quién eran estas llamadas?â
âNo, aunque siempre he tenido la duda, o la convicción, si lo prefiere, e incluso era lo mismo que pensaba mi hija, que quien la llamaba era su ex novio.â, explicó la mujer. âSu relación habÃa terminado de manera bastante desagradable, se habÃan peleado. En los últimos momentos de su noviazgo se peleaban a menudo.â
âEntiendo.â, sintió Zamagni, âNecesito saber todo sobre su hija. Su edad, en qué trabajaba, sus aficiones, las direcciones y nombres de sus amigos. ¿Y su ex novio? ¿Me sabrÃa decir su nombre? Cualquier información que usted sepa sobre él. Y⦠otra cosa: ¿actualmente su hija estaba casada? ¿Estaba prometida? ¿Estaba soltera? Entienda, no podemos dejar de lado ninguna pista.â
âPor lo que se, Lucia no estaba con nadie.â
El inspector hizo una pequeña pausa para mirar alrededor.
El piso, en la primera planta de un edificio de nueva construcción en la periferia de Bolonia, tenÃa un aspecto señorial, moderno, con un mobiliario demasiado minimalista y combinado con buen gusto. En las ventanas no habÃa cortinas y, durante el dÃa, la luz del sol iluminaba perfectamente cada rincón.
â¿El piso era propiedad de su hija?â, preguntó el agente Finocchi.
âSÃ, claro.â A la señora Balzani parecÃa que esta pregunta le resultaba superflua.
El piso habÃa sido pagado completamente por la hija, habÃa explicado la madre.
Y también habÃa explicado que Lucia Mistroni cumplÃa una función muy importante en la empresa donde trabajaba, aunque la hija nunca habÃa especificado bien en qué consistÃa su trabajo.
â¿Y bien? ¿Nos puede decir el nombre del ex novio de su hija?â, preguntó Zamagni.
âSÃ, excusadme.â, dijo la señora Balzani. âLa persona que buscáis se llama Paolo Carnevali. Si no se ha mudado vivÃa en vÃa Cracovia, al lado del Parque de los Cedros, en el número⦠10, creoâ.
âPerfecto. Por ahora nada más señora, muchas gracias. Recuerde que en el caso de que pueda darnos más información esta podrÃa ser útil para la investigación. Y otra cosa: la PolicÃa CientÃfica deberá comprobar cada centÃmetro de este piso, con la esperanza de que esto pueda servir para encontrar al culpable de este crimen, por lo que en los próximos dÃas le será totalmente imposible entrar aquÃ. Enseguida pondremos los precintos.â
La señora asintió, comprensiva.
âHaré todo lo posible por encontrar al asesino.â
Se fueron y, ya de nuevo en la calle, el inspector Zamagni y el agente Finocchi volvieron a las oficinas de la Central.
3
No era gran cosa, pero quizás habÃan encontrado una pista que seguir, en espera de los resultados de los análisis del piso de Lucia Mistroni.
Sobre la hora de la comida, el inspector Zamagni, acompañado por Marco Finocchi, se presentó en el portal número 10 de vÃa Cracovia, para hablar con Paolo Carnevali.
Tocaron el timbre sin que respondiesen, esperaron algunos minutos y no consiguieron entrar en el edificio hasta que llegó una señora anciana que volvÃa de dar un paseo con el perro.
â¿Podemos entrar, señora?â, preguntó Zamagni.
âNo se permiten los vendedores ambulantes, lo siento. Asà que, si sois de esos, podéis ahorraros el esfuerzo e ir a otro sitio.â
âEstamos buscando al señor Carnevali. ¿Lo conoce?â
â¿Quién lo busca?â, querÃa saber la señora, probablemente reacia a relacionarse con los desconocidos.
âNecesitamos hablar con él. No es nuestra intención molestarle ni hacerle daño,â explicó el inspector mostrando su identificación.
â¡Madre de Diosâ¦!â, fue la reacción de la anciana. â¿Qué desaguisado ha hecho el muchacho? Parece una buena persona.â
âNo se preocupe,â la tranquilizó el agente Finocchi, âsólo queremos hablar con él.â
âDe todas formas creo que a esta hora está trabajandoâ, explicó la señora.
â¿Cuándo lo podrÃamos encontrar? ¿Sabe a qué hora volverá?â
âA no ser que tenga algún compromiso personal después del trabajo, por lo general me lo encuentro entre las 18 y las 18:15 todos los dÃas de la semana. Salgo con Toby para el paseo de la tarde y, cuando vuelvo, él está aparcando o subiendo las escaleras.â
â¿SabrÃa decirme qué automóvil tiene el señor Carnevali?â
No entendÃa de esas cosas, explicó la señora, porque no era una experta en automóviles. Los únicos medios de transporte que conocÃa bien eran los autobuses, que los usaba para ir desde casa hasta el centro de la ciudad el domingo después de comer.
âSe lo agradezco igualmente, señora,â dijo Zamagni, âVolveremos por aquà esta tarde.â
Los dos se despidieron de la señora y de Toby, que no la habrÃa seguido a no ser que cualquiera de los dos lo hubiese acariciado, y regresaron al auto en que habÃan llegado.