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Atropos
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Atropos

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7

El autobús estaba a rebosar a aquella hora de la mañana: muchos estudiantes iban a la escuela y ocupaban la mayor parte de los asientos. El hombre, de todas formas, no tenía ningún problema para quedarse de pie, porque sabía que el trayecto que haría sería bastante corto.

En cuanto llegó a la parada más próxima a su destino descendió y se puso a andar a lo largo de la acera.

Atravesó la circunvalación y comenzó a recorrer la Calle Mayor en dirección al centro de la ciudad. Casi ciento cincuenta metros más adelante giró a la derecha para llegar a vía San Vitale y entró en un negocio de flores que había debajo del pórtico.

“Buenos días,” dijo, “Estoy pensando en comprar algunas flores, ¿las entrega a domicilio, verdad?”

“Por supuesto”, respondió la muchacha.

“Muy bien.”

“¿En qué tipo de flores está pensando?”

“Crisantemos,” respondió el hombre, “Un bonito ramo de crisantemos.”

La muchacha quedó un momento sin decir una palabra, pensando en la petición, a continuación se puso a preparar el ramo.

“¿Sería posible hablar con el dueño de la tienda?”

“En estos momentos no está.”

“¿Cuándo lo podría ver?”

“Por lo general pasa por la tienda en el transcurso de la tarde, ya casi de noche.”

“¿Todos los días?”

“Habitualmente sí, a menos que tenga algún compromiso que no se lo permita.”

“Gracias por la información y las flores. ¿Puede tenerlas aquí hasta esta tarde?”

“Por supuesto.”

“Bien, entonces hasta la tarde.”

“¿Se conocen?” preguntó la muchacha, refiriéndose al dueño de la tienda y al hombre que lo estaba buscando. “Si me llama, quizás puedo decirle que usted ha pasado por aquí y que pasará al final del día.”

“No se preocupe, no hay problema. Puedo pasar tranquilamente, aunque no le diga nada.”

La muchacha asintió, y después de que el hombre se hubiese ido, algunos minutos más tarde, pensó en su extraño comportamiento.

Aquella tarde, sin que la muchacha hubiese dicho nada sobre la visita matinal del hombre, este último y el dueño de la floristería hablaron durante casi una hora en un bar que había al lado de la tienda.

Cuando los dos se despidieron, el florista reentró en la tienda, cogió el ramo de crisantemos y lo repuso en la pequeña habitación que había al fondo del local.

8

El inspector Zamagni y el agente Finocchi se dividieron las tareas: uno contactaría con los amigos de Lucia Mistroni mientras que el otro hablaría con los parientes.

Por el momento, lo más importante era encontrar información sobre la muchacha y las personas con las cuales tenía un contacto más íntimo.

Los posibles avances llegarían en su momento, como una consecuencia lógica.

Comenzaron por la mañana temprano, telefoneando a cada una de las personas para programar los encuentros: esto serviría, además de para obtener alguna información de utilidad, para conocerles y hacerse una idea preconcebida de ellos.

Stefano Zamagni consiguió hablar, en el mismo día, con Dario Bagnara y Luna Paltrinieri.

Los dos, le dijeron, eran desde hacía mucho tiempo amigos de la muchacha muerta, y ambos quedaron mudos cuando supieron la noticia.

El señor Bagnara era un agente inmobiliario que trabajaba en una agencia en vía de la Barca.

Él y el inspector se citaron en la oficina del primero, a donde Zamagni llegó puntual a pesar del tráfico.

“Buenos días, ¿es usted Dario Bagnara?” comenzó Zamagni.

“Sí, soy yo.”

“Encantado de conocerle. Me llamo Zamagni… Stefano.”

“Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle? Preguntó el agente inmobiliario. “Para mí ha sido un golpe durísimo. Todavía estoy conmocionado. Estaré encantado de ayudarle en todo lo que sea posible.”

“Gracias,” dijo Zamagni, “Mientras tanto, podría contarme cómo había conocido a Lucia y desde cuánto tiempo se conocían.”

“Desde hace mucho tiempo,” respondió Bagnara, “Éramos compañeros en el instituto.”

“Entiendo. Por lo tanto puedo imaginar que os conocíais muy bien.”

“Sí, claro.”

“¿Y una vez que terminasteis en el instituto? ¿Habéis seguido viéndoos habitualmente?”

“Sí, aunque no con mucha frecuencia. Organizábamos algunas cenas, entre amigos. Yo, ella y Luna, otra compañera del instituto. Digo que no muy frecuentemente porque, desde el momento en que se había prometido a Paolo, ocurría a menudo que saliesen ellos dos solos.”

“¿Cuál ha sido la última vez que os habéis visto?”

“La semana pasada. Estábamos los tres. Generalmente cuando quedábamos no venía Paolo.”

“¿Por qué?”

“Lo habían decidido así. Era una salida con amigos, sin novios ni novias.”

“También Paolo… Carnevali, ¿quiere decir?... ¿También él estaba conforme con este acuerdo?”

“Sí, quiero decir también él. Al comienzo no estaba muy de acuerdo con esto de que nos viésemos los tres solos, quizás por celos… no sé decirle. Después, sin embargo, parece que consintió sin problemas.”

“Comprendo. Antes mencionó a… ¿Luna?”

“Sí, Luna Paltrinieri. ¿Ha hablado con ella?”

“No, todavía no, pero tengo una cita con ella en el bar donde trabaja dentro de una hora.”

Dario Bagnara asintió.

“También ella es una muchacha muy educada.”

En ese momento entró un cliente potencial que preguntó se podría hablar con algún empleado de la agencia inmobiliaria. Estaba buscando un piso en venta.

“Un momento tan solo y le atiendo”, le respondió Bagnara y, volviéndose a Zamagni: “Si quiere puedo decirle a la señora que vuelva más tarde.”

“No se preocupe, haga con tranquilidad su trabajo. Nos veremos pronto.”

El agente inmobiliario dio las gracias a Zamagni y, mientras el inspector salía, pidió a la cliente que se sentase.

A la hora establecida Stefano Zamagni llegó al bar de Luna Paltrinieri, en la vía Andrea Costa, relativamente cercano a la agencia inmobiliaria donde trabajaba el señor Bagnara.

“Buenos días, ¿es usted Luna?” preguntó Zamagni cuando no había clientes.

“Sí, soy yo”

“Inspector Zamagni.”

“Encantada de conocerle. ¿Le apetecería un café?”

“Con mucho gusto, gracias.”

La muchacha le preparó el café y se lo sirvió con un sobrecito de azúcar blanco, uno de azúcar de caña y uno de miel.

Mientras bebía el café amargo Zamagni dijo: “Necesito hablar con usted de Lucia Mistroni.”

“Haré todo lo posible por ayudarle.”

“Gracias. Mientras tanto, ¿podría decirme cómo era su relación con la muchacha? Sé que erais compañeras en el instituto.”

“Es verdad. ¿Por quién lo ha sabido, si puedo preguntar?”

“Hasta hace poco estuve hablando con el señor Bagnara. Fue él quien me dijo que los tres habíais ido juntos al instituto. Espero que no le resulte un problema.”

“Entiendo. No, por supuesto que no es un problema.”

Zamagni bebió el último sorbo de café y la camarera, después de haber puesto la tacita, el platito y la cucharilla en la cesta del lavavajillas, contó al inspector que efectivamente ellos tres habían sido compañeros en la escuela, que habían conectado desde el principio del primer año escolástico y habían mantenido la amistad incluso después de haber pasado la selectividad. Cada uno con su propio trabajo habían conseguido verse por lo menos una vez a la semana, durante el fin de semana.

“Con respecto al trabajo, ¿me sabría decir donde trabajaba la señorita Mistroni? Su madre no ha conseguido precisarlo.’”

Le dijo el nombre de la empresa y que trabajaba como jefe de departamento de marketing con el extranjero, después añadió: “Me debe perdonar, pero hablar de ella me entristece muchísimo.”

Y comenzó a llorar.

“La entiendo perfectamente y siento mucho todo lo que ha sucedido. Nosotros, por desgracia, debemos continuar haciendo nuestro trabajo y encontrar al culpable.”

“Lo sé,” dijo la muchacha, añadiendo a continuación. “Espero que lo encontréis pronto.”

“Eso espero.”

“Gracias.”

“De nada,” dijo Zamagni. “¿Podemos contar con su ayuda cuando la necesitemos?”

“Por supuesto.”

“Perfecto,” le agradeció el inspector. “Creo que por ahora es suficiente. Vendré aquí cuando necesite hablar con usted de nuevo.”

“Lo esperaré.”

Zamagni se despidió de la muchacha con una sonrisa y salió del bar con la viva esperanza de poder resolver el caso.

Quedaban todavía dos amigos de Lucia Mistroni por interrogar, entretanto le había llegado un nuevo dato: enseguida podrían visitar al empresario que la había contratado. Durante el recorrido en coche hasta su oficina, Stefano Zamagni se preguntaba cómo estaría yendo la búsqueda de información del agente Finocchi.

9

El agente Finocchi se ocupó de hablar con los parientes de Lucia Mistroni.

La madre le había hablado sólo del hermano Atos, un tío y una prima.

Resultó que todos habían sido informados de la desgracia por medio de la señora Balzani y, cuando el agente consiguió hablar con el hermano, este se puso a llorar diciendo que no había podido parar de hacerlo desde el momento en que había conocido la noticia.

Vivía solo en vía San Felice, en un piso pequeño pero funcional.

“¿Puedo hablar con usted sobre su hermana Lucia?”, preguntó el agente Finocchi después de presentarse.

“Claro, siéntese por favor.”

Se sentaron en la sala de estar, con la luz de la mañana que iluminaba la habitación a través de los vidrios de la ventana.

“¿Qué tal eran las relaciones entre los dos?” quiso saber el agente.

“Diría que fantásticas, aunque últimamente no nos veíamos a menudo porque yo he tenido que estar viajando mucho debido al trabajo.”

“Entiendo. ¿Cuál es su trabajo, si puedo saberlo?”

“Instalo máquinas automáticas. A menudo cambio de ciudad y cada vez permanezco fuera de casa al menos una semana.”

“Debe ser un trabajo muy interesante, al menos por el hecho de viajar y ver siempre sitios nuevos.”

“Lo sería si tuviese un poco más de tiempo para visitar las ciudades en vez de estar encerrado en una empresa montando una máquina automática desde la mañana a la noche. El único momento de relax que tenemos es por la noche, cuando vamos a cenar y probamos la gastronomía local.”

“Sin duda un trabajo muy exigente,” asintió Finocchi, “¿Cuándo ha sido la última vez que se han visto, usted y su hermana?”