banner banner banner
El Secreto Del Relojero
El Secreto Del Relojero
Оценить:
Рейтинг: 0

Полная версия:

El Secreto Del Relojero

скачать книгу бесплатно


Mrs. Greyson, la anciana dueña de Lakeview Bed & Breakfast, un albergue que cumplía solo dos de sus tres nombres,

con su mirada severa, estaba esperando en el sombrío recibidor cuando Slim entró a través de la puerta principal. Helado y dolorido por el largo paseo y todavía asustado por lo cerca que un Escort con un motor revolucionado había estado de hacerlo picadillo, había esperado evitar una disputa al menos hasta después de haberse duchado.

—No lo he decidido todavía —dijo—. ¿Puedo contestarle mañana?

—Es que necesito saber si puedo alquilar su habitación.

Slim no había visto ningún otro cliente en ese albergue de cuatro habitaciones. Sonrió forzadamente a Mrs. Greyson, pero, mientras pasaba por delante de ella hacia las escaleras, se detuvo.

—Oiga, ¿no conocerá algún sitio por aquí que haga tasaciones?

—¿Tasaciones? ¿De qué?

Slim levantó la muñeca y agitó el reloj vulgar que había comprado en unas rebajas en Boots hacía un año.

—He pensado que podía empeñar esto —dijo—. Tal vez sea el momento de cambiarlo.

Mrs. Greyson arrugó la nariz.

—Puedo decirle lo que vale eso. Nada.

Slim sonrió.

—Hablo en serio. Era de mi padre. Es una herencia familiar.

Mrs. Greyson encogió los hombros, como si fuera consciente de que estaba mintiendo.

—Estoy segura de que pierde el tiempo, pero si va realmente en serio, encontrará alguno en Tavistock. Tienen mercado todos los sábados. Se vende todo tipo de basura y sin duda encontrará a alguien dispuesto a quitarle eso de las manos por un pequeño importe.

—¿Tavistock? ¿Dónde está?

—Al otro lado de Launceston. En Devon. —Esto último lo dijo arrugando la nariz, como si existir más allá de Cornualles fuera el más horrible de los crímenes.

—¿Hay autobús?

Mrs. Greyson suspiró.

—¿Por qué no alquila un coche? ¿Qué clase de persona viene a Cornualles sin un coche?

«La clase de persona que ya no tiene permiso de conducir», quiso decir Slim, pero no lo dijo. Sus prejuicios ya eran suficientes sin saber su suspensión por conducir ebrio.

—Ya se lo dije, trato de ser responsable con el medio ambiente. Trato de vivir de acuerdo con mi lado ecologista.

—Me alegro por usted. —Otro suspiro—. Bueno, hay un horario en la puerta de su habitación, como le dije antes.

Slim no recordaba si se lo había dicho o no. Es verdad que había algo, pero se había borrado hasta casi hacerse ilegible y probablemente estaría desactualizado desde hacía años.

—Gracias —dijo, lanzándole una sonrisa.

—Sinceramente, no sabe la suerte que ha tenido de que First Bus haya empezado a funcionar en el norte de Cornualles. Hasta ahora, solo había un autobús a Camelford en toda una semana. Salía a las dos de la tarde el martes y tenías que esperar una semana para volver a casa. ¿Se imagina atrapado en Camelford una semana? A cualquiera le basta con una hora.

—¿Tan malo es?

Mrs. Greyson no apreció el sutil sarcasmo de Slim.

—Han tenido una circunvalación durante años. Al menos ahora los autobuses van dos veces al día. Fue Blair quien lo arregló. Las cosas han ido a peor desde que volvieron los conservadores. Fueron a por la piscina de mar de Bude, luego los baños públicos de…

—Gracias, Mrs. Greyson —dijo Slim.

Mrs. Greyson se volvió hacia la cocina, aún moviendo la boca en silencio, mientras las palabras seguían cayendo como gotas de un grifo que pierde agua, con sus manos mezclando torpemente un fajo de sobres de facturas y extractos bancarios. Slim empezó a creer que la conversación había terminado, cuando ella se detuvo y se volvió hacia él.

—¿Va a salir a cenar otra vez esta noche?

Penleven solo tenía una tienda que cerraba a las seis y un pub que dejaba de servir comida a las ocho y media. Tenía media hora para llegar a su mesa solitaria en el comedor o serían unos fideos precocinados y un sándwich de atún por tercera noche seguida. Aunque Slim tenía sus motivos para extender su estancia en Cornualles, vivir de acuerdo con su sobrenombre no era uno de ellos.

Asintió.

—Creo que sí —dijo.

—Bueno, no se olvide de la llave —dijo, algo que le había dicho todas las noches de su estancia de tres días—. No me voy a levantar para abrirle.

3

Arriba en su habitación limpia y sorprendentemente grande para una casa que exteriormente era bastante pequeña, Slim sacó el reloj de su mochila y lo desenvolvió de la bolsa de plástico.

No sabía nada sobre relojes. Su último piso solo tenía uno de plástico barato que se había dejado el anterior ocupante y para saber la hora siempre usaba su viejo Nokia o una sucesión de relojes de pulsera de rebajas hasta que estaban tan arañados que no permitían ver la hora.

El reloj era una caja cuadrangular con el diseño de una casa de invierno, con un tejado apuntado y en voladizo y un agujero debajo para un péndulo inexistente. La esfera del reloj, con sus números romanos de metal ligeramente dañados, estaba rodeada de espirales y tallas: dibujos de animales y árboles, símbolos que tal vez representaran el sol y la luna o las estaciones. En un semicírculo debajo de la esfera del reloj había una cinta delgada que mostraba una luna mirando hacia arriba o tal vez una herradura inacabada. Había unos arañazos ilegibles sobre su superficie. Todo el reloj estaba barnizado con una densa primera capa, que tendría que haberse lijado cuando el diseño se hubiera terminado y perfilado.

Slim sacudió confundido su cabeza. Nunca había encontrado antes un reloj hecho a mano. Si alguien se había tomado el tiempo para crear algo tan complejo, ¿por qué envolverlo en una bolsa y enterrarlo en el páramo?

Curiosamente, a pesar de la falta de péndulo, seguía funcionado, aunque las manecillas estaban un par de horas adelantadas (ahora mostraba casi las once) y la parte inferior estaba bastante dañada por el agua allí donde se había desgarrado la bolsa. Slim trató de retirar la parte de atrás para mirar dentro, pero estaba fuertemente atornillada, no tenía herramientas y no quería molestar a Mrs. Greyson de nuevo. Aun así, la madera tenía el olor a quemado de la turba, así como a vieja humedad. Slim podía pensar fácilmente que el reloj era más viejo que sus propios cuarenta y seis años.

Slim tomó un trapo húmedo del lavabo y limpió el reloj. El barniz rápidamente mostró un brillo imperial a medida que la arena y el polvo desaparecían. Los detalles de las tallas se hicieron más visibles: ratones, zorros, tejones y otros elementos de la fauna salvaje británica escondidos entre las curvas y los arcos pulidos de los árboles. Con el firme tictac del mecanismo del reloj sugiriendo un conocimiento mecánico igual al artístico, quienquiera que hubiera construido este reloj lo había hecho con un gran orgullo y con un nivel excepcional de habilidad.

Slim dejó el reloj encima de la cómoda junto a su cama cuando tomó su abrigo. Era la hora del paseo nocturno al pub local, ojalá a tiempo para las últimas comandas. No le apetecían los fideos precocinados por tercera vez consecutiva. No era que los odiara, sino que la pequeña tienda del pueblo solo tenía un sabor. La noche en que había subido de nivel y comprado una lata de alubias y salchichas, había descubierto que habían caducado hacía tres meses.

Mientras andaba bajo la ligera lluvia que era habitual en Bodmin Moor en sus alrededores después de caer la noche, no podía dejar de pensar en el reloj.

Si hubiera encontrado una bolsa de oro, no podía haber sido más misterioso.

4

—¿Quién es usted realmente, Mr. Hardy? —dijo Mrs. Greyson, reteniendo su desayuno, como si su entrega dependiera de su respuesta—. Quiero decir, está aquí como mi huésped en medio de la nada durante semanas y todo lo que hace cada día es pasear por las montañas o dar vueltas por el pueblo. ¿Está aquí por alguna razón concreta?

Slim se encogió de hombros.

—Soy un alcohólico en rehabilitación.

—¿Y aun así cena todas las noches en el Crown?

—Llámelo penitencia —dijo Slim—. Me enfrento a mis demonios personales. Además, siempre me siento en el comedor, sin ver el alcohol.

—¿Pero por qué aquí? ¿Por qué está en Penleven? Si no hubiera advertido su incapacidad para recordar cosas básicas como llevarse su llave del portal cuando se va, podría haber pensado que es un espía que esconde.

Slim se encogió de hombros.

—No me puedo pagar un viaje al extranjero. Y siempre me ha atraído Cornualles, especialmente las partes frías, oscuras y anodinas que evita la mayor parte de la gente.

—Bueno no hay nada que cumpla mejor con eso que Penleven —dijo Mrs. Greyson con un aire de ligera decepción, como si una vez hubiera tenido una oportunidad de irse, pero la hubiera dejado pasar—. Solo hay unas doscientas personas en el pueblo, pero al menos no somos un pueblo fantasma como muchos de los de la costa.

—¿Pueblos fantasma?

—Boscastle, Port Isaac, Padstow… todos son sitios de vacaciones. Activos durante el verano, desiertos en invierno. Puede que no seamos muy animados, pero al menos siempre hay una cara amistosa en la tienda o el pub.

Las veces que se había aventurado en la barra del Crown para pedir su comida, Slim había visto pocas caras amistosas, pero muchas tristes, tiradas sobre sus pintas de cerveza, mirando al vacío. Tal vez fuera el invierno: por la noche el viento aullaba, haciendo temblar su ventana lo suficientemente fuerte como para que a veces temiera que se saliera de la pared y la noche era muy oscura en el camino hacia el albergue, no era la oscuridad de la ciudad a la que Slim estaba acostumbrado. O tal vez fuera que había poco de qué hablar en esos lugares. Slim no tenía cobertura de teléfono hasta que subía más de un kilómetro por la colina por la carretera que se dirigía a la A39, pero para alguien con más por olvidar que por mirar adelante, estaba en un lugar ideal.

Como si renunciara a la caza del fragmento de cotilleo que podría haber elevado su prestigio entre los miembros más lenguaraces de la comunidad, Mrs. Greyson hizo descender el desayuno de Slim y se echó atrás, cruzando los brazos, quedándose a mirar unos momentos antes de darse rápidamente la vuelta y volver a la cocina. Slim se quedó solo en la estrecha zona de comedor del albergue: tres mesas tan apretadas contra las paredes que estaban marcadas sobre el papel pintado y una flotando en medio, como si estuviera olvidada. Mrs. Greyson, en una especie de acto de desafío contra su descaro por cargarle sus asuntos, preparaba el lugar menos deseable de todos para Slim cada mañana, en una mesa atrapada detrás de una puerta del recibidor. La carta, con tres de las cuatro opciones tachadas, constaba solo de repollo hervido y frito con el acompañamiento ocasional de unas alubias estofadas. Slim tenía tantos gases que tenía que dejar abierta la ventana de su dormitorio por la noche.

Al menos la tostada estaba siempre buena y el café, aunque le faltaba el extra de algo que Slim habría añadido en otro tiempo, era fuerte y sabía como si se hubiera preparado al día anterior, tal y como le gustaba a Slim.

Acabó rápidamente, gritó dando las gracias a Mrs. Greyson y luego se fue antes de que le arrinconara de nuevo. Lo recibió un viento húmedo que soplaba desde Bodmin Moor, a unos tres kilómetros al este, que puso a prueba la capacidad de su cazadora para mantenerlo seco y caliente. Incluso cuando los páramos estaban secos, Penleven estaba envuelto en la misma llovizna, como si fuera el dueño de su propio microcosmos climático.

El autobús llegó unos diez aceptables minutos tarde y le llevó por un aparentemente interminable serpenteo a través de valles boscosos siguiendo carreteras estrechas y sinuosas hasta llegar por fin al valle del bonito pueblo de Tavistock. Ubicado a lo largo de un tramo del río Tavy, era un agradable conjunto de calles históricas rodeadas por tiendas sorprendentemente metropolitanas. Disfrutando de la rara comodidad de la gente, Slim aprovechó la oportunidad para actualizar el viejo jabón del baño de Mrs. Greyson, comprarse una camiseta de H&M y luego almorzar en un Wetherspoons. Al volver a su propósito después de acabar de ver un partido de rugby en una gran pantalla, encontró el mercado cubierto cerca del río y preguntó por algún vendedor de antigüedades. Tres personas le recomendaron Geoff Bunce, el dueño de una tienda de baratijas situada en el rincón nordeste detrás de un bullicioso café.

—Necesito que me tase un reloj —dijo Slim a Bunce, un hombre con la barba blanca, cuyo grosor y vello facial le daban la apariencia de un Papá Noel fuera de temporada, un parecido acentuado por los tirantes que rodeaban su prominente barriga.

—Déjeme que eche un vistazo.

Bunce dio la vuelta al reloj varias veces, canturreando en voz baja con aprecio y contento, mirando demasiado a menudo a Slim y entrecerrando sus ojos con gesto de sospecha.

—¿Le importa que quite la tapa de atrás?

—Claro que no.

Mientras Bunce se ponía a trabajar con un destornillador, Slim se sentó alejándose de su mesa y dejó que sus ojos vagaran por las estanterías y las cajas cargadas de baratijas. No había tantas antigüedades como basura cubierta de polvo de un pasado ya olvidado.

—¿Es usted amigo del viejo Birch? —dijo Bunce de repente.

—¿Qué?

Bunce le mostró un sobre dañado por el agua.

—El Viejo Birch. Amos.

Slim frunció el ceño, preguntándose si Bunce estaba hablando en algún dialecto de la zona. Luego, con una pizca de frustración, el hombre repitió:

—Amos Birch. El hombre que fabricó este reloj. Vivía en Trelee, cerca de Bodmin Moor. Tenía una granja. En sus primeros tiempos, solía vender sus relojes aquí mismo, en el mercado de Tavistock, antes de hacerse famoso. ¿Era amigo suyo?

—Sí, un amigo.

—Bueno, pues supongo que esto le pertenece. —El hombre sacudió el sobre como para recordar a Slim su existencia.

Slim lo tomó, sintiendo de inmediato la delicadeza antigua del papel junto a su humedad. Si tratara de abrirlo, el sobre se desmenuzaría en sus manos y cualquier mensaje que contuviera se perdería.

—Ah, ahí es donde estaba —dijo, lanzando una sonrisa poco convencida al tendero—. Lo estaba buscando.

—Sin duda, Mr…

—Hardy. John Hardy, pero la gente me llama Slim.

—No voy a preguntarle por qué.

—No lo haga. La historia no merece la pena.

Bunce volvió a suspirar. Dio la vuelta al reloj una vez más.

—Está sin terminar —dijo, confirmando lo que ya había supuesto Slim—. ¿Supongo que su amigo Birch se lo dio como un regalo? No podría haberlo vendido en estas condiciones, un hombre con su reputación.

—Parece que lo conocía bien.

—Amigos de la escuela. Amos era dos años mayor, pero no había muchos chicos por los alrededores. Todos nos conocíamos.

—Supongo que eso son las comunidades pequeñas para ustedes.

—Usted no es de aquí, ¿verdad, Mr. Hardy?

Slim siempre había pensado que hablaba con un acento neutro, pero eso le hacía un forastero donde se esperaba que uno tuviera un acento del suroeste del país.

—De Lancashire —dijo—. Pero he estado mucho tiempo en el extranjero.

—¿Militar?

—¿Cómo lo sabe?

—Por sus ojos —dijo Bunce—. Veo fantasmas en ellos.

Slim dio un paso atrás. Una película de recuerdos indeseados empezó a parpadear, lo que le hizo sacudir la cabeza para apagarla.

—¿Usted también fue militar?

—En las Falklands. Cuanto menos hablemos de ello, mejor.

Slim asintió. Al menos tenían algo en común.

—Bueno, supongo que ya le he hecho perder demasiado tiempo…

—Podría conseguir unos cientos por él —dijo Bunce, dándole de golpe el reloj—. Tal vez un poco más si lo subasta. Hay coleccionistas de relojes de Amos Birch, aunque sean pocos. No está acabado y tiene algunos arañazos, pero sigue siendo un reloj original de Amos Birch. Solía tener demanda. Amos fue un artesano antes de que la artesanía estuviera de moda.