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El Metro Del Amor Tóxico
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El Metro Del Amor Tóxico

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El Metro Del Amor Tóxico

Esa tarde en la cena en su casa, un apartamento en via Cernaia, delante de la comisaría homónima de los carabineros y no muy lejos de la comisaría de corso Vinzaglio nos sirvió y, como era normal, tras traer los platos, se sentó entre nosotros una mujer morena de veintinueve años, Carmen, exuberante, simpática y fornida, aunque también analfabeta y con pocas luces, sabía realizar para mi amigo, además de las funciones de asistenta, otras más íntimas. En el ya lejano 1959, con ocasión de la primera invitación a cenar de Vittorio tras nuestro traslado de Génova a Turín, me la había presentado solo bajo la primera función y ella, esa vez, no se sentó con nosotros, pero por el trato confiado que también mostraba me lo sospeché.

—La guagliona14 es de mi Nápoles —, me confió ya esa vez mi amigo, aunque con cierta vergüenza, mientras Carmen estaba en la cocina preparando el café.

—Es una huérfana sin ’na15 lira, que me han mandado papá y mammà16 como fámula: tal vez ya te lo dije cuando llegó —Asentí—. Francamente, estaba cansado de pizzerías y también de estar… solo. Es muy joven… sí, casi de la edad de mi mujer. Ya tengo cuarenta años. Y además ya sabes como son las cosas, que después de un poco… ya estamos… bueno, ya me entiendes. El problema es… que todavía es menor de edad,17 pero para ti tiene su edad —No había podido contener una sonrisa avergonzada y luego dijo—: Vale, ya sé que hago mal, que como católico debería ser casto e incluso que tal vez me esté aprovechando un poco demasiado de esta guagliona, aunque me parece que está bastante contenta con mi afecto y también mi… buen, ya entiendes a qué me refiero. No lo sé, espero que en todo caso el Cielo tenga compasión y perdón.

—Eso espero —respondí mecánicamente sin percatarme de que estaba alimentando sus dudas, que le asaltarían durante años. Me las manifestaría al fin con ocasión de un penoso acontecimiento del que hablaré más adelante. Añadí—: Es verdad que, para vosotros, los católicos, es una vida llena de problemas, para mí ya hay tantas en la vida que, al menos las religiosas, siempre las he dejado a un lado.

—¿No crees en nada? —me interrogó, poniéndose más serio.

—Bueno, hubo un momento en que era completamente ateo. Ahora… no lo sé —respondí vacilante—. A veces… pero al final creo en lo que veo, y en la poesía.

—… ¿Y qué te ordena la poesía? —me apremió—, la musa… ¿cómo se llamaba? ¡Ah, sí! Calíope.

—No, Erato, dado que escribo poesía lírica: Calíope era la musa de la poesía épica.

—... E va bbuo’,18 la musa en general, no importan los detalles, guaglio’.19 No, era solo para decirte que la poesía es como la amistad, me refiero a la verdadera: viene de Dios. De hecho, es una de las señales de la amistad divina.

No se habló más de esa relación Dios-poesía durante años, hasta la última invitación en que, a mitad de la cena, Vittorio me dijo:

—¿Sabes? El premio literario te llega del Cielo, como tu poesía. ¿Recuerdas lo que te dije hace muchos años? Dios es la verdadera y única Musa.

—¿También para los que son como yo?

—¡Se entiende que sí! Pero solo si son puros de corazón y dime, ¿sabes por qué lo verbos no hacen ganar dinero?

—Sé lo que dirían los soldados de monsieur de La Palice20 : «Porque tienen pocos lectores».

—Uh, ¿y chista 'ccà21 ha de esse 'na22 respuesta? No, no lo ganan porque son cosa del Espíritu Santo. Y también te digo que la poesía bella viene a los poetas que tienen el Espíritu: puede que seas también un republicano histórico, no un creyente, pero eres un idealista.

Bueno, me quedé por un momento estupefacto: por la venta de los veinte sonetos a aquel potentado seis meses antes, no había escrito de hecho ni siquiera un verso.

«… Pero no», concluí para mí esa vez, «¡pura casualidad!»

Capítulo V

Tuve la suerte de que, a diferencia de mi amigo, me mantenía delgado y ágil como solía y sentía en el cuerpo la misma fuerza que cuando era más joven, porque en otro caso esa tarde no lo cuento.

Solo faltaban dos días para irme a Nueva York. Hacia las tres de la tarde salí hacia la Gazzetta del Popolo para escribir un artículo para la tercera página. En esos tiempos en que no había Internet, aunque para las revistas se podía usar el correo, para los periódicos, debido a los tiempos más rápidos de publicación, hacía falta acercarse físicamente a la sede; solo los corresponsales en el extranjero tenían el privilegio de dictar telefónicamente el artículo y, algunas veces, también el reportero si la noticia era urgente. Yo, como los demás articulistas, debía entregar físicamente la pieza escrita en casa o redactarla en la sede y yo habitualmente lo escribía en la redacción. Había colaborado antes, siempre como externo pagado por unidad, con uno de los periódicos italianos más importantes, ligur, pero con una edición turinesa, propiedad del financiero Angelo Tartaglia Fioretti, jefe de un enorme grupo económico, pero después de que, aprovechando mi situación de articulista independiente, sin avisar a nadie, empecé a colaborar con el otro periódico, que estaba en contra de los conglomerados económicos y a favor de economía social cristiana, la publicación de Tartaglia Fioretti había dejado de publicar mis escritos. Al preguntarles el porqué, la respuesta fue «exceso de costes». Ni siquiera me dijeron: «Tienes que elegir». Sencillamente me rechazaron, como si fuera un caballo caprichoso de su propiedad al que, sin necesidad de excusas, se deja de montar. Me molestó, tanto más porque había sido el proprio Tartaglia Fioretti el que me había comprado, un par de meses antes, esas veinte poesías para hacerla pasar por suyas ante su amante. Finalmente entendí que, también en esa ocasión, me trató como una cosa que se puede adquirir y tirar cuando se quiera.

El trayecto no era largo desde mi casa en via Giulio: una parte de esa misma calle, luego de pasar por via della Consolata, via del Carmine y unos pocos metros de corso Valdocco, donde el periódico tenía su sede, pero ese día, en la esquina entre el corso y la via del Carmine, ya muy cerca de la mitad del cruce que estaba pasando con el semáforo en verde, un furgón estacionado arrancó de repente dirigiéndose directamente hacía mí. Lanzándome en plancha lo evité, justo a tiempo, limitando los daños a unas manos raspadas y mientras el vehículo huía, conseguí verle la matrícula. Después de escribir mi artículo en el periódico, todavía un poco en shock y pensando que podría tener algún enemigo, me fui a la cercana comisaría a ver a Vittorio. Tal y como pensaba, el furgón había sido robado. En mi denuncia, mi amigo hizo anotar también la agresión anterior, que ya con seguridad no se podía considerar un intento de robo. ¿Podía haber sido el mismo agresor de la otra vez el que intentó matarme? ¿Después de haberse recuperado de los golpes que le había propinado? Por desgracia, no pude ver al que estaba al volante.

—¿No tienes ningún sospechoso? Yo que sé, ¿algún desplante? —me preguntó D'Aiazzo.

—No, me llevo bien con todo el mundo.

—Ya, ya: podría ser la venganza de alguien que hayamos mandado a la cárcel, pero ¿quién? Con todas las investigaciones que hemos llevado a cabo juntos y toda la gente a la que hemos encerrado en la trena… ¡Bueno! En todo caso… tal vez sea mejor que yo también esté en guardia.

Desde ese momento, fui bastante cauto y, hasta mi llegada a Estados Unidos, no me sucedió nada más.

Capítulo VI

Eran las nueve de la mañana, hora de Nueva York.

En el aeropuerto había pasado un control aduanero tan minucioso que tal vez solo lo superaban ciertas inspecciones carcelarias. Habían mirado incluso en el tubo de la pasta de dientes y en el frasco del after shave, Tomando muestras que, pensé, habrían analizado. En realidad, me esperaba un examen atento, aunque no tanto. De hecho, como incluso nuestros medios de comunicación habían referido, dos meses antes en algunos barrios de Nueva York el agua potable salió de los grifos junto a una extraña sustancia inapreciable al gusto, incolora e inodora, puesta por desconocidos en unos de los conductos en una cantidad proporcionalmente minúscula, pero lo suficientemente potente como para hacer que todas las personas que la bebieran quedarse al menos una decena de días en la condición irreversible de toxicodependientes ansiosos de heroína. En las semanas siguientes había pasado lo mismo en San Francisco y Filadelfia. Al mismo tiempo, los medios supieron y contaron que la Policía Federal había sabido, por medio de agentes de la CIA, acerca de un producto químico que los científicos soviéticos parecían haber sintetizado. Alguien en el FBI había tenido la intuición de hacer analizar esas aguas y se había descubierto el compuesto. Se buscó inútilmente el laboratorio que lo fabricaba. Por ello se sospechó que se importaba en secreto. Entretanto, los medios de comunicación, preocupando todavía más a los ciudadanos, se preguntaban: ¿Se trata de una operación de sabotaje por parte de la Unión Soviética? ¿O de los norvietnamitas, con su ayuda? En nombre del hombre fuerte de la URSS, Leonid Ilich Brézhnev, el embajador soviético había enviado una nota de firme protesta a la Casa Blanca, acusando a Estados Unidos de absurdas calumnias.

Al fin libre, me dirigí a la salida para tomar un taxi que me llevara al Plaza Hotel, donde los organizadores me habían reservado una habitación. Pero oí que me llamaba en italiano una bella voz femenina. Era una mujer de unos treinta años, pelo muy negro, muy agraciada y que, a mi izquierda, estaba agitando un pequeño palo con un papel blanco en lo alto con mi nombre y apellido escritos en rojo.

—El poeta Velli, ¿verdad? —me preguntó acercándose y bajando el cartel.

Me paré.

—En persona, señora…

— Miniver: Norma Miniver. Me envía la fundación Valente —Me dio la mano, después de pasar el cartel de la derecha a la izquierda—. Lo he reconocido en cuanto lo he visto. Ya sabe, por la foto en sus libros.

Yo estaba encantado.

—Habla muy bien el italiano —la alabé a mi vez, mientras nos dirigíamos a la salida.

—Soy italo-americana.

—… Pero el apellido…

—Es el de mi marido. El de mi familia es Costante. He dicho Miniver por costumbre. En realidad —me confió sin avergonzarse—, recuperaré el mío dentro de poco: ya vivo sola y estoy a punto de conseguir el divorcio.

En el Plaza, tras las formalidades de la recepción, Norma me precedió con el porteur hasta el interior de la habitación. Junto a la puerta del baño había un cartel en cuatro idiomas, pero no en italiano, que advertía en letras mayúsculas: NO BEBER EL AGUA DE LAS INSTLACIONES HIGIÉNICAS. PODRÍA CONTENER SUSTANCIAS NOCIVAS.

—Estoy a su disposición como hostess durante toda su estancia —me aseguró—, pero ahora supongo que usted querrá refrescarse y descansar. Estoy alojada en la habitación contigua a la suya, para cualquier cosa que necesite.

Me pregunté si entre las necesidades estaban incluidas aquellas que, inesperadamente, me subían del bajo vientre a la garganta en ese momento.

Fue ella quien dio la propina al chico del equipaje. «Hospitalidad completa», pensé, «y ¿quién sabe si está incluido también el apoyo afectivo a este invitado solo y perdido?» Solo le dije:

—Tengo cierta necesidad de ayuda y… consuelo.

Sonrió brevemente, bajando un momento los ojos como si estuviera confundida y luego se dirigió sin prisa hacia la puerta.

—La comida es a la una —se despidió—, aquí lado, en el Cooling's. Aprovecharé para informarle de todo el programa.

Cooling's solo daba comidas frías, insípidas o algo peor. Tomé una galantina de pollo gomosa con un arroz repugnante, casi helado, al curry y una tarta de manzana leñosa. Dejé en los platos buena parte de la comida. Norma Miniver se limitó a un batido verdoso que debía ser saludable, como había dicho, de una consistencia espesa y fangosa, que tal vez tenía el objetivo preciso de hacer pasar hambre el estoico cliente a dieta.

—La ceremonia será en Brooklyn, imagino —le pregunté para enfrentarme inconscientemente a la comida y después de que ella, en unos pocos tragos, hubiera ya vaciado con valentía su enorme vaso.

—No. ¡Allí no!

—Pensaba…

—No, La entrega de premios será en el parque de Villa Valente, en las afueras de la ciudad. Las primeras ediciones sí fueron en Brooklyn, en los años 40 y 50, cuando todavía había muchísimos italianos. Hoy, de Brooklyn, el premio solo tiene el nombre.

Toqué instintivamente con el dedo medio de la mano izquierda la uña del índice de su mano, que llevaba posada desde hace tiempo en medio de la mesa, al lado de mi vaso de agua mineral.

No la retiró.

Al acabar la comida, me propuso dar una vuelta por la ciudad. De hecho, no teníamos nada que hacer hasta las siete de la tarde. La primera cita de mi estancia preveía, para esa hora, un cóctel en el apartamento neoyorquino de Mark Lines, mi editor estadounidense. Por fin nos íbamos a conocer. Tenía familia, pero me iba a recibir solo.

—Se trata de un pequeño ático que tiene como base en la ciudad, donde vive con un criado: la mujer y los hijos viven en el campo, a unas cuarenta millas de aquí y se ve con ellos los fines de semana —me explicó Norma. Luego añadió que también estaban invitados dos de los Valente, hermano y hermana, y algunos otros potentados de la ciudad—: A pesar de sus millones de habitantes, las familias que cuentan de veras son unos pocos centenares y se conocen casi todas entre sí.

Después del cóctel de Lines, iba a cenar con él y mi intérprete en un restaurante vecino de Manhattan y después, libertad para mí para hacer lo que quisiera. Mi asistente tenía dos entradas para un concierto, si quería ir o, si no, que propusiera yo algo. La entrega de premios sería un día después, a las seis de la tarde. Corbata negra, pero, dado el gran calor de esos días, con derecho a ponerse en mangas de camisa inmediatamente después. A continuación, una fiesta en mi honor en el jardín de la villa.

—¿Le llevo por la ciudad, señor Velli o prefiere otra cosa? —Y encendió el motor.

—De momento, preferiría que me llamara Ranieri, incluso Ran, que es más sencillo. ¿Puedo llamarla Norma? —Tuve el impulso de volver a acariciarle la mano, que había puesto sobre la palanca cambio para maniobrar, pero me contuve. Me limité a observar largamente su perfil.

Ella, sin mirarme, respondió:

—Está bien, tuteémonos.

—Me gustaría ver Brooklyn. ¿Qué te parece?

—Okay, Ran.

Capítulo VII

Estábamos ya de vuelta, casi al final de la Brooklyn-Queens Expressway, junto a los muelles y cerca de los puentes.

—… y ahora ¿a dónde queremos ir? —me preguntó Norma.

—A comer algo bueno.

—¿A comer? ¿Tienes hambre?

—No he probado casi nada —Tuve una inspiración. Dando vueltas, me arriesgué a decir—: Si conoces alguna cocina disponible, podría preparar alguna cosilla aceptablemente sabrosa.

—¿Sabes cocinar? ¿Y te gusta? —Su voz sonaba a sorpresa y diversión—: Yo lo odio.

—A mí me gusta y, al menos, sé lo que como, pero ¿dónde encontramos una cocina? —Le rocé el brazo en una levísima caricia.

—En mi casa —sonrió.

Era un pequeño apartamento en la calle 34, junto al Herald Square, en Manhattan, en el bajo de una casa antigua recién pintada. No estaba lejos del hotel. Un bonito apartamento. Desde el salón-recibidor, bastante amplio, con muebles de madera de ébano de estilo inglés del siglo XIX y dos pequeños divanes modernos enfrentados, poco más que sillas, se entreveía a la izquierda, por la puerta que se había dejado abierta, la cómoda del dormitorio, de estilo Luis XV. La entrada a la cocina se veía al fondo a través de una puerta con un arco, toda de madera de nogal. El baño debía estar junto al dormitorio.

—Vivo de alquiler —aclaró Norma—, incluidos los muebles. Hasta el mes pasado vivía en el ático de mi marido, aquí al lado. Arnold también puso el atelier.

—¿El atelier? ¿Qué es, un modisto?

—Pues no —se rio— es Arnold Miniver, el pintor.

Nunca había oído es nombre:

—¿Es famoso?

—¡Muy famoso! —se asombró—. Ha vendido incluso en Italia ¡¿De verdad no lo conoces?!

—Francamente, no —La dejé perpleja—. ¿Puedo entrar en la cocina?

—Oh... claro, estamos aquí por eso, ¿no? —La expresión indicaba una idea muy distinta. En realidad, pensé en cierto momento en abandonar la idea de la comida y pasar de inmediato al cortejo, pero el hambre que tenía y, sobre todo, ese aplazamiento podía ser una buena táctica para aumentar su interés por mí, siempre y cuando yo le mostrara rápidamente el mío.

No tenía mucho en la despensa. Improvisé con ese poco: carne cruda en lonchas finas, pepinillos en vinagre, yogurt, perejil congelado y tomates y me puse a preparar cuatro deliciosos escalopines. Trituré finamente los pepinillos mezclándolos luego con el yogurt en un bol con un poco de sal y un poco de perejil que había descongelado previamente con un momento en el horno. Lo dejé reposar. Entretanto, puse al fuego una gruesa sartén antiadherente, a fuego vivo, poniendo un papel de horno. Cuando se oscureció en los puntos en contacto con el fondo, quité el papel y eché la carne a la sartén. Siempre a fuego vivo, asé los pequeños bistecs durante cuatro minutos por cada lado. Puse sal y serví en dos platos, cubriendo la carne con la salsa fría. Unas rebanadas de tomate de guarnición. ¡Algo sabroso y rápido! Norma, aunque estaba a dieta, se comió toda su ración, alegremente. Sí, creo que también se puede conquistar así a las mujeres, por el paladar.

No sabía que, tal vez en ese momento, algún otro se estaba preparando para pescarme por el paladar, con una bebida y con un objetivo bien distinto.

Capítulo VIII

Nos quedamos en la intimidad hasta casi la hora del cóctel.

Por mí, no habría sido una simple aventura de viaje. Ya al volver al hotel con Norma empecé a entenderlo.

Me había duchado en su casa y en el Plaza me cambié rápidamente de ropa, en un momento, pero igualmente llegamos a casa de Lines con media hora de retraso, los últimos:

—Está bien —me susurró ella en cuanto llegamos, al ver que miraba el reloj—, eres el invitado de honor.

Tal vez no estaba tan bien para el dueño de la casa, al que, en cuanto el criado, un hombre de aspecto frágil de unos sesenta años, de piel mulata, evidente fruto de una combinación afroamericana y europea, nos abrió e hizo entrar, se le escapó un sonriente:

—¡O, por fin! —Pero inmediatamente se corrigió—: ¡Estábamos todos impacientes por conocerlo en persona, señor Velli! —Y, después de estrecharme la mano, volviéndose a los presentes, me aplaudió. Los demás se unieron al aplauso.

El editor parecía tener unos cincuenta años, pelo espeso, entrecano y descuidado, media altura y muy delgado, pero fuerte: me estrechó la mano con energía.

Éramos unos veinte. Los invitados más importantes, como entendí por la actitud de mayor respeto de Lines y supe mejor por Norma, eran ocho: los hermanos Albert y Elizabeth Valente, ambos de unos cuarenta años, multimillonarios en dólares, él patrono del premio heredado de su difunto padre, poeta aficionado, que vivió durante décadas con fama de padrino mafioso, pero que, cuando murió, ya había adquirido la pátina de un financiero honrado; Peter Capponi, un obeso importador de unos cuarenta años, y su esposa Angela, de unos treinta, única mujer presente completamente enjoyada; un tal Vito Valloni, un obeso barbudo de pelo blanco debido a una peluca cana y en punta en la cabeza que le hacía parecer ridículo, hombre de media altura, con más de sesenta años, propietario de grandes almacenes y tiendas, librerías, emisoras de televisión y periódicos en varios estado; el taciturno general Reginald Huppert, jefe de la Policía de Nueva York, con su esposa Liza, mucho más joven que él, de unos treinta años, hermanastra de Lines: muy guapa; Anne Montgomery, viuda, la mujer más rica de Estados Unidos, de unos cincuenta años; su hijo Donald, de aspecto insignificante, no muy alto, de pelo oscuro, que parecía tener unos treinta años, y su administrador y consultor financiero, John Crispy, de unos sesenta años.

—Un extraño idealista, ese Donald Montgomery —me dijo Norma después de salir solos los dos a la terraza—: Es el heredero de una fortuna colosal, pero, después de licenciarse en derecho como quería su madre para que cuidara mejor de sus intereses, se incorporó como funcionario en el FBI. Increíble, ¿verdad?

—Tal vez podía haber escogido algo mejor.

—Pienso lo mismo. En todo caso, los asuntos de la familia siguen siendo dirigidos totalmente, con su comisión, por John Crispy —Lo señaló con un breve movimiento de cabeza: en ese momento el hombre, sentado en un rincón justo a la entrada, estaba tragándose de golpe un brebaje y comiendo aceitunas—. Que no te engañen las apariencias: le llaman «el Caimán» de Wall Street. Trabaja como una fiera manteniéndose sobrio todo el día y hacia esta hora empieza a relajarse bebiendo todo lo que puede. No sé como lo hace, pero no se emborracha nunca.

Me preguntaba cómo Norma, una simple empleada de la fundación, podía saber todas esas cosas. ¿Tal vez a través de su marido?

La respuesta me llegó después de unos minutos. En cuanto volví a entrar en el apartamento, se me acerco rápidamente Liza Huppert, la esposa del general, que me tomó del brazo y me alejó de Norma y me llevó, casi a la fuerza, a la mesa de la bebida.

Al ser la mujer pariente cercana del dueño de la casa, la seguí, aunque fuera a regañadientes, por respeto a nuestro anfitrión.

—¿Es Norma una buena ayudante, señor Velli? —me preguntó en un mal italiano—. ¿Ya le ha enseñado la ciudad?

Asentí mecánicamente con la cabeza.

—Hable en su idioma, señora Huppert, sé inglés. Sí, Norma Miniver me ha resultado muy útil.

Quién sabe con qué cara lo dije. Solo sé que la mujer mostró una sonrisa no muy agradable y, con muy poca educación, me dijo:

—¡Cuidado, dulce poeta! ¿No será que ustedes dos…?

—No —desmentí secamente—. Me ha servido de gran ayuda, eso es todo —Le miré fijamente a los ojos durante un par de segundos, con reprobación: ¿cómo se atrevía?

—Ah —Pareció relajarse, sin mostrar haber percibido mi expresión y, tras lanzar ese sonoro ah, luego me entregó con ambas manos una de las copas de la mesa, la única que contenía una bebida verde que olía a menta y romero, y retuvo la copa y mi mano derecha entre las suyas por un momento, con la evidente intención de acercarse a mí. Luego tomó para ella una copa llena de un vino espumoso rosado y se la bebió de un solo trago—. Sí, pobre chica, ¡no ha tenido suerte! —volvió a decir mostrando en la cara una conmoción ambigua, sin saber esconder su sadismo.

Me molesté y entendí que me había enamorado de Norma.

Le lancé una mirada instintivamente.

Liza Huppert siguió mi mirada y, con una sonrisa amplia y apretándome fuerte la mano libre de la copa, me susurró:

—Sí, pobrecilla: el anterior marido era muy rico, pero después de unos pocos años estaba acabada y cerca de la ruina y el suicidio. Gracias a los amigos Valente, le encontraron un puesto en la fundación y es mejor para ella que quiera conservarlo aun después del nuevo matrimonio.

Me quedé de piedra.

Impertérrita, añadió:

—¿Es posible que no hubiera descubierto, pobre ingenua, las tendencias del marido? Y, aun así, parece que en realidad no sabía absolutamente nada hasta que un día, llegando de forma inesperada su estudio, ¡vaya desprevenido ese pintor!, ¡en su apartamento y sobre su propio piano!, Norma le sorprendió desnudo con un joven y una joven desnudos como él: el maridito y la guarra estaban mordiéndose, él sobre ella con su cosa incrustada en su trasero, mientras a su vez estaba sodomizando al joven: una porquería bisexual.23

Las palabras eran de dura condena, pero Liza las había pronunciado con una expresión en el rostro obscenamente lúbrica y no pude no pensar que ella saboreaba al mismo tiempo la idea de formar parte de una troika similar. Le pregunté:

—Perdóneme, ¿cómo ha sabido esos detalles escabrosos? No creo que Norma fuese por ahí contando los detalles…

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