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Las Sombras
Las Sombras
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Las Sombras

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-No.

-Espera… ¿recuerdas que la abuela nos contaba que su padre era veneciano y estaba iniciado en los secretos de la alquimia? –intervine –todos decían que estaba loca, pero tal vez lo hacían para protegernos.

-Dejad de discutir y prestadme atención, mi maestro me ha dado permiso para relataros esta historia singular: remontémonos al siglo XI, los Monte-Ollivellachio llevan cuatro siglos viviendo en Venecia, le han dado a la ciudad valientes soldados, perspicaces comerciantes y estudiosos de la vida y la muerte, de los misterios de la naturaleza, alquimistas se les llamaba en aquellos tiempos. Época de continuas guerras entre los pequeños estados que nueve siglos más tarde formarían el pueblo italiano; las personas se veían obligadas muchas veces a llevar una doble vida a causa de las persecuciones tanto políticas como religiosas, debido a ello las casas y palacios eran poseedoras de pasadizos y salas secretas que permitían al perseguido desaparecer por un tiempo hasta que los ánimos se calmasen. Esta casa tiene varios. Os haré un plano para que comprendáis bien la historia. Vamos a la biblioteca.

-Por favor. ¡¿Queréis no iros por las ramas?! ¿qué tiene que ver esto con vuestra desaparición, me queréis explicar?-inquirió el comisario Soler.

-Es la historia de las sombras –protesté molesta por la interrupción, ya que era la segunda.

-¡Te pasas! Y luego hablas que si yo esto o lo otro –dijo Sofía.

-Haced el favor de abreviar lo más posible, ateneos a los hechos, estoy demasiado cansado como para aguantar fantasías.

-¡No son fantasías! Es la pura verdad.

-Vale, pero ya lo contarás otro día. Ahora lo que interesa es…

-¡Pero es que es fundamental, no la puedo dejar de lado!

-Hagamos un pequeño descanso, prepararé más café; mientras, ordenad vuestras ideas.

Casi dos horas llevamos hablando y ninguno ha dormido todavía. Realmente hay veces en que la realidad supera a la ficción, nunca antes me había visto involucrado en un caso como este, ni hubiese soñado que me podría ocurrir. No les oigo hablar, pongo el café al fuego y regreso a la sala. Se han quedado dormidos, no me extraña, les voy a imitar, pero antes comeré algo y apagaré el gas.

Un inglés ¿de vacaciones?

El charter proveniente de Venezuela acababa de aterrizar, en el venía la primera tanda de emigrantes de vacaciones, él también; llamaba la atención por su estatura, era largo y fuerte, su cara morena contrastaba con el pelo castaño claro, miraba de forma directa y su franca sonrisa era su mejor presentación, al instante se pensaba es americano. Pero era inglés. No era la primera vez que hacía este viaje; tampoco era un simple turista con dinero para gastar, aunque resultaba conveniente que la gente lo viese de esa manera. Su equipaje, anodino y vulgar, se componía de una mochila enorme, la cámara de fotos colgada al cuello y un bolso de mano de una agencia de viajes. Cogió un taxi, y dio al conductor la dirección de una pensión ubicada en el centro de la ciudad, cerca de la playa y los jardines, pagó y, cogiendo todos sus bártulos, se dirigió hacia un portal anejo a una tienda de radios, calculadoras, relojes, etc., llamó al timbre:

-¿Quién es?

-Mister Robinson, tengo reservada habitación, ¿OK.?

-Pase-contestó la voz al tiempo que se oía el sonido del portero automático.

Subió por la estrecha escalera hasta el segundo piso donde le esperaba el dueño de la pensión, un hombre bajo, de complexión media y un tanto entrado en carnes, amable, hablaba con un marcado acento gallego. Se conocían desde hacía cuatro años, cuando por primera vez arribó a estas tierras:

-¿Qué tal el viaje, cansado?

-Sí, ¿es la misma habitación? –preguntó mientras firmaba en el registro.

-Por supuesto, la que da a la calle, ¿no?

-No hace falta que me acompañe, por favor avíseme a las doce.

-Vale señor, que descanse.

-Gracias. Buenas noches.

-Buenas noches.

Realmente estaba derrotado, abrió el bolso de mano y sacó de él un pijama de verano azul marino, de esos que vienen con un pantalón corto; se lo puso y sacó su neceser, que fue a colocar en el armario del cuarto de baño, habían tenido el detalle de ponerle una pastilla de jabón y un tubo de pasta dental, era un buen cliente que se pasaba dos meses todos los veranos allí y había que cuidarlo, pensó. Se metió en la cama, al cabo de cinco minutos estaba profundamente dormido.

-La hora, señor Robinson.

-Gracias-contestó al instante ya que hacía lo menos media hora que se había despertado.

El primer día en cualquier lugar estaba dedicado a recorrerlo tranquilamente, a reconocer los sitios y las personas, a tomar contacto de nuevo con la ciudad. Terminó de guardar sus cosas en el armario, cogió la cámara de fotos y diciendo adiós al dueño salió a la calle. Lo primero era desayunar y se dirigió hacia una chocolatería que habían inaugurado dos meses atrás en la calle de Los Olmos, mientras tomaba una taza de espeso y negro chocolate con churros ojeó los periódicos locales. Nada importante ni que le interesase aparecía en ellos. Pagó lo consumido y se levantó. Lo primero era ir a Información y Turismo. Atajó por la travesía de Primavera y llegó a los jardines, el puerto, la dársena y sus barcos. Hizo una buena foto de ellos.

Entró en el pequeño edificio y cogió multitud de folletos que guardó en su bolso de mano. Otra vez aquí para hacer el mismo trabajo, le gustaba y esperaba poder seguir haciéndolo. Decidió encaminar sus pasos hacia el Dique Barrié de la Maza, posiblemente por la tarde fuese a ver el castillo-museo que se encontraba camino del Club Náutico. Se rió para sus adentros, no sólo se comportaba, sino que también pensaba como un típico turista, bien, no debería pensar en otra cosa quien le viese, y nunca se sabía quién podía estar vigilándole. Luego algún conocido de Williams se pondría en contacto con él; siempre alguien diferente, y la mayoría de las veces ocurría de forma aparentemente casual. No quería pensar en eso aunque debía permanecer alerta en todo momento. Hacía bastante calor, teniendo en cuenta que aún estábamos a principios del mes de junio y La Coruña nunca se ha caracterizado por su buen tiempo; esta anómala situación empujaba a la gente a buscar el frescor del agua hasta en los sitios más infectos como los alrededores del dique, donde se veía, a ratos, el agua con bonitos tonos azulados y dorados debido al petróleo. Lo recorrió hasta el final. Aquí siempre soplaba el viento. Encendió un cigarrillo y se quedó mirando el mar, subió a la pequeña rotonda desde donde lanzó otra foto a la bahía. Permaneció un rato mirando los yates. Luego emprendió su marcha y regresó bordeando el Hospital Militar, entró en los Jardines de San Carlos, y, como buen turista, hizo una foto a la tumba de sir John Moore, leyó la poesía a él dedicada y se asomó al mirador de piedra, ¡qué pena que todo aquello estuviera tan mal cuidado! Podía resultar un sitio muy agradable. Miró hacia abajo y vio a dos chavales montados en los cañones que defendieron la ciudad hace siglos de los ataques marítimos. Salió de allí y se adentró en la Ciudad Vieja.

Le gustaba aquella parte de Coruña, su imaginación se desbordaba cada vez que entraba en ella, siempre había sido un romántico, por eso cuando William le propuso el trabajo dijo que sí: puro romanticismo. De cualquier manera, procuraba no dejarse llevar por él muy a menudo, en el pasado había metido la pata frecuentemente debido a ello. La Plaza de María Pita y el Ayuntamiento. Recordó lo ocurrido hace dos años, ¡qué fácil había resultado entrar y salir sin que nadie lo viese!, hizo otra foto. Representaba su papel a la perfección, hizo una pausa en una de las terrazas de los soportales dejándose timar un poco y luego con andar decidido, se internó en la calle de los vinos. Recorrió unas cuantas tascas, comió copiosamente en una de ellas, luego regresó a la pensión pues tenía que escribir una carta y varias postales, una de ellas a Williams. Dedicó al menos una hora a esta labor, escribía rápidamente y con claridad; él mismo echaría las cartas al correo. ¿Qué cara hubiese puesto el encargado de la oficina postal al ver doce postales escritas en otros tantos idiomas? Era un camaleón de la lengua, podía, no sólo hablar a la perfección muchos de esos idiomas sino incluso imitar el acento de cualquier sitio con sólo oír antes una breve conversación. Se adaptaba con una facilidad asombrosa, razón por la cual William lo había reclutado. Siempre había sido un buen imitador. Caminaba pensando en todo lo que había hecho hasta ahora: en el principio, cómo conoció a William, sus primeras misiones, sus éxitos y fracasos, en cómo le engañaron como a un chino y cómo aprendió a no confiar en todo el mundo por sistema; le ocurría automáticamente antes de emprender un nuevo trabajo, no podía evitar pensar en el pasado. Después se dirigió al castillo de San Antón, aún tardarían en abrir así que se metió en la Taberna del botero, se entretuvo jugando una máquina, luego fue a sentarse en los muros, observó cómo la lancha del práctico del puerto guiaba a un ferry. Por fin abrieron, pagó la entrada, más bien simbólica, y se dispuso a visitar la celda en la que estuvo preso su compatriota. Le gustaba aquel sitio, tan inocente, siempre lleno de turistas y de padres con sus hijos. Le gustaban especialmente las fotos antiguas que se exponían en el piso de arriba, se imaginó el castillo cuando todavía no estaba unido a tierra y la única forma de entrada a la ciudad eran aquellas puertas del mar, con sus escudos labrados, llegando los pasajeros de los barcos en botes hasta ellas. Por tradición había tirado una moneda al aljibe y pedido un deseo. En la terraza sacó varias fotos, una pareja de alemanes le pidió que les fotografiase juntos, a su vez él les sacó una sin que se diesen cuenta, nunca se sabía quiénes podían ser: si turistas inofensivos o tal vez…Salió de allí. Su próxima visita sería a la Torre de Hércules, ¿se habría ya instalado su amigo el vendedor de helados?, posiblemente sí. No cogió ningún autobús, disfrutaba caminando, además era la única forma de conocer una ciudad y su gente. Y sobre todo, estaba su contacto; deambular por las calles era la manera de encontrarse, era muy importante el asunto, debía parecer todo producto de la casualidad, esa era la clave del éxito: el azar controlado. ¡Qué horror! ¡Estaba empezando a pensar como William! Era un buen amigo y lo apreciaba, tal vez un poco demasiado estirado para su gusto, y además carecía de imaginación, siempre tan práctico, demasiado con los pies en el suelo; dudaba que algún día fuera a convertirse en uno de esos tipos que parecen maniquíes andantes como lo definía un compañero de trabajo, a él le sobraba imaginación.

Todavía era temprano, decidió bajar un rato a la playa del Orzán a darse un baño y tomar un poco el sol; no tenía prisa y allí permaneció más de una hora, cuando decidió que era el momento de ponerse en marcha aún quedaba gente en la playa. Como la mayoría se dirigió a la calle de los vinos, el baño le había abierto el apetito y estuvo en algunas de las tascas; era un maniático de las máquinas de flipper y en Pacovi tenían una que le encantaba, echó veinte duros, pidió un ribeiro blanco y se puso a jugar, al rato se le acercó una muchacha de pelo corto, vestía unos vaqueros, camiseta y zapatillas de deporte, que le pidió fuego, la atendió y entonces ella le dijo:

-No funciona muy bien, ¿verdad?, ya se sabe estas máquinas americanas…

Era la señal esperada, de cualquier modo tenía que asegurarse que era el contacto de Williams, así que habló a su vez.

-La mayoría de las veces es culpa del que juega, que no la comprende.

-Cierto. Y los ingleses suelen ser mejores que los americanos. Acaba de llegar, ¿verdad?, ¿conoce la ciudad?, puedo enseñársela, le aseguro que se lo pasará bien, soy de aquí y puedo llevarle a muchos sitios.

-No me vendría mal un guía –contestó, seguro de no equivocarse de persona.

Pagó y salieron juntos. Ella le ofreció un cigarrillo que aceptó; no era demasiado alta, de constitución atlética, tez morena y mirada inteligente, aquella cara tenía personalidad. Ella le miró con interés y después de dar una chupada a su cigarrillo dijo:

-Me llamo María del Mar, eres inglés ¿verdad?.

Él contestó afirmativamente.

-Tengo una tía que vive en un pequeño pueblo, en St. Mary Mead, ¿lo conoces?

-Sí, casualmente también yo tengo una tía que vive allí.

-A lo mejor son vecinas.

-Es probable, mi nombre es Steven.

El nombre del sitio en que la escritora de novelas de intriga por excelencia había ambientado gran parte de sus relatos era la contraseña final, la prueba definitiva de que aquella muchacha era su enlace. Todo había salido como planeara William, por eso le había facilitado su nombre. Era increíble la cantidad de gente que conocía ese hombre, de lo más variopinto. La misión había comenzado. Pasearon durante horas por la ciudad, bebiendo y tomando tapas, entrando y saliendo de las tascas, como la mayoría de las personas a su alrededor; hablaban de Inglaterra, de sus vidas, de la ciudad, de los planes que le tenía preparado María con el objeto de que pasase una estancia agradable y viese todo lo que había que ver. Él conocía muy bien la zona pero representaron sus respectivos papeles: él, un turista inglés perdido ante las ofertas de una región en fiestas, con tiempo y dinero para gastar; ella, una muchacha solitaria y amable siempre a la caza del turista, enamorada de su tierra y deseando mostrar al extranjero que allí se lo podía pasar muy bien. Y cuando llegó la hora se fueron al Orzán, a la zona de copeo, donde iban todos cuando las tascas comenzaban a cerrar, ya de madrugada. Estuvieron en varios de los pubs, él creyó reconocer a alguien entre la multitud que ocupaba las calles pero no le dijo nada, luego María propuso dar un paseo por la playa y allá se dirigieron cogidos, entrelazados los brazos en actitud de borrachos que no pueden sostenerse a menos que tengan un apoyo, semejaban una más de las parejas a las que les ocurría lo mismo.

En realidad estaban un poco achispados pero no tanto como querían hacer creer a la gente; de cualquier manera, se lo podían permitir, era su primer día de contacto y entraba en los planes que ocurriese así, todo debería ser de lo más corriente y vulgar. Bajaron por las escaleras, se quitaron el calzado y fueron hacia la orilla, se refrescaron con el agua del mar y comenzaron a andar cogidos de la mano. ¡Cuantas parejas habían comenzado así su noviazgo! Esa era la idea, el truco perfecto para que no se extrañasen de verlos juntos, un amor de verano. No había nadie más y, sintiéndose seguro de no ser escuchado por nadie más que ella, dijo:

-¿Qué ha pasado?

-Hamid ha dicho que están preparados, pronto tendremos que actuar. Lo han encontrado por fin y hay mucha gente detrás de ello, será aquí, en Coruña, eso fue lo que le dijo a William en el último mensaje, hace tres días, y que será este mes. Nos avisará por radio, tiene un programa en una emisora local.

-¿Cuál es el plan, cómo nos enteraremos de que ha llegado el momento?

-Por medio de un disco –contestó mientras sacaba del bolsillo del pantalón un paquete de cigarrillos sin filtro, cogiendo dos ofreció uno a Steven, que aceptó, y después de darle una larga chupada continuó hablando –mañana debo llamarle y pedirle una determinada canción de un grupo concreto, y él sabrá que estamos preparados: El plan de Alaska y los Pegamoides. Entonces él hará como que tarda un par de días en encontrarla, si la emite esa misma noche nos veremos aquí, en la playa, y nos transmitirá las últimas órdenes de Williams; si no puede o se siente vigilado o imposibilitado para actuar cambiará de canción y pondrá La línea se cortó.

-Así que, ¿no podemos hacer nada hasta dentro de un par de días?

-Tan sólo representar el papel que nos han pedido –dijo volviendo a andar.

Se cogieron otra vez de la mano, se habían serenado un poco, arriba la gente hablaba y reía, pasando de un pub a otro, ellos continuaron su paseo, de repente Steven se paró y la miró a los ojos, le gustaba aquella chica, tenía algo indefinido que le atraía, ella aguantó la mirada con firmeza y curiosidad, él la cogió de la cintura y la atrajo hacia sí, quien los viese desde el paseo pensaría en una pareja de novios. Parecía todo tan inocente. Luego desasiéndose volvieron al bullicio. Entraron en un pub, pidieron cerveza y subieron a jugar un billar; él jugaba muy bien y le enseñó algunos trucos. Fueron un par de partidas más tarde cuando Steven creyó ver de nuevo aquella cara conocida, miró hacia abajo mientras ella estaba concentrada en el juego, había demasiada gente, no estaba seguro pero su instinto le decía que no se equivocaba, aunque no pudiese en ese momento reconocer a la persona. Se acercó a ella y en voz baja le informó de sus sospechas, no le dieron la menor importancia, más tarde quizás se plantearan el descubrir quién los seguía, no deseaban llamar la atención. Quien quiera que fuese no conocía a María y podía pensar que todavía Steven no había contactado con su enlace, si asumían bien sus respectivos papeles despistarían a quien les observase. Acabaron la partida y pagaron la consumición, luego la acompañó a su casa y cogiendo un taxi volvió a la pensión.

La playa es un buen sitio para morir

Dio dos vueltas en la cama, casi estaba despierta pero le gustaba remolonear un rato antes de levantarse, había que aprovechar que la habían dejado sola y que no se encontraba nadie en casa para gritarle ¡es la hora!, comenzó a pensar en Steven, en lo bien que lo habían pasado estos días rulando de aquí para allá, recordaba…

-¡Buenos días, queridos radioyentes! Los cuatro jinetex del Rock-polisis comienza su emisión, vuestro amigo Hamid os hará pasar una mañana de lo más marchosssa, tenemos cuatro horas por delante para disfrutar de la mejor música del momento, sin olvidarnos, por supuesto, de los maestros…¿cómo, qué no sabes a qué me refiero?, ¿qué es la primera vez que nos escuchas?. Pero ¡eso es imperdonable! Espero que a partir de ahora, ya, subsanes tu desconocimiento y te enganches a escuchar el magazín más enrollado de todo el noroeste del país. Vamos a ponernos las pilas escuchando a uno de los grandes: Deep Purple. ¡Control! ¿Preparado? Pues ahí tenéis el Child in time del MADE IN JAPAN.

¡Qué susto! Había olvidado que había programado la radio para que la despertase, rápidamente saltó de la cama y bajó el volumen, aunque no demasiado, cogió ropa limpia y se dirigió a la ducha.

Mientras, en la radio, Hamid manejaba con soltura los controles, hacía el programa solo pero el hablar en plural daba impresión de profesionalidad al oyente. Dentro de una hora empezarían las llamadas, una de ellas…ya tenía preparado el disco, pronto estarían en acción…pero no debía pensar en eso, debía concentrarse en el programa. Después de estar cuatro años rulando de emisora en emisora y llevando a cabo pequeños trabajos, proyectos, controles y algún que otro guión, le dieron la oportunidad de desarrollar sus ideas. Llevaba un año en antena con Los cuatro jinetex del Rock-polisis y desde hacía dos meses se había convertido en un magazín diario, tenía que trabajar duro para a mantenerlo a flote pero no le importaba porque disfrutaba con todo esto. El tema estaba a punto de terminar, fue bajando la música y abrió micrófono:

-¡Tope! Bien, os voy a contar lo que haremos hoy: en primer lugar me voy a dar el gustazo de poner la música que más me mola, es como sabéis la sección yo, yo, yo y nadie más que yo, de vez en cuando os tengo una sorpresa, hoy también, estad muy atentos porque os voy a preguntar algo con respecto a…no os lo voy a decir, así que tenéis que escucharme. Luego vendrá la sección Babilonia: podéis llamar todos los que queráis haciendo peticiones de lo que más os gusta. A continuación El cuento de nunca acabar, os recuerdo que estamos en el capítulo 159 de Alma de rock, podéis mandar sugerencias en cuanto al tema o desarrollo del argumento, animaros, escribid al apartado de correos número 80, poniendo en el sobre el nombre del programa y la sección del mismo. Cada loco con su tema entrevistará hoy a cuatro personajes de lo más curioso: dos ficticios y dos reales. Ya está bien de charlar, Hamid, que te estás poniendo muy pelma, ¿verdad que lo pensáis? Yo también, así que dejémonos de rollos y vamos a oír a Aerosmiths. Ahí va.

María estaba terminando su desayuno mientras escuchaba la radio, tenía que salir a la calle, hasta dentro de una hora no había nada que hacer, luego llamaría a Steven pero antes debía preparar todo lo necesario para pasar un día en la playa, su papel de guía turístico tenía que se irreprochable, no se podían permitir el lujo de despertar sospechas, el futuro de todo un pueblo dependía de que ellos supiesen desempeñar su trabajo escrupulosa y eficazmente. Prefería no pensar en ello en estos momentos, no hasta que Hamid les diese las instrucciones. Recogió los cubiertos; se puso una cazadora y salió a la calle, hacía un día estupendo, primero fue al estanco a comprar tabaco, luego se hizo con lo necesario para unos bocadillos, el periódico y por fin volvió a casa; Hamid seguía hablando por la radio pero no le prestó atención. Iba de aquí para allá buscando bañadores y toallas, de vez en cuando llegaba hasta ella la música: Black Sabbath, Cinderella, Ángeles del Infierno, Corazones Negros…a Hamid le chiflaba el heavy metal. Era el momento en que tenía que hacer la llamada: marcó el número de la emisora.

-¡Piu, piu, piu, piu!

-Parece ser que tenemos aquí a un oyente –dijo Hamid, cogiendo el teléfono –Hamid al habla, pide por esa boquita.

-…

Sí, lo he encontrado, ahora mismo.

-…

A ti –dijo colgando el teléfono –la primera llamada pide una canción de Alaska y los Pegamoides cuyo título es El plan; personalmente prefiero cualquiera de las otras que componen ese LP, pero esta sección se hizo para vuestros caprichos así que me tengo que fastidiar y atender las peticiones. Así pues, colega, escucha tu canción.

En cuanto la música comenzó a sonar llamó a Steven, podía pasar a recogerla, ya estaba todo listo; colgó el teléfono, reunió todos sus bártulos y bajó las escaleras. Salió y se dirigió al bar de al lado a esperarlo, a los diez minutos Steven entraba por la puerta, aún no había desayunado por lo que se dispuso a hacerlo cómodamente sentado en una de las mesas.

-Vamos a ir a Miño, o sea que date prisa porque tenemos que pillar un autobús –le apremió.

-Tranquila, tenemos todo el día por delante, esta tostada está estupenda –replicó él, relamiéndose, al tiempo que bajaba la voz y se acercaba a ella –tranquilízate, todo marcha bien, no te pongas nerviosa, debemos estar alerta pero sin nervios. Recuerda que somos dos enamorados.

Ella se rió, llamó al camarero y pidió otro café.

-Ya verás, te encantará Miño.

Durante unos minutos hablaron de cosas banales como el tiempo, las playas, los planes que tenían para el día…pagaron y se fueron hacia la estación de autobuses. Bajaban las escaleras cuando por los altavoces se escuchó una voz que anunciaba la salida del autobús con destino a Miño, tuvieron que correr un montón pero el conductor les abrió la puerta y entraron en él de un salto. Pasaron el día bañándose, revolcándose por la arena y caminando, luego cuando tuvieron hambre buscaron un sitio en el pinar y dieron buena cuenta de sus bocadillos. Steven sacó de su mochila unas latas de cerveza que, sorprendentemente, estaban frías.

El día transcurrió apaciblemente, serían cerca de las siete cuando cogieron el autobús de vuelta a Coruña. El tiempo necesario para dejar las cosas en casa y se lanzaron a la noche coruñesa; pero, a diferencia de los otros días, éste era especial, Hamid los esperaba en la playa a las once de la noche, y debían de tener cuidado. Era sábado y la gente tomaba los bares por asalto, llegaban sedientos, toda una semana de abstinencia y por fin la liberación, las copas , el flirteo, el baile. El Orzán era en aquellos momentos la zona más poblada de Coruña; ellos paseaban esperando que llegara la hora de hablar con Hamid. En el momento apropiado bajaron a la playa y se dirigieron a las barcas, esperaron, esperaron más de una hora pero no apareció, algo había salido mal, posiblemente alguien lo estaba siguiendo: se escondieron debajo de una de las barcas y aguardaron en silencio. Cerca de la una de la madrugada oyeron voces que se acercaban a su escondite:

-Cuidado con lo que haces, más te vale no engañarnos.

-…

-¿Dónde lo has escondido? –dijo amenazadora aquella voz –no grites o eres hombre muerto, mi cuchillo se encargará de tu preciosa garganta.

-Ya no lo tengo, intenté decírtelo antes.

-¡No te creo! ¡Llevo más de un mes vigilándote!

-Lo he mandado por correo, te lo juro.

-Tú lo has querido –y diciendo estas palabras clavó la navaja en el cuerpo de Hamid. Empezó a buscar frenéticamente por los bolsillos del hombre asesinado. Desde su escondite María y Steven fueron testigos de todo: aquel hombre había matado a su compañero, si lo apresaban la misión se iría al garete, tenían que esperar a que se marchase puede que Hamid le hubiera dicho la verdad pero no era probable. Debía de estar escondido en algún sitio. Como el hombre no encontrara nada interesante entre la ropa del cadáver, se fue. Aguardaron unos minutos antes de salir siguiendo al asesino de su amigo, tenían que averiguar para quién trabajaba, pero no se puso en contacto con nadie: entró en un bar, tomó una cerveza y, cogiendo un taxi, desapareció. Ellos volvieron a las barcas, Hamid estaba inconsciente, apenas tenía pulso, no podían hacer nada por él.

-Tiene que tenerla encima.

-Lo he registrado bien y no la tiene, sabemos que los Otros no han logrado hacerse con ella.

-A lo mejor tuvo tiempo de esconderlo antes de que lo cogieran.

-Es posible, pero ¿dónde está, dónde ha podido ocultarlo?

En Venecia siempre ocurren cosas extrañas

Nada más meterme en cama quedé dormido, soñé con Venecia, un duelo a espadas en una ermita o castillo abandonado, yo los veía a ellos pero, aun cuando no me escondía ni procuraba pasar desapercibido, parecía que no se daban cuenta de mi presencia, me ignoraban, era como si estuviésemos en dos tiempos distintos aunque coincidiésemos en el lugar; la lucha era desigual: tres hombres, vestidos enteramente de negro y embozados en sus capas, rodeaban a otro que se defendía valientemente de los continuos ataques de los que era objeto. Fue retrocediendo sin dejar que las espadas tocasen un pelo de su persona y logró meterse en el edificio, al que iluminaba la luna llena dándole un aura misteriosa. Los seguí. El hombre perseguido, que vestía a la moda veneciana del siglo XVI, o algo parecido ya que la historia nunca fue mi especialidad, escapó escaleras arriba, los otros le siguieron intentando detenerlo, pero ¡cuál no fue la sorpresa de todos cuando lo único que encontraron en el piso superior fue una habitación desnuda de muebles y el hombre había desaparecido! Tan sólo una sombra en la pared era el único ornato del habitáculo. Asombrados y rabiosos por no haberle dado alcance los tres hombres se fueron; entonces me desperté.

¡Qué barbaridad! ¡Bah, no tenía nada que ver con la investigación! El cansancio y las fantasías de estos chicos habían hecho posible que tuviese tan extraño sueño. Miré el reloj, aparentemente habíamos dormido más de doce horas, me vestí, descorrí las cortinas y vi que era de día. Lo primero era bajar a comprar el periódico, a mi vuelta los despertaría. ¡Dos días! Habían pasado dos días desde que nos acostáramos, llamé a la oficina: no, aún no había acabado el informa, estaba interrogándoles y quedaban muchas cosas por explicar. Sí, me daría prisa en terminarlo pero el jefe debía comprender que la historia tenía múltiples ramificaciones y todavía tardaría un tiempo en conseguir localizar a un par de testigos que faltaban, a los que oyeron en la playa de Riazor y que estaban relacionados con el hombre muerto; los compañeros de la comisaría de La Coruña estaban a punto de conseguirlo, pero no sería hasta dentro de cuatro o cinco días. Me despedí del jefe prometiéndole que le tendría informado de los adelantos que hiciese y entré en la panadería a comprar unos bollos para el desayuno. Cuando regresé ya estaban levantados y enfrascados en una conversación:

-Puede que no se lo crea pero sabes que es la pura verdad –decía Teresa.

-No hubiésemos descubierto nada a no ser por las sombras dichosas –añadió Sofía.

-Hola a todos. ¿Habéis aclarado vuestras ideas? Hoy he tenido un sueño bien extraño, esta historia parece ser que me ha afectado, era absurdo: ¡testigo de un duelo a espada!

-¿En una ermita o castillo abandonado, tal vez? –inquirió Teresa.

-Sí, ¿cómo lo sabes?¿Acaso hablo mientras duermo o algo parecido?

-No, no es eso; usted vio el comienzo de toda esta historia.

-No te entiendo. Explícate.

-De alguna manera los antepasados de Carla han logrado comunicarse con usted y le han mostrado al inventor de las sombras perseguido por los monjes-soldados jesuitas que intentaban hacerse con el secreto de la construcción de las sombras; ocurrió allá por el siglo XIV o XVI, de eso no me acuerdo bien. Pietro Francesco di Monte-Ollivellachio había heredado de sus antepasados un palacio en Venecia, pero muy poco dinero, las dos generaciones anteriores a la suya se habían dedicado a dilapidar la fortuna familiar. Con una de las mejores bibliotecas de la época y manteniendo una vida frugal disponía de mucho tiempo para recorrer el palacio así como para leer; vivía con su hermana, soltera, y comprometida por entonces con un rico mercader, miembro de una familia con la que los Monte-Ollivellachio habían mantenido relaciones cordiales por espacio de dos siglos. En ese tiempo los lazos entre las familias se habían estrechado, bien de manera estrictamente comercial bien por medio de enlaces matrimoniales, que siempre, cosa extraña, habían sido llevados a buen término. Tenía más hermanos: uno en Módena, otro en el Vaticano, pues siguiendo la costumbre de su tiempo las familias consideraban muy positivo y prestigioso tener a un miembro dentro de la Iglesia, dos más habían elegido la carrera militar y debían andar en alguna guerra de las que mantenía Venecia con sus vecinos; otros dos viajaban en sus barcos comerciando. La hermana era la única mujer de la familia y también la menor de ellos. Ya que sus padres habían muerto dos años atrás se reunieron los hermanos y decidieron que uno de ellos se quedaría en la casa cuidándola hasta que encontrase marido, entonces quedaría el elegido liberado de su obligación; en contrapartida, el resto dotaría a la hermana y también compartirían, de acuerdo con las posibilidades de cada cual, el mantenimiento material de ambos.

-¡Bobadas! Es un sueño muy corriente; no tiene nada que ver con lo que os ocurrió –repuso, escéptico, el comisario Soler.

-Tenga paciencia, escúcheme. El caso es que Carla nos llevó a la biblioteca para mostrarnos esta historia en un libro en el que durante generaciones se había ido escribiendo la historia familiar, y, es más, el tal Pietro era aficionado a la pintura, de hecho fue él quien comenzó la colección que ahora posee el palacio, e hizo un pequeño esbozo de ese episodio. Pudimos hacer una fotocopia de él. Mírelo usted –dijo Teresa sacando un papel cuidadosamente doblado de su cartera.

-Sí, es bastante parecido a lo que soñé.

-Reconózcalo, es la misma escena; Pietro era muy buen dibujante.

-Eso demuestra que se han comunicado con usted porque únicamente quien hubiera estado allí en el momento del duelo podría transmitírselo durante un sueño –asintió Ricardo, al tiempo que se levantaba y se dirigía a la cocina.