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—Bien. He visto el fantasma de mi madre y le aseguro que no estoy loca.
—¿Dónde estaba cuando lo ha visto?
—Estaba en la habitación de mi hermano. Rebecca había salido y él no podía dormir; me he asomado un momento a la ventana y he visto algo moviéndose en la capilla. He apagado la luz para ver mejor y...
Bárbara se paró y miró a su padre, que la animó a seguir.
—Y después he visto el fantasma de mi madre —continuó—. Justo después he vuelto a encender la luz y he llamado a Mary Ann, que ha venido rápidamente. Le he contado todo y ella ha mirado por la ventana pero no ha visto nada.
—Pero, ¿usted está segura de que era un fantasma? —preguntó Ernest.
—Bueno…, sí..., sí, estoy segura…, o eso creo.
—¿Qué le hace pensar que se trataba de un fantasma y no de una persona de carne y hueso?
—Una persona de carne y hueso tendría que estar loca para hacer lo que he visto, y además he mirado con atención, y la cara era exactamente la de mi madre y, dado que hace más de un año que murió, solo puede ser un fantasma. No veo ninguna otra explicación. Pero, en realidad, me queda una duda...
—¿Qué duda? —preguntó Ernest.
—Si he visto a mi madre, o a su fantasma, ¿por qué tengo tanto miedo? En el fondo lo que he visto ha sido mi madre; pero en ese momento por poco me desmayo.
—Ahora, por favor, intente recordar la escena entera.
—He apagado la luz, y después me he asomado a la ventana. Al principio no he notado nada extraño, pero después he visto una mujer y diría que se trataba de mi madre. Llevaba un vestido blanco y largo que llegaba hasta el suelo y tenía una rosa roja entre las manos. A lo mejor ha sentido mi mirada, porque me ha mirado y me ha sonreído, casi como si quisiera gastarme una broma. Después ha empezado una especie de danza. Movía lentamente los brazos y la cabeza; eran movimientos muy extraños y, durante todo el tiempo, no ha quitado la mirada de la ventana. No he tenido valor para mirar más y he llamado a Mary Ann.
—Pero Mary Ann no ha visto nada, ¿verdad? —preguntó Ernest.
—Exacto, ella no ha visto nada —respondió Bárbara.
—Esta silueta, ¿estaba dentro o fuera de la capilla?
—La he visto por las escaleras, y después no sé, no me acuerdo bien.
—¿Su hermano ha visto algo?
—No..., no creo. Ha tenido miedo porque me ha visto asustada.
—¿Dónde está ahora?
—Está durmiendo. Por suerte Rebecca ha vuelto rápido y mi hermano, con ella, se ha dormido enseguida.
—He acabado, por el momento, señorita. Espero que esté disponible si tuviera que hacerle más preguntas.
—Por supuesto... —dijo Bárbara, que se volvió hacia su padre para pedir permiso para irse. Cuando lo obtuvo se despidió de Roni y de Ernest y salió de la sala.
—¿Qué piensa? —preguntó Houg a Ernest en cuando salió su hija.
—Todavía no sé qué pensar. Desde luego no se trata de un asunto sencillo —respondió el investigador.
—Esto ya lo sé, si no, no le habría pedido ayuda... —dijo Houg, que antes de seguir se puso de pie, para luego añadir—: Al menos ahora sabemos que mi hijo no ha inventado todo.
—¿Por qué pensaba que su hijo hubiera podido inventar todo? —preguntó Ernest, sorprendido.
—Porque es pequeño y ya sabe cómo son los niños: a menudo vuelan con la imaginación. Basta un simple reflejo de luz y ven dragones, monstruos o fantasmas —respondió Houg.
—En cualquier caso, necesito hablar también con su hijo. Y mientras tanto, si está usted de acuerdo, me gustaría ver la capilla —dijo Ernest.
—Voy con usted —dijo Houg, y accionó de nuevo el interruptor que se encontraba sobre el escritorio.
No pasó mucho tiempo antes de que la sirvienta entrara en el estudio.
—¿Ha llamado, señor Houg? —preguntó.
—Sí, Mary Ann, necesitamos una linterna —dijo él.
La sirvienta salió y los demás la siguieron.
Cuando llegaron al piso de abajo, Mary Ann llevó la linterna.
Salieron al jardín. Houg iba el primero, Roni y Ernest lo seguían. Una vez fuera, Houg señaló la capilla con la linterna. Ernest se fijó inmediatamente en las escaleras e intentó imaginarse el punto exacto en el cual podría haber aparecido el fantasma. Cuando llegó delante de la capilla se volvió hacia la casa y preguntó a Houg:
—¿Dónde está la habitación de su hijo?
—En el segundo piso, la tercera habitación empezando por la derecha —respondió Houg.
Ernest localizó la habitación, después cogió la linterna y anduvo hacia las escaleras de la capilla como si estuviese buscando algo.
—Nada de nada —dijo después de un rato.
—¿Qué esperabas encontrar? —preguntó Roni.
—Algo, lo que sea —respondió misteriosamente Ernest, que acto seguido subió las escaleras y entró en la capilla.
Houg y Roni lo siguieron sin decir nada. Ernest movió la linterna intentando iluminar todas las partes de la capilla, pero no parecía que hubiera encontrado nada. Después, improvisamente, la luz de la linterna iluminó una puerta.
—¿Y esto? —preguntó Ernest.
—Es la puerta de acceso al cementerio de la familia —respondió Houg.
—¿Puedo entrar? —sugirió Ernest.
Antes de que Houg pudiera responder, intervino Roni:
—¿Te parece normal entrar en un cementerio a estas horas de la noche?
—¿Qué pasa, Roni? ¿Tienes miedo? Puedes esperar aquí si quieres. Yo, con el permiso del señor Houg, querría echar una ojeada al cementerio de la familia —replicó Ernest con un tono de burla.
—Por supuesto que puede ir, aunque, francamente, no entiendo qué espera encontrar —dijo Houg.
Ernest se acercó a la puerta y la abrió. Un soplo de aire fresco azotó su cara en cuanto estuvo fuera. Encendió la linterna para leer los nombres escritos en las tumbas. Se paró cuando leyó «Margaret Houg». Se acercó para ver mejor y se dio cuenta de que sobre la tumba había una rosa roja y debajo de la flor, algo más. Cogió el objeto para ver qué era; se trataba de una carta de tarot. Observando bien la carta, leyó: «La muerte».
Había algo extraño; oía una respiración rara, parecía una respiración dificultosa, o quizá de alguien asustado. Entonces decidió meter la carta en su bolsillo, cogió la rosa y se dio la vuelta. La sorpresa fue enorme y casi dio un grito: Houg estaba justo detrás de él, pero no lo había oído llegar y no esperaba encontrarse a nadie.
Su respiración era fatigosa. Tenía miedo.
—¿Qué hay? —dijo Houg.
Ernest no respondió enseguida, sino que esperó unos diez segundos y luego preguntó:
—¿Es usted quien ha puesto la rosa aquí?
—No —respondió Houg.
—Ahora es mejor que entremos —dijo Ernest, y se dirigió hacia la salida. Caminaron a lo largo de toda la capilla, y, un poco antes de que salieran, se apagó la linterna.
—Quizá se han gastado las pilas —dijo Roni mientras descendía las escaleras junto a Houg.
Ernest se quedó detrás un rato, y sintió que le observaban. Levantó la cabeza hacia la habitación del hijo de Houg, pero no vio nada.
Los tres hombres entraron en la casa y se acomodaron en el estudio de Houg.
—Entonces, la rosa no la ha puesto usted —comentó Ernest en cuanto estuvieron sentados.
—Absolutamente no, quizá haya sido mi hija, aunque tengo fuertes dudas al respecto.
—¿Por qué?
—Porque, conociendo a mi hija, no creo que pudiera hacer una cosa similar. Desde que murió su madre no ha ido nunca a visitar su tumba. Bárbara es una muchacha agresiva y terca, y, entre nosotros, no nos llevamos bien. En realidad, tampoco se llevaba bien con mi mujer. Por eso dudo fuertemente de que ella haya puesto la flor... —dijo Houg.
—¿Quizá su hijo, entonces?
—Oh, no, él no sale de casa. La única vez es cuando lo llevamos al hospital, hace un mes. Hace más de un año que no sale.
—¿Cuántos años tiene su hijo?
—Doce.
—¿Y no va al colegio?
—Recibe lecciones privadas tres veces por semana —respondió rápidamente Houg.
Mientras el banquero se levantaba para encender un puro, Ernest extrajo la carta de tarot del bolsillo y lo puso en el escritorio.
Houg lo cogió, lo miró y después preguntó:
—¿Qué es?
—Lo he encontrado junto a la rosa sobre la tumba de su mujer —dijo Ernest.
Houg sujetaba la carta y la miraba fijamente; parecía estupefacto.
—¿Qué quiere decir? —preguntó de nuevo Houg.
—Solo una sola, señor Houg: quien la ha puesto sabe muy bien el significado de esa carta. ¿Hay alguien en la casa que sepa leer el tarot? —preguntó Ernest.
—No, no, nadie —dijo Houg, que después continuó—: Todo esto es absurdo. ¿Alguien ha puesto una carta con un símbolo de muerte sobre la tumba de mi mujer? ¿Significa esto que mi familia y yo estamos en peligro?
—No lo excluyo, señor Houg —respondió Ernest.
—Esto es una pesadilla, y me gustaría salir de ella lo más pronto posible. No tengo miedo por mí, sino por mis hijos —dijo Houg.
Ernest echó una ojeada al reloj y dijo:
—Se ha hecho muy tarde, señor Houg. Roni y yo tenemos que irnos ahora. Mañana por la mañana estaré aquí de nuevo y seguiremos hablando de todo esto.
—De acuerdo, les acompaño a la puerta —dijo Houg.
Descendieron las escaleras y anduvieron hacia el salón.
Ernest se giró y su mirada cayó en el retrato de Margaret Houg. Durante unos instantes sintió escalofríos en la espalda.
—Hasta mañana, pues —dijo Houg dirigiéndose a Ernest en cuanto llegó a la puerta.
—Sí, señor Houg, estaré aquí lo más pronto posible —respondió Ernest.
Houg se despidió de Roni, después se volvió de nuevo hacia Ernest como si quisiera decirle algo, pero después cambió de idea y entró en casa.
Los dos amigos permanecieron en silencio en el coche hasta que, solo después de recorrer unos kilómetros, Roni comentó:
—Es un buen misterio, ¿no te parece?
—Eso parece —respondió Ernest.
—No tengo palabras. Es un auténtico lío. No será fácil.
—Sí, sé que no será fácil, pero quien esté haciendo estos jueguecitos cometerá un error al final y yo estaré listo para atraparlo —respondió Ernest, que luego añadió—: Al menos eso espero.
—Esperemos que todo esto acabe lo más pronto posible y, sobre todo, que nadie resulte herido —dijo Roni.
—Si es lo que yo pienso, es muy probable que toda esta historia acabe muy rápido.
—No me digas que ya tienes un sospechoso —dedujo Roni.
—Quizá.
—Venga, no te hagas el misterioso, ¡habla! —lo animó Roni.
—La hija de Houg.