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No Soy Como Tú Querrías
No Soy Como Tú Querrías
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No Soy Como Tú Querrías

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«¡Eso no os da derecho a estar aquí sin hacer nada! Le he dicho a Luigi que haga un recorte de plantilla, pero es demasiado blabndo para llegar tan lejos y os aprovecháis de él».

Como siempre, en un instante se desencadenó una guerra entre Iván y Lexie. Solo la intervención de Didier, el arquitecto que se ocupaba de diseñar los dormitorios infantiles, consiguió mitigar la disputa.

Estaba tan acostumbrado al desorden y a los gritos de su sección, siempre llena de niños animados y agitados, que ya no se inmutaba antes las peleas.

Siempre creí que ese trabajo no le afectaba en absoluto, hasta que un día me confesó que, después de un mes trabajando allí, se había jurado no tener nunca hijos. Incluso estaba dispuesto a hacerse una vasectomía.

Como si la sala de descanso reservada al personal no estuviera ya bastante llena, apareció Dylan, con su andar de modelo y un cuerpo tan musculoso que la ropa ajustada dejaba poco a la imaginación.

Me puso un brazo alrededor de los hombros con despreocupación.

«Oye, pequeña, ¿no te quedará alguna Oreo por casualidad? Tengo un hambre...».

«Me las he acabado».

«¿También el paquete de reserva?».

«Me lo cogiste tú hace unos días».

«¿Y no se te ocurrió comprarme otro?», me regañó con esos aires de seductor empedernido que me hacían perder la cabeza y me irritaban al mismo tiempo.

Estaba a punto de decirle que estaba harta de sus demandas, cuando se alejó para ir a poner su brazo alrededor del cuello de Lexie.

«Cariño, ¿salimos a fumar?».

«Solo si me invitas», respondió Lexie molesta, quitándose de encima aquel tentáculo.

«He olvidado los cigarrillos en casa».

«Como siempre».

«Venga, cariño».

«Eso de cariño se lo dices a otra, ¿vale?».

«¡Dios, eres tan aburrida!».

¡Guapo, gorrón y engreído!

A pesar de que yo era su pequeña y Lexie, su cariño , él permanecía eternamente soltero y daba la sensación de que solo nosotras dos entendíamos el motivo.

«Ve a molestar a Laetitia. Estoy segura de que si te la vuelves a llevar a la cama, te perdonará por haberla dejado la última vez», le soltó Lexie molesta.

«Solo pasó una vez, y arriesgamos mucho a que nos pillaran porque la cama en la que follamos se entrevé por el escaparate principal».

«¡No se quedó solo en un riesgo! Os pilló la aquí presente y os avisé golpeando el vidrio mientras cerraba la tienda», le recordé poniéndome entre él y Lexie.

«Pensé que querías unirte a nosotros».

«¡No soy esa clase de persona! En lugar de ir tanto al gimnasio, ¿por qué no empiezas también a hacer algún ejercicio para mantener en forma esas dos neuronas que te quedan?», respondí nerviosa, tratando de no dejar aflorar mis recuerdos de adolescente, cuando hacía todo lo que me pasaba por la cabeza hasta el punto de provocar consecuencias catastróficas para aquellos que tenía más cerca.

Había acabado con la carrera de uno de mis exnovios con mi comportamiento y desde entonces no me permitía hacer nada precipitado o fuera de lo normal. Pasé de ser una chica rebelde y excéntrica a ser una buena chica, de fiar y un poco aburrida.

«¿Qué son las neuronas?».

«Oh, Dios, te lo ruego, ¡sal de mi vista!», le rogué apartándolo con un empujón.

Dado que estábamos todos allí, como de costumbre, preparamos otra ronda de café para todos.

El salón estaba vacío. Solo faltaban Luigi, el jefe, y su hija Stella, que estaba a cargo de la contabilidad y las finanzas, pero que nunca hacía acto de presencia y utilizaba su posición para dictar las normas y darnos órdenes a todos, a pesar de tener solo veintidós años y ser la más joven del grupo.

«Aprovecho este momento en el que estamos todos aquí para informaros de que he descubierto lo que Luigi pretende hacer con la tienda, puesto que su contable le aconsejó que la cerrara», soltó Iván repentinamente, el más veterano de los empleados y amigo del jefe desde hacía veinte años.

Por un instante, tanto yo como Lexie, Breanna, Laetitia, Patricia, Didier y Dylan quedamos paralizados por el miedo.

Todos estábamos aterrorizados por la idea de perder el trabajo.

«Como sabéis, Luigi es demasiado bueno para enviarnos a casa sin antes intentarlo todo, así que ha llamado a un temporary manager , alguien que estará aquí por un tiempo para hacer un seguimiento de nuestro trabajo y valorar con su equipo qué medidas tomar para mantener la barraca en pie».

«Seguramente propondrá recortes de personal», exclamó, inquieta, Breanna.

«Es posible. Por eso será esencial trabajar duro y hacer tantas ventas como sea posible».

«¿Y si no lo conseguimos?».

«Entonces, Moduli Arredi cerrará a finales de año. Oí cómo Luigi se lo decía a su hija».

2

«Anoche no pegué ojo por culpa de lo que Iván nos dijo ayer», le confesé a Patricia mientras cambiábamos los precios según la nueva idea promocional de Luigi.

«Yo tampoco», suspiró.

Estaba a punto de dar una vuelta por los salones para comprobar que había cambiado el precio a todos los sofás, cuando vi cómo un hombre entraba en la sala de exposición y se paseaba por el estand.

«Buenos días, ¿puedo ayudarle en algo?», le pregunté tratando de mantener una sonrisa amable y el contacto visual, tal y como Luigi nos había enseñado.

Desafortunadamente, esa vez no fue tarea fácil, ya que el hombre usaba unas gafas de sol y parecía tan severo que me sentí intimidada.

Vestía una camisa blanca de estilo coreano, sin cuello, bajo un elegante traje negro de alta costura. Parecía un traje hecho a medida porque era perfecto en todas sus dimensiones.

Pero lo que realmente me puso nerviosa fue su aspecto alternativo y hípster, con una barba bien cuidada y el pelo castaño claro, largo, perfectamente recogido y peinado en un moño alto, elegante, pero también sensual.

Era difícil situarlo, con ese aire oriental que lo desmarcaba del resto, pero que, al mismo tiempo, resultaba en una mezcla de estilos fascinante y misteriosa.

Era imposible definirlo o describirlo.

Lo único de lo que estaba segura era de que aquel hombre no era de Hastings, ya que el pueblo era demasiado pequeño para no conocer a todo el mundo, y un tipo así hubiera destacado enseguida.

«Echaré un vistazo, si no le importa», respondió con una voz baja y ligeramente áspera, casi irritada.

«Claro, adelante. Si me necesita, estaré aquí». Le sonreí amablemente, pero no me correspondió. Se acercó a la sección de cocina, donde fue inmediatamente detectado por el radar de Laetitia.

Continué atendiendo a varios clientes, hasta que me llamó Patricia.

«Eliza, han llegado las sábanas de la nueva colección. Luigi me pidió que rehiciera las camas para poder mostrar el producto a los clientes. ¿Podrías echarme una mano?».

«Encantada», me alegré. Adoraba esos momentos en los que, juntas, redecorábamos los ambientes.

En la sección de dormitorios, también nos encontramos con Breanna.

«¡Me encantan!», suspiró enamorada de las nuevas mantas de cachemira que acababan de llegar de Italia.

«Bea y yo haremos las camas. ¿Te apetece cambiar los objetos de las mesillas y los tocadores?», sugirió Patricia.

«¡A sus órdenes!», exclamé emocionada mientras corría a buscar las lámparas Kartell que quedaban en el almacén y algunos jarrones para llenarlos con peonías falsas.

No hace falta decir que, durante mis idas y venidas, pude ver al cliente misterioso ya en compañía de Laetitia quien se había desabrochado de nuevo la blusa para dejar a la vista su sujetador de encaje rojo.

¡Otra venta para esa bruja! ¡No debería haberme ido! ¡Debería haberlo acechado hasta que me comprara algo! ¡Uf!

Por suerte, la nueva exposición que estaba preparando, junto con la charla con Patricia y Breanna, me levantaron un poco la moral.

«¡Y no os he contado la última! Iván tenía razón cuando dijo que Luigi iba a llamar a un temporary manager . Sé que llegará pronto. Stella, su hija, me lo contó», nos informó Patricia.

«Me pregunto quién es».

«Se llama Stefan Clarke».

Al oír ese nombre, arrugué la flor que estaba poniendo en el jarrón de la mesita de noche.

«¿Estás segura?», dije sobresaltada mientras mi mente se llenaba de imágenes de mi exnovio de siete años atrás.

«Sí. Me lo ha dicho hace unos minutos y ya sabes que tengo muy buena memoria para los nombres», respondió Patricia.

«¡Oh, Dios!».

«¿Lo conoces?», pareció entender Breanna.

«Es un ex mío».

«¿Estás bromeando?», gritaron mis dos colegas al unísono.

Estuve con Stefan hace siete años. Yo era entonces solo una chiquilla en su último año de secundaria y él era tres años mayor que yo. Estuvimos juntos solo seis meses, pero...».

«Esto podría ser un arma de doble filo, ¿sabes?», me dijo Breanna.

«¿Me despedirá?», susurré en voz baja, casi temblando.

«Depende. ¿Fue él quien te dejó?».

«Sí».

«Entonces, puedes aprovecharte de su culpabilidad y del hecho de que te rompiera el corazón».

«Pero la culpa fue mia. Le hice perder su trabajo por mi estupidez».

«¡Entonces sí que estás jodida!».

«¿Tú crees?».

«Querrá vengarse, es evidente», intervino Patricia, «Te aconsejaría que te mantuvieras lo más alejada de él como puedas. Podrías decir que estás enferma».

«Creo que lo haré», me oí decir a mi misma, sintiendo cómo la presión y la ansiedad crecían dentro de mí.

Habían pasado siete largos años. La historia que había tenido con él había marcado mi vida y, todavía hoy, sentía que afectaba a mis decisiones y a la duración de mis relaciones.

Me avergonzaba decirlo, pero la relación con Stefan había sido la más larga de mi vida. Esos seis meses siempre han sido mi tope.

«Bueno, tu ya no puedes salvarte, pero ¿podrías al menos ayudarnos a salvarnos nosotras?».

«¿Cómo?».

«Háblanos de él».

«Han pasado siete años...».

«¿Cómo es? ¿Qué clase de persona es? No quiero que me coja desprevenida, quiero causarle una buena impresión», me avasalló a preguntas Patricia.

«Al menos, dinos si hay algo que no debamos hacer o decir en su presencia», añadió Breanna.

No desnudarte delante de él en su trabajo, con su jefe mirando, para empezar.

«Ha pasado mucho tiempo, pero creo que podéis estar tranquilas. Stefan es uno de esos tipos desgarbados, alto y delgado. Su pelo es castaño claro y sus ojos, color avellana. Tiene una cara bonita con rasgos dulces. Recuerdo que era muy amable y cariñoso. Resumiendo, un pedazo de pan».

«Una de esas personas que no haría daño a una mosca», trató de entender Breanna.

«Sí, así es. ¡Con él no tenéis nada que temer! Recuerdo que era incapaz de decir que no, excepto a mí cuando se trataba de su trabajo. Además, no era una persona seria o mala».

«Un blandengue, vamos».

Reí algo avergonzada. Sentí que no estaba siendo justa al describir a Stefan. Tenía miedo de decir algo inadecuado que pudiera ponerlo a él, o a ellas, en problemas.

«¡Perfecto! ¿Defectos?», Breanna volvió a preguntar.

«Se altera con facilidad y, cuando lo hace, tiende a gesticular mucho, recordé con un punto de nostalgia.

«¡Blandengue y torpe! ¡Perfecto! ¡Tipos como él nos los comemos para desayunar!», se rió Patricia mientras terminaba de arreglar las mantas y yo colocaba el último jarrón en la cómoda.