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Cegados Parte II
Cegados Parte II
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Cegados Parte II

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Sandra ignoraba que Roberto se había quedado atrás y cada vez se alejaban más el uno del otro. Avanzó unos pocos pasos más muy despacio, con mucho miedo, en absoluta oscuridad, sin percibir el desnivel del terreno, salvado por unas escalinatas. Perdió el equilibrio, cayó rodando por ellas y al llegar al final quedó inmóvil, inconsciente por un fuerte golpe en la cabeza, marcado por un enrojecido hematoma.

Roberto erraba por la calle dando bandazos sin rumbo fijo. De pronto, una fuerte y próxima explosión le sobresaltó y lo derribó. En el suelo, se protegió la cabeza y una lluvia de pequeños desechos metálicos y plásticos cayeron sobre él. A pocos metros, un proyectil de chatarra se estrelló con fuerza en el pavimento. Roberto, tras recuperarse un poco del susto, se levantó indemne, salvo por la mancha húmeda de orines en su pantalón.

Avergonzado, siguió su agobiado e incierto camino y se acercó a unas voces cercanas, tropezando con la pierna de un señor. Se agarró a ella con fuerza, estaba blandita, notó la presencia de otras personas, pidió a gritos ayuda una y otra vez, pero aquel señor y los demás cayeron al suelo y rodaron por la calle un poco. Roberto no tuvo más remedio que soltarse para no hacerse más daño.

Estaba algo cansado, así que se arrastró hasta que llegó a una pared junto a la que se sentó, apoyando su espalda en el fresco mármol. Allí se quedó un buen rato, triste y pensativo.

El bastón le golpeó inesperadamente en el tobillo.

–¡Ay! —se quejó Roberto.

–Perdón, ¿está usted ciego? —le interrogó la desconocida voz.

–Sí, no veo nada, por favor, ayúdeme, no encuentro a mi mami.

–Vaya, chico. Cuéntame un poco qué te ha pasado.

Escuchó con interés el corto relato del niño.

–Pues todo está patas arriba —contestó el ciego con bastón—, todo el mundo está ciego y tu madre seguro que también lo estará.

–¿Mi mami también está ciega? —preguntó incrédulo.

–Yo soy ciego y toda la fila que va tras de mí también está ciega, así que no te podemos ayudar a encontrarla.

–¿Y qué hago? —preguntó el desvalido niño.

–Bueno, mira, si quieres te puedes venir con nosotros. Vamos a un centro médico a pedir ayuda. Colócate el último de la fila, agárrate de la mano de la persona de delante y ve haciendo lo que él te diga.

Roberto se levantó y fue pasando poco a poco por la decena de personas que formaban la fila hasta llegar al último y le agarró la mano con fuerza, como si le fuese la vida en ello.

–Niño, no me agarres tan fuerte la mano, relaja, que me la vas a partir —dijo aquel hombre malhumorado.

Roberto aflojó la mano y no dijo nada. Prefirió no abrir la boca, ya que había reconocido la voz de aquel individuo.

–¿A qué huele?, qué peste, niño, ¿es qué te has meado?

La fila se puso en marcha, avanzaban algo lentos.

–Niño, ¿es que además de ciego eres mudo?, contesta…

–No —respondió un lacónico Roberto.

Cuando el primer ciego encontraba un bordillo, un obstáculo o una anomalía, se lo comunicaba al ciego de atrás y este al de detrás. Así hasta que el mensaje pasaba por toda la cola y llegaba a Roberto. El ciego de delante de Roberto no hacía más que quejarse, que si le tiraba de la mano, que si olía mal. Además, los mensajes que daba no eran claros y la mayoría a destiempo e incluso en varias ocasiones tuvo que asir su mano con fuerza para no caerse.

–Niño, que ya te he dicho antes que no me agarres tan fuerte, además te suda la mano —protestaba.

–Es que me iba a caer —replicó.

–¡Esa voz!, yo la conozco, pero si es el roba chocolatinas.

–No, no, se equivoca usted, no le conozco —respondió.

–Vaya que sí, eres tú. Esta mañana me has dejado en muy mal lugar, te vas a enterar…

Roberto se asustó, se puso muy nervioso y, temiendo la venganza de Miguel, el tendero, se soltó de la mano y echó a caminar en otra dirección.

–¡Apestoso! ¿Qué haces? ¡Ven aquí!, ¡ven aquí, te digo! ¡Qué vengas! —bramaba.

Roberto escapaba lo más rápido que podía. Tropezó varias veces, aunque se levantó y continuó. Con el hombro golpeó el cartel de advertencia peligro por obras y casi perdió el quilibrio, pero siguió de frente. Resbaló de culo por el terraplén hasta que se detuvo en el fondo, al lado del vehículo que había destrozado la valla perimetral de la obra. Roberto nunca se percataría de la presencia del cadáver sentado en el asiento del conductor.

El edificio a medio construir era un legado de la famosa crisis económica e, ironías de la vida, promovido por el padre de Roberto. Sobre el descampado se erguía el esqueleto de cuatro plantas de las seis proyectadas. El terreno estaba algo embarrado y aún quedaban restos de charcos, hacía un par de días había caído una gran tormenta en la ciudad.

Estaba algo dolorido y arañado, con los nervios le entraron ganas de defecar. Se bajó los pantalones y se colocó en cuclillas, mientras obraba su mano rozó un plástico depositado sobre la pernera interior del pantalón. Cogió el húmedo envoltorio, dentro se adivinaba algo blando y alargado. Roberto reconoció la famosa chocolatina perdida, la devoró con ahínco en un instante. El misterio quedaba resuelto, por un descosido del bolsillo del pantalón se había colado hasta el final de la estrecha pernera.

La ingesta de azúcar le dio sed, lo cual solucionó bebiendo de uno de los sucios charcos de agua estancada. Deambuló, tropezando, por el nuevo entorno durante horas y la única salida viable era una rampa de tierra por donde entraban los camiones. La puerta vallada, cerrada con una cadena y un candado, estaba intacta. El alud por donde había caído tenía mucha inclinación, era imposible para un niño ciego y débil trepar por su pendiente. Se acurrucó en una esquina de la obra a dormir. Estaba muy cansado, hambriento, magullado y erosionado. Lloró un rato mientras pensaba en su mami, hasta que se durmió.

Le despertó el rugido de su estómago y lo achacó a lo hambriento que estaba, pero el calambre continuó hacia los intestinos y, sin darle tiempo a reaccionar, una intensa diarrea invadió su ropa interior. Se sintió asqueado, no tuvo más remedio que quedarse desnudo de cintura para abajo, aunque no pudo limpiarse los restos adheridos a la piel y el mal olor se le quedó impregnado. Las molestias intestinales cursaron durante todo el día. La noche le volvió a sorprender en una pésima situación, sin comida ni agua, cada vez más débil, sucio y harapiento. Le dio frío y unas décimas de fiebre le provocaron una gran tiritona.

La subida de temperatura ambiental le anunciaba un nuevo día. Aquella mañana apenas podía moverse y había dormido fatal. Se había acostumbrado a su mal olor, pero no a la nube de moscas que siempre le acompañaba y le sorbían sin parar la comisura de los labios.

Su hambruna y su deshidratación le obligaron a moverse para sobrevivir. Comió un poco de verde de unos matorrales y volvió a beber agua del putrefacto charco. Se refugió de nuevo en la sombra a descansar y durmió durante todo el día para intentar reponer fuerzas.

Las templadas caricias de los rayos de sol del nuevo día le despertaron. La diarrea volvió a hacer acto de presencia. Su zona de descanso estaba sembrada por numerosas defecaciones y las pegajosas nubes de moscas le hacían la vida imposible, ya no quedaba un sitio limpio. Optó por buscar otro refugio dentro de la parcela en obras para organizarse mejor, como intentar realizar sus deposiciones siempre en el mismo lugar. Al salir al exterior escuchó un leve ruido.

–¿Quién anda ahí? Por favor, ayúdeme, estoy ciego, tengo mucha hambre y sed, estoy enfermo.

Identificó el sonido de varios gruñidos mientras una dentellada en la pantorrilla le hacía soltar un fuerte alarido. El siguiente mordisco lo recibió en el brazo y el fuerte tirón del rabioso perro le revolcó en el suelo.

Roberto resultó una presa fácil para la famélica jauría de perros ciegos, que contaban con ventaja gracias a su desarrollado olfato y su finísimo oído. El líder de la manada le asestó un mordisco en el cuello, sus colmillos seccionaron la yugular y un caño de sangre a borbotones regó el lugar. La jauría babeaba ansiosa por darse un festín.

Episodio 2

El examen

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SUENA EL DESPERTADOR, pero Manuel ya está con los ojos abiertos, ha dormido regular, inquieto, siempre que tiene examen descansa mal por miedo a dormirse, a llegar tarde.

Lo tiene todo organizado y esquematizado, levantarse a las siete, asearse y vestirse con rapidez, un ligero y rápido desayuno. Llevar el coche a la gasolinera, rellenar el depósito de combustible y limpiarlo a base de unos manguerazos con la pistola de agua. Un secado rápido en los cristales de todas las ventanillas con papel de un gran rollo que siempre lleva en el maletero. Sin olvidarse de los seis retrovisores, la buena visibilidad es un elemento importante. Aunque es temprano, ya hace calor, el esfuerzo físico por frotar con rapidez las superficies pulidas le hacen sudar un poco. Si el día no refresca, tendrá que poner el aire acondicionado, esto es un contratiempo, porque resta potencia al vehículo y es más fácil que se cale el motor.

Son las siete y cuarenta, tiene el tiempo justo de recoger a Susana y a Pedro para dirigirse al punto de reunión, que cambia cada semana, están citados a las ocho. Hoy corresponde el puente de las Almadrabillas, al lado del Club de Mar y la Escuela Náutica. Una de las ventajas de vivir en esta pequeña ciudad es que las distancias en coche no suelen ser muy largas.

Llega puntual a la puerta de la autoescuela Rial, ubicada en una plaza muy cercana a unos famosos y desaparecidos multicines. Sus alumnos esperaban nerviosos, fumando uno y comiéndose las uñas otro.

–Buenos días, ¿cómo estáis?, hay que tranquilizarse, relajaos. Lo primero, como os dije, necesito vuestros documentos de identidad y los tiques de examen.

Susana y Pedro los buscaron en su bolso y en su cartera, respectivamente, y se los entregaron a su profesor. Manuel revisó los documentos comprobando lo más importante, la fecha de expiración y que los datos y fotos correspondieran a sus alumnos. No era la primera vez que algún alumno se dejaba el DNI olvidado en casa o desconocía que su documento de identidad debía ser renovado, en ambos casos era imposible realizar el examen. Los funcionarios de la Dirección General de Tráfico eran inflexibles con las normas, no dejaban pasar ni una.


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