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El Metro Del Amor Tóxico
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El Metro Del Amor Tóxico

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—Está bien —me susurró ella en cuanto llegamos, al ver que miraba el reloj—, eres el invitado de honor.

Tal vez no estaba tan bien para el dueño de la casa, al que, en cuanto el criado, un hombre de aspecto frágil de unos sesenta años, de piel mulata, evidente fruto de una combinación afroamericana y europea, nos abrió e hizo entrar, se le escapó un sonriente:

—¡O, por fin! —Pero inmediatamente se corrigió—: ¡Estábamos todos impacientes por conocerlo en persona, señor Velli! —Y, después de estrecharme la mano, volviéndose a los presentes, me aplaudió. Los demás se unieron al aplauso.

El editor parecía tener unos cincuenta años, pelo espeso, entrecano y descuidado, media altura y muy delgado, pero fuerte: me estrechó la mano con energía.

Éramos unos veinte. Los invitados más importantes, como entendí por la actitud de mayor respeto de Lines y supe mejor por Norma, eran ocho: los hermanos Albert y Elizabeth Valente, ambos de unos cuarenta años, multimillonarios en dólares, él patrono del premio heredado de su difunto padre, poeta aficionado, que vivió durante décadas con fama de padrino mafioso, pero que, cuando murió, ya había adquirido la pátina de un financiero honrado; Peter Capponi, un obeso importador de unos cuarenta años, y su esposa Angela, de unos treinta, única mujer presente completamente enjoyada; un tal Vito Valloni, un obeso barbudo de pelo blanco debido a una peluca cana y en punta en la cabeza que le hacía parecer ridículo, hombre de media altura, con más de sesenta años, propietario de grandes almacenes y tiendas, librerías, emisoras de televisión y periódicos en varios estado; el taciturno general Reginald Huppert, jefe de la Policía de Nueva York, con su esposa Liza, mucho más joven que él, de unos treinta años, hermanastra de Lines: muy guapa; Anne Montgomery, viuda, la mujer más rica de Estados Unidos, de unos cincuenta años; su hijo Donald, de aspecto insignificante, no muy alto, de pelo oscuro, que parecía tener unos treinta años, y su administrador y consultor financiero, John Crispy, de unos sesenta años.

—Un extraño idealista, ese Donald Montgomery —me dijo Norma después de salir solos los dos a la terraza—: Es el heredero de una fortuna colosal, pero, después de licenciarse en derecho como quería su madre para que cuidara mejor de sus intereses, se incorporó como funcionario en el FBI. Increíble, ¿verdad?

—Tal vez podía haber escogido algo mejor.

—Pienso lo mismo. En todo caso, los asuntos de la familia siguen siendo dirigidos totalmente, con su comisión, por John Crispy —Lo señaló con un breve movimiento de cabeza: en ese momento el hombre, sentado en un rincón justo a la entrada, estaba tragándose de golpe un brebaje y comiendo aceitunas—. Que no te engañen las apariencias: le llaman «el Caimán» de Wall Street. Trabaja como una fiera manteniéndose sobrio todo el día y hacia esta hora empieza a relajarse bebiendo todo lo que puede. No sé como lo hace, pero no se emborracha nunca.

Me preguntaba cómo Norma, una simple empleada de la fundación, podía saber todas esas cosas. ¿Tal vez a través de su marido?

La respuesta me llegó después de unos minutos. En cuanto volví a entrar en el apartamento, se me acerco rápidamente Liza Huppert, la esposa del general, que me tomó del brazo y me alejó de Norma y me llevó, casi a la fuerza, a la mesa de la bebida.

Al ser la mujer pariente cercana del dueño de la casa, la seguí, aunque fuera a regañadientes, por respeto a nuestro anfitrión.

—¿Es Norma una buena ayudante, señor Velli? —me preguntó en un mal italiano—. ¿Ya le ha enseñado la ciudad?

Asentí mecánicamente con la cabeza.

—Hable en su idioma, señora Huppert, sé inglés. Sí, Norma Miniver me ha resultado muy útil.

Quién sabe con qué cara lo dije. Solo sé que la mujer mostró una sonrisa no muy agradable y, con muy poca educación, me dijo:

—¡Cuidado, dulce poeta! ¿No será que ustedes dos…?

—No —desmentí secamente—. Me ha servido de gran ayuda, eso es todo —Le miré fijamente a los ojos durante un par de segundos, con reprobación: ¿cómo se atrevía?

—Ah —Pareció relajarse, sin mostrar haber percibido mi expresión y, tras lanzar ese sonoro ah, luego me entregó con ambas manos una de las copas de la mesa, la única que contenía una bebida verde que olía a menta y romero, y retuvo la copa y mi mano derecha entre las suyas por un momento, con la evidente intención de acercarse a mí. Luego tomó para ella una copa llena de un vino espumoso rosado y se la bebió de un solo trago—. Sí, pobre chica, ¡no ha tenido suerte! —volvió a decir mostrando en la cara una conmoción ambigua, sin saber esconder su sadismo.

Me molesté y entendí que me había enamorado de Norma.

Le lancé una mirada instintivamente.

Liza Huppert siguió mi mirada y, con una sonrisa amplia y apretándome fuerte la mano libre de la copa, me susurró:

—Sí, pobrecilla: el anterior marido era muy rico, pero después de unos pocos años estaba acabada y cerca de la ruina y el suicidio. Gracias a los amigos Valente, le encontraron un puesto en la fundación y es mejor para ella que quiera conservarlo aun después del nuevo matrimonio.

Me quedé de piedra.

Impertérrita, añadió:

—¿Es posible que no hubiera descubierto, pobre ingenua, las tendencias del marido? Y, aun así, parece que en realidad no sabía absolutamente nada hasta que un día, llegando de forma inesperada su estudio, ¡vaya desprevenido ese pintor!, ¡en su apartamento y sobre su propio piano!, Norma le sorprendió desnudo con un joven y una joven desnudos como él: el maridito y la guarra estaban mordiéndose, él sobre ella con su cosa incrustada en su trasero, mientras a su vez estaba sodomizando al joven: una porquería bisexual.

Las palabras eran de dura condena, pero Liza las había pronunciado con una expresión en el rostro obscenamente lúbrica y no pude no pensar que ella saboreaba al mismo tiempo la idea de formar parte de una troika similar. Le pregunté:

—Perdóneme, ¿cómo ha sabido esos detalles escabrosos? No creo que Norma fuese por ahí contando los detalles…

—… Pero, amor mío, ¡claro que fue! Norma contaba los hechos con detalle a cualquiera de nosotros con los que se encontraba. Esa pobre chica estaba enfadada con el marido y quería vengarse.

No me quedé convencido. Fastidiado, posé la copa, de la que aún no había bebido, y, tratando de sonreírle amablemente, le susurré:

—Perdóneme —y me alejé.

Advertí que «Caimán» Crispy se acercaba a la mesa y, mientras empezaba a hablar con Liza, sin saber que había sido mi copa, la tomaba y comenzaba a beber el líquido verde.

Se me acercó Lines:

—Quiero hablar con usted. ¿Vamos allí?

Hizo que me sentara en la única silla de su estudio doméstico, abarrotado de libros y manuscritos que ocultaban el pequeño escritorio estilo Carlos X en el que se había sentado y desbordaban las dos librerías de estilo Imperio.

—Muchas veces trabajo aquí en lugar de en el despacho. Para otros géneros, no, pero la poesía prefiero leerla yo antes y aquí la puedo disfrutar más tranquilo. También yo he publicado algún poemario y, conociendo bastante bien siete idiomas, incluido el italiano, puedo valorar textos extranjeros en su lengua original.

Sonreí complaciente.

Él cambió de tema, tuteándome:

—Ranier, ¿cómo no me has propuesto traducir y publicar aquí tu último libro de poemas?

Me quedé estupefacto:

—¿Mi último libro? —No había publicado nada más, aparte de la novela fallida.

—Hablo de tus Poesías del amor sereno que has publicado en Suiza.

El título me resultaba desconocido.

—No entiendo.

—… Pero sí. ¡Ese que eran todo sonetos! Espera que me acuerdo de algunos de memoria —Y me recitó uno.

Me quedé de piedra: se trataba de los versos que había compuesto para Tartaglia Fioretti, cuya propiedad intelectual ya no me pertenecía. ¿Publicado con mi nombre?


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