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El Dios Escandaloso
Guido Pagliarino
Nueva edición corregida y aumentada por el autor: Muy a menudo no se estudian la historia del cristianismo ni su pensamiento genuino y la mayor parte de los creyentes practicantes, por no hablar de los demás, no profundizan en la historia y la teología de su fe y muchos no saben exactamente en qué cree el que, con una sonrisa, demuestra que la fe viene directamente de Dios. Es enorme la diferencia entre la imagen divina neotestamentaria presentada en este ensayo y aquella figura, más omnipotente y castigadora que amorosa, en la que todavía muchos creen, tanto entre los anticristianos como entre los creyentes, figura que, lamentablemente, se incluía en las enseñanzas eclesiásticas antes del Concilio Vaticano II, que ha dirigido de nuevo la mirada de la Iglesia hacia el cristianismo del siglo I.
En primer lugar, esto se ha producido gracias de los testamentos en sus idiomas originales y ya no con la imprecisa traducción al latín de San Jerónimo. Lamentablemente, aun hoy no todos los creyentes siguen la línea conciliar, que es más o menos conocida por los no creyentes, y la idea de un Dios terrible sigue viva en ciertos entornos en la propia Iglesia: hay quienes continúan enseñando que hay que temer a Dios y servirlo con actos de culto, como a Yahvé en tantos versículos del Antiguo Testamento, siguiendo esa Ley bíblica (la Torah) que, por el contrario, San Pablo, en su epístola a los Gálatas (Gal 3:19 y 3:25) afirma que existía solamente como el siervo-pedagogo que tenía el cometido de conducir a la escuela de Cristo. Ese siervo que lleva al niño a la escuela ya es inútil después de las enseñanzas piadosas del Maestro Jesús, y además es evidente que quien ama no difama, no roba ni hace otras cosas similares sin sentir un peso que le hace respetar la moral. Pero, según los evangelios, a Cristo no le basta con que no se haga mal al prójimo: desea que se lo ayude según el propio Ser y el Amor de ese Dios que nos ha revelado: un Dios completamente enamorado de los seres humanos hasta el punto de quererlos para siempre con Él en su eternidad y que, por tanto, se pone a su servicio para este fin concreto. Sí, el Dios-Amor del Nuevo Testamento presentado en este ensayo puede parecer escandaloso: un Dios que en Jesús da ejemplo e invita a los cristianos de todos los tiempos a actuar como Él.
Guido Pagliarino
El Dios Escandaloso – Ensayo
Copyright © 2020 Guido Pagliarino – All rights reserved to Guido Pagliarino – Todos los derechos son propiedad del autor – Libro distribuido por Tektime S.r.l.s. Unipersonale, Via Armando Fioretti, 17, 05030 Montefranco (TR) – Italia – P.IVA/Código fiscal: 01585300559 – Registro mercantil de TERNI, N. REA: TR – 108746
Guido Pagliarino
EL DIOS ESCANDALOSO
Ensayo
Traducción de Mariano Bas
Guido Pagliarino
El Dios escandaloso
Ensayo
Traducción del italiano al español de Mariano Bas
Originales en lengua italiana:
1a edición, Guido Pagliarino, «Il Dio Scandaloso», ensayo, solo en e-book en diversos formatos, Smashwords Edition, © 2015 Guido Pagliarino
2a edición corregida y aumentada por el autor, Guido Pagliarino, Il Dio Scandaloso, ensayo, Copyright © 2018 Guido Pagliarino, libro y e-book, distribuida por Tektime
La imagen de portada fue creada electrónicamente por el autor Guido Pagliarino
Anónimo, Mosaico, siglo XI-XII, Última cena, Basílica de San Marcos, Venecia
«¡Cuánto tienes de discutible, Iglesia y aun así cuánto te amo! ¡Cuánto me has hecho sufrir y aun así cuánto te debo! (…) ¡Me has dado muchos escándalos y aun así me has hecho entender la santidad! No he visto en el mundo nada más oscurantista, más dañado, más falso y no he tocado nada más puro, más generoso, más bello. (…) No, no está mal contestar a la Iglesia cuando se la ama: está mal contestarla escuchando desde fuera, como si uno fuera puro» «(…) una Iglesia donde la caridad y la solidaridad con el hermano obliga mucho más allá del culto y las purezas legales. Una Iglesia que sea el Evangelio. Una Iglesia que sea esperanza. Una Iglesia que sea amor. Se ha acabado el tiempo de las complicaciones, de los pesados arreos, de las cosas externas que distraen, de los estucos inútiles, de las procesiones infantiles».
Hermano Carlo Carretto
BREVE PRÓLOGO DEL AUTOR
Al despedirme del lector en mi libro Cristianesimo e Gnosticismo: 2000 anni di sfida,[1 - Cristianesimo e Gnosticismo: 2000 anni di sfida, Prospettiva Editrice, 2003-2007. Descatalogado y cuyos derechos volvieron al autor el 1 de enero de 2008.] yo escribía: «El cristiano encuentra la paz en el corazón al seguir la figura evangélica de Cristo en la fe de que es Dios. Jesús dijo en torno al año 29: “Quien quiera ser el más grande que se haga el más pequeño y sirva a los demás”. Lo hizo él mismo a lo largo de su vida y hay un símbolo muy poderoso en el evangelio de San Juan, en el lavatorio de pies que Cristo lleva a cabo poco antes de la Pasión». Entreabría así una puerta sobre el argumento del Dios-Amor «el Dios es Amor: ho Theòs Agápe estín»[2 - 1 Jn 4:8 y 4:16.] al servicio de los hombres, un Dios con un mandil no solo neotestamentario, sino que ya asoma en la Antigua Escritura, como he explicado en el ensayo inmediatamente anterior a este, El viento del amor.[3 - El viento del amor: Una aproximación histórica a la revelación progresiva del Dios-Amor en el Primer Testamento, 2019, Tektime Editore © Guido Pagliarino.] Considerando estudios derivados del Concilio Vaticano II, hablaré también de este Dios-Amor según el Nuevo Testamento, según el cual la Revelación divina se cumple con Cristo: un Dios que en Jesús da ejemplo e invita a los cristianos de todos los tiempos a actuar como él: según los cristianos, siempre con pleno respeto a los creyentes hebreos, el Antiguo (o Primer) Testamento está incompleto, reclama una integración y ese cumplimiento, expuesto en los mismos libros neotestamentarios, se realiza en Cristo Salvador, que da claridad al sentido de los textos veterotestamentarios y, además, en cualquier caso, justifica su propia inclusión en la Biblia, como normalmente pasa con el Eclesiastés, un libro que, aunque no carezca de serenidad, parece pesimista y no se relaciona con la luz de Cristo, por lo que el cristiano reflexiona: «Sí, sin Jesús la vida sería precisamente la tragedia nihilista que cuenta el Eclesiastés»; a ese respecto, Giacomo Leopardi fue un gran lector del Eclesiastés y este libro, no teniendo el poeta fe cristiana, contribuyó a determinar, con otras fuentes, su pesimismo cósmico. La Palabra divina se revela progresivamente por medio de hechos históricos que han inducido a la reflexión teológica. El gobierno de la Historia por parte de Dios constituye la nota común entre el Antiguo y el Nuevo Testamento: considérese que, para la Iglesia, como expresó el Concilio Vaticano II en la constitución Dei Verbum, el Testamento sí está «inspirado y quienes lo generaron se inspiraron en la medida en que contribuyeron a su constitución» y no solo el Nuevo Testamento, sino también el Antiguo «es palabra de Dios y conserva un valor perenne», pero hay que tener en cuenta que los escritos del Antiguo Testamento «contienen también cosas imperfectas y temporales» y que «asumidas integralmente en la predicación evangélica, adquieren y manifiestan su significado completo en el Nuevo Testamento y, a su vez, lo iluminan y lo explican».[4 - Constitución dogmática Dei Verbum sobre la divina Revelación, nn. 14, 15, 16.] Siguiendo con la Dei Verbum,[5 - Ibíd. n. 12.] añado que «para extraer con exactitud el contenido de los textos sagrados, se debe atender al contenido y a la unidad de toda la Escritura». Así que presentaré la figura jesuánica del Dios que sirve a los hombres, destacando el contraste entre esta y aquella temible imagen divina castigadora que se dibujaba en las enseñanzas eclesiásticas antes del Vaticano II, concilio que ha dirigido de nuevo la mirada de la Iglesia hacia el cristianismo del siglo I, sobre todo con el estudio de los testamentos en sus idiomas originales y ya no con la imprecisa traducción al latín de San Jerónimo. Lamentablemente, no todos siguen la línea conciliar y la idea de un Dios terrible todavía sigue viva en ciertos entornos en la propia Iglesia y no solo entre los seguidores del reaccionario obispo Lefèbvre. Hay quien continúa enseñando sustancialmente que hay que temer y servir a Dios con actos de culto, como a Yahvé en tantos versículos del Antiguo Testamento, siguiendo esa Ley que, por el contrario, San Pablo, en su epístola a los Gálatas,[6 - Gal 3:19 y 3:25.] afirma que existía solamente como el siervo-pedagogo que tenía el cometido de conducir a la escuela de Cristo. Ese siervo que lleva al niño a la escuela ya es inútil después de las enseñanzas piadosas del Maestro Jesús, y además es evidente que quien ama no difama, no roba ni hace otras cosas similares sin sentir un peso que le hace respetar la moral. Pero, según los evangelios, a Cristo no le basta con que no se haga mal al prójimo: desea que se lo ayude. Acabo donde empecé, con el Dios revelado por Jesús, completamente enamorado de los seres humanos hasta el punto de quererlos para siempre con Él en su eternidad y que, por tanto, se pone a su servicio para este fin concreto. Para comodidad de quien no frecuente la Biblia más que ocasionalmente, he añadido un apéndice con las abreviaturas de los nombres de los libros bíblicos.
Guido Pagliarino
CAPÍTULO 1
(EL DIOS QUE SIRVE AL SER HUMANO)
Bibliografía principal de este capítulo: AA.VV., Manuale di storia delle religioni, Gius. Laterza & Figli, 1998; Carlo Buzzetti y Carlo Ghidelli, Le tappe della lettura della Bibbia, Edizioni San Paolo s.r.l., 2003; Giulio Busi, Simboli del pensiero ebraico, Giulio Einaudi editore s.p.a., 1999; Gianfranco Calabrese, Il Signore che dà la vita – Identità e missione dello Spirito Santo, Edizioni San Paolo s.r.l., 1998; Giuseppe Casarin, «Simbolo, segno e sacramento, in Giovanni l’evangelista dalle ali d’aquila», número monográfico de la revista Credere oggi, nª 5/2003, Messaggero di Sant’Antonio editrice, octubre de 2003; Rémy Chauvin, Dios de las hormigas, Dios de las estrellas, traducción de Rafael Lassaletta Cano, Editorial Edaf, S.L., 1989; La civiltà cattolica (editorial del director de la revista, Gian Paolo Salvini), «Il giudizio particolare dopo la morte», cuaderno 3415, 3 de octubre de 1992; «L’inferno: riflessioni su un tema dibattuto», editorial, en La civiltà cattolica, cuaderno 3578, 17 de julio de1999; Alberto Maggi, Cómo leer el Evangelio y no perder la fe, Ediciones El Almendro, Córdoba, 2010; André Manaranche, Un amor llamado Jesús, Editorial Cultural y Espiritual Popular S.L., 1992; Daniele Menozzi, «La Chiesa cattolica», pp. 129-251 en, di AA. VV. (a cargo de Giovanni Filoramo y Daniele Menozzi), Storia del Cristianesimo, vol. IV, Gius. Laterza & Figli, 1997; Aldo Moda, «Linguaggi teologici del post-concilio», en Archivio teologico torinese, año 5, 1999, nº 2; Alviero Niccacci, La casa della sapienza, voci e volti della sapienza biblica, Edizioni San Paolo s.r.l., 1994; Ettore Paratore, «San Girolamo – L’età del Basso Impero», en Storia della letteratura latina, RCS Libri S.p.A., 2000; Liliana Rosso Ubigli, «La visione negativa della storia nell’ “apocalittica” giudaica», en «Leggere la storia come salvezza», número monográfico de Parola, Spirito e Vita – quaderni di lettura biblica, nº 1 enero-junio de 2003, Centro editoriale devoniano; Giuseppe Ruggieri, «Tempi dei segni e segni dei tempi: dalla Humanae salutis alla Gaudium et spes», en «Leggere la storia come salvezza», número monográfico de Parola, Spirito e Vita – quaderni di lettura biblica, nº 1 enero-junio de 2003, Centro editoriale devoniano; fuente en Internet: Catechismo della dottrina cristiana pubblicato per ordine del sommo Pontefice Pio X, en el sitio web del Museo San Pio X, http://www.museosanpiox.it/index.php (http://www.museosanpiox.it/index.php) en la página http://www.museosanpiox.it/sanpiox+Catechismodottrinacristiana. (http://www.museosanpiox.it/sanpiox%20Catechismodottrinacristiana)html; Alberto Maggi, texto de la conferencia «Vangeli: storia o teologia?», Archidiócesis de Ancona Osimo y Centro Pastorale Stella Maris – Colleameno de Torrette di Ancona en los días 22, 23 y 24 de febrero de 2002, en el sitio web http://www.studibiblici.it (http://www.studibiblici.it/) en la página http://www.studibiblici.it/conferenze/storiaoteologia.htm (http://www.studibiblici.it/conferenze/storiaoteologia.htm); Alberto Maggi, texto de la conferencia «Il Dio impotente», en Senigallia en la Scuola di Pace Vincenzo Buccelletti en los días 15, 16 y 17 de enero de 2003, sitio web Studi Biblici, página http://www.studibiblici.it/Conferenze/IL_DIO_IMPOTENTE.pdf (http://www.studibiblici.it/Conferenze/IL_DIO_IMPOTENTE.pdf)
Retrato del aspecto del Dios que sirve a los hombres presentado por Jesús con la palabra y con su propio comportamiento a favor del prójimo.
Hay un enorme contraste entre esa figura y la temible imagen de Dios que se presentaba en las enseñanzas eclesiásticas antes del Vaticano II, concilio que ha dirigido de nuevo la mirada de la Iglesia hacia el cristianismo del siglo I, sobre todo profundizando en el estudio de los testamentos, y del Nuevo en particular, indagando en sus idiomas originales y ya no en la imprecisa traducción al latín de San Jerónimo.
El Dios que sirve
Estamos en la noche entre el jueves y el viernes de la semana en que cae la Pascua hebrea, en el mes de abril del año 30 (según algunos, en el año 33: a este respecto, se puede acudir a mi ensayo Jesús, nacido en el año 6 «antes de Cristo» y crucificado en el año 30: Una aproximación histórica, Tektime, 2020). La vida pública de Jesús estaba a punto concluir. Faltaban su pasión y muerte y después la Resurrección, aunque esta no se manifestará a todos: afectará solo a los apóstoles y los discípulos, es decir, a la primera Iglesia, que recibirán de Cristo la orden de comunicar ellos mismos la buena nueva de Este como resucitado y salvador (leer, por ejemplo, Mateo 28:16-20) y de suscitar la fe en sus oyentes. Pedro afirma en el libro de los Hechos de los Apóstoles del Nuevo Testamento: «Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en el país de los judíos y en Jerusalén. Y ellos lo mataron, suspendiéndolo de una cruz, pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió que se manifestara, no a todo el pueblo, sino a testigos elegidos de antemano por Dios: a nosotros, que comimos y bebimos con él, después de su resurrección. Y nos envió a predicar al pueblo, y atestiguar que él fue constituido por Dios Juez de vivos y muertos. Todos los profetas dan testimonio de él, declarando que los que creen en él reciben el perdón de los pecados, en virtud de su Nombre» (Hc 10:39-43).
Como dice el evangelio de San Juan, libro pleno de símbolos, en la noche entre el jueves y el viernes que precedieron inmediatamente a su pasión y muerte, Jesús, durante la última cena, enseña y tranquiliza a los suyos y también los instruye con una acción: lavándoles los pies. Ese lavatorio es en primer lugar un emblema de la pasión y muerte que ya están próximas: a diferencia de los demás evangelios, el de Juan presenta toda la pasión de Cristo como una marcha triunfal hacia la glorificación, la misma cruz es su trono de rey del universo, el sufrimiento psicológico y físico se simboliza en síntesis en el lavado de los pies de los suyos. Pero no hay solo un símbolo en esa acción. Con ella, Jesús da alegóricamente la más grande de las enseñanzas, que ratificará de inmediato con palabras: el mandamiento nuevo del servicio al prójimo, que es una manifestación de amor, no solo hacia el igual, sino hacia Dios, ese Dios infinito que el hombre, en su propia limitación, no puede amar-adorar adecuadamente si no es indirectamente, queriendo el bien para todos los seres humanos que encuentra y en los cuales se refleja Jesús-Dios.
Según el evangelio de San Mateo, Cristo ya había dicho a los suyos: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, y recibid en herencia el Reino que os fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; estaba de paso, y me alojasteis; desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; preso, y me vinisteis a ver". Los justos le responderán: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?" Y el Rey les responderá: "Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, lo hicisteis conmigo”» (Mt 25:31-40).
El episodio del lavado de pies se cuenta en el evangelio de San Juan: «Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se quitó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura». (Jn 13:1-5). «Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: “¿entendéis lo que acabo de hacer con vosotros?”» (Jn 13:12). He omitido los versículos 6 a 11 que aquí no nos interesan.
No sé si el lector ha advertido que Juan Evangelista, por lo que parece no se ha acordado de quitarle el mandil a Jesús: mientras que al aprestarse a servir a sus amigos Cristo se levantó, se quitó la ropa (símbolo de su muerte corporal) y se puso la toalla-mandil a la cintura, tras terminar la acción se vuelve a poner la ropa (símbolo de la resurrección de su cuerpo, en forma gloriosa y espiritual, como dice el Nuevo Testamento en la Primera Carta a los Corintios paulina) y vuelve al comedor, pero el mandil, no se lo quita en ningún momento. Es verdad que esta omisión se ha advertido en la exégesis bíblica (cf. Alberto Maggi, texto de su conferencia «Il Dio impotente», cit.) que ha evidenciado su importancia teológica: no es en realidad un olvido, que tanto San Juan como los demás evangelistas hayan omitido o insertado por casualidad, sino que es a su vez un símbolo, no solo sutil, en su discurso, como el quitarse y volverse a poner el manto, sino que en el hecho de omitir emblemáticamente que se quite el mandil con el que ha lavado los pies de los discípulos. Jesús nunca se lo quitará, porque Él siempre estará al servicio de los hombres, no solo como hombre en su vida terrenal, sino asimismo como Dios: se ha despojado de la apariencia de su majestad infinita para servir a los hombres, hijos del Padre y sus amigos fraternos. En otro lugar del evangelio de San Juan se lee: «Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre» (Jn 15:15). He escrito la apariencia porque en el servir por amor, hay que destacar verdaderamente, no hay humillación, sino elevación, como Jesús ya ha explicado a los apóstoles en el evangelio de San Marcos (Mc 9:35), antes de la última cena: «Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: “El que quiera ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos”». Cristo atestigua así que su majestad divina se basa en el amor y, por tanto, si el ser humano quiere divinizarse en Él, el Dios-Hijo, debe a su vez servir al prójimo, exactamente igual que Él. Jesús no hace nada por sí mismo, se lo ha visto hacer al Padre, que, para el cristianismo, constituye con el Hijo y el Espíritu Santo un único y solo Dios.
El Espíritu Santo, según el misterio trinitario cristiano, es tanto Espíritu del Padre que ama al Hijo como Espíritu del Hijo que ama al Padre, pero se distingue en cuanto es verdadera Persona divina y no sentimiento, en cuanto es Amor infinito y lo infinito solo es divino. Además, este Amor infinito se desborda, según la teología cristiana, sobre los seres humanos, llamados a la divinización en lo eterno en la persona del Hijo glorioso, gracias al sacrificio del mismo Hijo encarnado.
Cristo procede de la Primera Persona y es Dios único con el mismo Padre y con el Espíritu Santo. Dice a sus discípulos: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Jn 14:9); «El que cree en mí, en realidad no cree en mí, sino en aquel que me envió. Y el que me ve, ve al que me envió» (Jn 12:44-45). Por tanto, el lavado de pies se desarrolla en primer lugar desde el Ser del Padre, en el sentido de actitud espiritual, de que servir al hombre forma parte de su propia esencia. Es algo inusitado, incluso escandaloso en tiempos de Jesús, según la Ley de la élite de Israel, es decir, quienes pertenecen o se mueven en torno al templo y el sanedrín, una especie de senado político y religioso en Jerusalén. Estos enseñan que Yahvé es el legislador y juez omnipotente, la suma majestad que ni siquiera puede nombrarse, la divinidad a la que todos deben servir incondicionalmente con temor y afirman que, si alguien traiciona ese deber, Dios lo castiga, en primer lugar, enviando desgracias y enfermedades al propio infiel y a sus descendientes y luego no concediéndole la vida eterna.
Sin embargo, no todos los jefes de Israel creen en la supervivencia después de la muerte: solo los miembros del partido de los fariseos. La idea de la resurrección de los muertos no es muy antigua, solo apareció entre los hebreos hacia el siglo II a.C, y todavía en los tiempos de Jesús el vértice de la élite religiosa de Israel, es decir, los saduceos, de cuya secta vienen los sacerdotes del templo de Jerusalén, piensa que premios y castigos, tanto para el afectado como para sus descendientes, se dan en esta vida y que después de la muerte no hay nada. La vida eterna es un concepto estrictamente fariseo y de la secta de los fariseos pasó al pueblo y es en esta tradición en la que se inserta, innovando, Jesucristo, que, según el cristianismo, es el primero entre los resucitados y la causa de la resurrección de todos los demás.
Antiguamente, la impresión común era que la lepra era la peor de las enfermedades, no solo porque en aquel entonces era incurable, sino también porque se consideraba un castigo divino por los pecados más graves. La Torah, es decir, la Ley hebrea, Impone al leproso un aislamiento absoluto del resto del pueblo. Es un marginado que, al salir a la calle, debe gritar a todos su estado, para que se retiren a su paso, no solo para no contagiarse, sino, ante todo, sino para que no se produzca una impureza religiosa y no se pueda volver a adorar a Dios en el templo, salvo después de una larga serie de actos de purificación: el orden se había invertido con el paso del tiempo y el verdadero objetivo, la salud general, que había sido cubierto por la religión por los antiguos sacerdotes para favorecer la obediencia de la norma, se convirtió en secundario, de forma que el medio se convirtió en fin. Por tanto, en los tiempos de Jesús, el leproso se veía como un pecador imperdonable y ya muerto para la sociedad. Cristo, al iniciar su vida pública, de una señal primera y muy fuerte de que es realmente Dios curando a un leproso y, además, aun siendo este impuro según la mentalidad vigente, lo toca, siendo intocable, con gran escándalo de los biempensantes de aquel tiempo. Se empeña, en resumen, en dar la vuelta a la mentalidad social: Dios, por amor, se pone voluntariamente al servicio de los hombres y no pide que le sirvan, sino que le imiten; la pureza e impureza están en las decisiones buenas o malas y no en ninguna otra cosa. ¡Imaginémonos cómo pudieron acoger esta Revelación los sacerdotes y los escribas-fariseos! En el cristianismo, como dicen los Hechos de los Apóstoles: «El Dios que ha hecho el mundo y todo lo que hay en él no habita en templos hechos por manos de hombre, porque es el Señor del cielo y de la tierra. Tampoco puede ser servido por manos humanas como si tuviera necesidad de algo, ya que Él da a todos la vida, el aliento y todas las cosas» (Hc 17:24-25). ¿Dónde acabaría entonces el poder de los sacerdotes, que al trabajar en el templo actúan como intermediarios con la Divinidad? ¿Dónde el de los escribas, es decir, los doctores de la Ley? El Nuevo Testamento en la primera epístola de San Pedro, no dice que la Iglesia es enteramente un pueblo de sacerdotes: «Vosotros, en cambio, sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido para anunciar las maravillas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pd 2:9). Como todos los cristianos forman parte de la Iglesia, por tanto, todos son sacerdotes, e incluso el creyente laico puede dirigirse directamente a Dios, ya no hay necesidad de intermediarios poderosos y a sueldo, como en Israel. Con el cristianismo ya solo existe la figura del presbítero, literalmente el anciano, el único habilitado por la Iglesia para consagrar la Eucaristía, pero ya no la del sacerdote que ofrece animales en sacrificio a Yahvé en nombre de los fieles. En la Eucaristía, el cristiano creyente y practicante se siente y está realmente en comunión directa con Dios: hablo de católicos y ortodoxos y en general aquellos fieles que creen en la presencia real de Cristo resucitado en el pan y el vino consagrados.
Normalmente los protestantes consideran la Eucaristía como un simple recuerdo de la última cena de Jesús. No lo luteranos, ya que, para Lutero, Cristo estaba realmente presente en la propia Eucaristía, según lo que llamaba la consustanciación: para él, la sustancia del pan y el vino permanecía invariable, pero a ella se añadía la presencia real de Cristo tras la consagración.
Este Dios que ama sin condiciones es una idea perturbadora que libera finalmente del temor y llena de alegría a los miembros de la primera Iglesia, pero que es tan contraria al sentido común que, después de un tiempo no muy largo, se nubla en no pocos cristianos, a pesar de estar tan claramente escrita en el Nuevo Testamento.
Un Dios mal entendido
Todavía hoy hay creyentes que entienden a Dios más como se concebía antes del cristianismo que como lo presenta Jesús en los evangelios: no el Dios que llena de maravilla porque es totalmente distinto del que concibe la mente humana, sino dibujado a imitación del egocéntrico del hombre. En el fondo, Dios es concebido por esos cristianos como el Yahvé irritable y a menudo ofendido de muchos versículos del Antiguo Testamento (aunque la figura del Dios amoroso no está tampoco ausente en él, como he indicado en la obra ya citada El viento del amor: Una aproximación histórica a la revelación progresiva del Dios-Amor en el Primer Testamento.
Si parte de los fieles ven a Dios como la severa y a veces airada Divinidad presentada en los acontecimientos veterotestamentarios, entre los ateos, término, por otro lado, bastante genérico,[7 - A propósito de la palabra «ateos» y otros términos análogos, la constitución pastoral Gaudium et Spes dice: «La palabra “ateísmo” designa realidades muy diversas. Unos niegan a Dios expresamente. Otros afirman que nada puede decirse acerca de Dios. Los hay que someten la cuestión teológica a un análisis metodológico tal, que reputa como inútil el propio planteamiento de la cuestión. Muchos, rebasando indebidamente los límites sobre esta base puramente científica o, por el contrario, rechazan sin excepción toda verdad absoluta. Hay quienes exaltan tanto al hombre, que dejan sin contenido la fe en Dios, ya que les interesa más, a lo que parece, la afirmación del hombre que la negación de Dios. Hay quienes imaginan un Dios por ellos rechazado, que nada tiene que ver con el Dios del Evangelio. Otros ni siquiera se plantean la cuestión de la existencia de Dios, porque, al parecer, no sienten inquietud religiosa alguna y no perciben el motivo de preocuparse por el hecho religiosos. Además, el ateísmo nace a veces como violenta protesta contra la existencia del mal en el mundo o como adjudicación indebida del carácter absoluto a ciertos bienes humanos que son considerados prácticamente como sucedáneos de Dios. La misma civilización actual, no en sí misma, pero sí por su sobrecarga de apego a la tierra, puede dificultar en grado notable el acceso del hombre a Dios» (Concilio Vaticano II, constitución pastoral Gaudium et spes, 7, parte I, capítulo I, número 19).] hay quienes imaginan además que el Dios de los cristianos no es muy distinto de un Zeus o un Baal, o sea, como un dios pagano que desprecia a los seres humanos y está siempre listo para castigar a quien no rinda culto a la perfección o destaca por cualquier buena cualidad. Para estas personas, Dios no existe, porque, si existiera, sería, por tanto, solo un tirano prepotente para los hombres, amenazándolos con el infierno por cualquier error y, por tanto, al ser por el contrario Dios perfecto por definición y, por tanto, bueno, para ellos Dios no puede existir.
Encontramos una mentalidad similar en una categoría particular de creyentes, la de los adoradores del diablo, quienes, a diferencia de los anteriores, creen en la existencia de Dios, pero, entendiendo mal su figura, como los primeros, y, en nombre de una presunta libertad del tirano divino, eligen acabar en la muerte eterna: exactamente en el infierno. Este se entiende normalmente, al contrario que en ateos y agnósticos, no como la privación de Dios (es decir, la nada, porque todo existir está en Dios), sino literalmente, al estilo de Dante, por decirlo así.
Estudios derivados del Vaticano II han despejado lugares comunes que se habían acumulado a lo largo de los siglos, entre ellos entender obligatoriamente el infierno al pie de la letra. Pero resulta lamentable que estos argumentos se hayan difundido tan poco, incluso entre los creyentes. He intentado en su momento hacerlos menos desconocidos en el ensayo La vita eterna – Saggio sull’immortalità tra Dio e l’uomo, Prospettiva Editrice, 2002. Está descatalogado desde hace mucho tiempo, aunque se puede encontrar la misma argumentación en otra obra mía bastante más reciente, editada por Tektime en libro y e-book: La transformación: Sobre el cuerpo glorioso espiritual y sobre la nada eterna infernal.
En el fondo, esta idea de una divinidad autoritaria y las sociedades jerárquicas humanas que brotaban en el pasado y todavía derivan en cierto monoteísmo no cristiano, no hacen más que reflejar la situación que es la norma para los animales en la naturaleza: la manada bajo el jefe de la manada, las abejas estériles al servicio de la abeja reina productora de huevos, etcétera. Se trata de aspectos naturales con los que el seguidor de Cristo debe guardar distancia si quiere ser verdaderamente cristiano. La encarnación de Cristo lo ha liberado de la esclavitud de su parte animal egocéntrica, de aquel pecado original que lo impedía ascender a Dios, porque lo inducía a considerarse el centro del mundo y a defender, justamente como un animal, su territorio exclusivo. Si se mira bien, esta toma de distancia de la animalidad debería valer, prescindiendo de un credo religioso, no solo para los seguidores de Jesús, sino asimismo para cualquiera que desee que su vida sea más serena, es decir, yo diría que para todos.
Por otro lado, el mito roussoniano del buen salvaje en la buena madre naturaleza no está aún en vías de extinción, a pesar de la idea contraria de muchas mentes geniales, incluidos no creyentes, como la de Leopardi, para quien, como es sabido, la naturaleza era una mala madrastra. Giacomo Leopardi, como ya he indicado en el prólogo, era un gran lector del libro del Eclesiastés, del Antiguo Testamento, según el cual todo es vano e incluso el hombre es vanidad destinada a desaparecer como todo lo demás. Estaba bautizado, pero no era creyente, mientras que solo a la luz de Cristo Salvador tiene un sentido claro la inserción del Eclesiastés en la Biblia cristiana, para indicar cuál sería la situación del hombre sin Cristo. Sin embargo, si falta Su luz, el Eclesiastés puede inducir al pesimismo: este es uno de los motivos por los que el cristiano debe estudiar primero a fondo el Nuevo Testamento y luego pasar al Antiguo.
Ya que, según el judaísmo y el cristianismo, para el Creador todo lo creado es bueno y bello, como afirma el mismo Dios al inicio del Génesis, nos podríamos preguntar: ¿No es posible que esto esté en contradicción con cuanto se ha dicho a propósito de la animalidad en el hombre que debe refrenarse por medio de su espiritualidad? La respuesta es negativa: por el contrario, la doctrina (al menos para los católicos desde el Concilio de Trento) es que, a pesar del bautismo, queda en el cristiano la llamada concupiscencia, es decir, la actitud natural de satisfacer el egoísmo propio. ¿Por qué queda? Porque es gracias a este instinto animal por lo que el ser humano puede elegir pecar en vez de amar, por lo que es libre y no un títere y la libertad es bien, mientras que sería malo ser un fantoche, aunque sea gozoso. Volveremos sobre esto en la siguiente sección. Se puede añadir de inmediato que, por otra parte, hay seres humanos que preferirían ser más bien tontos que sufrir psicológicamente las dificultades de la vida, personas que, para olvidarla, pueden buscar aturdirse con el abuso del alcohol o de drogas. Sin embargo, persiste el hecho de que la libertad es un bien en sí mismo.
Hay que evitar entender literalmente esos pasajes del Génesis en los cuales, al pecar, Adán destruye su equilibrio y el de la naturaleza en la cual había sido creado y de la cual Dios estaba satisfecho al inicio, pero ya no después del pecado. En realidad, la interpretación más reciente de ese mismo pasaje considera que el inspirado autor anónimo quiso simbolizar en la felicidad del Edén de Adán y Eva esa buena sociedad que nunca ha existido, pero que existiría si los hombres no pecaran: el pecado de Adán, que equivale al del Hombre, es el arquetipo de los todos los pecados de los seres humanos de todos los tiempos, así que, sustancialmente, el autor nos invita a construir un paraíso terrestre aquí y ahora rechazando el pecado.
El dios Casual: ¿Por qué el dolor?
Como indica Rémy Chauvin, biólogo docente en la Sorbona y ya director del Centro para la Investigación de Francia, en su interesante obra Dios de las hormigas, Dios de las estrellas,[8 - Rémy Chauvin, Dios de las hormigas, Dios de las estrellas, traducción de Rafael Lassaletta Cano, cit.] la violencia en la naturaleza con el animal que devora a animal (y, añado, hombre que agrede a hombre cuando se abandona al instinto bestial) «empuja a muchos hacia los altares del dios Casual, igualmente cruel, pero al menos no inteligente. Se trata de una objeción enorme, que nos tortura desde hace milenios. Mentes excelsas se han ocupado del problema y han concluido que todo el sufrimiento deriva de la finitud de la materia. Es el ser incompletos lo que genera el dolor: un animal debe nutrirse para sobrevivir y, al hacerlo, muy a menudo devora a otros «animales» y aquí Chauvin pone sobre la mesa los autótrofos, bacterias que, caso único, se nutren de minerales y no de otros seres vivientes. Plantea así al lector la pregunta retórica: «¿Por qué el Constructor no ha creado solo seres autótrofos?» La respuesta que da se concilia muy bien con el cristianismo. Responde que «esto se debe a que la inteligencia, que se configura como uno de los objetivos esenciales de la evolución, no habría podido desarrollarse si no es en heterótrofos (como el hombre – N. del a.) (…) Si el Constructor ha podido tolerar el sufrimiento tanto animal como humano para que el cosmos pudiera dar a luz la inteligencia, eso quiere decir esa es realmente una cualidad esencial».
Tengo que puntualizar, remitiéndome a la sección anterior, que es parte de la fe del cristianismo antiguo y todavía de hoy para católicos y ortodoxos, que el hombre ha sido creado libre para que elija en conciencia entre el bien y el mal gracias a su inteligencia.
Hay que entender por qué cerca de 1500 años después del inicio del cristianismo Lutero y Calvino proclaman, mucho más allá de los claroscuros de San Agustín, la predestinación y, en esta ausencia de libertad del hombre, anulan la belleza de ser libres y todos hijos de Dios.
Por tanto, la inteligencia es indispensable para el ejercicio de la libertad mientras que (Chauvin) el dolor en la naturaleza es indispensable para la inteligencia.
Es verdad que, como escribe el científico, quedan ocultas las razones de fondo del Creador al construir el universo tal y como es. Por ejemplo, se ignora por qué habría elegido muchas veces procedimientos biológicos tan complicados, como «los increíbles mecanismos que caracterizan la fecundación de las orquídeas» y por qué habría ordenado de modo repelente ciertos procesos, como el desarrollo y supervivencia de un parásito como la tenia humana: «¿Qué buscan los parásitos en sus inverosímiles migraciones en lo más íntimo de los seres vivientes?» En todo caso, lo que verdaderamente debe importar a quien tenga fe en la Revelación judeocristiana es saber que, como ya nos decía la experiencia y ha confirmado la biología, para la inteligencia, y por tanto para la libertad, son necesarias las tribulaciones y Dios nos ha creado libres y no guiñoles indignos. Porque, como dice San Juan en su primera epístola, Él es Amor: «Queridos míos, amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de Dios, y el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4:7-8). Quien ama de verdad no puede querer la esclavitud del amado y menos aún puede quererla Dios, el perfecto por definición y el Amor en Persona. Según el cristianismo, la intención de fondo del Creador es divinizarnos, igual que es eternamente humana y divina la Segunda Persona de la Trinidad, el Hijo: Dios no se hace hombre, sino que ES hombre en su mismo Ser eterno. La vía a nuestra divinización consiste en la experiencia común en la tierra tan de Dios como nuestra, una experiencia de libertad y, por eso, también para el mismo Dios de riesgo y sufrimiento hasta la muerte y consiste en su resurrección, que, siempre en comunión de vida con nosotros, tiene como consecuencia nuestra asunción individual después de la muerte hasta su sempiterna vida divina. Muchos no saben estas cosas con claridad: incluso muchos cristianos conocen poco del cristianismo y, ese poco, bastante mal.
La causa de los equívocos sobre Dioses la ignorancia sobre el cristianismo
El Concilio Vaticano II ha afirmado que entre las causas del rechazo a Dios por parte de no pocas personas está la incapacidad de muchos creyentes de explicar a los demás el verdadero Dios de Jesús, porque son las primeras en no conocerlo de verdad y, a veces, incluso en confundirlo con una especia de monarca celeste absoluto:
«(…) en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión».[9 - Concilio Vaticano II, constitución pastoral Gaudium et spes, 7, parte I, capítulo I, número 19.]
En el cristianismo que tiene sus raíces en la Iglesia antigua, es decir, el católico y el ortodoxo, existe la práctica de dirigirse a los santos a fin de que intercedan ante Dios. Esa práctica se dirigía al principio solo a los mártires, pero la veneración pasó enseguida a personas que vivieron siguiendo el ejemplo de Cristo, aunque murieran de forma natural. Al contrario de lo que piensan los protestantes, esta práctica no es blasfema, porque se refiere a la idea cristiana de la vida eterna de los santos divinizados gracias a Cristo, contenida en particular en la primera epístola de San Juan: se trata de una comunión de personas santas en la divina del Hijo, por lo que dirigirse a un santo es como dirigirse directamente a Dios.
Para el cristianismo, cada santo mantiene su yo y no se confunde, despersonalizándose, en el Divino, al contrario que algunas filosofías y religiones orientales.
Evidentemente, hay que rechazar los casos en los que se pierde el límite, llegando a considerar a los santos y las santas como autores personales de las llamadas gracias o, incluso, más poderosos que Dios. Por otra parte, ciertas personas, aunque consideran a los santos inferiores al Señor, ven el Más Allá un poco como una corte real en la que los cortesanos pueden inducir al soberano a la benevolencia hacia aquellos a los que protegen: en esos casos la oración indirecta tiene como base la idea de un Dios autoritario al que implorar con temor valiéndose de las recomendaciones de personas santas que le agraden, una actitud que, como enseñan los evangelios, Jesucristo no desea en absoluto: el don del Espíritu Santo llamado temor de Dios no tiene nada que ver con la sumisión por miedo. No es seguramente el estado de ánimo que en el Génesis empuja a Adán y Eva, después de pecar a «esconderse del Señor Dios en medio de los árboles del jardín».[10 - Gen 3:8.] El temor de Dios no excluye la inquietud cuando se ha cometido una culpa y antes de la reparación, sino que es en todo caso algo positivo, es ese encomendarse al Espíritu de Dios que purifica según la exhortación de San Pablo: «Queridos hermanos, purifiquémonos de todo lo que mancha el cuerpo o el espíritu, llevando a término la obra de nuestra santificación en el temor de Dios».[11 - 2 Cor 7:1.]
En un pasado no muy lejano, la actitud de preocupado sometimiento recibía incluso el apoyo del magisterio de la Iglesia. Como recuerdo por experiencia directa, siendo muy pequeño, todavía en los años 50 del siglo XX, aún un poco antes del último concilio ecuménico, el catecismo del papa Pío X, que, con siete años, tenía que estudiar de memoria en sus partes principales para demostrar que conocía las bases principales del cristianismo y poder así acceder a la primera comunión y la confirmación, decía entre otras cosas:
13. ¿Para qué nos ha creado Dios?
Dios nos ha creado para conocerlo, amarlo y servirlo en esta vida y para gozarlo luego en la otra en el Paraíso.
(…)
15. ¿Quién se merece el Paraíso?
Se merece el paraíso el que es bueno, es decir, quien ama y sirve fielmente a Dios y muere en su gracia.
Un Dios que quiere que le sirvan no es ese Dios amoroso de Cristo, es el duro Yahvé de la Ley de ciertos pasajes veterotestamentarios y, sin embargo, estando la idea fijada en las mentes de los fieles desde niños, era precisamente el Señor-Patrón que se continuaba imaginando de adultos, con tantos pasos consecuentes al descreimiento susceptible o, al menos a la indiferencia agnóstica: lo afirmo por experiencia directa, con una posterior recuperación y seguida por una vuelta, aunque en la madurez, a los orígenes, gracias a muchas lecturas de estudios postconciliares sobre el cristianismo. Creo que, antes de aquel concilio, no mucho sentían un verdadero deseo de amar a Dios y que más bien se trataba de un temor reverencial por parte de quienes continuaban creyendo y practicando. Sobre todo, el precepto de conocer al Señor (no confundir con el Patrón) lo traicionaban precisamente los redactores del mismo catecismo, pues ellos mostraban un Ser egocéntrico, que quería el homenaje de los seres humanos, creados para sus propios fines, un Dios que, al cabo, como un antiguo soberano, recompensaba eternamente a quien le hubiera servido bien, lo que equivale a decir, dada la debilidad del hombre, casi ninguno, mientras que todos los demás no eran admitidos en el paraíso.
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