banner banner banner
Las Confesiones De Una Concubina
Las Confesiones De Una Concubina
Оценить:
Рейтинг: 0

Полная версия:

Las Confesiones De Una Concubina

скачать книгу бесплатно


En esos días, ver que mi marido me ignora, me hiere hasta morir: parece que no da importancia a lo que le pertenece por derecho, por contrato, y como un miope no percibe lo que tiene cerca.

Nunca me he puesto hermosa para los otros pero, ser ignorada de este modo, ser transparente, irrelevante, menos que una latosa mosca, es humillante, uno nunca se acostumbra.

Agarro con rabia la habitual pinza para los cabellos, descolorida, por todas las veces que la he usado, y aprisiono mis cabellos y con la mordida de aquellos dientes de plástico me hiero el corazón, el alma, el orgullo, el amor propio.

Y él no comprende tampoco este gesto mío de rabia.

Me observa de reojo, casi como si no consiguiese encajar bien toda la situación y, como siempre, me ahogo en esta incomprensión y sofoco las lágrimas que querrían liberarse, engullendo la amargura y el nudo en la garganta que no quiere bajar.

Mañana cambiará, o mejor, espero que mañana cambie yo.

* * *

«¡Te queda muy bien este corte de pelo, Misia!»

La voz de Pietro pronunció estas palabras, aceite ardiente para mis oídos.

Sentí que se me enrojecían las mejillas, el cuello e instintivamente bajé la mirada, al no saber realmente cómo contestar.

No estaba acostumbrada a recibir cumplidos, hacía tanto tiempo que… había deseado oír aquellas palabras de la boca de mi marido, en muchos sueños había anhelado que eso ocurriese y, en cambio, he aquí que aquel hombre que no me pertenecía me hacía encrespar la piel con un escalofrío, hacía aparecer el deseo de placer que está escondido dentro de cada ser humano.

Pietro era un colega que trabajaba en la administración del supermercado, siempre sonriente, con los cabellos oscuros ligeramente largos, sabiamente despeinados.

En honor a la verdad no le había hecho caso hasta que su mirada había comenzado a cruzarse con la mía, insistentemente. Empezó a saludarme y buscaba la oportunidad para entablar conversación conmigo. Y allí comenzaron a llegar los primeros signos de aprecio, los primeros y velados cumplidos.

Yo escuchaba, inconsciente, sedienta, lastimosamente necesitada de felicitaciones.

Extraño, digo, porque mi educación siempre me ha impedido gozar de la sensación, desconocida, de ser apreciada.

En mi familia los elogios eran una mercancía rara, luego, al casarme con Filippo, la situación no había cambiado: él era un hombre tan cerrado que a menudo tenía la sensación de que ni siquiera me notase.

Pero me había casado con él.

Y ahora no había nada que hacer, si no aceptar lo que el plato que tengo de frente contiene, sin soñar con otras pitanzas.

Hacer caso a las palabras de Pietro era un juego demencial, era consciente, pero escuchando sus palabras, desaparecen como un relámpago, dentro de mi corazón, todas las sombras.

Pero dura poco: de la misma manera que se apaga el eco de aquellas frases, de la misma manera a como Pietro desparece de mi vida, mi corazón se hiela.

La búsqueda de una vida

Trabajo, casa, casa, trabajo.

He aquí la existencia de una treintañera.

Mi existencia.

Cuando era una muchacha nunca me había podido permitir grandes diversiones porque no estaba bien salir sola, mucho menos en compañía de mi prometido.

Ahora, porque mi marido prefiere echar la siesta en una butaca en el salón en vez de vivir.

Realmente no siempre ha sido así.

Queríamos un hijo, ¡sabe Dios cuánto lo he deseado!

Antes de casarnos parecía casi que escapase de la idea de un compromiso tan grande, luego, con el pasar de los meses, entre nosotros se ha creado un espacio, un vacío me atrevería a decir, que pensaba que podría llenar con un hijo.

Filippo parece que no tenía mis mismas exigencias, a él le bastaba con su trabajo de guardia jurado.

Mi marido era un buen hombre, no me faltaba nada, pero su sensibilidad y su frialdad me dejaban asombrada.

Al final de cada mes llegaba inexorable el ciclo menstrual destruyendo mis suenos, alimentados en aquellos tres, cuatro días de retraso.

Dos, tres, cuatro vueltas.

Era demasiado.

Demasiadas esperanzas defraudadas…

Cada uno de nosotros pensaba que en el otro había probablemente algo que no iba bien, un mecanismo que no funcionaba como debía, una chispa que no saltaba en el momento justo.

Finalmente, de nuevo, el retraso llegó hasta los diez días: no hablaba de ello, como si esto pudiese convertir en irrompible mi sueño, que, sin embargo, no era más que una pompa de jabón, hermosa, de colores, transportada en las alas del viento, pero destinada a desvanecerse con un puf.

Silenciosamente, dejaba correr los minutos, y los días y las semanas se convirtieron en meses.

Durante casi dos meses acuné en mi pensamiento la idea de un niño, una pizca de vida que pudiese dar sentido a la mía, que iluminase la oscuridad de mi existencia.

Durante mucho tiempo, después de esa noche, ya no tuve más lágrimas para llorar.

Fui despertada del sueño por las contracciones del bajo vientre que parecía que me querían desgarrar las vísceras.

En silencio, arrastrándome, conseguí llegar al baño donde, en cuanto encendí la luz, me esperaba un descubrimiento horrendo.

El camisón estaba empapado en sangre a la altura de las ingles.

Sólo recuerdo haber lanzado un grito.

Luego, nada.

A continuación sólo un vago recuerdo de mi marido que intenta que recupere el conocimiento, que me traslada en el coche envuelta en una manta, luego los doctores, las enfermeras como abejas laboriosas a mi alrededor, las luces fuertes sobre la camilla, iluminando mi desnudez.

Mi niño.

Mi niño.

Devolvedme a mi niño.

Devolvédmelo.

¿Dónde lo habéis puesto?

¿Dónde?

¿Dónde?

¿Dónde lo habéis escondido?

¿A dónde lo habéis llevado?

Era demasiado hermoso.

Lo sé, era demasiado hermoso.

Parecía que había enloquecido.

Nada tenía sentido, nada parecía lo bastante importante para seguir viviendo.

Filippo casi siempre estaba sentado al lado de mi cama pero no me miraba, no me hablaba.

En aquellos días de dolor, su presencia no era ningún consuelo, un poco porque creía que sólo estuviese allí porque estaba obligado por la situación, un poco porque me parecía que estaba obligada a soportar su presencia.

Me parecía que, las pocas veces que me devolvía la mirada, con sus ojos negros fijos en mí, me culpase, sin posibilidad de responderle, por no haber sabido salvaguardar la vida de nuestro hijo.

Una mañana me desperté y Filippo ya estaba allí.

«¡Te das cuenta de que ni siquiera has sido capaz de conservar a mi hijo. Qué tipo de mujer eres, pero qué especie de desastre eres que ni siquiera consigues traer un niño al mundo!»

Sus ojos me fulminaron de tal modo que no conseguí mantener su mirada, bajando la mía.

«Ni siquiera tienes el valor de mirarme, ¿verdad?»

Salió, batiendo la puerta, con un ruido tan fuerte que me sobresaltó.

Lágrimas mudas comenzaron a regarme las mejillas y sentí la falta de mi abuela de manera dolorosa.

Cerré los ojos, empapados por las lágrimas e imaginé sus ancianas manos que me acariciaban la nuca y las mejillas. Me parecía sentir su olor y la blandura del pecho donde hubiera podido posar mi cabeza siquiera durante un instante.

En ese momento entró mi madre.

No había pensado llamarla pero quizás lo había hecho Filippo.

«Seguramente te has destrozado con ese trabajo que tienes, ¡mira cómo estás!»

La dulzura de mi abuela no había pasado, ni siquiera en parte, a su hija, mi madre. Era inexplicable como una mujer tan amable pudiese haber engendrado una mujer tan diferente a ella.

¿Quién sabe cómo hubiese sido mi hijo?

«¿Tienes todo lo que necesitas? ¿Te tratan bien aquí?»

Mi madre era práctica y responsable, una perfecta planificadora de existencias, impecable, pero por lo que se refería a sentimientos era completamente árida.

Le respondí con una sonrisa cansada, sin decir una palabra.

«¡Venga, querida, no eres ni la primera ni la última que ha abortado, alegra esa cara, que no sirve para nada ponerte de morros!»

Volví a abrir los ojos mientras la miraba, para ver si quizás estuviese soñando todo, en cambio ella estaba allí delante de mí, con las manos sobre las caderas.

¿Quién sabe si mi hijo se hubiera parecido a ella o a mí?

***

Los médicos siguieron diciendo que el feto nunca había existido, que el mío había sido un embarazo extrauterino, que no había perdido la vida de un hijo porque nunca había estado, que era muy joven y que todavía tenía muchos años para poder traer un hijo al mundo, que, que, que.

Un anciano doctor, al ver las condiciones en las que me encontraba, intentó explicarme lo que había ocurrido. Me habló con términos técnicos que me trajeron a la mente algunas lecciones de ciencias.

«Querida muchacha», concluyó el médico, apoyando su mano cálida sobre las mías «usted no podía hacer nada para que las cosas sucediesen de otra manera».

Haber escuchado las explicaciones médicas por lo que había sucedido no produjo ningún alivio en el dolor por la pérdida de mi hijo, ni me quitó de los oídos las acusaciones de Filippo de no ser capaz de engendrar un hijo, de ser sólo una mujer a medias.

Volví a casa todavía conmocionada.

Después de unos días quise volver al trabajo: el estar constantemente ocupada me ayudaba a dejar de atormentarme, si bien sólo durante unos segundos, con sentimientos de culpa que me sobrepasaban y hacía que me faltase el aliento.

En el trabajo todos me trataban con condescendencia y esto me hería porque me daba la impresión de que, efectivamente, en mí había algo que realmente no iba bien.

Aquel rincón que había preparado para mi hijo pareció petrificarse y entre Filippo y yo pareció surgir, desde la nada, un muro, una roca infranqueable que nos impedía incluso el más mínimo contacto.

* * *

Durante un par de años intentamos, sin muchas ganas, tener relaciones, ya sin la esperanza de conseguir procrear.

Filippo me miraba con el ceño fruncido y me devolvía la palabra sólo cuando estaba obligado, con monosílabos.

Por los exámenes que me habían hecho resultaba que ninguno de los dos era estéril sino sólo que juntos no conseguíamos engendrar una nueva vida.

Los kilómetros de distancia entre nosotros aumentaban.

Un día tuve la desafortunada idea de proponer a mi marido una solución que me rondaba por la cabeza desde hacía un tiempo:

«Filippo, he pensado que podríamos adoptar un niño, ya que, si no conseguimos traer uno al mundo… hay tantos niños que esperan una familia. Sabes, he hablado con un compañero de la oficina y me ha dicho que dentro de unos meses podríamos conseguir...»

«¿Podríamos qué?»

«Coger un niño en adopción...»

«¿Estás de broma? ¿Criar un hijo de noséquién, romperme la espalda por un mocoso que ni siquiera es de mi sangre? ¡Te has vuelto completamente loca!»

El vaso, que estaba resquebrajado, con esas palabras se rompió en mil pedazos.