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Todas Las Cartas De Amor Son Ridículas
Todas Las Cartas De Amor Son Ridículas
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Todas Las Cartas De Amor Son Ridículas

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Hace algunos siglos se empezaron a publicar las primeras crónicas, lo que un siglo más tarde fue llamado noticia (y que hoy se pueden leer cada día, precisamente en los diarios), y las personas disponían de otro medio que los comunicaba. El siglo diecinueve tuvo el telégrafo para unir a los pueblos y continentes. El siglo veinte tiene la radio, el teléfono, la televisión. Ahora el siglo veintiuno cuenta con unos poderosos recursos como la Red y los medios inalámbricos como la tecnología celular móvil. Recursos que hubiesen sido inverosímiles para nuestros antepasados son, sin embargo, muy posibles y cotidianos para nosotros. Y aquí viene lo más asombroso e interesante. Recursos que para nuestras generaciones futuras serán factibles y comunes, para nosotros hoy no son más que ciencia ficción. Lo más probable es que nuestros hijos y nietos gocen de la ilusión cercana de un ser querido a través de hologramas. Pero estoy convencida de que la ciencia no se quedaría allí, concebirá medios que en estos días para nuestra poca capacidad imaginativa son inconcebibles. Medios tan impresionantes que hoy los tildaríamos de bonitas imaginaciones, o en casos más supersticiosos los tacharíamos de maldiciones o milagros. Tal como a alguna santa del medioevo le hubiese parecido una maravilla celestial el poder escribir un mensaje donde ella se hubiese encontrado, y que a los pocos segundos hubiera podido aparecer escrito en otro lugar muy distante. O tal como a un antiguo pintor le hubiese resultado un prodigio el poder observar una imagen en momento real en una simple pantalla.

En todo caso, eres tú, quien finalmente decidirás el valor que debe tener cada carta que te escribo, pues para ti están destinadas, y para ti lo estarán mientras pueda seguir escribiendo.

    Tuya, con cartas o sin cartas (aunque preferiblemente con ellas).

CAPÍTULO CINCO

Los días empezaron a transcurrir con un acrecentado deseo de sentirnos juntos. La costumbre de tenernos cerca se transformó en una necesidad tan imperativa como sus ganas de ir al baño en los recesos. Y allí nos encontrábamos, hablando trivialidades, sentados en los bancos más apartados. Eran momentos sublimes, dosificados por una sensación que jugueteaba en nuestros estómagos. Su sonrisa me cautivaba y me enloquecía aquella carcajada despernancada y vivaz que volvía atento hasta al más despistado.

Lo más representativo en esta etapa fue mi timidez. Ella era extrovertida y hablantina, y yo un timorato con las palabras atravesadas en la garganta. Aún me impresiona el hecho de que pudiéramos relacionarnos. Yo lanzaba frases entrecortadas y carentes de ingenio y ella las alimentaba con una conversación fluida y exuberante.

Con el tiempo, un viejo almendro se convirtió en un sereno cómplice. Nos arropaba con su timidez y hacía buen tercio entonando el violín del silencio. Él nos guardó los secretos de nuestros besos clandestinos que pocas veces nos dimos y que eran prohibidos en la institución. A la salida, me aferraba a la idea de caminar junto a ella y empecé a esperarla cada mediodía. Con el tiempo, este rito se convirtió en algo cotidiano y una plática de siete cuadras nos envolvía diariamente.

El instituto de mi juventud era privado y se encontraba a un kilómetro del pueblo principal. Para llegar al sector, se debía atravesar un puente corto de apenas cinco metros que se suspendía sobre uno de los caudales del arroyo. Luego existían dos bifurcaciones. La primera era el camino más corto que atravesaba un minúsculo caserío de apenas cien construcciones. La segunda estaba cubierta por asfalto y pese a que el recorrido era más extenso en la amplitud de su camino, pues bordeaba el pueblo en forma de una letra u, atravesando la zona de bosques de tecas que pertenecían a la familia del rector, era el que prefería recorrer en varios momentos de soledad, sin temor al aislamiento en su recorrido, por carecer de luminarias o viviendas asentadas en sus bordes. Esto explica en parte por qué mis gemidos intensos nunca tuvieron una respuesta de auxilio.

Aquella noche, tendida y con la mirada perdida hacia el firmamento pude notar, en los cortos momentos en los que abrí mis ojos durante distintas ocasiones, cómo el viento de inicio del invierno mecía las hojas de las tecas. Alguna de ellas me habrá impactado el rostro mientras observé las nubes que se agolpaban y cubrían la luminosidad de la luna. La penumbra resultó más intensa.

CARTA CINCO

A partir de cierto límite el retorno es imposible. A ese sitio hay que llegar.

    El Escritor Sombra

Decía un sabio de antaño que cuando soñamos el porvenir lo deshacemos, que dilucidar una circunstancia es en cierta medida impedir que esta acontezca. Quizás esta magia febril se deba a su pasión por la metafísica. Este individuo de sabiduría milenaria buscaba la unión con lo que las antiguas doctrinas catalogan como absoluto al tiempo que exploraba la idea de la inmortalidad, o por lo menos simulacros análogos.

Entendemos que nuestro futuro es tan incierto que quizás imaginarlo equivalga a hacerlo pedazos. Lo único cierto que podemos tener del futuro es su cualidad de ser incierto.

Amar no es mirarse el uno al otro, es mirar juntos en la misma dirección, era el decir de un escritor francés. Y pienso que es la máxima en la que se puede resumir el estar enamorado. Ya no es el futuro de uno el que interesa, sino el de dos, que son uno, por utilizar una expresión poética. Es decir, un futuro compartido. Tomar decisiones que acarrearán consecuencias para ambos. Y eso de las decisiones siempre me recuerda a lo intrincado de las construcciones que suelen llamarse laberintos. Y esto último, es decir el laberinto, me pone en presencia con la cabeza del toro.

En los mitos clásicos destaca la historia del Minotauro, una criatura bestial con cuerpo de humano y cabeza de bóvido. Su madre era la reina de Creta, Pasífae, y había sido engendrada por un toro blanco que Poseidón había obsequiado a Minos, marido de Pasífae. Al nacer la abominación, el rey Minos encargó al inventor Dédalo que construyera una arquitectura capaz de mantener oculto al híbrido y de la cual no pudiera escapar. Lo encerraron en el laberinto y le ofrendaban en sacrificio a mancebos y doncellas que Minos reclamaba como tributo a Atenas. Cuando el héroe griego Teseo ingresó a Creta decidido a liberar a la ciudad de la sombra de aquel engendro, se ofreció como víctima para el sacrificio. La princesa Ariadna, hija de Minos, se enamoró del valiente y decidió brindarle ayuda al ofrecerle un ovillo de hilo que el guerrero fue soltando desde la entrada del laberinto. Al encontrar al Minotauro dormido, Teseo lo golpeó hasta la inanición y regresó a la entrada del laberinto gracias a la ayuda de su madejo.


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