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Estructura De La Plegaria
Estructura De La Plegaria
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Estructura De La Plegaria

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El chico me inquiere con una pregunta que de momento me pasma. Me obliga a retroceder hasta que caigo vencido en el sofá. Lo estimulo para que se siente junto a mí. Accede no sin anticipar un gesto que me advierte la disposición de no transgredir en su propósito. Acaricio un mechón que resbala por su frente y lo ubico detrás de la oreja, lugar que le corresponde. Siento la mirada cargada de expectación. Trato de no defraudarlo y le cuento que Dios es un ser bueno y misericordioso y que no podemos conocerlo físicamente o imaginarlo con los perfiles anatómicos a los que estamos habituados, pero esta invocación de catequesis no satisface su curiosidad. Me muestro fuerte. Le digo la verdad, que a Dios hay que amarlo y no pretender conocerlo. Me dice, con cara de derrota y resignación, que Dios es complicado. Yo solo tengo vida para aspirar el dulce olor a almizcle que me impregna en la nariz al despegar sus nalgas del mueble. Lo llamo. Él voltea con una mirada luminosa, con esa mirada que me incita a agarrarlo de las mejillas y satisfacer mis impulsos. Pero suplico la ayuda del Señor, que todo lo puede, y entonces, con fuerzas renovadas, encamino al muchacho a mi habitación. Le indico que es un secreto. Le revelo que yo conozco a Dios. Se lo muestro.

*

Dios no es pequeño, aunque lo parezca a simple vista. Está alejado para tener una mayor perspectiva del mundo, eso es todo. Su mirada, sabemos, es ubicua. Sentado en su trono, su cabeza está coronada por una tiara y en sus piernas descansa el sagrado libro. Su espalda está protegida por un largo capote imperial. Lo puedo ver ahora, mientras el padre Misael me muestra esta peculiar pintura. La oscuridad del cuadro me infunde temor. No obstante, lo resisto. En el horizonte, tras la bruma que encapota el cielo encerrado en el vidrio cóncavo, está Dios, y puedo verlo. Ahora lo conozco. Y veo su sonrisa.

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Me dispongo a tomar el sueño con el fragante hedor de su nuca. Hemos orado juntos, cuerpo a cuerpo, y le hemos pedido a Dios que nunca nos aparte de su camino, para poder congraciarnos en sus preceptos. Hay algo cargado en el ambiente que me impide una respiración normal. Siento la absurda premonición de que estoy a punto de caer en una pesadilla de la que no podré despertar. Afuera ha empezado a golpear la lluvia, muy suave.

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La mañana está fría. El aguacero ha refrescado el entorno. He dormido tranquilo, en paz con mi espíritu y acogido por la infinita misericordia de Dios. Me tranquiliza saber que las pesadillas han terminado su labor de tortura nocturna y han dado paso a una tregua. Mi optimismo no llega a la certeza de haberlas derrotado. Una parte de mí sabe que saldré airoso de esta batalla contra el demonio, pero otra, la más frágil, me evidencia la envergadura de mi fracaso pues a cada instante mi mente sucumbe a la tentación y cada parte de mi cuerpo infringe esa ley que exige mi alma.

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He decidió tomar un baño. He sentido la sensación de impureza en mi piel, y no solo por la hediondez de mis axilas cargadas de noche, sino por la montaña de procacidad que acarreo en el pensamiento. Antes de subir al altar debo estar purificado. Refrescarme un poco no me hará mal, de modo que me dispongo a enjabonar mi piel. También enjuago mi alma con los rezos.

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Se acerca la temporada invernal y los indicios se palpan con el olfato. Lo puede realizar cualquier mortal, pero sobre todo los seres que están facultados de mejor forma para tales menesteres. Así que Tomas, en contra de lo que piensa el clérigo, lo sabe mejor que nadie. Reconoce como ajeno el aroma etéreo que destila el suelo cercano al almendro. Por ello demarca su territorio con frecuencia. La estación estival, ya en su final, es vencida por la humedad elemental de los ciclos. La geosmina emerge e inunda el portal con su éter. Los antiguos aseguraban que el petricor era la sangre de los dioses, la esencia que regentaba sus venas. Hoy no es más que un llamativo aroma que de tanto en tanto, mientras en su calidad de huidizo no se desvanezca, nos causa molestias leves, sin percatamos de que es y ha sido, a lo largo de inmemoriales épocas, el verdadero sudor de esta tierra, su hircismo aflorado. Tomás lo comprende. Su nariz no se ha desgastado hasta el punto de que le sea indiferente el mundo. Algo sabe de los olores. Algo ha comprendido en su dilatada vida de can. Por ello deja de orinar el almendro y se tiende en rara postura mística, ya derrotado por el clima, sobre las hojas húmedas que forman un colchón natural. Su olfato le ha recalcado la condición sagrada de las estaciones. Ahora, por fin, una nube esquiva le brinda un poco de sol que su dermis agradece.

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En el mercado me he encontrado a un viejo amigo. Hemos mantenido una charla amena aunque breve.

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La señora Salomé ha llegado mientras estuve ausente. Me explica, a manera de justificación, sus penurias. Le manifiesto que se evite las preocupaciones, que comprendo la situación y que se tome la semana libre. Insiste en preparar el almuerzo de hoy a manera de compensación por la futura ausencia. No me hago rogar. Mientras la señora cocina me encierro en mi habitación y alcanzo una botella de vino desde el lugar de mis secretos. Empiezo a beber con largos sorbos.

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La botella está a la mitad y la abandono sin precaución alguna sobre la mesa de noche. El vino ingerido me provoca una leve sensación de mareo que pretendo expulsar con una taza de café. Imploro un baño de agua fría, pero la señora Salomé me indica que la comida está lista. Engullo la sopa sintiendo resquemor. El calor aplaca el vacío de mi estómago, el extraño malestar de amargura provocado por la bebida. Me incorporo de la mesa mirando al muchacho que come y me dirijo a mi alcoba con intensas ganas de dormir.

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Entreabro mis ojos y la primera imagen que observo es la del mundo. Mi borrachera no es apta para escudriñar las asquerosas delicias de su jardín. Imagino el cuerpo desnudo del chico con verdadera lujuria y luego retorno al sueño. Al despertar me percato de una posición inusual del lado derecho del tablero pintado. Conjeturo que alguien ha revisado la pintura. La señora Salomé tiene prohibido ingresar a la alcoba y siempre ha sido respetuosa, por lo tanto mi única sospecha recae sobre la curiosidad del chico. No me enoja, pero tampoco me agrada la intromisión. Entonces, siento la pastosidad que ha manchado mis calzones durante el sueño.

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Hoy concurrieron a la iglesia menos personas que ayer. No obstante, mis sermones fueron más largos.

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El último libro de la Biblia anuncia un infierno lleno de fuego y azufre como condena para los que traicionan las normas del Señor. Un infierno de tufos, de vahos malolientes, sería un tormento inaguantable, incluso para cualquier alma ajena a las debilidades del cuerpo. Defeco con lentitud y un poco de dolor. Mi esfínter expulsa un gas despedido en forma de un chillido agudo. Hiede, pero lo aspiro imaginando un tormentoso infierno mefítico saturado de fétidos efluvios, y, aquí sentado, el hedor yuxtapuesto a la imaginación me incita a la náusea. Entreabro apenas la puerta y permito que circule un poco de aire fresco que sacuda los miasmas excrementales, el aire viciado que ha contaminado mi organismo.

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Tomás olfatea mi pierna, de seguro ha percibido el olor del jabón en mi cuerpo luego del baño. Empieza a emitir desagradables gruñidos. Me hala de la tela del traje de dormir y la rasga inundándola con su baba. Perro malo. Ahora lo veo alejarse, satisfecho de la travesura. Me quito la bata y me descubro desnudo frente al espejo. No me resisto a dirigir una caricia a la zona de mis testículos. Un flujo eléctrico me sacude. Mi pene se inflama en un carmesí oscuro. Al reaccionar, me alejo del espejo con horror. Tomo otro vestuario y me impulso a olvidar mis deseos.

*

El Sanedrín de los sentidos acoge la propuesta de traicionar el alma.

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Lo despojo de su camiseta con una serenidad que no creo mía. Pero son mis manos las que desnudan su torso. Lo acuesto con su trasero alzándose hacia mi cara que aparto de inmediato, instantáneamente ruborizado. Acaricio su espalda que de seguro estará quemando con el frescor del mentol. Sus pulmones ya lo pueden sentir, estoy seguro de ello, pues mis manos refrescan al compás de los masajes. Contemplo por vez última su culo perfecto de mancebo dominante. Lo volteo con su rostro hacia mí. Impacto el mentol sobre sus pectorales y aprovecho para palpar sus tímidos pezones que surgen sin osadía. El fuerte aroma del eucalipto me penetra.

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En esta madrugada, ambos duermen con el rumiar de la lluvia azotando la calle. Ni el padre Misael ha tenido la ensoñación del cuchillo, ni el joven Manuel la visión de la bestia. Quizá se han ido para no volver. Estamos en el umbral de un día nuevo. En el centro de la ciudad, la lluvia arrastra todos los hedores de la calle del billar. El aguacero limpia el vetusto árbol del patio trasero. Durante las lluvias, algunos ingenuos aseguran que Dios es el que llora por todos los pecados de la humanidad. La imagen más acertada no estaría simbolizada por las divinas lágrimas que caen sobre el mundo, sino por el chisporrotear del orine que nos empapa, similar a éste, de Tomás, que ahora se desprende de la corteza del viejo almendro. Sea de una forma u otra, después de todo es del cuerpo del inmaterial Dios de donde proviene el líquido que nos baña.

JUEVES

Ardor y gelidez

Fiat voluntas tua, sicut in caelo, et in terra.

Me sacude una descarga quemante cuyo génesis es el occipucio y parte en éxodo destilando por toda mi espina dorsal. Mis tendones despiertan y me obligan a estirar la longitud de mi cuerpo en el placentero dolor que se consuma de manera orgásmica en mis calzoncillos. Siento cómo mi pene desciende de forma lenta, derribado por el agrado convulsivo de la polución al tiempo que en mi alma se gesta un vacío que no soporto. El frío resbala desde la ventana abierta y se columpia en el cortinaje con un ulular lánguido y consecutivo. Miro cómo el terciopelo se estremece contra la pared, impacta contra el vidrio de la ventana, contra el marco fabricado de abeto. Siento la brisa resbalar y colarse entre mis axilas, agitarme la piel en una ráfaga que eriza todo mi cuerpo. Suspiro. Me separo del interior maculado por el semen. Me levanto y rezo por la debilidad de mi carne.

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La tibieza del café me incita a abandonarlo. Prefiero ingerir con sorbos ligeros el jugo de durazno. El muchacho me cuenta una historia un tanto profana pero no me atrevo a reprenderlo. Solo lo miro y esbozo una sonrisa fría. Hoy tampoco me acompañó en misa y me hizo tanta falta, sobre todo cuando el obispo Pío impuso la bendición. Lo miro y me extasío en sus facciones, en su mirada despreocupada, en el alborotado cabello de la mañana. Me levanto de la mesa con premura, tratando de esquivar hacia otro sitio mis ojos que se dirigen una y otra vez hacia él.

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He caído con escalofríos. Hoy no saldré de casa ni atenderé a los feligreses que se preparan para el viernes santo. He dejado en encargo determinados compromisos menores, acogiéndome a la recomendación del doctor. El muchacho me prepara una infusión que ingiero junto a los medicamentos. Al voltearse puedo notar el movimiento de sus nalgas en un vaivén provocador. Me rindo al sueño.

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Al despertar veo el rostro del chico. Me ha hecho compañía todo este tiempo que ha durado la fiebre. Me informa que ha preparado almuerzo y me reconforta el cuerpo con una sopa caliente que insiste en brindármela en la boca cucharada a cucharada. Luego viene un momento duro. Lo reprendo por haber examinado la pintura sin consentimiento y me contesta que deseaba saber lo que contenía el cuadro. No se trata de prohibirle el conocimiento, pero considero que debe consultar antes con una voz autorizada que le confirme si se encuentra capacitado o no para determinado saber. Me replica que se siente apto y me implora que lo guíe por el cuadro. Después de un forcejeo de súplicas y rechazos, cedo a la solicitud y le permito abrirlo. Él expande una cara de asombro. Es hermoso, dice, pero al mismo tiempo horrendo. Es nuestra alma, le digo o simplemente lo pienso. La conmoción residual de la fiebre me aturde. De momento solo me entran deseos de alejarme del muchacho, de gritarle que abandone mi habitación y desaparezca para siempre, que Dios me ha revelado que es un emisario del demonio. Me invade el afán por excomulgarlo de mi vida. Comprendo que haré todo lo contrario, porque me yergo hacia él y poso una mano en su hombro y la sostengo en un abrazo cargado de intenciones. Lo que presencias es un paraíso, un infierno, y esto de aquí, le digo con voz magnánima señalándole la parte central, es el mundo. Por ahora bastará con verlo, ya tendremos tiempo para estudiarlo parte a parte. Mi cuerpo no resiste el impulso y lo beso en la mejilla mientras desciendo mi mano hacia la hendidura de su espalda. Su reacción no es de rechazo. De forma inesperada me pide la bendición.

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He enviado al muchacho al mercado por provisiones. Siento la ausencia y trato de luchar contra el deseo con una oración, pero estando arrodillado, las palabras se atoran en la garganta. Esta vez no consigo rezar. Me levanto, tomo una ducha de agua tibia, y me preparo a recibirlo lo mejor arreglado que puedo.

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El muchacho al fin llega, pero lastimosamente acompañado de la señorita Raquel, una mujer servicial a disposición de la Iglesia, joven a pesar de sus casi cuarenta años, soltera a pesar de su belleza. Tras ella ingresa un séquito de damas que se han asociado para hacerme una visita y ofrendarme frutas, compradas precisamente, imagino, a la guapa solterona. Tomás saluda con ladridos de enfado. Las recibo con aparente agradecimiento, les doy, con la autoridad que me otorgan, un par de admoniciones, les impongo una que otra tarea para la preparación de la procesión de mañana y de forma delicada las despido aduciendo el pretexto de mi reposo. Cierro tras ellas la puerta, con su filo de hierro mohoso y de bisagras oxidadas, y me embarco en la búsqueda del chico por toda la casa.

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Lo invito una vez más a mi habitación. Mantenemos una conversación acerca de ciertos aspectos teológicos que él debate con un leve conocimiento. Lo instruyo mientras poso mi mano abierta sobre su carnoso muslo apetecible. Lo incito a que iniciemos juntos una oración. Me poso detrás de él y elevamos la usual súplica compartida. Percibo el calor de su cuerpo que aplaca lo frío del ambiente y al mismo tiempo refresca la calentura de mis entrañas.

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El cuerpo me vence. Me recuesto con el sabor de las frutas todavía patente en mi paladar. Ensayo una oración que se derrite en el intento. Mi cabeza no está aquí, sino en la figura del muchacho. Me dirijo con pasos tambaleantes hacia su puerta. La entreabro y descubro el cuerpo dormido en el placer de la siesta en una postura fetal con el bello trasero señalándome, incitándome a acariciarlo, a darle la mordida definitiva. Mi cuerpo aterido hierve de fiebre o de algo más. En un arrebato de lucidez retorno a mi cama.

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He despertado con la sensación viscosa del sudor adherido a mi piel. Observo el destello del sol de la tarde que se refracta en el espejo e inunda la habitación con su resplandor, invadiendo cada esquina. Comprendo la necesidad de asearme, una ola de calor invade la alcoba y mi entrepierna está pastosa. La fiebre ha pasado. Imploro un poco de agua fresca.

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He enviado indicaciones por escrito a los fieles para la procesión de viernes santo. El muchacho ha sido mi compañía mientras he redactado la misiva que luego se ha encargado de entregar estimulado por la promesa de enseñarle una parte del cuadro. No he podido reprimir mi interés por sus movimientos, mi mirada ha recaído durante todo instante en él. Incluso me ha hecho desviar la pluma en un par de rasgos.

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El estuche del disco posee como carátula la imagen de un camino surcado por hojas otoñales que se pierde en un horizonte sugerente. El amarillento pasaje zanja un bosque de apacibilidad absoluta. Ningún pájaro lastima la tranquilidad. Ningún animal se aventura a profanar la serenidad del pequeño universo de hojas y tierra. Todos están por emerger para, de forma briosa, inaugurar un paraíso infernal. Inserto el disco en el reproductor que lo obliga a girar rápidamente. Aquel artilugio se transforma en un minúsculo torbellino infinito que gira a miles de revoluciones por minuto. La música invade la sala, muy lenta, como luchando por despertar de un letargo impuesto por fuerzas restrictivas, inhalando sosiego, absorbiendo silencio, sosteniéndose en el espacio que luego ocupará con su tonalidad imperial. Pero será el frío. El bajo marca el ritmo, prosigue de forma continua, mana con un crescendo que matizan las tímidas intervenciones de los violines: son los pasos del caminante al que apremia alguna tribulación, son los crujidos del hielo a punto de resquebrajarse. Ahora truenan los relámpagos incendiados por el violín solista, la tormenta de la orquesta ruge y sacude el espacio y vibra a los pies del desgraciado. La carrera se origina con el impulso del bajo que palpita con insistencia y marca las huellas rápidas. La magistral imposición del violinista principal invade, golpea con sus ráfagas de viento helado, y el intenso frío obliga a tiritar e impone el crujir de dientes.

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Ves esta zona de aquí, y me muestra la parte superior del lado derecho de la pintura abierta. Todo el cuadro simboliza los suplicios del pecador. Pero esta parte de aquí, en concreto, es la imagen tópica, la usual, que nos hacemos del infierno. Azufre cayendo en lluvia continua, montañas destruidas y bañadas de oscuridad y gente en un suplicio inenarrable.

En esta zona, indica la parte central con su dedo índice dibujando una elipse, el hielo marca un fuerte contraste con el fuego azufrado, pues dentro de la concepción del infierno como lugar de suplicio eterno, un espacio de hielo es uno de los más horrorosos sitios. Mira aquí cómo se resquebraja y el pobre hombre queda a merced del agua fría.

En esta parte, señala la inferior, está lo que en arte se denomina como el infierno musical, debido a la utilización de instrumentos musicales como símbolos de tortura. Muy usual en ciertos pintores místicos. Ves esta gaita, más acá el laúd, acá está el arpa. Y aquí una flauta, puedes verla.

Le cuestiono si en verdad es así el infierno. Por la ventana noto la noche ya entrada.

Bueno, me dice, la desesperación y el martirio, de seguro que están bien representados por parte del autor, y aquí sobre esta tabla, por parte del imitador, que es, me gusta llamarlo así, un intérprete.

Le pregunto cómo ve el infierno a través de lo que dictamina la sagrada escritura. No responde. Parece sumirse en una reflexión que escapa al momento y a mis dudas. Realmente se está preguntando cómo será el infierno.

El sagrado libro muestra el infierno como un lugar de incandescencia perpetua donde las almas serán arrojadas a los lagos de azufre. Es así como lo capta el pintor en la parte superior de esta obra. De hecho, el profeta lo menciona invariablemente constatando determinadas premisas tales como el fuego que nunca se apaga, el lamento y rechinar de dientes, el castigo eterno.

Habla sin dirigirme la mirada, como conversando consigo mismo.

Desde hace siglos se consideró al fuego y al hielo, es decir al calor y al frío, como los suplicios más atroces en el lugar del castigo perpetuo. Un gran poeta de la antigüedad describe una parte del infierno con la usual lluvia de llamas, y otro segmento, el de los traidores, formado en su integridad por hielo. El demonio, como regente de este espacio de perdición, está incrustado desde la cintura en la helada superficie. Llora con sus seis ojos y agita sus seis alas encolerizadas.

Imagino un infierno de hielo. El Hades sería un paraíso en comparación. Una tortura sin fin en el entumecimiento perenne. Pero lo que tolera ahora mi cuerpo es el calor. Un calor intenso que se prolonga a medida que avanza la enseñanza del padre Misael y que me oprime con el aire cargado por su presencia cercana, tan cercana. Admito sus palabras como una muestra de su sabiduría espiritual. No pretendo molestarlo más con la frivolidad de mis cuestionamientos. Solicito la bendición y me la otorga con mayor fuerza, pues me cincela un sacro beso en la boca.

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Hemos decidido cenar pan, yo un poco de vino y él un vaso de jugo. En la mesa charlamos sobre temas de especial interés para él. Miro sus ojos y mientras le explico determinadas concepciones sobre sentir al santo espíritu palpo el dorso de su mano. Luego dirijo las mías a su rostro. El impacto del rubor roza mi cara. Acaricio sus mejillas y lo beso de nuevo, esta vez de forma profunda.

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Palpita el aborrecible beso que demarcará el itinerario de la traición y el infierno.

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Estoy en su habitación y me señala un pijama beige. Me indica que estoy apto para servir a un representante de Dios en el mundo, que de hoy en adelante seré su auxiliar espiritual. Me explica que la sotana es la única vestimenta sacra que posee el ser humano. Mis nuevas tareas consisten en desvestirlo y colocarle el traje de dormir. Me resulta una ocupación sencilla y accedo gustoso por servir al padre, a un purificado hijo de Dios.

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Sus manos resbalan lentas por mis muslos. Las siento tibias, reparadoras, tan perturbadoras y apacibles. Contengo un gemido. Vibro al notar su respiración en la zona de mi bragadura sin ropa, en la trepidación de mis vellos que se agitan atraídos por la onda de magnetismo de su piel surcando mi piel por el rose de sus dedos castos. Ahora es mi pecho el que se satisface, se regocija en un deleite que no pertenece a este mundo. Mi piel se eriza. Estoy dominado por su tacto. Arrebatado por el contacto de su dermis inmaculada. Los pliegues de mi camisa se agitan al ser desabotonada con lentitud. Chillo sin contemplación alguna, pero él no se detiene. Parece que ha iniciado una tortura de la cual se sabe verdugo y no quiere ver escapar a su víctima. Presencio este segmento de mi existencia como un momento vital. Lo abrazo y lo mantengo así durante un tiempo que no me atrevo a establecer. Soy yo quien inicia la separación. Me viste con una agilidad insospechada. Un sofoco inflama mi cuerpo. Formal, se arrodilla frente a mí y me implora la bendición. Se le doy con un beso en su cabellera espesa. Vislumbro que mi alma no reposará tranquila hasta que satisfaga mi cuerpo. Mi cuerpo no se encontrará satisfecho hasta inicie lo que niega mi alma. No soporto más y aquí acostado me rindo al dulce suplicio del solitario placer. Luego es el vacío. Rezo toda la madrugada por mi salvación.

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El padre acepta la derrota de su alma, se ha resignado y se entrega a la voluntad de Dios. Se prosterna sobre el piso de baldosas frescas y reza, caído sobre su rostro. Padre mío, si es posible, no me hagas beber este cáliz. Pero, no obstante, no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú. Confortado por haber eludido su responsabilidad espiritual el padre Misael intenta descansar, pero le resulta imposible conciliar el sueño. Se asoma a la ventana y al fin siente la brisa que golpea su cara y aplaca el largo calor.

El joven ha ingresado en la profundidad del sueño, y con él a la calamidad de la pesadilla que no lo abandona. Esta vez intenta, a pesar de la fragilidad de su hechura, escapar de los jadeos de la ciclópea bestia que está a un paso de alcanzarlo con los colmillos babeantes. Conoce el inevitable fin de su historia. Su sudor serán gotas de sangre que caerán sobre la tierra. Una ráfaga de calor impregnada en el aire circula inútil sobre el cuerpo escalofriado del muchacho.

Todos sabemos que Dios, al ser espíritu, y el más supremo de todos, no siente. Al menos no como este hombre desdichado, al menos no como este pobre joven adolecido de un infierno inaugurado que ni siquiera se ejecuta. Es hora de dormir, padre, descanse, que mañana el mundo traerá nuevos aires. Dios no comprende sus suplicios.

Los hombros del padre Misael reciben un peso colosal. Extenuado, se postra sobre la cama y cierra los ojos. La pesadilla del cuchillo y las orejas volverá a emerger del oscuro rincón de la culpa.

VIERNES

Dulce y amargo

Panem nostrum quotidianum da nobis hodie…

ESTACIÓN PRIMERA

La boca se abre en el bostezo que prorrumpe un inaudible alarido. La lengua cargada y espesa lo obliga a deglutir en seco con la amargura natural de las mañanas. Recuerda la caída de la noche anterior. No es la primera vez que emula la antiquísima práctica de Onán, pero puede decirse que se había apartado del pecado y redimido a través de un vasto camino de expiaciones y fatigosos días de penitencia. Los deseos más elementales han tomado forma de un agitado coro que dentro de su cuerpo reclama satisfacciones que su alma no está dispuesta a consentir. Y este hecho dictamina la condena. Siente sucio el cuerpo, registra maculada su alma, aborrece su entrepierna. Sus manos han quedado manchadas por la secreción y contempla superpuesta en ligera estela la capa rígida que lo delata. Se levanta de la cama y lava sus manos con abundante jabón. Entona una plegaria.

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ESTACIÓN SEGUNDA

Perdóname, Padre amado, si grandes son mis culpas, mayor es tu bondad. Acoge mi plegaria. No me apartes de ti. Intento soportar en verdad, Padre, esta carga que pesa sobre mis hombros y que me oprime. Bríndame tu ayuda para seguir en pie, no dejes que mis pasos desmayen, no permitas que mi alma desfallezca en el pecado. Sé mi protector. Sé mi guía. Ayúdame, Señor, a mantenerme firme en tu palabra.

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ESTACIÓN TERCERA

Es bueno, en verdad, sentir el respeto que dirigen hacia la autoridad de un representante de Dios en la tierra. Estas señoras han suplido con éxito mi ausencia en los preparativos y aquí presencio una representación completa del vía crucis traducida por los movimientos torpes de los muchachos. Qué esbeltos se muestran. Sobre todo el mío, transmutado en el hombre zaherido y semidesnudo enganchado en el madero. Un impulso me invita a mirar la cómoda extensión de sus piernas pálidas, los pies que se estiran provocadores, el bulto que se origina en sus calzas y que articula en mi mente una imagen poco decorosa que sacudo con una renovada oración. Siento el despertar de una porción de mí. Aclamo a los cielos para que derribe aquella traición de mi cuerpo.

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ESTACIÓN CUARTA

Cómo eludir, Padre amado, las incitaciones del demonio. Cómo. Dame fuerzas. Recurro a tu palabra, a tu sagrada palabra y me reconforto.

Luego de cortas invocaciones, me sorprendo de hallar dentro del sacro libro una estampa de la virgen. Observo las líneas que dibujan su perfil, la mirada emanada hacia el cielo, la magnificencia con la que reposa el pequeño sobre su hombro, inconsciente del destino que le aguarda. El chico me llama. Dejo la Biblia casi al borde del escritorio. La estampa la guardo en el bolsillo de mi camisa y salgo. La comida tiene un exceso de sal que no le reprocho al muchacho. El queso, en cambio, se aplasta en mi paladar y atenúa la sensación salobre. La dulce amargura del vino compensa el choque de estos extremos.

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ESTACIÓN QUINTA

Estoy atento a la actitud del chico en cuyo labio se ha gestado un rasgo de mímica que me permite intuir su propósito de hablar.

Padre, he pensado acerca de lo que hablamos ayer y no quiero estar en el infierno. Quiero cumplir con las medidas impuestas por Dios.

Lo miro con sorpresa. Sus palabras son un apoyo para soportar esta carga que me atormenta, para tapiar de una vez el pesado postigo del deseo que se me muestra como un subterfugio fácil, fatuo, tentador y dañino y acabar, por fin, con mis intenciones.