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El Hombre Que Sedujo A La Gioconda
Dionigi Cristian Lentini
Esta es la historia del hombre que conquistó y sedujo a la mujer que, indescifrablemente inmortalizada por Leonardo de Vinci, sedujo al mundo con su mirada. Es la historia de Tristano, un joven diplomático pontificio con un pasado misterioso y sombrío que, entre estrategias y engaños, entre aventuras y complots, entre intrigas y guerras de la Italia del Renacimiento, cumplió brillantemente sus misiones, una tras otra, utilizando el arte que mejor conocía, el arma más poderosa: la seducción. Pero llegó el momento en que el destino le encargó la tarea más importante… Un investigador independiente del CNR de Pisa, experto en criptografía y blockchain, encuentra por casualidad en el archivo de una abadía toscana un extraño archivo encriptado que contiene una increíble, extraordinaria e inédita historia… de la cual no puede desprenderse: En una fría noche en la que la historia ensayaba el Renacimiento, mientras los señores de Italia se aniquilaban unos a otros por el efímero control de las fugaces fronteras de sus países, un joven diplomático pontificio con un misterioso pasado prefirió probar su mano en el arte de la seducción en lugar de la guerra. ¿Quién era él? No era un príncipe, ni un líder, ni un prelado, no tenía ningún título oficial… y sin embargo hablar con él era como conferir directamente con el Santo Padre, se movía con facilidad en el complejo tablero político de aquel período pero nunca dejaba rastro alguno, escribía la historia todos los días pero nunca aparecía en ninguna de sus páginas… estaba en todas partes y sin embargo era como si no existiera. De un señorío a otro, de un reino a una república, entre estrategias y engaños, entre aventuras y complots, Tristano cumplió con éxito sus misiones… hasta que el destino le encargó la tarea más importante: descubrir quién era realmente. Para ello tuvo que descifrar una carta de su verdadera madre, mantenida durante 42 años oculta por la casta de los poderosos de la época. Para ello, tuvo que cruzar aquel increíble intersticio temporal indemne de una extraordinaria e inaudita concentración de personajes (estadistas, caudillos, artistas, literatos, ingenieros, científicos, navegantes, cortesanos, etc.) que han cambiado de forma significativa, drástica e irreversible el curso de la historia. Para ello, tuvo que seducir a la mujer que, indescifrablemente inmortalizada por Leonardo da Vinci, sedujo al mundo con su mirada.
Dionigi Cristian Lentini
El Hombre que Sedujo a la Gioconda
CON MOTIVO DEL QUINGENTÉSIMO ANIVERSARIO
DE LA MUERTE DE LEONARDO DA VINCI
La historia que aquí se narra es mera ficción y producto de la imaginación del autor.
La información, las referencias y las menciones históricas que contiene tienen el mero propósito de dar veracidad a la narración.
Cualquier referencia o analogía a hechos, episodios, personajes o lugares que realmente existieron es puramente casual.
Versión original en italiano (2019):
L’uomo che sedusse la Gioconda
[Con motivo del quingentésimo aniversario de la muerte de Leonardo da Vinci]
Esta obra está protegida por la ley de derechos de autor.
Se prohíbe toda reproducción no autorizada, incluso parcial.
© Dionigi Cristian Lentini – 2020
Traducción de Jorge Ledezma Millán
A mi tío Don Giovanni Lentini
Prólogo
“Hola semental ;-) Estuviste fantástico esta noche. No pienses demasiado en ello: no siempre puedes ser John Holmes… :-) En cuanto llegue a la oficina te enviaré algo sobre ese monje donjuán del que te hablé. Que tengas un buen día.”
Tal era el mensaje privado que Francesca acababa de enviarle mientras se dirigía hacia la abadía en su anticuado convertible de metano.
Ni siquiera había escuchado llegar la notificación. De hecho, estaba hablando por teléfono con el profesor De Rango, quien por 33ª vez lo había recomendado para hacer un buen trabajo y sobre todo para saludar al padre Enzo, el abad amigo del rector… y sabe Dios cuántos otros directores y dirigentes.
"Es increíble cómo la red de telefonía celular está tan extendida en esta remota área montañosa", pensó.
Después de exactamente veintisiete segundos, decidió implementar el plan de emergencia previsto en tales casos por el protocolo de supervivencia…….. : "simulación de pérdida repentina de señal, colocándolo en un estado indetectable durante los próximos 30 minutos".
Claudio, de 40 años, un investigador externo del Instituto de Informática y Telemática del CNR de Pisa, con ocho años de cheques y contratos temporales en su currículum vitae, había sido enviado en un viaje de emergencia para lo que los anglosajones llaman “Damage assessment and disaster recovery", en la práctica, una intervención para evaluar el daño y restaurar los datos del archivo digital de una antigua abadía toscana que 48 horas antes había sufrido un ataque cibernético por parte de un habilidoso hacker ruso.
Obviamente la idea de pasar toda la semana en una biblioteca medieval recuperando pergaminos digitalizados, reinstalando sistemas operativos, analizando discos de oración y escuchando cantos gregorianos (sin quizás ni siquiera tener acceso a una película pornográfica), mientras que el mundo exterior se ocupaba de la cadena de bloques y la criptografía, no le parecía particularmente excitante.
En el último año no había producido ninguna publicación científica. Y no porque no hubiese investigado lo suficiente o no hubiese logrado resultados concretos… …quizás simplemente porque no había encontrado nada realmente interesante que valiese la pena compartir con el resto del planeta. Por ello, a la primera oportunidad, solían burlarse de él sus colegas, quienes, a diferencia de él, publicaban y patentaban cada flatulencia que emitían en el aire después de una comilona de frijoles en Valleriana.
En resumen, aquella mañana ni siquiera su CD de "Hotel California" de The Eagles podía levantarle el ánimo.
Llegó a la cima de la abadía a las 9:37 a.m., justo cuando las guitarras de Don Felder y Joe Walsh terminaban uno de los solos más hermosos de la historia del rock.
"Oh, doctor, bienvenido a nuestra casa. El Reverendísimo Padre lo esperaba desde ayer… Venga, venga, le explicaré todo".
Un cordial y alarmado fraile le dio la bienvenida, señalando inmediatamente el camino hacia el archivo violado.
La situación era menos grave de lo que había imaginado: el servidor principal estaba caído, un troyano ransomware había encriptado la mitad de todo con una clave AES de 2048 bits y exigía un rescate de 21 bitcoins, la mayoría de los frailes ni siquiera sabían qué eran ransomware y un bitcoin, pero afortunadamente la restricción (sólo lectura/escritura) para acceder a los permisos de los archivos en el archivo de copia de seguridad se había mantenido … y también – luego dicen que no es cierto que los monjes tienen suerte- la última copia disponible que el procedimiento de sincronización automática y copia de seguridad había producido 16 horas y 18 minutos antes del ataque. En resumen, si no hubiera estado en un lugar sagrado, nuestro investigador sin duda habría exclamado: "¡¿Qué demonios…?!"
Por tanto, la gran mayoría de la información estaba a salvo. Sólo era cuestión de erradicar la infección y restaurar unos 9 terabytes de escaneos de manuscritos y libros digitalizados, para después devolverlos manualmente desde los discos de copia al disco principal. Lo que alivió aún más a Claudio fue que aquella operación se podía realizar también desde Pisa, evitando así que su ya estropeado paladar entrara en contacto con los suculentos platos de aquel infame restaurante con tres estrellas en la Guía Michelin llamado "refectorio".
Así que, después de sólo 4 horas, Claudio le dio las instrucciones necesarias para la restauración del host al fraile que le pareció más despierto, retiró los elementos esenciales del estante, cargó todo en el automóvil y regresó a casa.
Ah, mientras tanto el smartphone había empezado a recibir la señal de nuevo y el punto rojo de la derecha indicaba dos mensajes:
– El primero, del siempre simpático profesor De Rango, decía textualmente: "¡Ni siquiera los novatos más banales hacen más uso de tales trucos! ¡Ese teléfono ahí arriba tiene una gran recepción! Entiendo que te rompo los… ¡¡¡pero es importante!!! Avísame tan pronto como lo hayamos resuelto. Gracias".
"Sí, 'nosotros'… " pensó.
– El segundo mensaje, de Francesca, contenía una foto de un extracto de periódico de hacía dieciocho años.
Su novia, en efecto, al enterarse del viaje de Claudio a dicho monasterio, había conseguido sacar, de los archivos del periódico local para el que trabajaba, una copia del artículo que narraba la oscura historia de la muerte del Padre Sergio, un joven fraile rompecorazones, asesinado por un marido celoso que no soportaba que su mujer acudiese a confesarse tan a menudo.
El cadáver había sido encontrado frente a un retablo en un escenario espantoso a medio camino entre "El Código Da Vinci" y "Seven", entre "El Nombre de la Rosa" e "Instinto Básico".
Desde entonces el caso había sido desestimado, pero nadie había logrado entender lo que significaba realmente la palabra escrita con sangre y que el luminol del R.I.S. había revelado sobre el hábito del pobre clérigo: "sinemensura".
Probablemente, de hecho, casi seguramente, si no hubiera leído dicho artículo, con más de 37000000 archivos para analizar y la final de Roland Garros en la TV, el investigador no se habría detenido en aquel pequeño directorio del sistema de archivos del último disco llamado "Padre Sergio".
En su interior, encontró docenas de archivos de poemas de amor, fotos de bellas mujeres jóvenes y un solo archivo de extensión ".axx", un formato encriptado protegido por contraseña.
Claudio sabía muy bien que la probabilidad de adivinar la contraseña (de 11 caracteres de 95 posibles) era de casi 0,00000000000000000175 % y que con un ataque de fuerza bruta de 100000 intentos por segundo podría tardar unos 1.000 millones 803 millones de años en descubrirla, pero, por una vez, dejó de lado los números y decidió hacer un solo intento:
Escribió “sinemensura” y allí, como si fuera el cofre abierto del tesoro de un pirata, comenzó a emerger la historia más bella que jamás hubiese leído.
I
La Guerra de Ferrara
Noviembre 1482
El gélido viento de aquella tarde de invierno no azotaba a los mirlos del Castillo de San Giorgio tanto como el viento de la pasión que corría por sus venas palpitantes.
Era el mes de noviembre del Anno Domini de 1482, Mantua estaba helada, desierta… y Beatriz estaba acostada en la cama de su habitación con una mirada soñadora, fija en las águilas imperiales que adornaban el techo… y una imaginación recién descubierta saturaba su mente… pensamientos indecibles que, para una dama de su rango, estaban cerca de la indecencia. Sabía que cuando el parloteo de los sirvientes Gonzaga dejara el piano nobile, él, el encantador diplomático ahora señor de su juicio, llegaría, cuidadoso y aprovechando la temeraria ausencia de su primo y prometido (el marqués, junto a su padre, había estado luchando durante dos días bajo las murallas de Ferrara en la vigorosa defensa de la familia Este, amenazada por los venecianos del conde Roberto di San Severino).
En efecto, Girolamo Riario, codicioso señor de Imola y Forlì, bajo el patrocinio de su tío Sixto IV, con el objetivo declarado de tomar posesión del Ducado de Ercole d'Este en poco tiempo, había logrado persuadir al dux de Venecia de la necesidad de declarar la guerra a Ferrara, culpable de amenazar durante algún tiempo el monopolio del comercio de la sal en Polesine.
La Casa de Este, sin duda más refinada que militarizada, estaba relacionada, no casualmente, con el Rey de Nápoles (Hércules se había casado con la hija de Fernando de Aragón, Eleanor) y había podido forjar alianzas con los vecinos señoríos italianos, incluyendo el de Ludovico María Sforza conocido como el moro, a quien el Duque de Ferrara había prometido casar con una de sus hijas en tiempos menos turbulentos.
Así, toda la península se dividió pronto en dos bloques armados: por un lado el Estado Pontificio con Sixto IV, Imola y Forlì con el Riario, la República de Venecia, la República de Génova, el Marquesado de Monferrato y el Condado de S. Según Parma; por otra parte el Ducado de Ferrara con Ercole d'Este, el Reino de Nápoles con Fernando de Aragón, el Ducado de Milán con Ludovico il Moro, el Marquesado de Mantua con Federico Gonzaga, el Ducado de Urbino con Federico da Montefeltro, el Señorío de Bolonia dominado por Giovanni Bentivoglio y la República de Florencia con Lorenzo de' Medici.
Después del verano las tropas venecianas tenían una clara ventaja: habían conquistado Rovigo, asediado Ficarolo, tomado Argenta y ahora asediaban también Ferrara. La situación se había vuelto aún más crítica para los Estensi desde que el líder más experimentado de la coalición anti-veneciana, el infame Federico da Montefeltro, había muerto de fiebre palúdica en septiembre.
De manera inesperada, el pontífice, que entre tanto había derrotado a los napolitanos en Campomorto, decidió repentinamente poner fin a las hostilidades de su parte, llevando a cabo negociaciones con el Rey de Nápoles. Ludovico il Moro, quien, de hecho, trabajaba en la diplomacia, había logrado convencer a los asesores más cercanos del Santo Padre de que la rápida expansión de la Serenissima en el norte de Italia corría el riesgo de hacerse más peligrosa y amenazadora, tanto para Milán como para Roma; por lo tanto, continuar aquella costosa guerra sólo para satisfacer las locas ambiciones del Riario no era en absoluto conveniente para nadie.
Era de esperarse que Venecia, a un paso de la victoria final, obviamente no tuviese intención alguna de retirarse, al contrario, quería cerrar el juego, antes de que el invierno se volviera aún más riguroso.
Aquella tarde los lagunari, aprovechando una jugada temeraria de sus adversarios, habían decidido lanzar un nuevo ataque desde el norte contra la guarnición de Francesco Gonzaga, quien se esforzaba al máximo por resistir a la fuerza contraria, concentrada más que nunca en la estrategia defensiva y totalmente ajena a lo que estaba a punto de suceder en los suntuosos salones de su bello palacio…
Fueron sólo dos golpes en la puerta: parecía que el joven pretendiente estuviese tocando una campana, como el pesado péndulo de su mente, que ahora oscilaba entre el pudor extremo y la extrema audacia.
No es que ella despreciara el peligro en el cual se encontraba su marqués, luchando entre las ballestas y los arcabuces, pero también requería de verdadero coraje sostener aquella llave, girarla y permitir que su amante cruzara aquel umbral, el último baluarte de un corazón ya profanado.
Mientras el fuego de la chimenea extendía la sombra de la puerta que se abría en la habitación, y el intrépido caballero entraba, Beatriz se dio la vuelta y dejó caer sensualmente al suelo su tocado de perlas.
"Dime que no es un pecado", suplicó.
El joven se agachó lentamente, tomó el colgante, colocó sus manos en las caderas de la dama y, rozando su cuello con sus labios, susurró la primera, la única frase de aquella noche:
"Ciertamente lo es. Pero aún más pecaminoso sería desperdiciar este momento".
En ese instante, ella cerró los ojos, e, ignorando la amarga noticia de que al día siguiente vendría del campo de batalla, se volvió suavemente y se entregó a la pasión. Y mientras su prometido era humillado por la caballería veneciana, ella, como una amazona en una silla de montar, se exaltaba a sí misma, libre por una noche para ser ella misma.
Así que, cuando incluso el extremo combate de espadas en el campo cesó y el último leño de la chimenea se consumió, el nuevo amanecer no llegó para notificar la cada vez más inminente caída de Ferrara… sino tan sólo la enésima conquista de Tristano Licini dei Ginni.
II
El joven Tristano
Da Bérgamo a Roma
Tristano era un distinguido joven de veintidós años, brillante, culto y refinado; su esbelta constitución y las proporciones de su físico hacían de él lo que solía llamarse "un hombre apuesto"; a pesar de su corta edad, ya era un diplomático autorizado de los Estados Pontificios y, por lo tanto, estaba bien afianzado en todos los tribunales italianos. Sin embargo, no tenía una sede fija, era enviado de vez en cuando por la Santa Sede en misión a las Señoríos de la península (y no sólo), a veces sin el conocimiento de los propios embajadores oficiales, para encargarse de los asuntos más delicados, confidenciales y a menudo secretos. Todos los Señores e interlocutores notables sabían que hablar con él equivalía a dialogar directamente con el Santo Padre, sin embargo no tenía ningún título nobiliario, su pasado era un misterio para todos, su nombre nunca aparecía en ningún documento oficial, se vestía mucho mejor que muchos condes y marqueses pero no portaba ningún honor ni blasón en su pecho, Mostraba una disponibilidad casi ilimitada de dinero pero no era hijo de ningún banquero o comerciante, se movía con facilidad en el tablero político pero nunca dejaba rastros, escribía todos los días la historia pero nunca aparecía en ninguna de sus páginas… estaba en todas partes y sin embargo era como si no existiera.
En sus primeras tres décadas de vida había crecido en la provincia de Bérgamo, en la frontera con los territorios de la República de Venecia, donde había recibido una buena educación cultural y una educación sexual y sentimental no convencional. Huérfano de padre y, cuando aún era un adolescente, también de madre, vivía con su abuelo, un noble viejo y cansado ahora en decadencia que, a pesar de todo, siempre se jactaba con orgullo de provenir de una familia de origen frederiano que, en la época de las Cruzadas, se había emparentado con miembros de familias toscanas tan nobles como ahora prácticamente extinguidas; el anciano, sin embargo, seguía gozando de un cierto respeto entre el pueblo y entre la gente del campo, algo que se reflejaba también en el jovencísimo Tristano. En la edad escolar este fue confiado al cuidado de los dominicos primero y luego de los franciscanos, revelando desde el principio cierta propensión a la lógica y la retórica, aunque cada domingo por la mañana enfurecía a sus tutores religiosos al preferir la visión angelical de la llegada de las jóvenes novicias a la iglesia, al estudio de los clásicos, el griego y el latín. A veces se le veía triste, quizá por la ausencia paterna, pero nunca malhumorado, tenía un temperamento vivaz pero siempre sereno, un aire alerta pero nunca impertinente y un rostro limpio que lo hacía muy apreciado por todos en el pueblo, especialmente por las damas.
Acababa de cumplir 12 años cuando un episodio que más tarde reaparecería frecuentemente en sus sueños de adulto le abriría las puertas de un nuevo mundo, algo muy alejado de las reglas monásticas a las que estaba acostumbrado y de las virtudes cardinales que leía todos los días en los libros: Era una calurosa tarde de principios de verano, las puertas y las vistas del scriptorium de la biblioteca estaban abiertas de par en par para permitir que la corriente de aire hiciera menos pesadas dichas lecturas; Tristano tenía en la mano un tomo sobre San Agustín de Hipona, cuya historia le fascinaba particularmente y, sentado en una isla cerca de la ventana, se preparaba para zambullirse en el grueso ejemplar cuando notó un extraño movimiento en la calle a esa hora: Antonia, una viuda inconsolable, regresaba del cementerio, avanzando a paso rápido por la calle desierta, casi arrastrando a su hija, quien no había aprendido a caminar sino hasta los dos años. La joven y desafortunada muchacha parecía tener prisa por llegar sin ser vista a su destino; al poco tiempo, haciéndose cada vez más circunspecta, desvió su trayectoria ligeramente hacia la derecha y, tan pronto como llegó al local del boticario, entró en él. Inmediatamente después, el dueño, inclinado y con la cabeza fuera de la puerta, echó una rápida mirada a la derecha y a la izquierda, y cuando volvió a entrar, cerró la puerta, la cual se abrió de nuevo sólo media hora después, para dejar salir a la madre y a la hija. Dicha dinámica se repitió casi de manera idéntica el sábado siguiente, intrigando tanto a Tristano que la tentación de seguir investigando se hizo casi incontenible para el adolescente. Así que planeó esconderse en un viejo cofre que un peón de su abuelo utilizaba para abastecer a la esposa del boticario, una dama adinerada que, junto con sus dos hijas, preparaba destilados, hidrolizados y perfumes para el laboratorio de su marido. Tan pronto como la carga estuvo lista, Tristano vació del cofre el equivalente de su peso y se acomodó en este, dejando que el trabajador la cargara en el vagón y completara su transporte sin sospechar, yendo directamente a la botica como era su rutina. Una vez allí, escondido en su caballo de madera, como Ulises en Troya, esperó el momento en que el ayudante del herbolario saliera a pagar al dependiente y salió del cofre que había sido colocado entre las diversas bolsas de cereales y hierbas que llenaban la habitación. En ese momento sólo quedaba esperar… Y de hecho, poco después de que el campanario de la iglesia tocara la Novena, la bella Antonia, con su pequeña, entró puntualmente en la semioscuridad; esperándola en la entrada estaba el apuesto alquimista que, como un lobo en la presa, se aventuró a su generoso pecho, empujando a la mujer hacia la puerta fija de la puerta; y mientras con la mano derecha bloqueaba la parte móvil de esta, con la izquierda hurgaba bajo la túnica de la atractiva dama, que, abandonando la mano de la pequeña, se desataba al mismo tiempo el gorro que un momento antes recogía su larga cabellera cobriza. El joven miraba incrédulo lo que ocurría en medio de aquel éxtasis de hierbas medicinales, especias, raíces, velas, papel, tinturas, colores… Después de las primeras efusiones, el boticario se soltó y dio a la joven madre el tiempo justo para acomodar mejor a la niña en un asiento con una muñeca de trapo y paja, luego la tomó de la mano y, mientras la llevaba al cuarto de atrás, le preguntó sarcásticamente: "Dime, ¿qué le dijiste hoy a Don Berengario en el confesionario?”. El ímpetu entre ambos amantes se volvió mayor que antes: a los resueltos y susurros siguieron los gemidos; tan pronto como el audaz espía movía el telón con dos dedos, veía a los dos amantes fornicando pecaminosamente entre hierbas, semillas, perfumes, aguas aromáticas, aceites, ungüentos…
Así comenzó su educación sexual, que pronto corroboró, como toda disciplina que se precie, con la teoría (procurando la ayuda de algunos textos considerados por sus preceptores como prohibidos) y la práctica (provocando pensamientos impuros en algunas jóvenes novicias).
Su primera relación real con una mujer fue con Elisa di Giacomo, la hija mayor de un campesino que trabajaba en la finca. Dos años más tarde, la bella Elisa acompañaba gustosa a Tristano en sus largos paseos por los senderos de la montaña, embrujada por sus historias, sus planes… y a menudo los dos terminaban inevitablemente haciendo el amor en alguna cabaña o refugio de la zona.
De hecho, estaban juntos en la celebración del día de cosecha cuando un puñado de soldados extranjeros llegaron galopando en medio de la fiesta, pasaron a un lado de los trabajadores y los alarmados transeúntes y llegaron frente a la alcoba rural, rodeándola. El hombre más alto de la fila, quien portaba una brillante armadura como nadie había visto en aquellos lares, desmontó de su caballo, se quitó el casco y, golpeando la puerta de una patada, para total azoro de los asombrados tortolitos, irrumpió:
"¿Tristano Licini de’ Ginni?".
"Sí, señor, soy yo", respondió el joven, recogiendo sus pantalones y tratando de ocultar el cuerpo semidesnudo de su asustada compañera con el suyo propio.
"Mi nombre es Giovanni Battista Orsini, Señor de Monte Rotondo. ¡Vístete! Debes seguirme a Roma inmediatamente. Tu abuelo ya ha sido informado y ha dado su permiso para que dejes estos lugares y te mudes lo antes posible a la casa de mi noble tío, Su Ilustrísimo y Reverendo Señor Cardenal Orsini. Mi tarea es escoltarte, incluso por la fuerza si fuese necesario, ante su santa persona. Por favor, no te resistas y sígueme".
Y así, arrancado de su microcosmos provincial en el que había encontrado su equilibrio, con sólo 14 años de edad, Tristano dejó para siempre aquellas pobres tierras de endebles fronteras para alcanzar y renacer como hombre en la opulenta ciudad que Dios había elegido para su asiento terrenal, en las eternas Urbs de los Césares, en el caput mundi…
Después de 7 días de agotador viaje, habiendo llegado exhausto a la residencia del cardenal en Monte Giordano, el joven huésped fue inmediatamente confiado al cuidado de un sirviente y poco después llevado a la presencia del ilustre cardenal Latino Orsini, un destacado exponente de la facción romana de Guelph, Supremo Capellán y Arzobispo de Taranto, ex Obispo de Conza y Arzobispo de Trani, Arzobispo de Urbino, Cardenal Obispo de Albano y Frascati, Administrador Apostólico de la Arquidiócesis de Bari y Canosa y de la Diócesis de Polignano, así como Señor de Mentana, Selci y Palombara, et cetera et cetera.
Durante el corto trayecto, Tristano escudriñó las severas miradas de los bustos de mármol de los ilustres antepasados de la noble familia, sostenidos por ménsulas con protuberancias en forma de leones y rosas, el símbolo distintivo de los Orsini. Las preguntas en su mente crecían fuera de toda proporción, persiguiéndose, superponiéndose unas a otras.
Aquel salón con ventanas, intercaladas con pilastras, coronado por tímpanos curvos con cabezas de león y piñas, águilas coronadas, serpientes, etc.… le parecía infinito.
Su Gracia estaba en su polvoriento estudio, intentando firmar docenas de papeles que dos diligentes diáconos le entregaban con ritual pericia.
Tan pronto como se dio cuenta de que el joven había llegado, levantó la cabeza poco a poco, girándola ligeramente hacia la entrada; lentamente, con los ojos fijos en el muchacho y manteniendo el codo sobre la mesa, levantó el antebrazo izquierdo, con la palma abierta, para anticiparse a su ayudante suspendiendo el paso de otros documentos. Se puso de pie y se acercó al recién llegado sin prisa, como si buscara el mejor ángulo para apreciar mejor sus rasgos; acarició su rostro con benevolencia, para después poner sus dedos bajo su barbilla.
"Tristano", sussurrò… "finalmente, Tristano".
Luego colocó una mano sobre su cabeza y con la otra lo bendijo dibujando una cruz en el aire.
El muchacho, aunque lleno de miedo y asombro, lo miraba fijamente para escudriñar cada mínimo movimiento de su boca y ojos, y encontrar algo que pudiese de alguna manera revelar la razón de su inmediato traslado. El cardenal, sosteniendo en su mano el precioso crucifijo que adornaba su pecho, se volvió con un chasquido hacia la vidriera y, avanzando, se anticipó a él diciendo:
"Pareces inteligente, muchacho. Seguramente te preguntarás la razón de este coercitivo traslado a Roma… "
Después de una breve pausa, continuó:
"Todavía no ha llegado el momento de que lo sepas. Aún no… Solo debes saber que si estás aquí es por tu bien, por tu protección y por tu futuro. Y, de nuevo, por tu bienestar y el de la Santa Iglesia de Roma es que no debes saberlo. En estos tiempos oscuros, fuerzas diabólicas conspiran juntas contra el bien y la verdad. Tu madre lo sabía. Ese rosario alrededor de tu cuello es suyo, nunca te lo quites, es su protección, su bendición.
Si hay algo precioso en ti se lo debes sólo a ella, que te dio a luz con su carne a esta vida temporal y con su corazón a la vida eterna. Ella, en su infinito amor maternal, antes de reunirse con nuestro Señor, te confió a nuestra persona y desde entonces hemos guardado un turbio secreto que cuando llegue el momento, sólo entonces, te será revelado. Veritas filia temporis".
"Señor, te lo ruego", intervino entonces Tristano con voz temblorosa "como todo buen cristiano necesito conocer la verdad…" y, sosteniendo su corazón palpitante con la fuerza del coraje, añadió: "La vida de los santos y sobre todo la de San Agustín nos enseñan a buscar la verdad, la misma verdad que ahora me ocultas".
El prelado se dio la vuelta y, mirando severamente, pero casi con suficiencia ante la reacción del adolescente, respondió:
"Te respondo como lo hizo Ambrosio de Milán a quien indignamente citas: 'No Agustín, no es el hombre quien encuentra la verdad, este debe dejar que la verdad lo encuentre a él'. Y como el entonces joven de Hipona, tu viaje hacia la verdad acaba de empezar".
Incluso antes de que alguien se atreviera a pronunciar otra palabra, miró a su acompañante y concluyó:
"Puedes irte ahora".
Tristano, mudo y aturdido, fue retirado del lugar y, después de algunos días, vestido según los cánones de esa casa secular, de Mons. Ursinorum fue trasladado a la Curia con el sobrino del cardenal.
Giovannni Battista, a pesar de las insistentes protestas del joven, nunca dio explicaciones válidas a esas misteriosas reticencias (tal vez no lo sabía o tal vez se veía obligado a guardar silencio) … pero se limitó a cumplir plenamente la tarea que le había encomendado su tío, iniciando inmediatamente al huérfano en la mejor formación diplomática, … habiendo, entre otras cosas, tenido ya la oportunidad de comprobar que el muchacho no se inclinaba en absoluto por la vida mística y religiosa.
Este último, en la intimidad de las noches, a veces recordaba las palabras de aquel primer encuentro con el cardenal Latino, impotente ante las preguntas que le asediaban la mente: ¿por qué no podía o no debía saberlo? ¿Por qué y de quién debía ser protegido? ¿Por qué su humilde madre habría revelado y confiado a un ilustre prelado un secreto arcano sobre él? ¿Por qué aquel secreto era tan peligroso para él e incluso para toda la Iglesia?
En otras ocasiones había pensado en los lugares y personas de su infancia pero, ahora confiado definitivamente por su único pariente vivo a este ilustre nuevo protector, no podía dejar de aprovechar la ocasión para probar lo que había escuchado enfáticamente de los relatos de los padres dominicos; por lo tanto, se concentró en sus estudios y pronto se adaptó a los círculos eclesiásticos romanos, a las suntuosas habitaciones de la Curia, a los monumentos gigantescos, a los majestuosos palacios, a los suntuosos banquetes…
… tempora tempore, era como si ese tipo de vida siempre le hubiera sido familiar. No pasaba un día sin que desarrollara nuevas experiencias; no pasaba un día sin que agregara nuevas nociones a su bagaje cultural; no pasaba un día sin que conociera a nuevas personas: príncipes y criados, artistas y cortesanos, ingenieros y músicos, héroes y misioneros, parásitos y pusilánimes, prelados y prostitutas. Una continua e inagotable palestra de la vida…
Conocer a tanta gente como fuese posible, de cada clase, de cada origen, de cada extracción, de cada cultura, de cada credo, de cada linaje, entrar en su mundo, encontrar información útil, analizar cada pequeño detalle, escrutar a fondo cada alma humana, … era después de todo la base de su profesión. Y aparentemente aquello lo llevó a convertirse en un amigo de todos. En realidad, de la inestimable multitud de hombres y mujeres que había conocido en su vida, el diplomático sólo podía contar con unos pocos amigos verdaderos, tres de los cuales conoció en esos mismos años y con los cuales compartía un íntimo secreto: