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El Ranchero Se Casa Por Conveniencia
El Ranchero Se Casa Por Conveniencia
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El Ranchero Se Casa Por Conveniencia

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—Llegáis tarde —dijo—. Otra vez.

Manuel sonrió.

—Lo siento, cielo, pero el ganado no va a notar la diferencia.

Brenda apretó los puños. Pero no echó mano al destornillador. Aún. Aunque estaba disfrutando mucho imaginándose que la cabeza de Manuel era un interruptor de encendido que necesitaba ayuda para arrancar. De hecho, había algo de cierto en ello. El hombre se había quedado atascado en el medievo del oficio de ranchero. Habría que hacerle un puente para arrancarlo, pero Brenda estaba segura de que ya no se podía hacer nada con él.

—No soy tu cielo —respondió con calma—. Soy tu jefa, aunque no parece que lo vaya a ser por mucho más tiempo.

—No me digas. —Las pobladas cejas de Manuel se levantaron en un gesto que convirtió su cara arrugada en algo desagradable—. ¿Te vas a casar por fin?

Los tres jóvenes hicieron una mueca de vergüenza. Normal. Pertenecían a una generación que había visto cómo las mujeres ejercían el poder y el respeto. Manuel estaba a punto de recibir un choque temporal y cultural.

—Deja que te aclare algo —dijo Brenda—: ya no necesitamos tus servicios aquí en el rancho.

La cara de Manuel se contrajo en algo feo. A Brenda le recordó a un toro cuando lo marcan. El bufido del dolor. El impacto de la traición. El estremecimiento de la resignación.

Brenda se preparó para un ataque de Manuel, pero se quedó quieto. Eran los tres hombres que estaban detrás de él quienes se movían nerviosamente como potrillos recién nacidos.

—¿Me estás despidiendo, señorita?

—Bien. —Brenda estiró los labios para formar una sonrisa cruel a juego con la de él—. No tengo que usar palabras más sencillas.

Los hombros de Manuel se enderezaron de golpe, los puños se cerraron, el bigote se retorció. Por su cara pasaron sombras oscuras al tiempo que bajaba la cabeza para que el sombrero ocultara su mirada.

Brenda se mantuvo firme. Era su rancho. Estaba en juego su sustento. Podían marcharse y encontrar otro trabajo, con un hombre al que podrían respetar.

O no. No le importaba. Lo único que le importaba era el funcionamiento de su rancho y el respeto hacia él.

—Una cosa, señorita Vance.

¡Sí! Por fin había usado correctamente la palabra señorita. Aunque tuviera una estrella dorada para premiarlo, no se la daría. Tarde, mal y a rastras. Había fallado. Y lo habían despedido.

—Sin nosotros no podrá mantener este rancho en marcha. Es temporada de partos. No es tarea para una persona. Desde luego, no para una mujer.

La multitud de tareas marcadas como hechas en la lista de su bolsillo trasero podrían permitirse disentir. Pero tenía razón: ella sola no podía hacerlo todo, sino que iba a necesitar ayuda. Solo que no la suya.

Podría haber enseñado a los tres jóvenes, pero con la retorcida mano de Manuel lavándoles el cerebro le servían de tan poca ayuda como un toro castrado.

—Eso ya no es tu problema —dijo ella.

Manuel la observó con desprecio. Su bigote se retorció, dándole aspecto de malo de cómic. Una parte de Brenda quería reírse. En vez de ello, miró por detrás de él para ver si podía salvar algo.

—Si a alguno de vosotros le interesa quedarse, estoy dispuesta a considerar volver a enseñaros.

Les brillaron los ojos. Bueno, a los dos urbanitas. Ángel apartó la mirada, ocultando lo que sentía tanto a su tío como a Brenda, pero a ella le valió como respuesta.

—No se van a quedar pegados a tus faldas —dijo Manuel—. No durarás ni una semana sin nosotros. Vamos, chicos. Tenemos una semana de descanso antes de que venga arrastrándose para que volvamos.

Los dos urbanitas se miraron. Luego arrastraron los pies hacia la camioneta de Manuel. Brenda vio por el rabillo del ojo que Ángel hizo una mueca, pero obedeció y caminó penosamente hacia la camioneta.

—Ya no quedan ayudantes disponibles a estas alturas de la temporada —le dijo Manuel—. Estoy deseando verte de rodillas cuando vengas a pedir ayuda.

—Ya puedes esperar sentado —respondió ella.

Con una gracia juvenil que contrastaba con sus arrugas, Manuel se sentó de un salto en el asiento de conductor y arrancó. Brenda iba a dejar salir un suspiro de alivio; también a abrir las compuertas de la preocupación y la ansiedad por no saber qué hacer. Él tenía razón: iba a resultar complicado encontrar ayuda en este momento de la temporada.

Y entonces la camioneta paró. Brenda usó la mano a modo de visera mientras miraba la parte trasera de la camioneta. Estaba a medio camino de la entrada a su propiedad.

¿Habrían recuperado la cordura? ¿Querrían regresar y seguir sus reglas? ¿Iba ella a permitirlo?

Antes de poder dar respuesta a esas preguntas internas, Manuel se bajó de un salto. Levantó el pie y dio una patada a un punto débil de la valla. Era el toril, el redil que alojaba al nuevo y valioso toro.

Manuel se tocó el sombrero, entró de nuevo en la camioneta y se largó del rancho.

El toro estaba en el centro del redil, de espaldas. Brenda sabía que no podía llegar antes de que se escapara, pero tenía que intentarlo. Ella sería la responsable de cualquier daño que pudiera causar, y no podía permitírselo.

Se movió rápidamente. Cogiendo un saco de cereales con una mano y una bolsa de azúcar con la otra, se subió al tractor de un salto. Sacó la llave del pelo y la metió con fuerza en el contacto.

El tractor se caló. Lo intentó de nuevo. El toro se había girado y caminaba despacio hacia la valla rota.

El motor encendió por fin. Brenda salió disparada, pero a treinta kilómetros por hora llegaría demasiado tarde. Su única esperanza era acorralar al toro antes de que pudiera hacerse daño a sí mismo o a alguien más.

A lo lejos vio un Jeep que giraba hacia su puerta. Un Jeep rojo. Un Jeep rojo directo hacia su toro.

¿Quién conducía un Jeep rojo en un rancho de ganado? Por supuesto, Brenda sabía que los toros no distinguían los colores. Pero, aun así, era una superstición.

Aceleró el tractor, alcanzando los cuarenta kilómetros por hora. Demasiado tarde. El toro había detectado el Jeep rojo y lo estaba embistiendo.


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