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Vida De Azafata
Vida De Azafata
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Vida De Azafata

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Volvió a llamarme tras la enésima vibración y yo traté de disipar aquellas dudas y temores que persistían y que se mostraban a través de su postura, permanentemente rígida.

Le comenté que la seguridad en el avión es de un nivel altísimo, que los controles técnicos y el mantenimiento son continuos, y que los pilotos están perfectamente formados.

Durante la preparación de la cabina para el aterrizaje me preguntó con falsa indiferencia:

—¿El estruendo es normal o hay algo que va mal?

Le informé de la procedencia de todos los ruidos que pudieran generar desconfianza: el posicionamiento del tren, la apertura de puertas, la aceleración y variación de los motores, la liberación de los flaps y slats, el tintineo de nuestro microteléfono, los avisos de llamada a los pasajeros…

Notaba que valoraba recibir esta información, aunque seguía mordiéndose las uñas sin darse cuenta.

La invité a inspirar y espirar profunda y lentamente, para oxigenar el cuerpo y así relajar los músculos, dándole indicaciones sobre la técnica de entrenamiento autógeno para un relajamiento progresivo.

Ahora, la señora estaba sentada más cómoda, más a sus anchas, al igual que el señor Lucherini, aunque su rostro conservara una expresión de incertidumbre, un poco ortopédica, con la parte derecha de la sonrisa ligeramente situada más arriba que la izquierda.

—Eres nuestro ángel de la guardia— dijo.

Durante el descenso, solo hubo ligeros temblores al cruzar la perturbación, y el vuelo terminó con un aterrizaje suave.

—Señoras y señores, bienvenidos. Les deseamos una estancia agradable.

Llegamos a Fráncfort puntuales.

La señora, antes de cruzar la puerta de salida, me abrazó con discreción y elegancia y me dijo: «Gracias».

Era yo quien agradecía su amabilidad.

El marido me apretó la mano vigorosamente, con fuerzas renovadas, haciendo gala de la clase que lo había caracterizado desde el principio.

—¡Hasta pronto!

Esos eran los recuerdos del vuelo que acababa de hacer, que aparecieron de improviso en mi mente cuando estaba disfrutando de la calidez de la casa. De pronto, oí la puerta cerrarse.

Eva había salido.

Me cubrí el rostro con la manta para atenuar la luz que entraba por la ventana.

Había llegado la hora de relajarse. Estaba casi dormida, perdiéndome en mis pensamientos, deliberando que volar, limitados y obligados a permanecer en el interior del avión era antinatural, de modo que desarrollar temores inconscientes y remotos es totalmente lícito. En aquel momento, recordé episodios de mi pasado. Comprendí hasta qué punto pueden influenciarte el resto de tu vida.

La adolescencia

De joven, el hecho de tener siempre poco tiempo a mi disposición era motivo de sufrimiento, porque me sentía una especie de prisionera con pocos espacios personales y breves momentos de libertad concedidos ya que debía, atenta y rigurosamente, respetar los horarios impuestos.

No era dueña de mi tiempo.

Recuerdo que, hasta que cumplí los dieciocho, mi hora de regreso, los pocos sábados que me permitían salir, era las diez y media de la noche.

Mis amigos quedaban a las nueve para decidir dónde ir a cenar, e inevitablemente, no estábamos todos sentados a la mesa hasta las diez.

Siempre llevaba prisa, me ponía nerviosa si el camarero tardaba en llegar, no lograba disfrutar de la compañía de los demás porque sabía que tenía que regresar a casa demasiado temprano.

Solo me concedían el tiempo de pedir, confiando en que un veloz servicio me permitiera, al menos, probar la pizza, si es que no había perdido el apetito porque empezaba a sentir los nervios en el estómago y cómo los jugos gástricos se mezclaban por la agitación.

En cualquier caso, me levantaba de la mesa con un perfecto retraso para llegar a casa a la hora acordada. Siempre era difícil convencer a alguien para que me acompañara e interrumpiera su cena, pero el horario de regreso era ineludible y categórico y yo no disponía de medio de transporte alguno.

Durante el trayecto a casa no se respetaba ninguna prohibición de velocidad, bajo mi inconsciente y suplicante petición. Con frecuencia, las luces rojas de los semáforos eran ignoradas con irresponsable temeridad.

El exceso de velocidad con el coche me daba pavor y sigue siendo así incluso a día de hoy. Veía esas luces nocturnas pasar como una bala, como en una pesadilla; los faros de los otros coches y las farolas pasaban demasiado rápido ante mis ojos.

Era el precio que tenía que pagar para evitar las humillaciones y las feroces reprimendas a mi regreso; si me hubiera atrevido a retrasarme, habría encontrado la puerta de mi casa cerrada por dentro y me habría visto obligada a inventar cualquier excusa para no ver la mueca amenazadora en la cara de mi padre, encolerizado por mi desobediencia y mi falta de respeto, más que por preocupación.

La intimidación, el castigo y la desaprobación se manifestaban repetidamente con gritos, bofetadas y nuevas y más estrictas prohibiciones.

Todo esto incluso por un retraso de unos cuantos minutos.

Unos cuantos minutos.

Sin duda, papá era demasiado estricto.

Recuerdo un día en que estaba súper contenta por que me dejaron ir a la fiesta de cumpleaños de mi mejor amiga, pasé días tratando de convencerlo.

Allí coincidiría con un chico, un compañero de clase que me gustaba mucho.

A pesar de que tuve cuidado de que mi ropa siguiera las directrices de mi padre, o quizás sería mejor decir, la rigidez, es decir, nada de faldas demasiado cortas, ropa ajustada o zapatos de tacón, decidí experimentar con una bolsa de maquillaje que me habían regalado.

Mis manos inexpertas exageraron al maquillar las mejillas con aquel colorete tan rosado y que tanto me gustaba, y ese pintalabios tan brillante, tan rojo en mis labios que me hizo sentir más guapa, y un toque de rímel en las pestañas para terminar.

Tenía dieciséis años y aquel maquillaje y resultó horrendo a ojos de mi padre, inadecuado para su pequeña que trataba de aparentar ser una muchacha demasiado seductora.

Crispado, restregó su mano con fuerza sobre mi boca, y me llenó las mejillas de pintalabios con el fin de borrar lo que había pintado cuidadosamente en mi rostro.

Mis ojos comenzaron a lagrimear y se formó un halo negro en los párpados, ahora hinchados por el llanto; me miré en el espejo del baño y vi la máscara de un payaso.

Tras lavarme con un jabón que me quemó los ojos, pero que me quitó todos los residuos del rímel, al final me dieron permiso para asistir y fui a la tan anhelada fiesta, ligeramente colorada y túmida, pero sin maquillaje.

No logré divertirme.

Durante el período de la adolescencia, me habría gustado huir, irme lejos muy lejos, partir, viajar, vivir sola.

Los sueños, armados de terquedad y fuerza mental, a veces se hacen realidad. Pero, aquel día, entendí dónde y cuándo nacieron.

Poco a poco, día a día, mes a mes, año a año, aprendí cosas importantes y experiencias necesarias para poder relacionarme mejor con mis compañeros y con pasajeros que tenían personalidades y características variadas y heterogéneas.

Sin embargo, pronto comprendí que la organización básica de mi vida se decidía a finales de mes, a través del ansiado, siempre con gran impaciencia, «folio de turnos»: un listado aparentemente anónimo y frío que informa del programa de trabajo del mes siguiente.

La aerolínea introducía las comunicaciones oficiales en los buzones personales, una especie de extensión de interminables buzones colocados en una sala digna de una película de detectives en el aeropuerto, que acaban de ser sustituidos por correos electrónicos.

El «folio de turnos», anhelado mes tras mes, me generaba inquietud y, con frecuencia, entusiasmo y grandes expectativas, otras veces, desilusiones, por los descansos y las codiciadas vacaciones solicitados que no siempre eran aprobadas.

Todas las citas, compromisos, bodas de las que también podría haber sido testigo, finales de partidos de fútbol, entradas reservadas para el primer teatro, la despedida de soltera de mi mejor amiga, el cumpleaños de un novio, la comida de Navidad, el aniversario de mis padres, la semana en un apartamento en la montaña, el curso de tango de los jueves por la tarde... a menudo tenían muy pocas posibilidades, la asistencia a todos estos eventos siempre tenía que adaptarse a las decisiones tomadas por el ordenador de la empresa del grupo de trabajo.

A partir de ese momento era posible aceptar o rechazar invitaciones, programar citas importantes, fijar horarios inhumanos para ir al gimnasio, hacer los saltos mortales para llegar a tiempo a cualquier lugar, o llegar, aunque fuera tarde, a la junta de vecinos, decir adiós al torneo de brisca, pero, en cambio, tener la «satisfacción» de ver a Gigi Marzullo, incapaz de pegar ojo debido a la diferencia horaria.

Los días de descanso mensuales eran unos diez, mientras que los veinte restantes requerían el uniforme.

Eva, Valentina, Ludovica y yo siempre esperamos tener horarios y días de salida escalonados entre sí, tanto para tener más espacio en casa, como para una mejor organización del tiempo con el principal inconveniente: el uso prolongado del baño.

Fácilmente, los vuelos despegaban por la mañana muy temprano y el despertador, al amanecer, normalmente se programaba una hora antes.

Después de un desayuno rapidísimo y una buena ducha revitalizante, me ponía el uniforme que había dejado preparado el día anterior, y comprobaba que los zapatos estuvieran brillantes y que los pantis no se hubieran desteñido por los lavados ni estuvieran rotos.

La mayoría de nosotras teníamos un secreto «inconfesable»: nos pillábamos la camisa con los pantis horribles, que a menudo era graduados para evitar la aparición de varices y la hinchazón por la presurización, porque solo así podíamos evitar que la camisa se soltara de la falda al levantar los brazos para guardar el equipaje y ayudar a los pasajeros.

¡Debajo de la falda íbamos espantosas!

Una vez arreglada la ropa, pasábamos a un cuidadoso maquillaje, nos asegurábamos de que el pelo estuviera perfecto y luego revisábamos los documentos.

En la bolsa de mano no podían falta un traje de vuelo, una linterna, un folleto de anuncios, un manual de instrucciones, pantis de repuesto, zapatos de tacón bajo para rutas más largas y guantes de cuero. En el aeropuerto, en el Crew Briefing Center, el punto de encuentro de todas las tripulaciones, la sesión informativa comenzaba en cada una de las salas reservadas.

Allí nos reuníamos para conocer a la tripulación, presentarnos, tratar los aspectos críticos del vuelo, las condiciones meteorológicas, y también nos informaban de los aspectos comerciales, el tipo de servicio y los pasajeros que estarían a bordo.

La clasificación era casi militar, existía una jerarquía y como tal había que respetarla.

Toda la tripulación estaba encabezada primero por el comandante y luego por el copiloto, a quienes seguían por las azafatas, según su rango.

Todos los auxiliares de vuelo, en lo que respecta al servicio prestado y a la relación con los pasajeros, tenían como punto de referencia al responsable de su sector de trabajo, que trabajaba con el jefe de cabina, quien dirigía todo el progreso del vuelo y mantenía contacto con el cockpit, la cabina de vuelo, es decir, la de los pilotos.

Al final del vuelo, cada auxiliar se sometía a un juicio escrito y refrendado, en el que se evaluaba su profesionalidad, sus habilidades técnicas, su conocimiento del idioma extranjero, la asistencia prestada a los pasajeros y si su estética se ajustaba a la normativa.

Y así pasaron los años, vuelo tras vuelo, reunión tras reunión zonas entre diferencias horarias y noches sin pegar ojo, idiomas variopintos, países calurosos y continentes helados, comidas picantes y sabores difíciles, cielos despejados y turbulencias inesperadas.

Una vida imprevisible

Llegó la primavera, y tras un invierno durísimo, al final me encontraría la maleta seca, que en el costado del avión se halla indefensa ante las precipitaciones atmosféricas durante ese breve lapso que los cargadores necesitan para colocarla en el compartimento de carga.

Habría sido maravilloso pasar la Pascua con Valentina, que descansaba aquel fin de semana.

Me habían asignado una «reserva en casa» y estaba a la espera de saber en qué ciudad del mundo tendría que dormir esa misma noche.

Ya había comprendido bien que la vida privada y las necesidades cotidianas se caracterizaban por su mutabilidad y variabilidad: tenían que adaptarse a los cambios constantemente.

Al personal de vuelo le resulta verdaderamente difícil estar al día de todo, especialmente aquellos que tienen familia e hijos, y esto ocurre sobre todo en ese mes en el que aparece la infame «reserva».

Durante el año laboral, durante varios períodos, los auxiliares de vuelo podríamos ser asignados, en el turno que se entrega a final de mes, un período de esa infame «reserva», es decir, una repentina sustitución de personal por lesión, enfermedad u otro motivo.

Por reserva, entendemos la espera diaria de poder salir hacia cualquier turno de cualquier destino con un aviso de una hora para poder preparar, hacer la maleta y organizar una ausencia de casa, de una duración de hasta siete días.

Por lo tanto, no resulta nada agradable escuchar sonar el teléfono, que acaba con tus esperanzas de una comida o cena en familia.

La oficina de turnos, que regula y organiza todas las salidas, se encarga de esta tarea y, dadas las diversas dificultades operativas debidas a la ausencia ocasional de personal de vuelo, distribuye los cambios de personal de servicio descubiertos temporalmente. La reserva puede comenzar a las cinco de la mañana y el tono del teléfono a esa hora es verdaderamente escalofriante, por lo que la maleta «básica» con el mínimo necesario ya debería estar lista para evitar descuidos fáciles resultantes de las prisas por estar lista a tiempo.

Un jersey de lana y un traje de baño serían útiles en cualquier destino.

El neceser siempre debe estar preparado y no podemos olvidarnos de cambiar la pasta de dientes cuando esté a punto de terminarse.

Las camisas de repuesto del uniforme son muy importantes; limpias y planchadas para el vuelo de regreso y un par de zapatos cómodos adecuados para cualquier temperatura, camisón para dormir y maquillaje.

Ahora hacía la maleta casi de memoria.

De cualquier modo estaba —y aún estoy— convencida de que tengo uno de los trabajos más bonitos del mundo: a pesar de todas las dificultades y aspectos negativos, del continuo hacer y deshacer de maletas, con el deseo de regresar a casa, a pesar de las ganas constantes de ver a tus seres queridos. Yo no valgo para la rutina, y el mundo nunca deja de intrigarme, el intercambio de puntos de vista con otros mundos y con personas siempre distintas me impulsa. Además, regresar a casa me regala suspiros y una alegría inusual en comparación con quién está ahí a diario; las cosas pequeñas adquieren un valor inmenso.

Mientras tanto, lo cotidiano me oprimía.

«¿Me marcharé? ¿No me marcharé? —me pregunté aquél día».

Nada, ninguna comunicación, ni una llamada sobre los turnos.

«¡Podrían avisarme con un poco de antelación, es Pascua!».

Nerviosa y un poco impaciente, me puse a meter en la maleta las cosas que me servirían en casi cualquier destino, doblé las camisas y, aunque por una parte esperaba fervientemente no marcharme, por otra deseaba descubrir de inmediato el destino, en caso de no tener la posibilidad de quedarme en casa.

A las tres de una tarde larguísima, Valentina se apresuró a avisarme:

—Ha llamado la guardia operativa, te han cambiado el turno, estás en «reserva en campo», y tienes la presentación a las cinco. Diría que eres una mujer con suerte, tienes casi dos horas para prepararte y llegar al aeropuerto.

Abrí de inmediato el huevo de chocolate para ver la sorpresa, me comí casi la mitad y «fui corriendo» a la habitación, con el corazón cada vez más acelerado por las prisas.

Entre los cajones buscaba prendas muy prácticas para ponerme todos los días, versátiles: con la «reserva en campo» sales de forma inmediata y con pocos minutos de antelación directamente del aeropuerto, con el uniforme ya puesto, y hay que hacer la maleta incluso antes de conocer el destino.

«Vaqueros, cinturón, ropa interior de repuesto, una camisa azul, una camiseta blanca, y también la negra, porque llevaré el bolso y los zapatos negros que pegan con todo, una bufanda gris perla y un jersey del mismo color que, con una falda, crean un look elegante y sobrio… ¿Y si me encuentro con un apuesto compañero que ronda por Milán?».

Eché también la blusa con florecitas rosas y verdes que estaba apoyada en la silla.

No me daba tiempo a plancharme el pelo, justo ese día no me encontraría al susodicho.

Siempre tenía la tentación de llevarme todo. Cogí también una lata de atún, nunca se sabe, puede que se me hiciera tarde y encontrará todo cerrado, que mis compañeros me abandonaran, que hubiera un terremoto… Así me quedaba más tranquila.

Llegué al aeropuerto agotada y caí en la cuenta de que podría trabajar cuatro días seguidos.

Con las prisas, solo había cogido un par de pantalones, y se me habían olvidado el cargador del móvil y la gabardina bon ton con el interior de leopardo: un básico.

«¿Hará ya buen tiempo en Europa? —me pregunté».

En caso contrario, sin embargo, tendría una excusa excelente para irme de compras.

Llegué al briefing, nuestro centro de recepción, firmé mi asistencia y me instalé en la sala dispuesta a tal fin, sobre el cómodo sillón reclinable de piel negra, a la espera junto a otros compañeros uniformados a la espera de que me llamaran en caso de cualquier emergencia o enfermedad repentina de algún miembro de la tripulación en servicio.

Unas cuantas horas después sonó el teléfono: «ganó» un vuelo Roma/Atenas.