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– No eres un fumador —ella le dio una sonrisa triste, cuando Diego se puso a toser por no estar acostumbrado al tabaco.
Tratando de no toser, agitó sus manos y fumó otra calada. Esta vez lo hizo con confianza y ojos entrecerrados.
– No tienes que sufrir sola —dijo pensativo.
Fue aquel momento sagrado de la reconciliación cuando involuntariamente empezaron a tutearse y todos los resentimientos pasados se dejaron por detrás de las piedras negras. Tuvieron suerte. La playa estaba desierta, solo ellos dos estaban acostados en la arena, contemplando el lienzo azul del océano. Excepto que ella sentía la presencia de alguien quien los observaba, escondiéndose detrás de las piedras grandes, y suponía que ese alguien podría haber sido aquella pequeña chica africana. Varias veces la mujer captó en sí su atenta mirada invisible, pero con cada vez se hacía más acostumbrada a esa sensación y pronto ya lo ignoraba. Mañana tendría que regresar a París y dejar para siempre la isla “canina”, y la despedida tan inusual con ese lugar le parecía bastante bueno.
Diego, como lo había prometido, puso sobre la arena negra una amplia toalla blanca. Hacía un tiempo fenomenal. El sol brillaba, rellenando todo el espacio con la luz cálida dorada. El viento fresco y salado silbaba, ya sintiendo de antemano que pronto vendría la primavera, y les arrancaba la ropa y el pelo, y los dos, excesos de emociones, estaban mareados.
¿Pero con qué en ese momento soñaba ella y con qué soñaba él en un lugar tan remoto, tete-a-tete con el océano? Una gran ola espumosa, brillando en el sol como un mil de diamantes, acabó de golpear la orilla sin llegar a ellos unos cuantos pasos. Ya se habían quitado la ropa exterior y sus cuerpos ansiosos por las caricias amorosas estaban abiertos para esa fuerza de naturaleza. El hombre quiso tocar a la mujer, y paso suavemente su dedo alrededor de su cuello y luego por el hombro. Ella no se apartó, porque ya llevó mucho tiempo esperando su ternura, él le tocó el pecho, su dedo deslizó por encima del traje de baño. Le gustaban sus toques lentos y empezó a gemir un poquito, ayudándole y mostrándole que él estaba haciendo lo correcto. Entonces él pasó su mano bajo su sostén y ella gimió de voz más alta.
“Aun así, Jules no se lo permitía…” —pasó por su cabeza cuando ella se inclinó hacia atrás, poniendo sus manos detrás de la cabeza.
Sin saber por qué, ella sonrió al cielo, mirándolo a través de las lentes oscuras de las gafas, y pronto cerró los ojos cuando la mano de su amante joven bajó en su estómago y se metió bajo sus braguitas. Los restos finales de la decencia fueron barridas por el viento que estaba enfriando en vano la excitación de sus cuerpos ardientes de pasión, mientras que la diferencia de edad y estatus social fue instantáneamente arrastrada por una nueva ola. Los dedos musicales de Diego como si tocaran algún instrumento, forjando el fuego de la pasión en las teclas del alma frustrada de la mujer y ella le acompañaba con dulces gemidos y la respiración rápida. Luego la tomó, cubriendo con su torso poderoso todo el lienzo del océano, y ella estaba retorciendo bajo su cuerpo, sintiendo con la piel ese poder destructivo y al mismo tiempo su propia resignación, era como una serpiente atravesada con precisión por una lanza. Sus labios mantenían en un contacto doloroso, él la besaba por todas partes, como si se hubiera vuelto loco, y ella le rascaba la espalda, estaba envolviendo ajustadamente su torso con las piernas… Él le decía algo desbocado, obsceno, a veces susurraba sus melodías españolas, y ella reconocía su talento indiscutible de un seductor y, aunque ese no fuera razonable, con cada movimiento furioso de sus caderas anchas se estaba enamorando de él como una completa tonta. En algún momento quiso cantarle La Marsellesa, pero no pudo recordar la letra, se olvidó incluso su propio nombre. Puso las palmas sobre sus nalgas infladas del hombre y con los ojos cerrados se sometió al destino.
De repente recordó de la niña que quizás estaba espiándoles, y se lo contó a Diego. Él tomó su conjetura por la sospecha excesa y se rio, pero se apartó e intentó cubrirles con el borde libre de la toalla ancha. Ella comenzó a acariciarlo allí con sus manos y la boca, y él también continuó acariciándola con las manos. La mujer se estremeció casi inmediatamente y se corrió. Luego él se inclinó hacia atrás como un vencedor, dejándola hacer con él lo que ella quisiera. Y todo lo que ella hizo después, al cubrirse junto con la cabeza, durante mucho tiempo permaneció siendo un misterio para la mirada externa.
Le gustaba hacerlo y cada vez se asombraba más de lo bueno que era el autocontrol del hombre. Luego, sintiendo el sabor de su semilla, volvió a sentir la melodía de sus dedos sensuales, y tenía orgasmo tras orgasmo, gimiendo y gritando fuertemente hasta que cayó, finalmente exhausta, sobre su pecho y pasó un rato largo escuchando el ritmo loco de su corazón. Una ráfaga fuerte de viento desgarró el borde de la toalla y ellos permanecieron desnudos en la palma de su dios feliz.
– Nunca antes había tenido un amante tan apasionado —susurró ella con el sonido de la ola costera.
– ¿Y su marido? —preguntó él, abrazándola por sus hombros y admirando desde arriba sus pechos con los pezones grandes y pronunciados—. Dijiste que estuviste casada por mucho tiempo…
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