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«Los informes de los Sacerdotes de la zona confirman las sospechas. Muchos aldeanos desaparecen de la nada sin dejar rastro. Otros muestran un comportamiento violento atípico.»
Nephelim frunció el ceño, en señal de espera.
«Una Maldana. No es la bruja que buscan los Henders.»
El Paladín asintió, y se guardó sus pensamientos para sí mismo.
Encontraron a la bruja en una casucha de madera, que en otros tiempos había sido la cabaña de caza del Señor del Condado, en medio del Bosque de los Susurros. Ataron los caballos a un árbol no muy lejano. Habían comenzado a exaltarse tan pronto como se adentraron en el bosque.
Dalain había decidido esperar hasta la mañana para entrar en la bruma que envolvía el lugar.
Nephelim observó cuidadosamente los árboles desnudos y delgados. Árboles torcidos. El tronco crecía curvo y formaba una onda que se elevaba directamente desde el suelo hacia el cielo blanquecino. Podía sentir la magia, aunque no tuviera ese talento.
Los esperaba inmóvil frente a la cerca ahora en ruinas. Una mujer hermosa.
El lector detuvo sus pasos y se aferró al bastón decorado. El cristal en la parte superior había adquirido color. Cerró los ojos y dejó que su esencia lo llenara.
El aura oscura que lo cubrió se volvió turbia como el alquitrán. Sintió dolor, placer, codicia. Se había entregado al Innombrable con plena conciencia. Era el vehículo del Dios para diseminar odio y desesperación.
Su apariencia comenzó a cambiar. Pronto se revelaría su verdadera naturaleza.
«Es tuya, Paladino.»
Nephelim desenvainó su espada rápidamente, y dejó que la hoja cobrara vida con la misma luz que la vara. El Lector había emitido su sentencia. Suya era la tarea de ejecutarla.
Los caballos habían logrado liberarse. Habían sucumbido al miedo.
Nephelim abrochó el cinturón al pecho de Dalain, de lado, y colocó la espada detrás de sus hombros.
Cuando se inclinó en el claro con la intención de subirlo a su espalda, el Lector se echó a reír. «Somos demasiado viejos para esto.»
«Puedo caminar durante días, he marchado en situaciones peores. Sube.»
Dalain suspiró, sabiendo que no tenía alternativa. Se aferró a Nephelim y dejó que lo levantara. Después de algunas millas, se acostumbró al paso del Paladín: regular, como lo recordaba.
«¿Has decidido qué regalo comprar para tu esposa? Quedan pocas lunas para su aniversario de nacimiento.
Nephelim se agachó, ansioso. «No. Sé que tú pensarás en algo.»
«Podrías prestarle más atención.»
«Veridiana despreciaría a un esposo cariñoso. Pasamos juntos el tiempo necesario para respetar los votos matrimoniales. Le “desagrado”.»
El lector no respondió a la provocación. «Quiere un hijo.»
«No tengo intenciones de engendrar un desgraciado.» Lo miró con dureza y volvió la cabeza hacia él. «Las malditas leyes raciales están llevando a nuestra gente a una catástrofe. La obligación de mezclar sangre solo con miembros de la familia hace que nuestros hijos sean cada vez más pálidos y enfermos.»
«Yo no soy infeliz.»
Nephelim respondió a la indirecta con silencio.
«Serías un buen padre.»
«¿Eso es lo que soy para ti?»
«No.» Dalain miró al cielo, meditabundo. «¿Puedes distinguir los tonos azules sobre nosotros?»
El Paladín siguió marchando.
Dalain posó una mejilla sobre su hombro y se dejó vencer por la tranquilidad de su ritmo. «Aún me pregunto por qué me quieres.»
Nephelim no respondió, seguro de que en poco tiempo se quedaría dormido, arrullado por sus pasos. Solo sonrió cuando la respiración regular alcanzó su rostro.
Mar índigo, acariciado por nubes de espuma blanca. Deseo hundirme en mil cielos.
"¿Qué Dios ha establecido que el amor debe triunfar en el encuentro entre dos cuerpos?
Encontraré a la Bruja, aunque me pase la vida buscándola. Me arrodillaré, ofreceré mi lealtad. Solo rezo para que, hasta entonces, me concedan un latido más. Un respiro.
Llegará la noche en que velaré el sueño de Dalain sin temor al amanecer.”
“Crucificada”
Dios, ¿estás ahí? Si es así, mírame. Mira a esta miserable criatura crucificada en tu nombre. Los hombres están acostumbrados a ser valientes en nombre de Tu supuesta voluntad para perpetrar el mal que afirman combatir. Son demonios. En verdad, demonios. No puedo tener piedad de ellos. Los maldigo.
No he hecho nada para ganarme su desprecio más que vivir en la luz. Sin esconderme. Disfrutando de una sonrisa o una caricia, del calor del sol en mis mejillas, del viento que me rozaba la piel. Jamás me aceptaron. Soy la extranjera que Pietro trajo al pueblo. La bruja. Demasiado hermosa, demasiado cortés, demasiado. Madre de dos hermosos hijos; esposa devota que jamás se inclinó ante los prepotentes. Es difícil ser mujer, Dios.
Me has dado el don de aliviar a las parturientas y así lo hice. Mis manos han recibido a docenas de bebés aún envueltos en la placenta. Los separé de los cuerpos de sus madres cortando el cordón que los unía; provoqué su primer llanto y aliento. Siempre me he preguntado por qué el primer acto al nacer es el llanto.
Pietro me enseñó a mirarte con confianza, a rezarte con el corazón abierto. En Ti pensaba mientras asistía el trabajo de parto de las parturientas. Tú me diste la fuerza para actuar en los momentos de necesidad. Nunca he perdido a un niño.
Dicen que soplé la vida en los labios de un niño muerto y lo devolví a la vida. Había sido arrojado a un río en un saco, condenado por haber inhalado el aliento de un demonio.
Te recé, Dios, mientras mi cuerpo era destrozado de mil maneras. Nunca he perpetrado el mal, jamás he mirado al Maligno. Tú me conoces.
Despreciando la fuerza con la que lloré el nombre de Tu Hijo buscando la gracia, me crucificaron. Arrancándome el rosario de perlas de hueso que mi esposo me regaló el día de nuestra boda. Sus hábiles manos habían tallado cada perla, puliéndolas cuidadosamente. Jamás me desprendí de él. Lo mantuve dentro del escote de mi vestido con modestia.
Ahora está allí, a pocos pasos de mí. Él y nuestros hijos.
Miran mi cuerpo desnudo, desgarrado, esperando la hoguera. En mí nada queda de la madre y la esposa que lavaba la ropa en el río cantando, de la mujer que reía de felicidad tejiendo coronas de margaritas.
Mis dedos sangran. Lo primero que me arrancaron fueron las uñas. Siento los labios hinchados, el sabor ferroso de la sangre se mezcla con la saliva. No puedo hablar, no tengo lengua. Ni siquiera puedo saludarlos con una sonrisa, no tengo dientes.
Todavía tengo ojos y con ellos busco a Pietro para una última mirada. Los suyos, ¿qué ven? ¿La doncella que corría en el páramo? ¿La joven de largos cabellos, negros como la noche, y ojos verdes como las esmeraldas? ¿La amante, la esposa, la madre? Ven esta carroña que aún no está muerta, pálida y demacrada. Los senos mutilados, los mismos que besó y que amamantaron a nuestros hijos. La cara, abatida. Las pupilas, dilatadas por la fiebre.
Su mirada es firme, fría. Sus labios se mueven con lentitud, en silencio.
Dicen… “Sin piedad de ellos.”
Tengo su absolución.
Dios, no soportaré la carga de Tu Hijo, no moriré en silencio para pagar por los pecados del mundo.
Pietro había conocido a Agnese hacía diez años. Había acompañado a su padre a comprar cuero en la ciudad vecina. Ambos eran zapateros y su taller era frecuentado por una gran cantidad de clientes. Estaba feliz de sucederlo. Trabajar con él jamás le había disgustado. Una lluvia torrencial los había sorprendido a mitad de camino y habían buscado refugio en una cabaña aislada en las afueras del bosque. La anfitriona los había recibido con amabilidad al compartir con ellos la sopa magra enriquecida con tubérculos silvestres. La hija de la comadre, Agnese, era hermosa como una estrella. No tenía zapatos en los pies y Pietro recordó que quería desesperadamente hacer un par para ella. Se había imaginado inclinándose para ayudarla a ponérselos, mientras rozaba por un momento su piel de alabastro y sostenía su pie diminuto y esbelto. Así lo había hecho y ella le había sonreído. Había regresado tan pronto como sus zapatos estuvieron listos, echando mano a un coraje que no sabía que tenía. Jamás había sido tan osado.
Había ido a la cabaña en el bosque durante un año y la había cortejado con el permiso de su madre.
Agnese jamás había conocido otro mundo ni hombre alguno. La Comadre Ilda había decidido criarla en soledad para mantenerla alejada de las malas lenguas. Le explicó que había sido concebida en una noche de amor con un extraño que la había seducido. Ilda nunca supo su nombre. Solo sabía que los ojos color esmeralda de su amante parecían saber muchas cosas.
Agnese pertenecía al páramo. Él le había pedido que abandonara su paraíso para casarse. Pietro no era rico, tampoco agraciado.
“Me amarás por siempre. Lo sé.” Le había dicho ella, antes de encomendarse a él.
Agnese sabía muchas cosas. Podía sentir el dolor de la gente. Daba todo de sí para sacar una sonrisa. Se desvivía por ayudar a cualquiera que se lo pidiera. Había sido Pedro quien le presentó a Dios, y ella lo había acogido en su vida con naturalidad. Le gustaba rezar el rosario día y noche. Como un sol, Agnese se levantaba y terminaba el día con el último pensamiento dedicado a Él. La joven doncella que había traído a la aldea se había convertido en una mujer hermosa e inteligente. Sus habilidades y conocimientos de las hierbas silvestres atraían muchas miradas. Ofrecía infusiones curativas que aliviaban cualquier dolencia, tés de hierbas que calmaban el vientre inquieto de muchas parturientas. Ninguna había perdido a su hijo desde que se había convertido en partera.
“Agnese, son tiempos oscuros. Tienes que tener cuidado.”
Agnese sonreía y Pietro lograba percibir su pureza.
Atada, crucificada, retenía con fuerza su dignidad. No había hecho confesión falsa alguna para evitar las torturas. Era su Agnese, la criatura salvaje de cabello largo y negro hasta la cintura que bailaba en el páramo, con la compañía del viento. Una belleza que había perturbado a varios paisanos. Algunos eran más ricos que otros, y estaban acostumbrados a obtener lo que querían. Agnese no era de esta tierra. Pietro siempre lo había sabido.
‹‹Tenga misericordia, padre. Permítame irme con mis hijos. Ya han sufrido lo suficiente. Dios ha sido testigo.››
No muy lejos aguardaba un carro en el que Pietro había cargado sus pertenencias. Quería irse lejos y asegurarse de que sus hijos tuvieran una vida sin escarnios ni maldad. De quedarse allí, habrían sido marcados de por vida como los hijos de la bruja.
‹‹No.›› el sacerdote miró al niño. ‹‹Tu hijo aún no ha entendido la impiedad de su madre. Si así fuera, su rostro estaría bañado en lágrimas.››
Los ojos de Giacomo estaban secos. Miraba hacia adelante sin pestañear, con sus labios apretados.
‹‹ Está conmocionado.›› Pietro tomó con fuerza la mano de la pequeña Adele para tratar de tranquilizarla. Había comenzado a llorar ni bien habían llegado a la plaza central, y se había aferrado a él como un náufrago a un barco. Había cumplido cuatro años hacía poco. Con el tiempo, los recuerdos se desvanecerían y le dejarían sonreír ante la vida. Giacomo era diferente. Tenía ocho años, y aunque no de la misma manera, había heredado el don de Agnese. Él, sabía. Él, era. Al contrario de la madre, no confiaba en Dios ni en la humanidad.
Pietro extendió su mano sobre el hombro de su hijo. Giacomo se puso rígido. Su padre temía que se separara de él, pero el niño no dio muestras de querer alejarse. Bajó la mirada, mientras cerraba los puños. Pietro volvió a suplicar. ‹‹Se lo ruego.››
Uno de los padres inquisidores encendió la pira y las llamas comenzaron a devorar la figura indefensa. El olor a carne quemada espesó el aire, lo que hizo que varias comadres que habían llevado a sus hijos a ver el espectáculo huyeran. Agnese no gritó. Levantó la vista y extendió sus labios heridos, simulando una sonrisa. Pietro estaba feliz de haber distraído la atención del sacerdote de Giacomo. El niño respiró hondo y sintió el hedor para guardar cada detalle en su mente. Carne podrida cocinada en la hoguera. Sus ojos color esmeralda eran fríos como el hielo. La pira no solo lo estaba privando de su madre, sino también de su alma.
‹‹Váyanse›› el sacerdote les hizo un gesto de desprecio. ‹‹Ahora todo está hecho. Cuéntales a tus hijos lo que pasó para que no lo olviden.››
‹‹Gracias, padre.›› Pietro se inclinó en señal de agradecimiento.
Antes de darle la espalda a la hoguera, buscó la mirada de Agnese por última vez. Buscó sus hermosos ojos. Movió los labios sin emitir sonido alguno. “Sin piedad de ellos.”
Giacomo levantó la cabeza de repente y abrió sus ojos, sorprendido. Solo él había visto.
Pietro tomó con firmeza a sus dos hijos y los obligó a seguirlo hasta el carro. ‹‹Tenemos que alejarnos rápidamente.››
‹‹Pero… Mamá…›› Adele apenas lloriqueó.
‹‹Mamá tuvo que partir para un largo viaje.›› Pietro se inclinó para levantarla en sus brazos. ‹‹Dios le ha encomendado una tarea.››
‹‹¿Dios?›› Giacomo no pudo contener su ira. Intentó liberarse de las manos de su padre. ‹‹Es Suya, la culpa.››
‹‹No digas tonterías.›› Pietro lo arrastró por la fuerza. ‹‹No es Dios quien ha decidido. Respeta a tu madre, no menosprecies su devoción.››
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