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Por primera vez desde que estaba casada al leer esas palabras pensó en otro hombre. Imaginó que oía abrirse la puerta de su habitación y veía a Paolo, frente a la puerta del baño, sonriendo mientras la miraba, desnuda en la bañera y vestida solamente con pompas de jabón que dejaban entrever sus pechos, sobresaliendo del agua. Después él se desnudaba lentamente, dejando caer la ropa en el suelo hasta quedar completamente desnudo ante ella. Lentamente se metía en la bañera, a sus espaldas, la abrazaba y la estrechaba de forma que era imposible liberarse. Después empezaba a besarle el cuello, deslizando sus manos hasta perderse bajo el agua. Fue un sueño tan real que se excitó sólo de pensarlo y renacieron en ella sensaciones que ya había olvidado.
Posó la mirada sobre el reloj que se veía a través de la puerta entreabierta de la entrada. Cuando se dio cuenta de que ya casi era la hora de la reunión salió volando de la bañera, desbordando
agua y jabón por el suelo, dejándolo todo inundado. Cogió rápidamente la toalla y empezó a secarse apresuradamente dirigiéndose a la cálida habitación. Se puso a buscar unos tejanos y un jersey en la maleta, como decía el mensaje. Por suerte Sara siempre llevaba encima un conjunto más deportivo, alternativo al clásico, más serio, de trabajo. Fuera el día se presentaba especialmente húmedo y la idea de llevar puesto un jersey azul de lana le apetecía. Antes de bajar dio otro salto hacia el baño a por un poco de maquillaje, procurando no resbalar sobre los charcos de agua que enlucían el suelo, y seguidamente bajó corriendo para tomarse un capuchino caliente y un cruasán antes de salir.
El hotel no estaba en temporada alta: no había nadie en el restaurante y todo daba la sensación de inmaculado. Temerosa, frenó ante la puerta antes de sentarse, pensando que a lo mejor había bajado demasiado pronto. Un camarero se le acercó, ya listo y a la espera de que al fin alguien bajara a desayunar. La invitó a tomar asiento y le tomó nota con rapidez, de pie a su lado en una postura desgarbada y grácil a la vez. Luego desapareció detrás de una puerta corredera, dejando la sala en el máximo silencio. Para no perder tiempo Sara se levantó para coger algo de comida. Cuando volvió a la mesa vio de nuevo al camarero, que ya havía vuelto con una taza humeante sobre una pequeña bandeja. La dejó a su lado y se retiró, dejando la sala con la misma rapidez con la que había llegado.
Con el tiempo justo de comer con prisas y a un minuto de la hora de reunión Sara se pusó el chaquetón, la bufanda y el gorro. Salió del hotel e inhaló los perfumes del pueblo que amanecía. Paolo ya estaba listo, con las manos en los bolsillos y la mirada perdida a lo lejos, tanto que no se dio cuenta de su llegada. Cuando le vio no pudo evitar pensar en la bañera, y cuando este se giró y saludó con un asentimiento de cabeza enrojeció como si aquella fantasía hubiera sido visible a ojos del mundo. Tras años de matrimonio y serenidad, sobre todo desde el punto de vista de relación, soñar con otro hombre la había
incomodado ligeramente, pero al mismo tiempo sentía encima tal excitación que tenía miedo de traicionar sus pensamientos y hacérselos notar a su interlocutor. Se acercó al coche. No pudo evitar bajar la mirada para no cruzarse con la suya y se apresuró a meterse dentro para abandonar del todo los escalofríos que le recorrían la espalda.
1 — ¿Has dormido bien? Verás qué sitio más fascinante hoy. Para llegar tendremos que atravesar un monte entero y probablemente por la calle todavía quede algo de nieve.
1 — Adoro la nieve.
Esas fueron las únicas palabras que le salieron. Enterró el mentón en la bufanda para aliviar el frío que le había calado hasta los huesos. Afortunadamente Paolo rompió el momento de vacilación y empezó a contar mitos y leyendas de aquella zona, historias fantásticas e inventadas de la tradición popular, indispensables para relacionarse con la gente del lugar. Escuchó con atención cada sílaba, fascinada por el escenario que envolvía el coche a lo largo del camino y que hacía de fondo a las historias que contaba. El ruido del viento que chocaba contra el cristal del auto daba un toque misterioso. Rápidamente la imagen de ellos dos en la bañera se esfumó y lo relegó todo a un sueño divertido que ahora parecía fuera de lugar.
Empezaron a subir por la montaña. Los árboles tomaron un color sombrío y azulado, cubiertos de pequeñas salpicaduras de nieve y hielo sobre las raíces, compactos, dejando entrever poca cosa más alla de las ramas. De vez en cuando, a los márgenes del camino, aparecía de la nada algún animalillo saltarín que se asomaba y luego se volvía a adentrar en la oscuridad del bosque. A medida que ascendían la luz fue ganando presencia hasta predominar y dejar a sus espaldas lo más oscuro y tenebroso. Ante ellos se extendía una amplia superficie llena de coches, y más adelante se apreciaban las tiendas blancas de los estands de la feria. A un lado el humo que se reflejaba en el cielo acogía a los clientes con el perfume de la comida hecha a la leña. En estas ocasiones no existe el momento de comer. En cualquier momento del día un plato caliente siempre es bienvenido y nos desentendemos de reglas e imposiciones. No eran ni las diez de la mañana cuando empezaron a deambular por las mesas. La feria estaba
ya muy concurrida y muchos iban a por el primer plato, que consumían en bancos de madera situados a un lado, apartados de la fiesta bajo unas enormes carpas naranjas. No muy lejos de ahí había un gran estéreo del que emergía música popular y a un chico ataviado con un traje tradicional y un sombrero grande, concentrado en la selección de la lista de reproducción. Paolo la dejó curiosear un rato en un estand de joyas hechas a mano y aprovechó para saludar a su primo, que asistía a la feria, como siempre, con su propio estand. Sara se sintió observada y se giró buscando con la mirada a Paolo. Lo localizó a pocos metros de distancia conversando alegremente con su primo, que la miraba sin apartar la vista. Ella sonrió y volvió a mirar las baratijas brillantes que tenía delante. Se sintió algo incómoda. Tuvo la sensación de ser desnudada con la mirada, cosa que ya le había sucedido en el pasado pero que por primera vez le molestó.
Poco después Paolo volvió y empezaron la investigación con el distribuidor de leche entera. Sara no había visto uno en la vida y se sorprendió al descubrir que incluso en Roma hay varios distribuidores de leche de barril. Justo en ese momento llegó una señora de unos setenta años vestida con un hábito largo, rojo y blanco, típico del lugar y que se indumentaba en esas ocasiones. Se les acercó con una botella de cristal vacía y empezó a llenarla del barril. Sonrió y se alejó, perdiéndose entre la gente que se amontonaba en las callejuelas estrechas inmediatas a la feria, entre casas bajas con el techo de madera y ventanas y balcones repletos de flores. Al fin el sol empezaba a calentar las calles y poco a poco la feria cobraba vida a su alrededor. El griterío de la gente adquirió tal fuerza que el chico del sombrero grande decidió subir el volumen de la música, pero tuvo que bajarla enseguida por las quejas de un grupo de ancianos que se encontraban sentados cerca de allí. Es una escena que se repite siempre de la misma forma. Dos generaciones que se cruzan con exigencias y gustos diferentes, chocan durante un breve instante y luego cada una vuelve a su sitio, alejándose de los pequeños altercados. Equilibrio.
Al presenciar esa rápida escena ambos sonrieron, fijando la atención en el muchacho, que sin levantar la
vista del estéreo continuaba moviéndose de un lado a otro mostrando su insatisfacción tras bajar el volumen, bajo la mirada severa de los ancianos del pueblo. La serenidad volvió a la carpa y Sara dirigió la mirada hacia una fila que se hacía cada vez más larga y compacta ante una gran mesa con al menos tres mujeres cocinando. Se acercaron de lado, apartándose de la fila, para ver qué vendían. En una olla enorme se calentaba el aceite y las mujeres preparaban la masa que luego freían y servían en cucuruchos largos, donde metían una especie de pizza frita. Las insignias, todas en un perfecto alemán, ofrecían tres posibilidades a elegir, acompañadas de grandes jarras de cerveza alineadas junto al barril que surtía sin parar desde primera hora de la mañana. Detrás de la fila tres hombres se pusieron a entonar cánticos en dialecto, al ritmo de la música que se perdía a lo lejos y haciendo chocar sus jarras una contra otra. Las gotas rojas y el rubor evidenciaban que esas no eran las primeras que se tomaban.
A Sara le llamó la atención la mesa de frituras. Una señora corpulenta y con un gran delantal blanco le ofreció una pizza frita con masa de patata. Poco le faltó para quemarse en el momento de cogerla, ya que estaba recién hecha. Suerte tuvo del cartón que la envolvía.
En estas ocasiones todo lo que se come adquiere un sabor diferente. Casi se pueden distinguir los ingredientes por separado, que se funden con el paladar y se guardan en la memoria. En ese momento pensó que nunca había comido algo tan sabroso y fragante. En el estand gastronómico había cuatro grandes contenedores de hojalata con leche entera que había sido traída para la ocasión esa misma mañana. El sabor de la pizza transportó a Sara veinte años atrás, cuando pasaba los veranos en casa de la abuela. Las veces que preparaba pizza frita era toda una celebración. Dejaban la puerta de casa abierta y familiares y amigos, atraídos por el aroma que se perdía por las calles, hacían una larga procesión para probar las pizzas recién hechas. Se quedaban de pie en la cocina, comiendo y procurando
no quemarse la lengua. Había olvidado esas veladas donde los grillos cantaban y las luciérnagas llenaban las calles con sus lucecitas. Hasta ese momento no había vuelto a pensar en la madre de su padre, con sus manos consumidas por el trabajo y su forma de ser dedicada a los demás. No recordaba cuantas pizzas podía hacer en una sola velada, ni la velocidad con la que empastaba y les daba forma, pinchando el centro antes de sumergirlas en el aceite hirviendo. Eso sí que era una fiesta, una con sabores antiguos y la serenidad de tiempos pasados. La ciudad olvida eso y todo se convierte en una rutina.
Paolo empezó a probar de su pizza, cogiéndole trozos pequeños y riéndose de la travesura. A su vez, Sara le alejaba el tesoro, tomándole el pelo como si fuera un niño, y luego se lo volvía a acercar y le dejaba probar otro trozo. Cuando acabaron de comer, con una despreocupación auxiliada por el aire fresco que llenaba los pulmones, reemprendieron la recolecta de datos sobre el uso de la leche, que en gran parte proveían los barriles por razón del sabor intenso de la leche y el precio más bajo.
Ya antes de la comida las mesas de las tiendas estaban atestadas y la gente pedía carne y queso y comía sin mirar el reloj. Diferentes generaciones con los pies bajo la misma mesa, vestidos de forma tradicional, deteniendo el tiempo entre las faldas hinchadas y los senos a la vista con las camisetas entrelazadas a la espalda, los hombres con pantalones de terciopelo a la altura de la rodilla y medias blancas chillonas. Chalecos con flores de las nieves, sombreros de todas las formas, camisas a cuadros y tirantes sobre los que descansar las manos. El perfume de la leña que arde al mezclarse con carne a la brasa y se adhiere a la piel, mientras los niños corren, felices. Sara había enmudecido, sintiéndose cada vez más lejos de su vida en la grande metrópolis, de la que en ese momento hubiera querido escapar, perdida entre el humo negro que salía de las chimeneas de las casas.
Llenaron todo el papeleo que habían traído y Paolo decidió celebrarlo con una buena cerveza con hielo dentro de la pesada jarra de cristal. Se sentaron apartados de los demás, sobre un pequeño saliente de
piedra, junto a un árbol centenario. Tras pasar la mañana juntos sin interactuar demasiado le pareció que volvía entonces a su propio cuerpo, después de observarlo todo desde fuera. Una extraña melancolía la había estado envolviendo, recordando los momentos pasados en la montaña cuando sus hijos eran pequeños. En ese momento le pareció que todo había ido demasiado rápido y que se había perdido demasiados momentos de sus niños, y ahora la soledad de una madre lejos de casa era la única y cruda realidad. Cuando Paolo le trajo la jarra de cerveza consiguió hasta cierto punto acallar sus recuerdos y la trajo de vuelta con los pies al suelo, sentada a su lado y apoyada en él. Lo sintió muy cercano, en una intimidad que la tranquilizó tanto que borró de su mente todos los pensamientos negativos y melancólicos. Por primera vez pudo apreciar su propio perfume, con un regusto de incienso que superaba el olor acre de las brasas.
Se encontraba sentada sintiendo el frío de la piedra casi en la piel, el gusto de la cerveza en la boca, la nubes premurosas del cielo despejado y sin ningún teléfono que controlar, ningún teléfono que sonara… Y entonces se dio cuenta de que se lo había dejado en el coche, y se sintió libre de verdad.
30
CAPÍTULO 4
LA CASA
En el trayecto de vuelta, Sara se sintió como si la hubieran tirado dentro de una lavadora, sumergido en la ropa, revuelto, y con el mundo dándole vueltas sin parar. Por una parte se moría de ganas de volver a casa, hecha de costumbres y seguridad, pero por otra sólo quería dar marcha atrás, entre las montañas que le habían regalado tres días inolvidables aunque no hubiera pasado nada en concreto. Se sentía desdoblada, y cada parte era feliz en su realidad.
Luca había organizado una cena con los hijos, la cuñada y su marido para darle la bienvenida. Que sólo tuviera que preocuparse de llegar a casa, dejar las maletas y prepararse para la cena. Un detalle muy dulce, el de su marido, que la había hecho sentir estrechada en un abrazo cálido antes incluso de volver físicamente a Roma.
Pero tal y como el panorama cambiaba contínuamente fuera de la ventanilla del tren, de la misma forma su mente divagaba entre la vida real y familiar y la que acababa de saborear en aquellos pocos días. El día antes estaba apoyada contra Paolo, en aquel saliente frío e irregular, dando sorbos a la cerveza fría y alternando la conversación con largos silencios embelesados por la naturaleza que les rodeaba. Antes de irse, cogiéndola de las manos, antes de devolver las jarras vacías, le sugirió que se quedara también el fin de semana para familiarizarse con el pueblo y pasar juntos unos momentos alejados de pensamientos relacionados con el trabajo. Un nuevo contacto, que duró un instante pero hizo que se sobresaltara y se olvidara de todo lo relacionado con su otra vida, que la esperaba a quilómetros de distancia. El tiempo se detuvo durante un momento larguísimo, como sucede en las mejores películas, en el que tuvo que ponerse de acuerdo consigo misma, tomar una decisión y dar una respuesta.
Al día siguiente estaba de vuelta tras farfullar una excusa muy alejada de la realidad de los hechos, que la
obligaba a volver a la ciudad, al menos aquél fin de semana. A pesar de la emoción que le despertaba el interés de ese hombre aún desconocido tenía muchas ganas de volver a ver a su marido. Aletargada en el vagón, sentía que la dualidad de aquellos días no le pesaba en lo más mínimo, e incluso se sentía alegre y emocionada, como si hubiera recreado una película y ahora sólo tuviera que salir del set y ponerse su ropa.
Luca la esperaba en la estación, puntual, sentado en uno de los bancos de mármol situados bajo la pantalla de llegadas. La había avisado con un sms y no le costó mucho encontrarlo entre la multitud cuando llegó a la estación. Apenas la vio, Luca se levantó de un salto y fue a cogerle la maleta, más ligera que en la partida, y la abrazó antes de pronunciar palabra. Sara quedó muda, arropada por esa recepción, que no se esperaba. Evidentemente la distancia se había notado durante esos días de separación. Le entraron unas ganas irrefrenables de contarle a su marido cada momento de su estancia pero este fue más rápido y empezó a hablar sin parar sobre sus problemas laborales, de lo que había tenido que hacer y de las disputas con los hijos, que no le escuchaban demasiado. Siguió hablando cuando se metieron en el coche y ella empezó a hacer volar la fantasía, dejando de prestar atención a lo que sucedía a su alrededor. El entusiasmo del abrazo cálido se había desvanecido en cuestión de segundos, recayendo en el sopor de la rutina que había abandonado tres días antes. Volvió a sentir el cansancio acumulado durante los días anteriores y cuando se enteró de la cena que le habían organizado se sintió irritada. En aquél instante sólo tenía ganas de abrazar a sus hijos y quedarse en casa mirando una película los cuatro juntos. Tuvo la sensación de vivir en una burbuja donde el exterior se encontraba distorsionado, falso y lejano. Al llegar a casa, con la excusa del largo trayecto en tren se encerró en el baño, dejando al otro lado de la puerta la verbosidad contínua de Luca, que seguía hablado. Cuando por fin llegó el silencio, éste se vio roto por el sonido del móvil que llevaba encima, y lo desbloqueó sin demasiado entusiasmo. Cuando vio que el mensaje era de Paolo los ojos se le iluminaron y lo abrió con voracidad: «¿Ya has llegado?¿ Cómo ha
ido el viaje? Yo aquí aburridísimo, ¿qué haces esta noche?». Sara se apresuró a escribir la respuesta con manos temblorosas y el corazón acelerado. Se inventó unos planes sobre la marcha, ya que no le había confesado su verdadera vida en Roma. «Esta noche salgo con las amigas, tengo el tiempo justo de cambiarme y salir, ¿te apuntas?». La respuesta no llegó al momento y eso la apenó. Salió del baño sin apartar los ojos de la pantalla inalterada del teléfono. Cruzó el umbral de la habitación. A lo lejos se oía la televisión y a su marido concentrado en una llamada con los amigos de futsal. El teléfono volvió a sonar. «Puede, me encantaría venir… ¿Cómo vas vestida? Siento curiosidad» . Volvió a leer el mensaje intentando comprender el trasfonsdo, y, siguiéndole el juego, volvió a responder con premura. «Vestido negro y tacones altos…¿qué opinas?». Se sentó en la cama, echando un vistazo de vez en cuando a la puerta para asegurarse de que nadie perturbara aquél intercambio de mensajes. En ese instante oyó abrirse la puerta de casa. Había llegado su hijo pequeño, que nada más ver la maleta en la entrada se puso a llamarla, buscándola. Sara dejó el teléfono en la cama y fue a su encuentro. Tommaso tenía catorce años y todo el entusiasmo de un chico de su edad. Ahora era más alto que ella pero seguía teniendo la actitud de un niño para su madre. Se encontraron en el pasillo y Tommaso le saltó encima, casi tirándola al suelo, y estalló en una carcajada que llenó toda la casa. Al poco llegó su hija mayor, más reservada que el hermano a sus casi dieciséis años: — Bienvenida de nuevo, mamá, la tía llegará en nada, voy a cambiarme. Marta habló entre dientes. No se había tomado bien su decisión de trabajar fuera y todavía tenía que asimilarlo antes de controlar sus pensamientos y reacciones. Le dio un beso en la mejilla y se metió en su habitación, cerrando la puerta a sus espaldas. Tommaso también se alejó con una sonrisa en la cara y la pesada mochila aún colgada en la espalda. Al verse fuera de la habitación, sola, se acordó del intercambio de mensajes con Paolo y volvió a entrar corriendo, tirándose a la cama para revisar si le había llegado uno nuevo: «Quiero verlo,
mándame una foto. ¿Sigues ahí?». Sara se miró en el espejo. Aún llevaba puestos los tejanos viejos y un jersey blanco de cuello alto. Se levantó, corrió hacia el armario y se puso a examinar los vestidos que había en él. Vestido negro, vestido negro… era imperioso encontrar un vestido que le sentara bien, como un guante, y quería mandarle la foto cuanto antes. Sacó del cajón un par de medias opacas, se puso su vestido favorito, ajustado y escotado por la espalda y los tacones más altos que tenía. Se tiró el cabello hacia atrás, dejando que un solo mechón le cayera por el cuello y se situó ante el espejo de la habitación con el teléfono en la mano para sacarse una foto y mandársela. Al verse en el espejo se sintió inapropiada. Le dio miedo mandarle el mensaje equivocado a un hombre que apenas conocía. Se miró a los ojos y los vio con más vida que nunca. Eso la hizo sentir tan llena de entusiasmo que no se lo pensó más. Se puso a sacarse fotos, las revisó una por una y le mandó un mensaje a Paolo.
En la penumbra de la habitación se sintió más guapa, joven y fascinante que nunca. Sara vio cómo Luca se acercaba a sus espaldas, a través del reflejo del espejo. Se giró hacia él, esperando un comentario, un cumplido, pero en cambio sólo recibió una media sonrisa distraída y rápida que le dejó un gusto amargo en la boca. Viendo la falta de reacción del marido se arrepintió de haber enviado el sms, pensando que quizás no estaba tan guapa así vestida, pero la respuesta no tardó en llegar, y Sara recobró la seguridad al instante: «Menudo espectáculo, es casi un pecado que te pongas ese vestido». De repente se sintió desnuda y notó una ligera incomodidad que la ruborizó. En ese momento sonó el telefonillo de casa y tuvo que renunciar a pensar en una respuesta para abrir la puerta. Era su hermana, abrigada a más no poder y tiritando de frío por haber tenido que esperar a su marido en la parada del autobús más de media hora. Estaba tan enfadada que apenas la saludó. Detrás de ella, el culpable que se había retrasado la seguía como un perro apaleado sin pronunciar palabra.
Ya estaban todos listos. Así pues, antes de que a los últimos en llegar les diera tiempo de quitarse el abrigo, salieron de casa para ir a comer una pizza en un restaurante cercano. Los hombres y los niños, a paso
ligero, se distanciaron de las dos hermanas, que se quedaron atrás, indiferentes a la conversación sobre los últimos y próximos partidos de fútbol. — ¿Tú lo ves?, media hora esperando en la calle con este frío. Con que me mandara un mensaje… ¿Qué haces así vestida? Estás guapísima… ¡Pero si sólo vamos a por una pizza! Sara cogió a su hermana del brazo, sin responderle, esbozando una sonrisa y mirando hacia el grupo de hombres que tenía delante. Las calles de la ciudad estaban casi desiertas, y se podía distinguir cada paso caminado sobre el asfalto congelado.
Las farolas iluminaban la acera a trazos y los edificios jugaban con las luces de las casas, escondidas tras las persianas y alguna que otra maceta de flores apoyada en las ventanas. A lo lejos, los ladridos de un perro fueron el único indicio de señales de vida en el barrio. Mientras tanto un anciano caminaba al otro lado de la calle sosegadamente, sin nadie que le esperara en casa. En ese momento Sara se sintió como aquél señor, sola y paulatina hacia una meta que carecía de significado para ella excepto el de pasar la velada y pensar qué responder al último mensaje. Su hermana seguía hablando sin parar, pero su voz empezó a desvanecerse en su mente. Centró casi toda su atención en el sonido de los tacones que resonaban por la calle, rebotando contra las paredes romanas y los escasos adoquines que habían sobrevivido al nuevo asfalto. Mantuvo los ojos fijos en los zapatos, oscilando de un lado a otro como un metrónomo fijo e inexorable. Delante de ellas, los hombres y los hijos se habían alejado lo suficiente como para que no le fuera posible distinguir sus palabras.
Cuando el teléfono sonó anunciando un mensaje entrante toda su cara enrojeció, como si aquello hubiera contado en un segundo todo cuanto le había pasado por la cabeza durante el trayecto. Levantó la cabeza, aunque seguía con la mirada fija en el suelo, y siguió caminando como si nada. — ¿Y bien? ¿No contestas? — inquirió la hermana, algo molesta por el ruido que había interrumpido su monólogo interior exteriorizado. — No, ya lo leeré luego, todas las personas importantes están aquí… no será nada urgente.
Por primera vez en años mintió a su hermana, con tal desenvoltura que la conversación continuó sin ningún problema donde la habían dejado. Pero en su interior sentía una gran curiosidad por leer el mensaje, segura de que era de Paolo. Aceleró el paso, arrastrando a su hermana, inconsciente de las ansias que mostraba por llegar al restaurante. Avanzaron al resto del grupo, llegaron a la pizzeria y pidieron la mesa que habían reservado. Una camarera les indicó el camino. Se quitó el chaquetón, lo apoyó sobre la primera silla que vio, se excusó y corrió hacia el baño. Una vez sola, cogió el teléfono para leer el último mensaje, aquél que la había dejado en tensión los últimos diez minutos. Con manos temblorosas y tras tres intentos de desbloquear el teléfono, consiguió marcar el código correcto. Cuando abrió la cola de mensajes, sin embargo, vio que el sms era de la compañía telefónica que le notificaba la última recarga efectuada. Durante unos instantes permaneció quieta, incrédula y decepcionada, con el corazón aún acelerado como le sucede al menos una vez en la vida a todo adolescente con su primer amor. Para asegurarse, abrió y volvió a cerrar el contacto de Paolo para ver si le había llegado algún mensaje mientras tanto, pero nada, todo había quedado en aquél cumplido. Decidió entonces contestar algo: escribió un mensaje tres veces, borrándolo y reescribiéndolo una y otra vez hasta que escuchó a alguien que se acercaba y que golpeó la puerta enérgicamente:
1 — ¿Cielo, va todo bien ahí dentro? Estabas muy pálida…
La preocupación de su marido la hizo volver a Roma, tanto física como mentalmente, y salió con rapidez del baño sin responder.
Se aferró con fuerza a uno de los brazos de Luca, aún fornidos, y volvieron juntos a la mesa, donde ya se habían acomodado todos y estudiaban el menú, esperando su turno para pedir. Sara se dirigó a su sitio y tomó asiento junto a las únicas otras dos mujeres de la velada, que siguieron la conversación, sin inmutarse por su llegada. Sara se sintió un poco excluída. Se quedó admirando a su hija, que cada día estaba más guapa. Se parecía mucho a ella, con manos largas, delgadas y armoniosas y ojos tan grandes que podía leerse en ellos cada pensamiento que los cruzaba. Llevaba puesto un jersey que le cubría las curvas,
dejando entrever solo el físico esbelto de quién ha practicado deporte toda la vida, aunque estuviera apenas empezándolo. Mientras hablaba con la tía jugaba con un mechón entre sus dedos, y de vez en cuando le echaba una mirada elocuente, esperando que se sumara a la conversación. No pudo evitar pensar en cómo había sido ella a la edad de su hija. Se imaginó a sí misma sentada a la mesa del restaurante donde siempre iba con sus amigas, mientras jugaba con el pelo en una fase de la vida tan despreocupada. Por un momento deseó volver al pasado y reescribir algunas páginas. No se arrepentía de nada, pero los días tediosos de los últimos años empezaban a pesarle como nunca. Estaba perdida entre sus recuerdos cuando su hermana la despertó del sopor y le preguntó cómo había pasado esos días, lejos de casa por primera vez. Se sintió invadida en territorio desconocido, y le habló sin entrar en detalles sobre el nuevo puesto de trabajo y de los sitios que había podido admirar a su paso antes de volver a la ciudad. No hizo alusión alguna sobre Paolo, como si solo existiera en su imaginación.
Fue una velada tranquila, arropada finalmente por una vida de seguridad después de años apilando cada ladrillo de lo que era ahora, a sus cuarenta años. Una vida que no hubiera cambiado por ninguna otra, sumergida en sus costumbres, en los días que se repetían y la protegían del mundo exterior.
Pero si pensaba en esos últimos días en los Alpes su castillo se tambaleaba, movido por las certezas que ahora tenían otro sabor. Empezó a verse desde fuera, en las dos vidas paralelas que tenían para ella un significado real y concreto por más que parecieran incompatibles una con otra. Esas nuevas emociones calaron tanto en ella que apenas pudo comerse la mitad de la pizza. Se la terminó Tommaso, ansioso por acabarse las sobras de todos los platos. Su hijo pasaba por esa fase de la vida en la que no se es ni mayor ni pequeño. Sara adoraba observarlo a escondidas, estudiando cada uno de sus movimientos, que le recordaban los años en los que no era más que una bolita dando los primeros pasos en el mundo. La
despreocupación podía leerse en sus ojos y en su sonrisa, decidido a creer en cada palabra de su padre, siempre con admiración. Desde pequeño no había hecho más que intentar ser como él, complacerle y contar con su aprobación. Era tan bonito verles juntos y compartir las mismas pasiones… Se veía de lejos que eran el uno para el otro, sin olvidar nunca el amor que ambos sentían por ella.
Mientras esperaban el postre empezó a notar el cansancio del día y del viaje y cada segundo que marcaba el reloj se le hizo eterno. Dejó de pensar en la respuesta que podría enviarle a Paolo, anhelando volver a su cama y apoyar la mejilla en la almohada fría y perfumada. Cuando volvió al fin a su habitación después de darles las buenas noches a sus hijos se sentó en la butaca que había al lado de la cama con los pies desnudos apoyados en el suelo y recobró la circulación que le recorrió las piernas y le irrigó el cuerpo. Luca se había quedado en el comedor, sentado en el sillón, en la penumbra, leyendo un libro como ritual preparatorio para dormir.
Sara finalmente reunió coraje para levantarse y ponerse el camisón, que cayó deslizándose por su cuerpo donde antes estuviera el vestido negro, que descansaba ahora en el suelo. Antes de apagar la luz puso el móvil a cargar sobre la mesita con el deseo ferviente de leer el mensaje de buenas noches que hubiera querido recibir, a quilómetros y quilómetros de distancia. Antes de quedarse dormida pensó en los mensajes de Paolo y empezó a sentirse incómoda cuando recordó que volvería verlo en cuestión de días. Esas pocas frases, tan íntimas, habían cambiado inevitablemente una relación que aún no había encontrado cabida en su vida y que la hacía sentir tan viva que se moría de ganas de volver a esas montañas. Quería saber qué pasaría cuando volviera.
Cuando se levantó a la mañana siguiente estaba sola en la cama. Luca siempre había sido madrugador y le oyó en la cocina. El aroma del café invadía toda la casa. Para no romper el silencio apagó el teléfono para desconectar de todo lo que se encontrara
fuera de esas cuatro paredes, Paolo incluido. Fue a la cocina, donde encontró a su marido desayunando y leyendo el periódico que había comprado después de su habitual hora de ejercicio en el parque.
Cuando la vio se quitó las gafas de leer y con una gran sonrisa le dio los buenos días. Acto seguido le ofreció una taza de café recién hecho. El próximo año Luca cumpliría cincuenta, pero aparentaba muchos menos, sobre todo en su tiempo libre, cuando se ponía el chándal deportivo en vez del traje gris de trabajo. Desayunaron juntos en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos y en la lectura matutina. La luz del día entraba a través de la ventana, tímida, reflejándose en la mesa vacía que capturaba sus rayos. Una corriente de aire que venía de fuera les permitía sentir el aire fresco de primera hora de la mañana y el perfume de la panadería que había debajo de su casa.
CAPÍTULO 5
NOSOTROS DOS
Sara se quedó mirando a su marido con la taza humeante en la mano mientras sus dedos se calentaban con la cerámica y el humo movía figuras pálidas nuevas ante sus ojos. Cuando este se dio cuenta le devolvió la sonrisa y se apresuró a darle una porción de la tarta que su hermana le había dejado la noche anterior.
1 — Los niños se han ido a jugar a tenis, no es que se parezcan mucho a ti.
Se acercó a ella y la besó en la frente antes de irse.
Sara se quedó sola en la gran cocina blanca y acabó de desayunar sin prisas. Luca empezó a preparar el baño para darse una ducha. El repiqueteo del agua llenó el silencio entre estrofas de canciones ya cantadas antes de meterse bajo la ducha. Sara se acercó poco convencida a la habitación y cuando pasó por delante del baño le vio completamente desnudo, envuelto en el vaho que formaba el calor del agua. A pesar de los años que habían pasado desde que estaban juntos seguían sintiéndose fuertemente atraídos el uno por el otro. Cuando él la vio acercarse a la puerta del baño la llamó con dulzura, invitándola a meterse con él. Sara, sin pensárselo dos veces, dejó que el camisón cayera al suelo, descubriendo un cuerpo esbelto de curvas perfectas. Luca la cogió de la mano, atrayéndola hacia sí con dulzura. Comprimidos bajo la lluvia de agua se envolvieron en un beso largo y apasionado que les hizo retroceder en el tiempo, cuando eran unos adolescentes enamorados y alocados. Luca cogió un poco de jabón, la hizo girarse y empezó a besarle el cuello mientras le enjabonaba lentamente la espalda. Los pezones empezaron a endurecérsele, excitada, y la respiración se fue intensificando. Seguidamente la atrajo hacia él y deslizó las manos por sus pezones, masajeándolos y llenándolos de espuma. Sara puso las manos sobre las suyas, acompañando con delicadeza los movimientos circulares cada vez más intensos acompañados de los labios que encontraron los suyos. En aquél momento deseó que aquel instante fuera eterno. Con los años,
la comprensión sexual con su marido se había acrecentado, y aunque a veces fuera demasiado mecánico, ambos sabían como satisfacer al otro. Sin embargo, la pasión se extinguió cuando Sara vio cómo su marido echaba una ojeada al reloj de pared y se escabulló de la ducha sin darle lo que deseaba.
Justo después salió ella, envolviéndose en la toalla que el marido le había dejado sobre la pica. Pasados unos minutos volvió a entrar en el baño, preparado para irse con los niños a jugar a tenis. Al verla un poco contrariada, la estrechó con fuerza y le prometió que retomarían aquello por la noche. Sara sabía perfectamente que difícilmente lo cumpliría, pero las palabras pronunciadas en un abrazo y un beso en la frente la reconfortaron a la vez que se sintió pequeña e indefensa. Cuando Luca cerró la puerta a sus espaldas decidió salir del baño. El silencio de la casa le provocó un escalofrío y se apresuró a encender el mp3, colgado del equipo de música sobre la cómoda. Empezó a sonar la banda sonora de El piano, llevándola lejos de esas frías y vacías paredes. Se había encontrado la casa en perfecto estado. La chica de la limpieza le echaba una mano a la familia, así que ahora no había nada que hacer excepto lavar la taza que había usado para desayunar. Decidió ponerse el chándal y los zapatos de deporte y sintió unas ganas repentinas de sentarse en el sofá para mirar fotos de sus hijos. De vez en cuando tocar los álbumes de fotos con la historia de su familia, pasar página tras página y notar siempre el mismo perfume a pesar de los años la hacía sentir bien. Esta vez, al ver las primeras fotos de su hija pequeña en brazos del padre se puso a llorar en silencio, dejando caer las lágrimas sobre las imágenes ligeramente desgastadas por los bordes. Al principio ni siquiera ella misma entendió el motivo de ese malestar. Viendo esas fotografías con toda su alma sólo veía una familia feliz y llena de amor. De repente, sin embargo, se sintió en otra parte, completamente alejada de las personas retratadas en aquellas capturas, ella incluida; un sentimiento desconocido que le hizo cerrar al instante el álbum
de los recuerdos, incómoda, mientras en su interior miraba a las personas que estaban a su lado. Apenas levantarse del sofá vio el reloj y se dio cuenta de que aún faltaba más de media hora para que su familia volviera. Pasó junto al teléfono pero no tuvo el coraje suficiente de mirar si le había llegado algún mensaje. Para abandonar del todo el estado de ansiedad en el que había sucumbido decidió dedicarse a las plantas que tenía en la gran terraza que rodeaba la casa. Se puso una chaqueta corta y salió fuera, refugiada al instante por el calor del sol y una brisa ligera que le hizo entrecerrar los ojos al primer contacto.
Cada vez que salía fuera tenía la sensación de ser acogida por seres animados, no por simples flores y plantas verdes. Llegaba a sentirse observada, estudiada, y esta vez incluso esperada tras su ausencia. Como de costumbre empezó a dar una vuelta, inspeccionando todas las variedades de plantas que había reunido con los años, admirando los brotes nuevos y los capullos que se estaban abriendo a pesar de la época del año en la que estaban. Tampoco allí vio nada por hacer; estaba todo perfecto y bien conservado. Se asomó a la balaustrada con los brazos cruzados y los codos apoyados sobre la piedra. Des del sexto piso gozaba de unas vistas envidiables. Roma se abría ante ella entre edificios y monumentos lejanos, una mezcla de plantas y del sabor de las casas a su alrededor. Una ciudad tan grande apenas encerrada por el sol sobre sus cabezas, el ronroneo de vez en cuando de alguna moto y coches esporádicos que en aquél domingo ecológico pasaban por allí. Los transeúntes festivos se veían lejanos y diminutos, algunos con pequeñas bandejas de pastas y otros que acababan de comprar el periódico y hojeaban las primeras páginas. Algún niño pasaba a toda velocidad en monopatín por las calles de la ciudad, seguido de cerca por los padres preocupados. Y luego estaba ella, con los cabellos movidos por el viento y las manos frías que ganaban temperatura con el calor de la tardía mañana.
Aquellos días se sucedían de la misma forma en la normalidad de una vida consolidada por los años, interrumpida por la euforia de los hijos en constante evolución. Desde que había vuelto su madre, Marta no había abandonado la expresión de desacuerdo y apenas volvía a casa, corría a encerrarse en su habitación,
ponía la música a un volumen considerable y se eclipsaba del resto de la familia durante horas con la excusa del estudio y de llamadas largas con sus amigas. Tommaso, en cambio, había renunciado a sus planes de domingo para pasar un rato con su madre, con una sonrisa estampada en la cara y ganas de hacer cosas con ella, recuperar los días perdidos y compensar los próximos.
Acordaron pues reservar unas horas para ellos dos en uno de sus paseos madre hijo por el centro. Se apresuró a recoger la cocina después de comer mientras Luca limpiaba la terraza. Poco después estaban en la calle, hacia el centro de la ciudad. Tommaso la cogió del brazo, apretándole la mano. Tenían ahora la misma altura y caminaban a paso ligero apoyándose el uno en el otro para mantener el ritmo. Llegaron a Trinità dei Monti cuando la plaza estaba ya llena de turistas, amontonados en las escaleras. Ver la ciudad desde arriba daba una sensación de omnipotencia. El viento les rozaba las mejillas y los rayos de sol les hacían entrecerrar los ojos. El frío mármol era un apoyo perfecto para dejarse caer sobre los codos y observar cada una de las escaleras antes de descender hasta abajo del todo de un tirón. Mientras esperaba a que su hijo atendiera una llamada, decidió enviarle una foto a Paolo, que se sacó allí arriba, como si estuviera en la cumbre de una cascada de luz. Respondió al momento, como si fuera lo único que hubiera estado esperando.
«Despídete de la Plaza de España, porque mañana volverás a estar entre estos dos montes». Sara quedó algo insatisfecha ante el mensaje tan poco íntimo después de los que se habían intercambiado la noche anterior. No supo qué responder, bloqueó el teléfono y volvió a asomarse a la escalinata. Su mente volvió al lago. Cerró los ojos, deslumbrados por el sol, y volvió a imaginarse allí, envuelta en un abrazo que nunca antes había experimentado, al principio suave y sensual y luego más íntimo, hasta ponerse encima de él con todo el peso y el pelo acariciándole el rostro.
1 — ¿Mamá?
La voz de su hijo la trajo de vuelta a la realidad. Bajaron y se mezclaron entre la multitud que poco antes parecía lejana y minúscula. Los domingos Roma tiene mil caras. Empieza silenciosa, las calles susurran silencio y la luz se refleja en cada
casa. Luego aparecen las primeras personas, moviéndose con lentitud, como si caminaran por un suelo repleto de huevos. Las calles se llenan de deportistas más o menos entrenados, aparecen los primeros niños correteando de un lado para otro y el ruido lentamente se hace dueño del silbido del viento ligero. Luego se llenan. Las calles se cubren y son absorbidas por la belleza del caos multiétnico; eso si te gusta el caos. Tommaso parecía empapado de todo ello, mientras que su madre procuraba alejarse todo lo que podía de la gente, buscando un rincón donde poder recuperar el aliento. — La próxima venimos pronto, cuando la ciudad tiene un sabor totalmente diferente y todo el mundo duerme. — Sí, lástima que tú también tengas que dormir. Tommaso se echó a reír, demostrándole lo diferente que era su punto de vista. Ambos amaban la ciudad por igual aunque la apreciaran desde ángulos diferentes. Tomaron un helado en Plaza Navona y decidieron volver, recorriendo otra vez las mismas calles para volver a casa. Tenían que prepararse para la semana de estudio y trabajo respectivamente. Un bigote de helado de chocolate confería al rostro de su hijo un aire de ternura único. Sara se lo quedó mirando un rato antes de decírselo, retrocediendo unos años, cuando se lo llevaba de paseo Roma cogiéndole de la mano; era pequeño pero con las mismas ganas de vivir que hoy. Aquella sonrisa que siempre llevaba puesta le daba mucha energía. Se sacó del bolso un pañuelo de papel, se detuvo y le limpió la cara con delicadeza. — Mamá, ¡que ya soy mayorcito!— le dijo Tommaso, mirando a su alrededor, avergonzado. Entonces, Sara lo vio todo de otra forma. Ya no era su pequeño, embelesado con cada novedad que capturaban sus ojos. Se quedaron quietos unos segundos, sin decir palabra, mirándose a los ojos, y luego prorrumpieron en risas: — Te quiero, mamá.
La noche antes de su partida Sara preparó las cosas que se llevaría. Mientras que la primera vez preparó la maleta sin prestar demasiada atención, centrada en dar una buena impresión ante sus superiores en el trabajo, esta vez por cada cosa que elegía se preguntó si le quedaba bien o si podía ser más o menos valorada. Se encerró en la habitación después de cenar mientras su familia miraba en el salón una de sus
películas favoritas. La indecisión llegó al punto máximo, dejando la cama cubierta con su ropa. Metió en la maleta un par de pantis autoadherentes que nunca había usado; la idea la intimidó especialmente, viendo en aquella indumentaria algo prohibido. Le dio miedo que su marido lo viera y las escondió en el fondo, tapándolo con el pijama de franela. Se sintió como una niña robando caramelos y le dieron ganas de reír. El vestido que llevaba puesto cuando le mandó la foto a Paolo era de las primeras prendas que había escogido, pero enseguida pensó que era demasiado obvio, y de todas formas las temperaturas de montaña no le habrían permitido ponérselo con la misma facilidad.
Esta vez decidió añadir un par de zapatos deportivos que combinaría con los tejanos y un jersey blanco lleno de agujeros. Al final, para ponerse los pantis autoadherentes de encaje negro se decantó por una prenda sencilla que le llegaba por la rodilla, hecha de un tejido suave y cálido que le envolvía el cuerpo y le resaltaba las curvas. Lo arregló todo cuando los niños estaban ya durmiendo. Al cabo de poco llegó su marido; se quedó en la puerta de la habitación mirándola en silencio mientras terminaba de recoger la cama, de espaldas, sin advertir su presencia. Se había puesto una camiseta ligera de seda de color crema que le quedaba bien con el pelo castaño, y el culote del mismo tejido que cubría las delgadas caderas. Parecía una niña con los pies descalzos, y cuando se giró descubrió que la mirada de Luca era la misma de cuando era joven y se conocieron, tantos años atrás. Sin decir palabra se le acercó, le quitó de la mano la ropa que estaba terminando de recoger y la estrechó en un abrazo.
1 — Cada día estás más guapa — le susurró, mientras sus cuerpos se balanceaban al unísono.
Y entonces la besó sin apenas tocarla y la miró a los ojos mientras le quitaba la camiseta y le dejaba los pechos al descubierto. La acercó a la cama sin soltarla, se sentaron uno al lado del otro, y Sara se giró, poniéndose encima de él. Empezó a hacerle el amor con su cara entre las manos, sin dejar de besarlo apasionadamente hasta que ambos cayeron sobre la cama.
Luca se levantó enseguida para coger una manta de algodón del armario, cubrió con ella a su mujer y se tumbó a su lado. En la casa reinaba tal silencio que por un momento Sara tuvo miedo de que sus hijos hubieran escuchado sus gemidos desde su habitación, pero escuchó sus respiraciones profundas y supo que hacía rato que estaban dormidos. Ellos también se quedaron dormidos. Cuando Sara se desveló, vio que la luz del baño estaba encendida y oyó el ruido de la ducha. Luca se había levantado; había pasado solo una hora y ya se estaba preparando para la noche. Decidió levantarse y ponerse el camisón cuando se dio cuenta de que estaba completamente desnuda. Antes de volver a la cama se fue a la cocina, sin encender la luz. Disfrutando de la penumbra que llegaba de la calle se preparó un capuchino caliente que saboreó ante la la ventana que daba al exterior del edificio. Poco después llegó Luca, que le acarició el pelo, le descubrió el cuello y le dio un beso debajo de la oreja. Se estremeció y por un momento pensó que podrían pasarse la noche haciendo el amor, llevada por un afecto que no había disminuido en todos esos años. Pero tener que marchar en breves para trabajar toda una semana hizo que se decantara por otro capuchino, que se tomó en el silencio de la cocina, y luego ambos se fueron a la cama para despedirse del domingo.
A la mañana siguiente Sara se había puesto el despertador antes que lo demás y dejó listo el desayuno, puso el café al fuego y difundió el aroma por toda la casa mientras marido e hijos se deleitaban en la calidez de sus sábanas. Tommaso fue el primero en llegar, despeinado y con los ojos entrecerrados. Soltó un «buenos días», se sentó a la isla de la cocina con las piernas colgando y los pies descalzos y le sonrió a su madre, que intentaba terminar de prepararlo todo. Al rato llegaron los otros dos. Luca aún seguía con la expresión de beatitud de la noche anterior. Marta, por su parte, tenía cara de pocos amigos y se sentó a la mesa sin ni siquiera saludar. Sara, que hasta entonces había disfrutado de la serenidad del despertar, quedó taciturna cuando se dio cuenta del malestar de su hija, pero decidió dejarlo para evitar discutir con ella cuando faltaba tan poco para que se fuera. Llamaría a su hermana y le pediría que se pasara por la tarde y
hablara con su sobrina. Mientras vertía la leche caliente en las tazas de sus hijos le vinieron unas ganas locas de estar en los Alpes y escapar de una serenidad a veces sólo aparente de quién lleva descontento muchos años y se ha tragado demasiadas amarguras. Los últimos meses habían sido muy difíciles con Marta. Sin quererlo, las dos mujeres de la casa habían entrado en una competición fisiológica entre madre e hija que estaba haciendo insostenible en muchas ocasiones su proximidad. La ausencia de Sara por un lado había alegrado a su hija, que se sentía más libre de hacer lo que quería, pero por otro había creado un muro aún más macizo entre las dos, como si Marta se sintiera traicionada y abandonada por una mujer que, en cambio, siempre había estado a su disposición.
Tommaso encendió el televisor en busca de un telenoticias con información de última hora. En directo se estaba emitiendo un especial relativo a la desaparición de una chica en el norte de Italia, a una hora en coche del lugar de trabajo de Sara. Últimamente no se hablaba de otra cosa, y el pequeño de casa se pasaba el día buscando información y novedades sobre el caso, atemorizado por lo que pudiera pasar en las inmediaciones del nuevo trabajo de su madre, que advertía lejano y peligroso.
1 — ¡Al diablo con esta historia! —gritó Marta, que cogió el mando a distancia y apagó el televisor, enfadada, y se fue de la cocina con paso decidido, llevándose consigo la taza del desayuno.
Parece absurdo cómo los sentimientos y los estados de ánimo pueden cambiar con tanta rapidez. Se necesita muy poco para derrumbar incluso a quien hace poco gozaba de la propia satisfacción emotiva. A veces basta una palabra, algo que pase lejos de donde estemos, un gesto realizado o ausente y todo cambia. Sara, aquél lunes por la mañana se sentía así, pasando de la alegría a la angustia en un instante, sin posibilidad de invertir la situación. Así pues, subirse a aquél tren fue para ella la única posibilidad de tener un respiro, y solo entonces se armó de valor para mirar el teléfono y ver si le había llegado algún otro mensaje de Paolo.
CAPÍTULO 6
FOTOGRAFIANDO LA VIDA
Cuando abrió la aplicación de los mensajes quedó decepcionada. No había ningún sms de él. Justo cuando iba a apagar la pantalla oyó un tono que anunciaba un mensaje entrante. Como si sintiera que Sara tenía el teléfono en la mano el nombre de Paolo apareció entre los mensajes recibidos. Una vez más se alternaron sentimientos opuestos con tanta rapidez que dejó de alarmarse. Dos máscaras, la de la felicidad y la del dolor, que se cambiaban por turnos y dejaban espacio la una a la otra sin avisar.
«Pasaré a buscarte a la estación, ya he consultado los horarios. Me acompañará una persona que tienes que conocer. Hasta luego». Por una parte, las atenciones que le profesaba la hacían abandonar la máscara negativa, pero por otra sentía que por dentro aquellas pocas palabras no la satisfacían. Aun así, despertó en ella cierta curiosidad la figura misteriosa que se uniría a ellos. Después de borrar cinco respuestas diferentes, se decantó por un: «Gracias, me alegro de volver a verte. Siento curiosidad». La respuesta de Paolo llegó casi al momento: «No dudaba de que sentirías curiosidad. Nos vemos en nada, ¡tienes muchas cosas que contarme!». Aquello hizo que se le escapara una sonrisa, ablandada por aquella pequeña intimidad al preguntarle por los detalles del fin de semana. Sara se tranquilizó, dejó el teléfono e intentó descansar para llegar con el mejor aspecto posible a su destino. Se había levantado una hora antes de lo necesario por la mañana para escoger la ropa, y ahora, después de los mensajes, se alegró de la decisión. Había encontrado en uno de los cajones un jersey de lana color beis finito y ligero que le marcaba las curvas y dejaba adivinar un cuerpo esbelto gracias a unas leves transparencias.
Cuando llegó a la estación, el aire era aún frío y una ligera neblina envolvía el andén, difuminando las pocas personas que estaban esperando. Parecían sombras
pintadas en una tela con carboncillo, pero a medida que se acercaba a la salida adquirían forma. Al fin consiguió distinguirlas. Vio a Paolo bajo el gran reloj esperando con las manos en los bolsillos y hablando con una sombra desconocida. Se acercó aún más hasta distinguir a una mujer de pelo largo y negro. Llevaba una cámara colgada del cuello y un abrigo largo de piel. Cuando estuvo suficientemente cerca como para ser vista, ambos se giraron hacia ella. Paolo cogió a la mujer del brazo y se le acercaron. — Hola Sara, te presento a Elena, la chica de la que te hablaba. Tras los primeros cumplidos y las presentaciones de rigor se dirigieron a un bar cercano para desayunar. Elena era la fotógrafa más conocida del lugar y por lo general se dedicaba a sacar fotos a comisión para las diferentes cabeceras de periódicos, principalmente crónicas, gracias a varias exclusivas que había realizado años antes. Había estado en los lugares más bonitos y encantadores de la zona, desconocidos para la mayor parte de la población. — Elena ha sido asignada a nuestro equipo y se ocupará de fotografiar los lugares y los productos que controlemos esta semana. Nos conocemos de toda la vida y me hace mucha ilusión que se una a nosotros. En un primer momento la noticia enfureció a Sara, que ya se había imaginado estando a solas con Paolo paseando por la montaña. Elena notó el cambio de comportamiento y para romper el hielo intentó tranquilizarla: — Tranquilos, ni siquiera notaréis mi presencia —dijo, lanzando una mirada significativa a su nueva compañera, que enrojeció bajo la intensidad de sus ojos negros, hurgados hasta el fondo del alma. Cuando Elena se alejó para ir al baño se quedaron a solas. Por un lado consiguió controlar la agitación que había brotado en ella pero por otro se sintió incómoda ante el significado que esa mirada había intercambiado. — Si te has traído el vestido negro de la otra noche me gustaría llevarte a un sitio hoy, ¿te apetece? Nosotros dos solos. La inesperada propuesta le aceleró el pulso. No supo adivinar qué podía esperar de todo aquello. Asintió con rapidez justo cuando la fotógrafa volvía. De nuevo se cruzaron sus miradas, y por miedo a que captara lo que sentía en ese momento se giró y fingió buscar algo en el bolso. Cuando terminaron de comer, la acompañaron al hotel y seguidamente fueron a la
oficina a recoger los encargos de los días siguientes. Una vez sola, en la habitación, consiguió desprenderse de toda la tensión acumulada durante la mañana.Ver todas sus cosas la hizo sentirse en casa, en un nidito donde podía refugiarse a voluntad. Sacó la ropa
de la maleta, aún cargada con la fragancia del suavizante, y la colocó cuidadosamente en el armario, asegurándose de que el vestido negro siguiera liso como cuando lo había metido dentro. Le hubiera gustado llamar a su hermana y contárselo todo, pedirle consejo, pero decidió separar por completo sus dos vidas. Le envió un mensaje fugaz a Luca para avisarle de su llegada y se fue al instante con sus dos compañeros.
Paolo la estaba esperando, listo y con el motor encendido. Elena no estaba con él. Le contó a Sara que les estaría esperando en el lugar de destino. Hoy iban a controlar la calidad de una fábrica de queso bastante cerca, en mitad de las cumbres más bonitas de la alta Italia. Durante el trayecto Paolo le contó algunas cosas sobre la recién llegada, una mujer independiente, sin ligaduras y sin miedo a enfrentarse a ningún nuevo reto que le propusieran. Recientemente había pasado un mes entero en un refugio a grandes altitudes fotografiando aludes puntuales causados por el mal tiempo de la última temporada. Había sido la única en aceptar el trabajo, ya que implicaba someterse a un alto riesgo. No tenía nada que perder, esa fue su respuesta al aceptar el encargo. Le habló también de la belleza de las fotografías que tomaba, capturando en un segundo la espectacularidad de cuanto la rodeaba, mostrando cosas que el ojo inexperto nunca habría advertido. Cuando Paolo hablaba sobre ella parecía fascinado, como si fuera un ser superior, inalcanzable, como si fuera imposible estar a su altura. Al principio experimentó una especie de celos e intentó descubrir si entre ellos dos era posible que existiera algún tipo de relación. Pero a medida que hablaban de ella empezó a sentir verdadera admiración por esa mujer de pelo negro, misteriosa y de mirada penetrante.
Dejaron el coche en un aparcamiento grande, a unos quilómetros de la fábrica que se divisaba en lo alto.
1 — ¿Te apetece caminar un poco? Hay cosas que se comprenden mejor si uno se sumerge en el paisaje que las contiene.
Sara no se lo pensó dos veces,
fascinada por los grandes árboles que delimitaban el camino de recorrida hasta llegar a la cima. La niebla de primera hora había dado lugar a los rayos del sol y al rocío que bañaba todas las pequeñas hojas del suelo. A parte de sus pasos sobre la grava lo único que se oía de vez en cuando era el graznido de algún pájaro que delataba su posición. Una paz inigualable para respirar a pleno pulmón con los ojos cerrados. Paolo cogió el teléfono, se giró hacia ella y empezó a sacar algunas fotos. — ¿Qué haces? —le preguntó Sara, riendo. — Es como si hubieras nacido para estas montañas, quiero tener una foto tuya para los días en los que estés lejos. Las nuevas emociones que estaban naciendo en ella impidieron que encontrara las palabras justas, temerosa de decir demasiado o demasiado poco. Siguió sonriendo y caminando, mirándole a los ojos de vez en cuando. Cuanto más avanzaba en la cuesta más alejada se sentía de la realidad que había dejado en Roma. La idea de vivir dos vidas diferentes y separadas le empezaba a gustar de verdad, y no sentía remordimientos a tanta distancia de su casa. Cada respiro ahí arriba tenía un olor diferente, y bastaba echar un vistazo alrededor para captar las diferencias. Las rocas frías a ambos lados del camino limitaban con los amplios prados que se extendían por el valle, revestidos de árboles de diferentes tipos, arbustos cubiertos de flores y animales pequeños que se escondían a su paso. Y luego estaba el sol, grande y de un intenso color, diferente al que se apreciaba en la ciudad. Era como vivir en otro mundo, en otra vida. Los rayos fragmentaban la sombra de las ramas y dejaban ver las nubes, que se movían velozmente con toda su plasticidad. Evasión, eso era lo que sentía al sumergirse en todo aquello. De repente, Paolo la detuvo, cogiéndola del brazo, y le puso un dedo en los labios para que guardara silencio. Le señaló un punto a su derecha, en mitad del bosque. Un cervatillo había interrumpido el paso al notar su presencia. El mundo se detiene ante estos espectáculos que parecen salidos de una película. Tras unos segundos interminables de observarse mútuamente, el animalillo salvaje corrió hacia la montaña y desapareció instantes después entre los abetos. Sólo entonces Sara se dio cuenta del contacto: Paolo había seguido cogiéndola del brazo, y poco a poco la atrajo hacia sí. En ese momento sonó el teléfono y el mundo
reanudó la marcha.
Era Elena, avisándoles de que había llegado. Dijo que les esperaría dentro y que aprovecharía para sacar alguna foto sin ser distraída. Mientras Paolo hablaba por teléfono Sara intentó localizar al cervatillo con la esperanza de que siguiera a su alcance visual. Se adentró en la maleza. Le pareció ver que algo se movía entre las rocas. Se quedó quieta para no hacer ruido pero no consiguió ver nada. No obstante, tuvo la sensación de ser observada y se imaginó al cervatillo escondido Dios sabe dónde, estudiándola.
Cuando colgó la llamada, reeemprendieron la marcha. Paolo le contó alguna que otra curiosidad sobre las plantas que se cruzaban en el camino, y se disipó por completo la sensación de no estar solos. Sara se sintió como una adolescente en mantillas, con el primer amor, cuando uno no sabe qué esperar ni cómo acabará. Esa sensación de rejuvenecimiento la hizo sentir tan bien que se hubiera quedado en aquél sendero mucho más tiempo. Sin embargo, tras sobrepasar un par de curvas más se encontraron ante el caserío de madera. A su izquierda una veintena de vacas pasturaban bajo la mirada atenta de un perro enorme y blanco que iba dando vueltas a su alrededor. Algunas, aburridas y rechonchas, descansaban en el prado; otras se movían con lentitud sin rumbo fijo, hasta que la orden de un pastor puso en guardia al perro y este las juntó y las escortó hasta el fondo del caserío. La fábrica en sí se encontraba más al fondo, en una gran construcción de piedra. La entrada de puertas correderas daba, por un lado, a la tienda donde se podían comprar sus productos caseros, y por otro, a una escalera empinada que llegaba a las salas donde podían observar las instalaciones y la elaboración de la leche y el queso.
1 — ¡Manos a la obra! —exhortó Paolo, dándole una palmada a la espalda.
En la primera sala se cruzaron con un grupo de niños de un colegio, embobados con un video que mostraba el proceso entero de producción. Llevaban la mochila colgada de la espalda, estaban sentados correctamente y tenían la boca abierta de par en par, asombrados. Uno de ellos, pequeño, que se encontraba de pie, tenso y apartado, les dijo con voz muy seria en cuanto se acercaron:
1 — Si sois buenos, cuando acabe esto os darán un vaso de leche.
Sara sonrió y le dio las gracias al niño por el consejo. Siguieron adelante, hacia las oficinas
donde les esperaba el propietario de la fábrica. A través de uno de los grandes ventanales de las plantas de elaboración vieron a Elena, concentrada en su labor. Para avisar de su llegada, Paolo golpeó ligeramente el cristal hasta que se giró. La saludaron con la mano, indicándose que se verían más tarde.