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El Precio Del Infierno
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El Precio Del Infierno

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– ¿Otra vez? ¡Entonces no estabas loca cuando he ido a tu casa!

–Tú no lo creías.

–Me debía convencer. ¿Quieres un café?

–No gracias. No quiero ponerme más nerviosa de lo que ya estoy.

–Como quieras –dijo él.

–Quería preguntarte una cosa, si no te molesta.

–Escupe.

– ¿Podría quedarme aquí por un tiempo, por lo menos hasta que no encontremos a ese tío? ¡Tengo miedo! ¡Me muero de miedo! No obstante te juro que si lo encuentro le hago pasar las ganas de romper los cojones a la gente. ¡Maldito hijo de puta!

–De acuerdo. Pero ahora cálmate y verás cómo lo encontraremos –le dijo acompañándola al dormitorio. Tú podrás dormir aquí –dijo.

Ella apoyó la cabeza en la almohada y se quedó dormida inmediatamente en un sueño reparador que duró hasta las ocho de la mañana siguiente sin ni siquiera ninguna interrupción.

Hasta las ocho no escuchó la Voz y fue muy feliz.

Alice se levantó preguntándose como iría la investigación en Bologna. Le gustaría haber tenido noticias…y buenas, por lo menos por una vez. Cuando Stefano se despertó, desayunaron juntos.

Alice había preparado un poco de café y algunas galletas integrales que, después de probarlas, las había encontrado exquisitas. La mesa estaba preparada.

–Muy buenas estas galletas –dijo Alice – ¿Dónde las has comprado?

–Bueno…en el supermercado al final de la calle. Justo la semana pasada he conocido al propietario. Se llama Lucio…ah, Tabellini. Ha sido él quien me ha aconsejado estas galletas. Ha dicho que las han puesto a la venta hacía poco y se venden volando. Ha tenido que hacer otro encargo inmediatamente porque las había terminado casi enseguida –explicó Stefano.

– ¿Cómo se llaman? Uncle Fred’s Scones…quién sabe si no se encuentran también en Bologna –dijo Alice.

Se comió una docena, de lo buenas que estaban.

Cuando acabaron el desayuno pensaron en lo que iban a hacer.

Stefano Zamagni dijo a Alice que ella ahora estaba demasiado nerviosa a causa de aquellas malditas llamadas telefónicas nocturnas y que sería mejor que se quedasen juntos en San Lazzaro di Savena, ella para estar alejada de aquella Voz amenazadora, él para protegerla. Telefonearían a la comisaría para decir que estarían ausentes durante unos días y que proseguirían la investigación desde donde se encontraban y yendo a Bologna sólo en el caso de que fuese necesario.

El capitán estuvo de acuerdo.

Ahora, Stefano Zamagni quiso enseñar San Lazzaro a Alice para que conociese mejor el lugar y sus habitantes. Comenzó con Emma Simoni, su vecina de edificio. En cuanto llamaron fue a abrir.

Vestía unos pantalones vaqueros y una camiseta multicolor. Decía que se sentía joven a pesar de la edad. Les quiso invitar a unas pizzette de las que solía hacer. Alice ya las conocía ya que Stefano Zamagni le había llevado alguna a comisaría, y las tomó con muchísimo gusto.

Emma era feliz de tener huéspedes inesperados porque se estaba muriendo de aburrimiento.

Stefano le presentó a Alice y le dijo porque estaba allí con él, dado que la agente de Scotland Yard vivía en un piso en Bologna.

–Comprendo –dijo la mujer volviéndose hacia Alice.

–Es un mal momento para mí –dijo la colega de Stefano Zamagni –Espero que pase pronto.

El policía decidió despedirse de Emma para poder seguir el recorrido de reconocimiento de San Lazzaro di Savena junto con Alice, que, mientras tanto, había comenzado a ambientarse.

Stefano Zamagni acompañó a Alice Dane a donde estaba el señor Mazzetti, en la ferretería de la otra parte de la calle.

La puerta de la entrada tenía cristales con una tonalidad ahumada montados en madera con un estilo antiguo que llamó particularmente la atención de Alice.

Cuando los dos entraron, el dueño estaba atareado arreglando un pequeño objeto de forma alargada.

–Buenos días, Luigi –lo saludó Stefano Zamagni – ¿Cómo estás?

–Bien, gracias. No hay muchos clientes a esta hora, de todas formas ya estoy habituado –respondió el hombre. – ¡Oh! ¿Y quién esta bella chavala que va contigo, Stefano? –continuó, esperando una respuesta.

–Es verdad, Luigi, te presento a Alice. Es una nueva compañera de trabajo que ha venido a San Lazzaro di Savena –dijo Stefano viendo una sonrisa en los labios de Mazzetti.

–Encantada de conocerle –dijo Alice.

–El placer es mío –respondió Luigi mientras terminaba de arreglar aquel extraño objeto que todavía tenía entre las manos.

Dado que se había hecho tarde se quedaron muy poco tiempo en el negocio, a continuación salieron y se fueron al supermercado, donde hicieron una breve parada para saludar al propietario Lucio Tabellini y a la cajera Jessica Mareschi. Antes de salir Alice felicitó al dueño del negocio por la excelente elección de esas galletas que había comido en casa de su colega esa misma mañana.

Tabellini se lo agradeció de corazón y le aseguró que continuaría pidiendo el producto.

Mientras se estaba dirigiendo hacia la vía San Lazzaro Stefano se volvió hacia Alice.

–Ahora te presentaré al alcalde de San Lazzaro. Se llama Giovanni Bulleri.

La vía Emilia Levante podía ser considerada la calle más importante de San Lazzaro di Savena y en ella se encontraba el Ayuntamiento.

El edificio destinado al consistorio tenía tres pisos con grandes ventanales que estaban protegidos por rejas grisáceas que hacían parecer el ayuntamiento como una prisión, si no hubiese sido por el hecho de que tenía ventanales en vez de las clásicas ventanitas de diez por quince centímetros, como máximo, que tienen las prisiones del Estado.

Alice y Stefano entraron en el edificio y los pasamanos de madera taraceada atrajeron de inmediato la atención de ella. Subieron las escaleras y llegaron hasta un panel en el primer piso, justo en el centro de la pared de la izquierda. Allí estaba representado el esquema de cada una de las oficinas presentes en el edificio. En el centro del panel estaba escrito en letras mayúsculas OFCINAS y justo debajo PRIMER PISO, INT. 1  REGISTRO CIVIL, INT. 2 OFICINA DE OBJETOS PERDIDOS, SEGUNDO PISO, INT. 3 LIMPIEZA URBANA, TERCER PISO, INT. 4 ALCALDE Y SECRETARÍA, INT. 5  OFICINA DE SEÑALIZACIÓN DE CARRETERAS

Los dos policías subieron al tercer piso y, una vez llegados, vieron la puerta de la izquierda con el letrero ALCALDE y llamaron a ella.

Les abrió una muchacha con una camiseta roja y puños color dorado y un par de pantalones color beige.

–Buenos días. ¿Qué desean?

–Querríamos conocer al alcalde.

– ¿Tenéis una cita?

–No –respondió Zamagni –pero tenemos esto.

–Sentaos, por favor –dijo la secretaria al ver el distintivo de la policía –lo llamo enseguida.

Los dos se sentaron en butacas de piel suave y esperaron a que llegase.

Después de unos minutos se presentó ante ellos un hombre de unos cincuenta años.

– ¿Querían verme? –preguntó el hombre.

–Sí. Somos…

–Sí, lo sé –lo interrumpió Bulleri.

–Perfecto. Quería presentarle a mi amiga Alice Dane.

– ¡Claro! Entrad.

La oficina del alcalde era bastante amplia con cuadros en todas las paredes que daban un toque de elegancia al lugar.

Bulleri les ofreció un cigarro puro.

–Son de calidad. Vienen de La Habana.

Stefano Zamagni lo aceptó, aunque no había fumado ninguno antes, Alice le agradeció la invitación y se excusó diciendo que no soportaba el humo. En realidad lo odiaba.

Cuando Stefano acabó de saborear el buen cigarro cubano, sin encenderlo, los dos se despidieron del Primer Ciudadano y salieron de la oficina y del ayuntamiento.

Mientras tanto ya había atardecido. Habían transcurrido el día entero entre las calles y los lugares de San Lazzaro di Savena

VII

Alice Dane y Stefano Zamagni volvieron a entrar en el piso de San Lazzaro di Savena y pensaron en llamar a la comisaría de policía de Bologna para saber si habían descubierto alguna información interesante para ellos que podría servir para inculpar de una vez por todas a aquella persona con aquel bonito nombre de Daniele Santopietro. Quién sabe…

–No hemos tenido más noticias al respecto, lo siento –respondió la telefonista.

Zamagni se lo agradeció con un poco de amargura y disgusto que le rozaba la garganta.

En cuanto colgó el auricular el inspector esperó a que la compañera saliese del baño para darse una veloz y relajante ducha.

Después se sintió realmente mejor.

Comieron algo rápido de preparar y juntos pensaron en la manera de conseguir encontrar a su sospechoso, pero no sabían por dónde comenzar. Si era verdad, como había dicho la telefonista, que no habían tenido más noticias, quizás era verdad también que Santopietro no se encontraba ya en el piso de enormes dimensiones en vía Saffi que había registrado Alice Dane algunos días atrás. Pero entonces, ¿dónde podría estar? No sabían cómo responder a esta pregunta. La mente de ambos estaba a oscuras con respecto a esto y por el momento no tenían ni la más remota idea de cómo podrían esclarecerlo.

¿Dónde encontrarían la respuesta? ¿Una de las muchas respuestas? Pero… ¿Dónde habría acabado Daniele Santopietro? ¿Quizás alguien lo había matado por motivos personales de venganza por lo que había hecho a algún familiar? ¿Y a quién pertenecía aquella voz (la Voz) que todas las noches después de que Alice hubiera visitado al querido (¿difunto?) Santopietro por el atraco la molestaba con una frase para nada simpática Nos conocemos?

Quién sepa responder que de un paso adelante pensó Stefano. Tenía la mente que le echaba humo y lo mismo le sucedía a su compañera. Finalmente Alice y Stefano decidieron olvidar el tema por ese día e irse a dormir, esperando conseguirlo.

Mientras tanto en Bologna la investigación sobre el caso continuaba. A ciegas, pero continuaba.

El capitán del departamento de homicidios, Giorgio Luzzi, había encargado al agente Finocchi ir a vía Saffi para descubrir si alguien había visto alejarse a Santopietro, quizás con una cierta prisa. Marco, este era su nombre de pila, salió de la comisaría, subió al coche de policía y se puso en marcha hacia vía Saffi. El coche tenía las luces intermitentes y la sirena apagada.

Marco Finocchi estaba en su primera misión de importancia: había llegado a Bologna hacia unos dos años pero formaba parte del cuerpo de policía de esta ciudad sólo desde hacía cinco meses. Antes había trabajado en Milano.

Se había mudado a Bologna porque Milano era demasiado caótica y confusa para sus gustos tranquilos y había encontrado un piso no muy lejos de la comisaría y a un costo no demasiado alto: unos ciento cincuenta euros al mes. Cerca de casa había conocido, poco después de haber llegado a la ciudad, a Elisabetta Moro, se había enamorado de ella inmediatamente y ella le había correspondido. Aquel día había sido uno de los más bellos de su vida y enseguida habían decidido prometerse y, con el paso del tiempo, quizás se casasen.

Así que decidieron ir a vivir juntos, ya que ella era una visitante en Bologna. Ella llamó a la madre que consintió sin dudarlo. Hacía años que deseaba que Elisabetta encontrase su alma gemela.

Marco Finocchi llegó a vía Saffi y apagó el motor del coche y las luces azules.

Con la pistola en la cartuchera del uniforme se encaminó por la calle. El capitán Luzzi le había dado un sobre de pequeñas dimensiones que contenía la foto de Daniele Santopietro. El agente la sacó del sobre de plástico rojo. Como era habitual se catalogaba a los sospechosos en cada sección de la policía, debajo de la cara de matón de Santopietro había una franja negra con la frase COMISARÍA DE POLICÍA y debajo un número de catalogación 3347820A.

Finn, este era el nombre abreviado que le habían dado al agente desde hacía dos meses, comenzó a mostrar la fotografía a todos los peatones que encontraba en la calle, parándose incluso en las tiendas, pensando que una persona que estaba normalmente en aquella calle, como podía ser un comerciante, hubiese podido tener la posibilidad de verlo pasar o incluso de verlo entrar en su propio negocio.

Todas las personas a las que había preguntado le habían respondido moviendo la cabeza, haciéndole entender automáticamente que no lo habían visto ni siquiera por el rabillo del ojo.

Marco Finocchi había perdido toda esperanza de encontrar algo interesante en aquella calle cuando, finalmente, halló a un hombre que consiguió decirle algo.

–Buenos días –dijo Marco – ¿Ha visto por casualidad días atrás a esta persona? –preguntó mostrando por enésima vez la foto de Santopietro.

–Mmmm…veamos…oh, sí. Cierto, lo vi el otro día. Subió a un auto extraño y partió a gran velocidad, desde aquel edificio –respondió el hombre.

El agente reconoció en el edificio aquel que le había descrito el capitán Luzzi, aquel en el que había entrado Alice Dane el día en el que vio a Santopietro la primera y última vez en su vida.

Una pizca de alegría apareció en la cara delgada de Marco Finocchi: había cumplido la misión y ahora podría volver orgulloso a la comisaría a contar la noticia, quizás un poco mísera, al capitán. Subió al coche, puso la primera marcha y partió.

Marco llegó a la comisaría, aparcó el coche en uno de los puestos disponibles para la policía, apagó el motor y entró en el departamento de homicidios.

En cuanto cruzó la puerta de entrada la telefonista de turno Francesca Baffetti, lo saludó con un gesto de la mano derecha que llamó su atención. Marco Finocchi le devolvió el saludo y se dirigió hacia la puerta de la oficina del capitán.

–Buenos días, capitán –saludó el agente.

–Buenos días, Finocchi –respondió Giorgio Luzzi, luego continuó –No es nuestro terreno pero, ¿has encontrado algo que nos pueda valer para resolver este maldito caso de atraco?

–Sí. Un hombre lo ha visto irse a buena velocidad por la calle.

–Bien, deberemos decírselo a la Sección de Robos.

–Ahora debo ir de patrulla –dijo el agente, a continuación se despidió del capitán y salió para volver al trabajo.

VIII

Alice Dane y Stefano Zamagni estaban absortos en la paz que reinaba en San Lazzaro di Savena, casi irreal con respecto a la capital Emiliana.

–Todavía debo conocer al comandante de los carabinieri –dijo Stefano Zamagni – ¿Querrías ir a verlo conmigo?

– ¿Por qué no? –respondió Alice Dane con un aire de curiosidad.

–Entonces, podemos ir ahora, ¿te parece?

–Sí –respondió ella.

Así que salieron del piso del policía y caminaron por vía Roma, poco después entraron en vía Jussi. A la derecha vieron el edificio de comandancia de los carabinieri. Tocaron al timbre y la puerta se abrió.

A ambos les pareció que entraban por primera vez en una prisión en la que no debían trabajar.