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Las Inmortalidades
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Las Inmortalidades

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—En el caso de la existencia de un Ser trascendente creador y ordenador del universo se podría suponer la existencia de otras especies inteligentes en nuestro mismo universo. Indudablemente la cosa sería diferente si se demostrara la existencia de diversos universos paralelos al nuestro, esos universos que, ya a finales del milenio pasado, los científicos habían conjeturado sin poder demostrarlos experimentalmente en la realidad, ni siquiera hoy. Solo si existieran realmente esos cosmos se podría considerar como no demasiado improbable la existencia, no por intervención divina, sino por azar, de otra vida inteligente en alguno de ellos. Si por tanto es necesario imaginar billones y billones de universos paralelos para hacer suficientemente creíble la aparición de otras vidas inteligentes por mero azar es obvio que, para un científico ateo como usted, deberían excluirse lógicamente otras criaturas inteligentes en nuestro universo, el único en que usted podría investigar con las ondas ultrafotónicas.

—Um…

—Solo la hipótesis de los científicos creyentes, como yo, de que haya un Ente personal, un Dios creador y ordenador, no hace improbable la idea de extraterrestres en nuestro universo y le vuelvo a asegurar que yo sería la primera en querer que se descubrieran, porque sería maravilloso encontrar otras criaturas de Dios. Por eso se ha equivocado completamente al pensar que fui yo la que denegó su solicitud.

—… ¿Y si yo hubiera sido creyente?

—Los miembros de la comisión son personas respetuosas con las teorías coherentes de los demás. Como hombres con dudas, al ser científicos, saben que, según la epistemología popperiana, no son científicas ni las hipótesis de los infinitos universos ni la del Ente creador, ya que ni Dios ni, al menos por ahora, otros universos son experimentables. Sencillamente se trata de teorías aceptadas en ausencia de otras más verosímiles, hipótesis que tienen el 50% de probabilidad cada una: Es como en los tiempos del matemático Blaise Pascal y su apuesta por Dios al 50%. Si usted fuera creyente, profesor, indudablemente, en nombre de la duda científica y de la lógica, también la mayoría atea de la comisión, considerando además su enorme fama, le habría respondido que sí, no pudiendo oponer más que el propio 50% asimismo no científico. Pero así, cuando usted se declara desde el inicio como ateo…

—… Una hipótesis al 50%, ¿ verdad? Ya, ya, después de todo es una idea que también se podría considerar, ¿no es cierto? De hecho, escúcheme: inmediatamente, valiéndome del derecho de apelación, presentaré una nueva teoría según una hipótesis deísta. Pero usted está segura de que luego me darán los fondos, ¿verdad?

Capítulo 4 (#ulink_5920965b-117f-5e55-a4f8-988e6d270bba)

—La Espiral de Oro, señor Juez, era sin duda la meta académica más ardua de la Tierra, tan difícil de alcanzar que, antes de mí, en cincuenta años desde su institución, apenas un centenar de personas habían llegado a la meta. Era un objetivo espléndido: el superlicenciado tenía derecho a una enorme renta a lo largo de toda su vida natural, con la que podía proseguir sus investigaciones tranquilamente, sin necesidad de trabajos lucrativos. Desde niño había soñado con ella, desde que era un joven de dieciséis años que trabajaba en la tienda de mis padres en Módena: armas laser artesanales. No es que me desagradara ese trabajo, es que no me limitaba a seguir los diseños: muchas veces aportaba mejoras de mi invención a muchos modelos de fusiles y pistolas. Sin embargo mi sueño era dedicarme a la investigación pura, a tiempo completo. Por eso dedicaba al estudio horas nocturnas robadas al sueño. Pagaba, dedicando casi todo mi salario, las matrículas de las primeras universidades del mundo, en América y Asia. Podía asistir al menos en parte a las lecciones a lo largo de la noche, aprovechando los diversos husos horarios de los continentes y gracias al aparato que me había regalado mi padre, el Teletransporte Instantáneo de Seres Vivientes Green-Berusci. Así, con el paso del tiempo, examen a examen, una vez aprobada la selectividad general en Bolonia, obtuve primero la licenciatura en matemáticas y física en Princeton y luego el doctorado superior en filosofía universal en Tokio. Tenía entonces treinta años. En todo ese tiempo no me había concedido ninguna distracción. Había estado tan dedicado al estudio que ni siquiera había me había relacionado con mujeres y permanecía soltero. Se podría decir que era un monje del saber. Entretanto, al haber muerto ya mi padre y mi madre y haber heredado su tienda, para mantenerme había seguido con la profesión, obteniendo bastante dinero y manteniendo la libertad de mi tiempo ante horarios inflexibles: sin duda no habría tenido tal libertad si hubiera escogido una profesión dependiente, como habría sido la investigador en alguna institución. Por oro lado, esta habría sido una actividad de mayor prestigio que la de armero. Pero esto no me importaba. Durante otros veinte interminables años estudié y estudié para prepararme para las pruebas casi insuperables de la Espiral de Oro: estudiaba y fabricaba armas, fabricaba armas y estudiaba. Cuando por fin estuve listo, al inicio del año pasado realicé y aprobé los tres niveles previstos de examen en Moscú, Roma y París y expuse la tesis general en Oslo. ¡Conseguí por fin mi superdiploma! Ya había cumplido cincuenta años. En cuanto empezó a llegarme la magnífica renta de la Espiral, vendí la tienda y con lo obtenido compre material científico, alquilé un laboratorio eficiente y amplio en Cambridge y finalmente me dediqué a la investigación pura, apuntando esta vez al Premio Unificado Nobel-Green-Berusci, pero el sueño no duró. Apenas dos meses después, señor juez, a causa del desgraciado lanzamiento al espacio de informaciones sobre la Tierra por parte del señor Bauer, usando las ondas ultrafotónicas, estalló la guerra y fuimos invadidos. Y una de las primeras disposiciones del gobernador militar fue, como por otro lado consiente la nueva ley, desviar para su persona todos los rendimientos de la Espiral de Oro. Para vivir busqué entonces, en vano, un empleo apropiado para mi preparación: tanto en los institutos de investigación y las universidades como en las empresas, ¡había muchos jóvenes ansiosos en las colas en ese periodo de crisis económica! Usted ya sabe cómo son todos los jóvenes: ¡basta con que les disputes algo para que te esperen con un sublimador y te hagan desaparecer! Para comer, al no tener dinero, me vi obligado a vender mi material usado por cuatro perras. Por otro lado, al no poder pagar más el alquiler del laboratorio, tampoco habría sabido dónde guardarlo. Finalmente, al ser uno de los poquísimos expertos en armas artesanales, encontré trabajo junto a un joven armero de Londres que acababa de adquirir su taller a otros y todavía no conocía el oficio correctamente, reanudando así, aunque como empleado, el trabajo anterior. ¡En resumen, algo muy distinto de mis amadas investigaciones! Toda una vida gastada para nada. Peor aún, además para descender de jefe a dependiente y a las órdenes de un inútil. Me reconocomía la rabia cada vez más. Finalmente, hace cuatro días, esta se desató. Sabía que el día siguiente, aniversario de la conquista, el gobernador iba a desfilar con otros dignatarios por Regent Street, así que tomé uno de los fusiles de la tienda y me aposté en una ventana del tejado de la Biblioteca Cívica en la que me había escondido. Cuando pasó con un trineo aéreo, le atravesé con un rayo abrasador, tratando de dejarle una buena marca en el centro de la cabeza. Créame: solo quería que sufriera un poco, no matarle. De hecho, a pesar de lo que diga el señor del ministerio público, el rayo abrasante no mata. Para el gobernador habría sido un castigo mínimo en comparación con mi sufrimiento espiritual. Y además, señor juez, ¡en realidad fallé! ¡En realidad, ahora que ha desaparecido mi ira, estoy encantado de que haya salido indemne! Mis padres tenían razón: ¡la venganza, nunca! Es la enemiga de la justicia. Espero que usted, señor juez, quiera comprender la sinceridad de mi arrepentimiento. Sin embargo hay algo muy cierto y le ruego vivamente que me crea: la rebelión política no tuvo nada que ver en absoluto con mi acción.

Después de muchas horas, el magistrado había vuelto a la sala con la sentencia.

—¡Que se levante el acusado! —había ordenado el secretario de la sala.

Como prescribía la ley, el juez leyó con voz cortante:

—Imputado Roberto Ferrari, le declaramos… ¡culpable! y le condenamos a treinta años de trabajos forzados en las minas de metano sólido de Titán. Se levanta la sesión.

El condenado se desplomó sobre la silla, con la cabeza entre las manos, abatido.

El magistrado, sin embargo, en lugar de irse le había mirado largo rato. Luego con voz suave le había querido decir, a título personal:

—Tengo una hija que, como usted, ama la sabiduría y está a punto de terminar su tercera licenciatura. Por tanto comprendo sus sentimientos, doctor Ferrari, pero para un atentado contra uno de nosotros no están previstas atenuantes. La ley es la ley y un juez no puede desatenderla. Algún día… —aquí se había contenido, pero le habría gustado añadir: «… tal vez los magistrado nos dedicaremos a limpiar legalmente a los planetas de esos políticos ladrones, pretenciosos y militaristas que hacen leyes en su provecho y para su protección y roban a la gente honrada induciéndola a la anarquía. Pero por ahora estamos demasiado desunidos».

El condenado había levantado finalmente la cabeza y había mirado al juez Virih Tril: tal vez se trataba de un efecto óptico y, sin embargo, le había parecido que en uno de los cuatro ojos de ese probo magistrado extraterrestre brillaba una lágrima y que sus dos bocas temblaban un poco.

Capítulo 5 (#ulink_5920965b-117f-5e55-a4f8-988e6d270bba)

La Tierra se había convertido en colonia del pueblo imperialista del planeta Larku, situado en la galaxia de Andrómeda, a 2,538 millones de años luz de la Tierra: alienígenas con cuatro ojos, de los cuales normalmente dos estaban abiertos solo en la oscuridad, al ser sensibles al infrarrojo, un par de bocas, aunque la superior solo era aparente, con función exclusiva como nariz. En el resto eran similares a los seres humanos.

¡Que toda la culpa y la vergüenza recaigan sobre el profesor Otto Bauer de la Universidad de Berlín! Ese inconsciente, tras el descubrimiento de los rayos ultrafotónicos por parte del grupo post-einsteiniano de la Universidad de Turín, había lanzado haces de rayos al espacio a velocidad por encima de la de la luz, para contactar con otras posibles especies inteligentes. Y los belicosos larkuanos, al recoger esos mensajes, no podían creer haber encontrado, sin esforzarse, un nuevo mundo habitable al que someter: después de un par de años terrestres, habían aparecido en el Sistema Solar pertrechados con sus astronaves superfotónicas.

Se contaba que, entretanto, el científico había esperado en vano respuestas de civilizaciones alienígenas y que finalmente se había lamentado continuamente ante su ayudante, lanzando cada vez más a menudo su invectiva habitual: «¡Maldición!» Hasta que un día la había llegado la respuesta, pero en forma de un rayo enemigo que le había desintegrado junto con todo su laboratorio, por lo que no había tenido tiempo de conocer su éxito. Para los derrotados terrestre era una mísera compensación que fuera castigado por esas mismas criaturas que él mismo había atraído a la Tierra.

Contra el planeta Larku no podía hacerse nada más que rendirse: ese pueblo no solo había atacado por sorpresa, sino disponiendo de una tecnología muy superior. Solo había un punto en el que los larkuanos eran un poco inferiores: los terrestres tenían desde hacía tiempo cyborgs humanoides, los alienígenas solo robots, feos y torpes. Sin embargo también sus autómatas eran eficientes. Se rumoreaba que se habían abstenido de construir cyborgs por razones religiosas. Por otro lado, poseían la ventaja de un armamento y una informática bastante más sofisticados y, sobre todo, mientras que los larkuanos viajaban por las galaxias, los terrestres apenas se habían expandido por el Sistema Solar con naves lentísimas a fotones, con una velocidad máxima en torno a tres cuartos de la velocidad de la luz: solo había habido un caso, con un equipo de cyborgs, en dirección al única planeta de la estrella Próxima Centauri, expedición inútil porque ese mundo era una estrella perdida, similar a nuestro Júpiter, pero sin cuerpos celestes en órbita y se había revelado no solo como inhabitable sino, a diferencia de Marte y de algunos satélites del propio Júpiter y de Saturno, completamente intransformable en un planeta habitable: había sido un viaje inútil a velocidad por debajo de la de la luz que había durado una veintena de años entre ida, exploración y retorno.

Tras el descubrimiento de la fuerza ultrafotónica, no había habido tiempo de diseñar medios superlumínicos: solo de lanzar las dañinas señales. Por tanto había sido imposible que las astronaves-tortuga terrestres se opusieran a los fulminantes vehículos alienígenas. Esos bandidos de Larku habían atacado por todas partes; sobre la Tierra, sobre Marte y sus satélites, hasta la victoria. El ataque había durado solo unas pocas horas. Los enemigos habían combatido en persona, usando los robots solo para funciones secundarias, mientras que las fuerzas armadas terrestres habían lanzado en su defensa cyborgs militares sin que el ejército humano se expusiera en la línea de fuego: los robots habían sido inmediatamente desintegrados por el enemigo junto con las aeronaves militares que los transportaban y la humanidad se preguntaría por siempre: ¿Habríamos perdido igual si hubiésemos combatido nosotros mismos, en vez de delegar en esos humanoides electrónicos de escasa flexibilidad mental? Indudablemente sí, había sido siempre la conclusión, pero al menos no habríamos sufrido ni la vergüenza ni el arrepentimiento.

La rendición había sido incondicional. Los larkuanos habían nombrado inmediatamente sus gobernadores tiránicos sobre la Tierra y sobre los demás planetas y satélites del hombre.

Pueblo muy misterioso, no se había conseguido saber casi nada de su historia. Los ocupantes vigilaban todos los medios de comunicación terrestre, vetando la transmisión en directo y controlando y eventualmente censurando las noticias antes de hacerlas pública, así que se conocía solo lo que los larkuanos no trataban de ocultar o querían difundir, noticias estas últimas que las centrales operativas alienígenas transmitían holográficamente a las redes de distribución de las televisiones, de las computadoras y de los miniteléfonos proyectores de los terrestres, por ejemplo, la reaparición de pintadas antilarkuanas en las paredes, pero con la advertencia de que los culpables serían localizados y castigados con severidad. Se había sabido de los invasores, entre pocas otras cosas más, que tenían una única religión, a la que llamaban el Credo Misteriosófico. Y se sabía, porque a menudo los extraterrestres la invocaban incluso en público, que adoraban a una entidad llamada Supremo del Cosmos. Se rumoreaba además que el pueblo del planeta Larku se consideraba como el pueblo elegido y que, en lo que respectaba a los sometidos, consideraban inteligentes a algunos de ellos, no elegidos pero elegibles por mérito y se valían de ellos para ciertas tareas secundarias. El extravagante criterio de selección se basaba no tanto en las facultades intelectivas de la persona examinada, sino en primer lugar en la inmediata sumisión a los colonizadores. A la mayoría de los terrestres se le había considerado como un grupo entero de individuos sin alma. Se trataba, en suma, de una filosofía espiritual iniciática similar al antiguo gnosticismo de los terrestres. Más en concreto, se parecía a esa importante variante alejandrina expresada por el teósofo Valentino, según la cual los seres humanos no estaban todos incluidos en dos únicas clases, como pensaban otros gnósticos, las de los mortales materiales, sin espíritu y por tanto sin resurrección a la vida eterna, y la de los espirituales, admitidos en la alegría plena de la eternidad en el Reino trascendente que rodea a Dios y que emanaba de Él, llamado el Pleroma: para los valentinianos existía también la categoría de los psíquicos, individuos inteligentes que, si se elevaban en vida con la meditación y otras prácticas, podían por los menos ascender después de la muerte a una vida eterna en una serena zona celeste apropiada en los confines del Pleroma. Los larkuanos no habían construido ningún lugar de culto sobre los planetas que habían sido del hombre. Se rumoreaba, pero sin ninguna prueba, que tenían sus templos en las astronaves en órbita. Por turnos, una vez cada treinta rotaciones de la Tierra, equivalente a aproximadamente treinta y tres días larkuanos, subían con sus teletransportes, mucho más potentes y sofisticados que los terrestres porque podían transportar a muchos larkuanos a la vez, reorganizándolos perfectamente a la llegada sin ninguna mezcla de átomos de los diversos individuos. En esas ocasiones, llevaban vistosas vestiduras sacras. Los invadidos habían constatado también, en primer lugar en su propia piel antes de rendirse, que, igual que entre los seres humanos, también entre los invasores se encontraban los «malos», como los definían los terrestres, egoístas y prepotentes, y los «buenos», normalmente altruistas y bastante piadosos, incluso con el género humano. Después de una semana, todos habían comprendido que los dirigentes políticos y militares larkuanos estaban sin duda todos entre los malos, más bien entre los despiadados: esta noticia había sido difundida muchas veces por todos los medios, seguramente por encargo directo de los propios jefes larkuanos, a fin de que la conciencia de su maldad sirviera para mantener mejor el orden. También se había anunciado oficialmente que los ocupantes, sin duda por razones interesadas de orden público, habían concedido a los ocupados una autonomía limitada, tanto religiosa como institucional: un poco como hacía el antiguo pueblo romano en las regiones de su imperio, por ejemplo en Judea. Naturalmente, esta autorización se había publicitado como un gesto de infinita magnanimidad. Las iglesias terrestres, por tanto, no se habían disuelto, sino solo se habían visto sometidas a un tributo en dinero, con la más absoluta prohibición para los jefes religiosos, bajo pena de muerte, de expresar opiniones políticas. En lo que se refería a los centros urbanos, los administradores hasta el nivel de alcalde, cargo este último sometido a un prefecto larkuano, seguían siendo terrestres, pero elegidos de entre quienes los jefes larkuanos consideraban inteligentes de acuerdo con el criterio excéntrico de la sumisión inmediata. Por el contrario, se habían aplicado a los ocupados las leyes de los invasores y los jueces humanos habían sido relevados y sustituidos por magistrado del planeta Larku.


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