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La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке
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La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке
Висенте Бласко-Ибаньес

Предлагаем вниманию читателей роман одного из крупнейших испанских писателей конца XIX – первой трети XX века Висенте Бласко Ибаньеса (1867–1928). В книге приводится неадаптированный текст романа. Сохранена орфография оригинала.

Vicente Blasco Ibа?ez

LA TIERRA DE TODOS

CAP?TULO I

Como todas las ma?anas, el marquеs de Torrebianca saliо tarde de su dormitorio, mostrando cierta inquietud ante la bandeja de plata con cartas y periоdicos que el ayuda de cаmara hab?a dejado sobre la mesa de su biblioteca.

Cuando los sellos de los sobres eran extranjeros, parec?a contento, como si acabase de librarse de un peligro. Si las cartas eran de Par?s, frunc?a el ce?o, preparаndose а una lectura abundante en sinsabores y humillaciones. Ademаs, el membrete impreso en muchas de ellas le anunciaba de antemano la personalidad de tenaces acreedores, haciеndole adivinar su contenido.

Su esposa, llamada «la bella Elena», por una hermosura indiscutible, que sus amigas empezaban а considerar histоrica а causa de su exagerada duraciоn, recib?a con mаs serenidad estas cartas, como si toda su existencia la hubiese pasado entre deudas y reclamaciones. Еl ten?a una concepciоn mаs anticuada del honor, creyendo que es preferible no contraer deudas, y cuando se contraen, hay que pagarlas.

Esta ma?ana las cartas de Par?s no eran muchas: una del establecimiento que hab?a vendido en diez plazos el ?ltimo automоvil de la marquesa, y sоlo llevaba cobrados dos de ellos; varias de otros proveedores – tambiеn de la marquesa – establecidos en cercan?as de la plaza Vend?me, y de comerciantes mаs modestos que facilitaban а crеdito los art?culos necesarios para la manutenciоn y amplio bienestar del matrimonio y su servidumbre.

Los criados de la casa tambiеn pod?an escribir formulando idеnticas reclamaciones; pero confiaban en el talento mundano de la se?ora, que le permitir?a alguna vez salir definitivamente de apuros, y se limitaban а manifestar su disgusto mostrаndose mаs fr?os y estirados en el cumplimiento de sus funciones.

Muchas veces, Torrebianca, despuеs de la lectura de este correo, miraba en torno de еl con asombro. Su esposa daba fiestas y asist?a а todas las mаs famosas de Par?s; ocupaban en la avenida Henri Martin el segundo piso de una casa elegante; frente а su puerta esperaba un hermoso automоvil; ten?an cinco criados… No llegaba а explicarse en virtud de quе leyes misteriosas y equilibrios inconcebibles pod?an mantener еl y su mujer este lujo, contrayendo todos los d?as nuevas deudas y necesitando cada vez mаs dinero para el sostenimiento de su costosa existencia. El dinero que еl lograba aportar desaparec?a como un arroyo en un arenal. Pero «la bella Elena» encontraba lоgica y correcta esta manera de vivir, como si fuese la de todas las personas de su amistad.

Acogiо Torrebianca alegremente el encuentro de un sobre con sello de Italia entre las cartas de los acreedores y las invitaciones para fiestas.

– Es de mamа – dijo en voz baja.

Y empezо а leerla, al mismo que una sonrisa parec?a aclarar su rostro. Sin embargo, la carta era melancоlica, terminando con quejas dulces y resignadas, verdaderas quejas de madre.

Mientras iba leyendo, viо con su imaginaciоn el antiguo palacio de los Torrebianca, allа en Toscana, un edificio enorme y ruinoso circundado de jardines. Los salones, con pavimento de mаrmol multicolor y techos mitolоgicos pintados al fresco, ten?an las paredes desnudas, marcаndose en su polvorienta palidez la huella de los cuadros cеlebres que las adornaban en otra еpoca, hasta que fueron vendidos а los anticuarios de Florencia.

El padre de Torrebianca, no encontrando ya lienzos ni estatuas como sus antecesores, tuvo que hacer moneda con el archivo de la casa, ofreciendo autоgrafos de Maquiavelo, de Miguel Angel y otros florentinos que se hab?an carteado con los grandes personajes de su familia.

Fuera del palacio, unos jardines de tres siglos se extend?an al pie de amplias escalinatas de mаrmol con las balaustradas rotas bajo la pesadez de tortuosos rosales. Los pelda?os, de color de hueso, estaban desunidos por la expansiоn de las plantas parаsitas. En las avenidas, el boj secular, recortado en forma de anchas murallas y profundos arcos de triunfo, era semejante а las ruinas de una metrоpoli ennegrecida por el incendio. Como estos jardines llevaban muchos a?os sin cultivo, iban tomando un aspecto de selva florida. Resonaban bajo el paso de los raros visitantes con ecos melancоlicos que hac?an volar а los pаjaros lo mismo que flechas, esparciendo enjambres de insectos bajo el ramaje y carreras de reptiles entre los troncos.

La madre del marquеs, vestida como una campesina, y sin otro acompa?amiento que el de una muchacha del pa?s, pasaba su existencia en estos salones y jardines, recordando al hijo ausente y discurriendo nuevos medios de proporcionarle dinero.

Sus ?nicos visitantes eran los anticuarios, а los que iba vendiendo los ?ltimos restos de un esplendor saqueado por sus antecesores. Siempre necesitaba enviar algunos miles de liras al ?ltimo Torrebianca, que, seg?n ella cre?a, estaba desempe?ando un papel social digno de su apellido en Londres, en Par?s, en todas las grandes ciudades de la tierra. Y convencida de que la fortuna que favoreciо а los primeros Torrebianca acabar?a por acordarse de su hijo, se alimentaba parcamente, comiendo en una mesita de pino blanco, sobre el pavimento de mаrmol de aquellos salones donde nada quedaba que arrebatar.

Conmovido por la lectura de la carta, el marquеs murmurо varias veces la misma palabra: «Mamа… mamа.»

«Despuеs de mi ?ltimo env?o de dinero, ya no sе quе hacer. ?Si vieses, Federico, quе aspecto tiene ahora la casa en que naciste! No quieren darme por ella ni la vigеsima parte de su valor; pero mientras se presenta un extranjero que desee realmente adquirirla, estoy dispuesta а vender los pavimentos y los techos, que es lo ?nico que vale algo, para que no sufras apuros y nadie ponga en duda el honor de tu nombre. Vivo con muy poco y estoy dispuesta а imponerme todav?a mayores privaciones; pero ?no podrеis t? y Elena limitar vuestros gastos, sin perder el rango que ella merece por ser esposa tuya? Tu mujer, que es tan rica, ?no puede ayudarte en el sostenimiento de tu casa?…»

El marquеs cesо de leer. Le hac?a da?o, como un remordimiento, la simplicidad con que la pobre se?ora formulaba sus quejas y el enga?o en que viv?a. ?Creer rica а Elena! ?Imaginarse que еl pod?a imponer а su esposa una vida ordenada y econоmica, como lo hab?a intentado repetidas veces al principio de su existencia matrimonial!…

La entrada de Elena en la biblioteca cortо sus reflexiones. Eran mаs de las once, y ella iba а dar su paseo diario por la avenida del Bosque de Bolonia para saludar а las personas conocidas y verse saludada por ellas.

Se presentо vestida con una elegancia indiscreta y demasiado ostentosa, que parec?a armonizarse con su gеnero de hermosura. Era alta y se manten?a esbelta gracias а una continua batalla con el engrasamiento de la madurez y а los frecuentes ayunos. Se hallaba entre los treinta y los cuarenta a?os; pero los medios de conservaciоn que proporciona la vida moderna le daban esa tercera juventud que prolonga el esplendor de las mujeres en las grandes ciudades.

Torrebianca sоlo la encontraba defectos cuando viv?a lejos de ella. Al volverla а ver, un sentimiento de admiraciоn le dominaba inmediatamente, haciеndole aceptar todo lo que ella exigiese.

Saludо Elena con una sonrisa, y еl sonriо igualmente. Luego puso ella los brazos en sus hombros y le besо, hablаndole con un ceceo de ni?a, que era para su marido el anuncio de alguna nueva peticiоn. Pero este fraseo pueril no hab?a perdido el poder de conmoverle profundamente, anulando su voluntad.

– ?Buenos d?as, mi cocо!… Me he levantado mаs tarde que otras ma?anas; debo hacer algunas visitas antes de ir al Bosque. Pero no he querido marcharme sin saludar а mi maridito adorado… Otro beso, y me voy.

Se dejо acariciar el marquеs, sonriendo humildemente, con una expresiоn de gratitud que recordaba la de un perro fiel y bueno. Elena acabо por separarse de su marido; pero antes de salir de la biblioteca hizo un gesto como si recordase algo de poca importancia, y detuvo su paso para hablar.

– ?Tienes dinero?…

Cesо de sonreir Torrebianca y pareciо preguntarle con sus ojos: «?Quе cantidad deseas?»

– Poca cosa. Algo as? como ocho mil francos.

Un modisto de la rue de la Paix empezaba а faltarle al respeto por esta deuda, que sоlo databa de tres a?os, amenazаndola con una reclamaciоn judicial. Al ver el gesto de asombro con que su marido acog?a esta demanda, fuе perdiendo la sonrisa pueril que dilataba su rostro; pero todav?a insistiо en emplear su voz de ni?a para gemir con tono dulzоn:

– ?Dices que me amas, Federico, y te niegas а darme esa peque?a cantidad?…

El marquеs indicо con un ademаn que no ten?a dinero, mostrаndole despuеs las cartas de los acreedores amontonadas en la bandeja de plata.

Volviо а sonreir ella; pero ahora su sonrisa fuе cruel.

– Yo podr?a mostrarte – dijo – muchos documentos iguales а esos… Pero t? eres hombre, y los hombres deben traer mucho dinero а su casa para que no sufra su mujercita. ?Cоmo voy а pagar mis deudas si t? no me ayudas?…

Torrebianca la mirо con una expresiоn de asombro.

– Te he dado tanto dinero… ?tanto! Pero todo el que cae en tus manos se desvanece como el humo.

Se indignо Elena, contestando con voz dura:

– No pretenderаs que una se?ora chic y que, seg?n dicen, no es fea, viva de un modo mediocre. Cuando se goza el orgullo de ser el marido de una mujer como yo hay que saber ganar el dinero а millones.

Las ?ltimas palabras ofendieron al marquеs; pero Elena, dаndose cuenta de esto, cambiо rаpidamente de actitud, aproximаndose а еl para poner las manos en sus hombros.

– ?Por quе no le escribes а la vieja?… Tal vez pueda enviarnos ese dinero vendiendo alguna antigualla de tu caserоn paternal.

El tono irrespetuoso de tales palabras acrecentо el mal humor del marido.

– Esa vieja es mi madre, y debes hablar de ella con el respeto que merece. En cuanto а dinero, la pobre se?ora no puede enviar mаs.

Mirо Elena а su esposo con cierto desprecio, diciendo en voz baja, como si se hablase а ella misma:

– Esto me ense?arа а no enamorarme mаs de pobretones… Yo buscarе ese dinero, ya que eres incapaz de proporcionаrmelo.

Pasо por su rostro una expresiоn tan maligna al hablar as?, que su marido se levantо del sillоn frunciendo las cejas.

– Piensa lo que dices… Necesito que me aclares esas palabras.

Pero no pudo seguir hablando. Ella hab?a transformado completamente la expresiоn de su rostro, y empezо а reir con carcajadas infantiles, al mismo tiempo que chocaba sus manos.

– Ya se ha enfadado mi cocо. Ya ha cre?do algo ofensivo para su mujer… ?Pero si yo sоlo te quiero а ti!

Luego se abrazо а еl, besаndole repetidas veces, а pesar de la resistencia que pretend?a oponer а sus caricias. Al fin se dejо dominar por ellas, recobrando su actitud humilde de enamorado.

Elena lo amenazaba graciosamente con un dedo.

– A ver: ?sonr?a usted un poquito, y no sea mala persona!… ?De veras que no puedes darme ese dinero?

Torrebianca hizo un gesto negativo, pero ahora parec?a avergonzado de su impotencia. – No por ello te querrе menos – continuо ella. – Que esperen mis acreedores. Yo procurarе salir de este apuro como he salido de tantos otros. ?Adiоs, Federico!

Y marchо de espaldas hacia la puerta, enviаndole besos hasta que levantо el cortinaje.

Luego, al otro lado de la colgadura, cuando ya no pod?a ser vista, su alegr?a infantil y su sonrisa desaparecieron instantаneamente. Pasо por sus pupilas una expresiоn feroz y su boca hizo una mueca de desprecio.

Tambiеn el marido, al quedar solo, perdiо la ef?mera alegr?a que le hab?an proporcionado las caricias de Elena. Mirо las cartas de los acreedores y la de su madre, volviendo luego а ocupar su sillоn para acodarse en la mesa con la frente en una mano. Todas las inquietudes de la vida presente parec?an haber vuelto а caer sobre еl de golpe, abrumаndolo.

Siempre, en momentos iguales, buscaba Torrebianca los recuerdos de su primera juventud, como si esto pudiera servirle de remedio. La mejor еpoca de su vida hab?a sido а los veinte a?os, cuando era estudiante en la Escuela de Ingenieros de Lieja. Deseoso de renovar con el propio trabajo el deca?do esplendor de su familia, hab?a querido estudiar una carrera «moderna» para lanzarse por el mundo y ganar dinero, como lo hab?an hecho sus remotos antepasados. Los Torrebianca, antes de que los reyes los ennobleciesen dаndoles el t?tulo de marquеs, hab?an sido mercaderes de Florencia, lo mismo que los Mеdicis, yendo а las factor?as de Oriente а conquistar su fortuna. Еl quiso ser ingeniero, como todos los jоvenes de su generaciоn que deseaban una Italia engrandecida por la industria, as? como en otros siglos hab?a sido gloriosa por el arte.

Al recordar su vida de estudiante en Lieja, lo primero que resurg?a en su memoria era la imagen de Manuel Robledo, camarada de estudios y de alojamiento, un espa?ol de carаcter jovial y energ?a tranquila para afrontar los problemas de la existencia diaria. Hab?a sido para еl durante varios a?os como un hermano mayor. Tal vez por esto, en los momentos dif?ciles, Torrebianca se acordaba siempre de su amigo.

?Intrеpido y simpаtico Robledo!… Las pasiones amorosas no le hac?an perder su plаcida serenidad de hombre equilibrado. Sus dos aficiones predominantes en el per?odo de la juventud hab?an sido la buena mesa y la guitarra.

De voluntad fаcil para el enamoramiento, Torrebianca andaba siempre en relaciones con una liejesa, y Robledo, por acompa?arle, se prestaba а fingirse enamorado de alguna amiga de la muchacha. En realidad, durante sus partidas de campo con mujeres, el espa?ol se preocupaba mаs de los preparativos culinarios que de satisfacer el sentimentalismo mаs о menos frаgil de la compa?era que le hab?a deparado la casualidad.

Torrebianca hab?a llegado а ver а travеs de esta alegr?a ruidosa y materialista cierto romanticismo que Robledo pretend?a ocultar como algo vergonzoso. Tal vez hab?a dejado en su pa?s los recuerdos de un amor desgraciado. Muchas noches, el florentino, tendido en la cama de su alojamiento, escuchaba а Robledo, que hac?a gemir dulcemente su guitarra, entonando entre dientes canciones amorosas del lejano pa?s.

Terminados los estudios, se hab?an dicho adiоs con la esperanza de encontrarse al a?o siguiente; pero no se vieron mаs. Torrebianca permaneciо en Europa, y Robledo llevaba muchos a?os vagando por la Amеrica del Sur, siempre como ingeniero, pero plegаndose а las mаs extraordinarias transformaciones, como si reviviesen en еl, por ser espa?ol, las inquietudes aventureras de los antiguos conquistadores.

De tarde en tarde escrib?a alguna carta, hablando del pasado mаs que del presente; pero а pesar de esta discreciоn, Torrebianca ten?a la vaga idea de que su amigo hab?a llegado а ser general en una peque?a Rep?blica de la Amеrica del Centro.

Su ?ltima carta era de dos a?os antes. Trabajaba entonces en la Rep?blica Argentina, hastiado ya de aventuras en pa?ses de continuo sacudimiento revolucionario. Se limitaba а ser ingeniero, y serv?a unas veces al gobierno y otras а empresas particulares, construyendo canales y ferrocarriles. El orgullo de dirigir los avances de la civilizaciоn а travеs del desierto le hac?a soportar alegremente las privaciones de esta existencia dura.

Guardaba Torrebianca entre sus papeles un retrato enviado por Robledo, en el que aparec?a а caballo, cubierta la cabeza con un casco blanco y el cuerpo con un poncho. Varios mestizos colocaban piquetes con banderolas en una llanura de aspecto salvaje, que por primera vez iba а sentir las huellas de la civilizaciоn material.

Cuando recibiо este retrato, deb?a tener Robledo treinta y siete a?os: la misma edad que еl. Ahora estaba cerca de los cuarenta; pero su aspecto, а juzgar por la fotograf?a, era mejor que el de Torrebianca. La vida de aventuras en lejanos pa?ses no le hab?a envejecido. Parec?a mаs corpulento a?n que en su juventud; pero su rostro mostraba la alegr?a serena de un perfecto equilibrio f?sico.

Torrebianca, de estatura mediana, mаs bien bajo que alto, y enjuto de carnes, guardaba una agilidad nerviosa gracias а sus aficiones deportivas, y especialmente al manejo de las armas, que hab?a sido siempre la mаs predominante de sus aficiones; pero su rostro delataba una vejez prematura. Abundaban en еl las arrugas; los ojos ten?an en su vеrtice un fruncimiento de cansancio; los aladares de su cabeza eran blancos, contrastаndose con el vеrtice, que continuaba siendo negro. Las comisuras de la boca ca?an desalentadas bajo el bigote recortado, con una mueca que parec?a revelar el debilitamiento de la voluntad.

Esta diferencia f?sica entre еl y Robledo le hac?a considerar а su camarada como un protector, capaz de seguir guiаndole lo mismo que en su juventud.

Al surgir en su memoria esta ma?ana la imagen del espa?ol, pensо, como siempre: «?Si le tuviese aqu?!… Sabr?a infundirme su energ?a de hombre verdaderamente fuerte.»

Quedо meditabundo, y algunos minutos despuеs levantо la cabeza, dаndose cuenta de que su ayuda de cаmara hab?a entrado en la habitaciоn.

Se esforzо por ocultar su inquietud al enterarse de que un se?or deseaba verle y no hab?a querido dar su nombre. Era tal vez alg?n acreedor de su esposa, que se val?a de este medio para llegar hasta еl.

– Parece extranjero – siguiо diciendo el criado – , y afirma que es de la familia del se?or marquеs.

Tuvo un presentimiento Torrebianca que le hizo sonreir inmediatamente por considerarlo disparatado. ?No ser?a este desconocido su camarada Robledo, que se presentaba con una oportunidad inveros?mil, como esos personajes de las comedias que aparecen en el momento preciso?… Pero era absurdo que Robledo, habitante del otro lado del planeta, estuviese pronto а dejarse ver como un actor que aguarda entre bastidores. No. La vida no ofrece casualidades de tal especie. Esto sоlo se ve en el teatro y en los libros.

Indicо con un gesto enеrgico su voluntad de no recibir al desconocido; pero en el mismo instante se levantо el cortinaje de la puerta, entrando alguien con un aplomo que escandalizо al ayuda de cаmara.

Era el intruso, que, cansado de esperar en la antesala, se hab?a metido audazmente en la pieza mаs prоxima.

Se indignо el marquеs ante tal irrupciоn; y como era de carаcter fаcilmente agresivo, avanzо hacia еl con aire amenazador. Pero el hombre, que re?a de su propio atrevimiento, al ver а Torrebianca levantо los brazos, gritando:

– Apuesto а que no me conoces… ?Quiеn soy?

Le mirо fijamente el marquеs y no pudo reconocerlo. Despuеs sus ojos fueron expresando paulatinamente la duda y una nueva convicciоn.

Ten?a la tez obscurecida por la doble causticidad del sol y del fr?o. Llevaba unos bigotes cortos, y Robledo aparec?a con barba en todos sus retratos… Pero de pronto encontrо en los ojos de este hombre algo que le pertenec?a, por haberlo visto mucho en su juventud. Ademаs, su alta estatura… su sonrisa… su cuerpo vigoroso…

– ?Robledo! – dijo al fin.

Y los dos amigos se abrazaron.

Desapareciо el criado, considerando inoportuna su presencia, y poco despuеs se vieron sentados y fumando.

Cruzaban miradas afectuosas е interrump?an sus palabras para estrecharse las manos о acariciarse las rodillas con vigorosas palmadas.

La curiosidad del marquеs, despuеs de tantos a?os de ausencia, fuе mаs viva que la del reciеn llegado.

– ?Vienes por mucho tiempo а Par?s? – preguntо а Robledo.

– Por unos meses nada mаs.

Despuеs de forzar durante diez a?os el misterio de los desiertos americanos, lanzando а travеs de su virginidad, tan antigua como el planeta, l?neas fеrreas, caminos y canales, necesitaba «darse un ba?o de civilizaciоn».

– Vengo – a?adiо – para ver si los restoranes de Par?s siguen mereciendo su antigua fama, y si los vinos de esta tierra no han deca?do. Sоlo aqu? puede comerse el Brie fresco, y yo tengo hambre de este queso hace muchos a?os.

El marquеs riо. ?Hacer un viaje de tres mil leguas de mar para comer y beber en Par?s!… Siempre el mismo Robledo. Luego le preguntо con interеs:

– ?Eres rico?…

– Siempre pobre – contestо el ingeniero. – Pero como estoy solo en el mundo y no tengo mujer, que es el mаs caro de los lujos, podrе hacer la misma vida de un gran millonario yanqui durante algunos meses. Cuento con los ahorros de varios a?os de trabajo allа en el desierto, donde apenas hay gastos.

Mirо Robledo en torno de еl, apreciando con gestos admirativos el lujoso amueblado de la habitaciоn.

– T? s? que eres rico, por lo que veo.

La contestaciоn del marquеs fuе una sonrisa enigmаtica. Luego, estas palabras parecieron despertar su tristeza.

– Hаblame de tu vida – continuо Robledo. – T? has recibido noticias m?as; yo, en cambio, he sabido muy poco de ti. Deben haberse perdido muchas de tus cartas, lo que no es extraordinario, pues hasta los ?ltimos a?os he ido de un lugar а otro, sin echar ra?ces. Algo supe, sin embargo, de tu vida. Creo que te casaste.

Torrebianca hizo un gesto afirmativo, y dijo gravemente:

– Me casе con una dama rusa, viuda de un alto funcionario de la corte del zar… La conoc? en Londres. La encontrе muchas veces en tertulias aristocrаticas y en castillos adonde hab?amos sido invitados. Al fin nos casamos, y hemos llevado desde entonces una existencia muy elegante, pero muy cara.

Callо un momento, como si quisiera apreciar el efecto que causaba en Robledo este resumen de su vida. Pero el espa?ol permaneciо silencioso, queriendo saber mаs.

– Como t? llevas una existencia de hombre primitivo, ignoras felizmente lo que cuesta vivir de este modo… He tenido que trabajar mucho para no irme а fondo, ?y a?n as?!… Mi pobre madre me ayuda con lo poco que puede extraer de las ruinas de nuestra familia.