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¿Desciendo?
No, no desciendo.
¿Y si no desciendo y él se enfada y ya no me habla más?
No puedo arriesgarme a pasar sin aquello que sólo él sabe darme.
Desciendo.
No.
No lo sé.
Me encontré bajando los escalones de aquel lugar tan sombrío, donde todos los vecinos acumulaban cosas totalmente inútiles.
Estaba oscuro.
¿Y si Pietro no había bajado?
¿Y si me había gastado una broma pesada?
En la penumbra que me envolvía vi emerger su rostro y sus manos extendidas que me buscaban.
Mis pasos levantaban pequeñas nubes de polvo que danzaban en los haces de luz que penetraban desde los vidrios sucios.
Me dejé llevar como en un sueño, como si no fuese yo partícipe de aquel encuentro sino que lo viese a través del monitor de un televisor.
Sus brazos eran poderosos y me estrechaban fuerte contra su pecho.
«Hacía tanto tiempo que deseaba abrazarte así», me dijo.
Yo no conseguía hablar: un nudo de emociones y de miedo me apretaba la garganta sofocando cada sílaba en la boca.
Sus manos vagaban sobre mi cuerpo explorándolo, mostrándole al tacto todo lo que la oscuridad que nos circundaba escondía a la vista.
Luego, bajando dulcemente a lo largo del cuello con los dedos acariciadores se paró en el primer botón del cardigan que llevaba puesto.
Me puse rígida.
Y él lo advirtió.
«¿Qué sucede, pequeña? ¿De qué tienes miedo, no sabes que yo te amo? ¿Lo sabes? Entonces, déjate ir. Nunca he deseado nada como lo deseo en este momento».
Sus gestos se volvieron apremiantes.
Mis manos, siempre cruzadas sobre mi pecho, no se apartaban.
Fue él quien capituló.
«Vale. He comprendido, necesitas tiempo».
Me besó durante un momento que me pareció increíblemente largo.
Me susurró palabras que nunca había oído, llenándome de sensaciones desconocidas, besándome sobre los párpados, con los ojos cerrados.
* * *
Debajo del chorro de agua caliente de la ducha.
Inmóvil.
Pensando en él.
Con los ojos abiertos, rememorando, como una película, todo lo que había sucedido.
Increíble.
Todavía sentía el corazón latir furiosamente, cuando me asomé al muro del sótano para ver si podía remontar las escaleras sin que nadie me viese.
Me apoyé en el pasamanos clavado en la pared y subí deprisa las escaleras.
Todavía sentía las luces de neón del supermercado que me herían los ojos habituados a la oscuridad.
Y encontrarme respondiendo de manera forzada a una cliente que me preguntaba dónde podía encontrar el pan tostado.
Volver a ver a Pietro después de unos minutos desde mi escritorio, volver a entrar en la oficina, que con ojos brillantes me pedía los albaranes del suministrador del agua mineral.
El agua corre por mi nuca y se desliza por mi espalda. No hay un jabón que pueda lavar los pensamientos que me llenan la mente.
O quizás soy yo la que no quiere lavar nada.
Este será mi secreto.
Nuestro secreto.
El pequeño gozo de todos los días.
El cuaderno rojo espera en mi bolso, Filippo está durmiendo en la butaca con el mando a distancia en la mano, la televisión sintonizada en una de esas transmisiones demenciales que detesto desde lo hondo de mi corazón.
Escribo.
Y me pierdo pensando en ti,
tiernamente serena,
inconclusa
como todas las horas
que me separan de ti.
Y me adapto, soñolienta,
en tu sueño que me sigue,
indeleble es la adhesión
que me desgarra.
Y te abrazo con recuerdos que llegan
sin descanso
para verte diez, cien, mil veces.
En cualquier sitio donde esté tu aliento.
Descubrimientos
Secretos nunca dichos
palabras acalladas
detrás de
tiernos comportamientos
sombríos pensamientos.
Largas horas
persiguiendo
momentos esquivos
de contacto superficial
ávidos
de increíbles pensamientos.
Pensamientos prohibidos.
Boca seca.
El cuaderno escarlata cada vez más a menudo se encontraba con mi pluma.
Aléjate
aléjate de mí
vete lejos de mi corazón
corazón palpitante de emociones
recuerdos indecibles.
Aléjate.
Aléjate
vete lejos de mis manos
que ya no pueden alcanzarte
acariciarte como agua templada
como brisa perfumada
al alba.
Aléjate de mí.
Lejos.
Que mis ojos
puedan sólo descubrirte
impreciso,
de manera que pueda
perseguirte,
ganar terreno,
y alcanzarte,
cerca.
Y mis encuentros con Pietro se convertían en más frecuentes.
Y todas las veces me sorprendía no sentir vergüenza por lo que estaba haciendo: había pasado del amor platónico al carnal sin ni siquiera percatarme, y con el multiplicarse de los encuentros perdía poco a poco el miedo que me había casi matado la primera vez.
Buscaba con mi mirada la de Pietro, con la esperanza de descubrir aquel ligero guiño que presagiaba un nuevo encuentro.
Me había enamorado. Irremediablemente. Sin solución.