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Yo sueño con escapar.
¿Pero cómo puedo hacerlo?
Mis padres preferirían morir, me han enseñado que ciertas cosas no se hacen, no los aceptarían en la iglesia, no podrían ir ni siquiera al panadero a comprar el pan y la leche.
Un compromiso es un compromiso y es necesario mantenerlo aunque esto comporte un poco de infelicidad.
En mi caso sin duda habría podido decir: aunque comporte renunciar a vivir.
Y de esta manera continuo vegetando.
Los años pasan.
Y los inviernos se suceden a los otoños.
Todo regular.
Todo, menos mi existencia, que no se parece ni siquiera un poco a lo que ahora ya nunca sueño, tampoco por la noche.
Buscarse
Ya se había convertido en una costumbre y, desde hacía tiempo, notaba que Pietro respondía a la granizada de miradas que cada día le lanzaba.
Como una chiquilla me protegía con excusas patéticas: si nadie te ve es como si tu no buscases sus miradas, es como si no deseases que cada mañana él te diga que eres hermosa.
Y Pietro, pacífico e impertérrito, continuaba intercambiando miradas, sin hacer nada más que esbozar una sonrisa que abría sus labios dejando vislumbrar sus dientes, lo justo.
Sin embargo tenía miedo de que alguno de nuestros compañeros de trabajo notase aquel juego de miradas, que me regalaba la placentera y desconocida sensación de ser notada y apreciada por alguien.
No deseaba nada más que esto, recibir atenciones, ser notada: lo sé, puede parecer patético pero para mí era así.
La dirección del supermercado había decidido comprar un nuevo programa de contabilidad, y después de mi aborto, cada vez más a menudo me veía aliviada de las tareas manuales, pesadas, y cada vez más a menudo ayudaba a Pietro con la contabilidad.
Pietro, que había ido a un curso para el uso del nuevo programa, fue el encargado de enseñarme las nociones básicas, de manera que yo pudiese luego ayudarle con la elaboración de complicadas operaciones de contabilidad y administración.
Al saber aquello enrojecí al momento y el corazón parecía moverse como un caballo al galope.
Pietro, mientras tanto, ya había preparado dos sillas delante del ordenador.
Mientras él había comenzado a explicarme el funcionamiento de aquel nuevo programa, yo con la mirada fija en la pantalla, intentaba no sentir el aroma que provenía de su piel y el aliento cálido que con sus palabras me llegaba hasta las mejillas rojas por la vergüenza.
Dios, te lo ruego, sálvame, susurraba mi mente, para intentar distraerme de aquel hombre que estaba a pocos centímetros de mi piel.
Dios, te lo ruego, sálvame.
Pero no era Dios el que debía librarme de aquella red que estaba allí, esperándome, lo habría podido hacer yo perfectamente, y en cambio no lo hice.
Con naturalidad su mano se deslizó sobre mi rodilla apretándola ligeramente y yo me giré lentamente hacia él.
Me parecía haber recorrido aquella rotación del rostro en fotogramas, tan largo me pareció el tiempo antes de encontrarme con su mirada.
Sus ojos revisaban el espacio alrededor del escritorio que ocupábamos, luego una sonrisa apenas esbozada me hizo comprender que no había nadie más.
Y luego ocurrió.
Ocurrió, y no sé con precisión cómo, sucedió que me encontré con sus labios apoyados en los míos, en un beso apenas sugerido.
Ocurrió, y pensé que el cielo me habría caído encima si hubiese hecho algo parecido, en cambio, no ocurrió nada.
Avergonzada volví de golpe la mirada al vídeo en el que un pequeño guion parpadeaba esperando que alguien se decidiese a decirle qué hacer.
¿Cómo había podido suceder?
¿Cómo había podido permitir que ocurriese algo parecido?
¿Cómo podría volver a casa con mi marido aquella noche?
En cuanto se acabó la lección, me fui al baño y permanecí allí un buen cuarto de hora: lo pasé casi enteramente delante del espejo, mirándome, para ver si algo había cambiado en mí, si se veía que había besado a otro hombre que no era mi marido.
Me lavé con jabón los labios, restregando con fuerza, casi como si estuviesen realmente sucios, luego me fui corriendo a coger el autobús para volver a casa.
Mientras corría también mis pensamientos galopaban.
Yo era una mujer casada y también Pietro tenía una esposa, aunque nunca hablaba de ella.
¿Qué se me había pasado por la cabeza?
* * *
Filippo todavía no había llegado.
Perfecto.
Prepararía el pollo a la cazadora que tanto le gustaba para hacerme perdonar lo que él jamás sabría y para sellar mi muda promesa de que nunca lo volvería a hacer.
¿Cómo haría para besarle?
¿Sería lo mismo o algo había cambiado aquella tarde?
Llegó cuando ya era de noche y dándome un beso desganado sobre la frente me sacó del aprieto de descubrir si habría sentido el sabor de Pietro sobre mis labios.
***
Una confesión.
La primera.
Las palabras salen gota a gota, excavando en los acontecimientos recientes, demasiado recientes para que todavía no puedan hacer daño.
Debo plasmar mi voluntad.
«Perdóname, padre porque he pecado».
Perdóname.
Te perdono.
«Deseo al hombre de otra mujer».
Perdóname, oh, padre.
El confesionario está a oscuras, desde la reja vislumbro una figura ocupada en escucharme, la cabeza inclinada.
«Hija mía, la carne es débil».
Perdóname, oh, padre.
«Mi carne no es débil, yo quiero su alma, quiero sus palabras, quiero sólo un poco de dulzura, un poco de afecto, un poco de amor».
Perdóname, oh, padre, y dime qué puedo hacer: mi existencia oscura ha encontrado esta brecha que da a cada cosa su color pero no me puede pertenecer y yo no puedo pertenecerle.
«Hija mía, lo sé, es difícil».
Perdóname, oh, padre, pero no puedo evitar tenerlo en mis pensamientos todos los segundos de todos los minutos de todos los días.
«Perdóname, oh, padre».
Las rodillas comienzan a dolerme, como si la madera sobre la que están apoyadas se hubiesen convertido en algo lleno de asperezas.
Acto de Contrición… me arrepiento y lloro.. por mis pecados… prometo que con tu santa ayuda… y huir de las oportunidades para pecar de nuevo.
No había comprendido lo que recitaba de memoria hasta ahora.
Prometo, prometo.
Prometo.
Una alforja demasiado pesada.
Y mis hombros son demasiado débiles.
A pequeños pasos
Con pequeños pasos me encaminaba hacia horizontes prohibidos aunque sólo en mi imaginación.
Todos los temores de que Filippo me descubriese se desvanecían día a día, ahogados en nuestra vida de pobres diablos, en cada una de sus miradas ausentes, en cada clic de aquel maldito mando a distancia.
Incluso sus picos de ira, sus palabras acusadoras, sus expresiones ofensivas hacia mí, ya no me hacían tanto daño.
Cada día que pasaba ganaba seguridad en que podría conseguir aquel poco de felicidad que me correspondía.
Pietro me acariciaba con la mirada en las largas horas de trabajo, ya estuviese entre las estanterías, ya fuese llamada a la oficina, y actuando de esta manera, inequívocamente, me daba a entender que aquel beso que nos habíamos intercambiado, pudiera tener, es más, debía tener, una continuación.
Un viernes por la tarde, estaba acabando de meter en el programa de gestión de la contabilidad, todas las facturas de los suministradores que habían llegado durante la semana. Eran muchísimas.
Todos los otros colegas se habían ido.
El director se asomó a la puerta de la oficina para despedirse de mí.
Pietro se estaba poniendo la chaqueta para irse a continuación.
«Señorita Misia, ¿está acabando de meter todas las facturas? Perfecto, así podré trabajar con ellas mañana por la mañana… Pietro, ¿quiere esperar a que Misia termine? No me gusta que se quede sola aquí dentro. Yo debo irme corriendo. Pasad una buena noche, muchachos».
Pietro asintió con la cabeza mientras se sacaba otra vez la chaqueta.
La puerta estaba cerrada.
Estábamos solos.
Ante aquel pensamiento me asaltó el pánico.
Por mucho que intentaba concentrarme en el trabajo tenía la cabeza ardiendo y las manos temblorosas.
Él se había sentado delante de mí, las piernas entrelazadas, los brazos cruzados, los ojos grandes y oscuros fijos en mí y los labios mostrando una sonrisa.
Estaba sin aliento y un peso me oprimía el pecho.
«Quieres besarme, ¿verdad?»
«...»
«¿Verdad?»
Ya estaba de pie con una mano apoyada en el escritorio y la otra ocupada en acariciarme bajo el mentón, la carne dócil y temblorosa.
Nariz con nariz, con los ojos fijos en los suyos, sentí sus labios amables, como un toque de alas de mariposa, acariciar los míos.
Era tan delicado, sin prisas, como si tuviésemos todo el tiempo del mundo.
«¿También tú lo deseabas, pequeña, verdad? Lo he sentido, ¿lo sabes?»
No conseguía decir palabra.
Ahora estábamos de pie y me tenía entre los brazos, con el rostro presionando su pecho.
En silencio me acariciaba los cabellos, me besaba en la nuca, me hacía sentir en el centro del universo.
Y me daban ganas de llorar.