скачать книгу бесплатно
Estoy segura de que las formas que tenían antes para solventar las cosas sorprendería a más de uno en esta época. Pegar a los niños era lo más normal del mundo y, por lo general, nadie se moría. Pero ahora no me refiero a ese tipo de abusos, ahora me refiero a aprovecharse de aquellos que no pueden defenderse a sí mismos por el motivo que sea: bien por su edad, por su sexo, por su cultura o por su fuerza física.
Desde luego, el abuso de los fuertes sobre los débiles siempre ha existido, pero esta es la primera vez que las mujeres y los niños empiezan a hacerse oír y que los medios de comunicación están acogiendo con mayor sensibilidad estas historias tan desagradables.
El abuso se ha representado de muchas maneras a lo largo de los años y las culturas, desde la lapidación o clavar estacas a alguien en las muñecas y los tobillos por presuntas blasfemias, hasta marcar y descuartizar por alta traición o llegar incluso a incinerar personas. Tales atrocidades se merecen su propia necrología, sus oraciones y que se prohíba absolutamente su repetición. Por terribles que fuesen esas carnicerías, todo sufrimiento que se le cause a cualquier criatura indefensa debería reprenderse y despreciarse.
Cuando tenía unos nueve o diez años, me quitaron las anginas y las vegetaciones, una operación que solía realizarse sin anestesia en aquel entonces. No me cabe en la cabeza cómo los adultos podían hacer pasar a los niños por una situación así, solo por el hecho de ser niños indefensos, ya fuese por su edad o porque se les ataba con cintas. ¿Es que esos adultos ya no se acuerdan de lo que era la infancia? ¿O es que suponen que la operación es tan rápida como cuando quitas una tirita de un tirón y que el niño se va a olvidar a los cinco segundos? Aquí estoy, escribiendo sobre el tema muchos años después, traumatizada por el dolor que me produjo esta experiencia.
Me envolvieron en una sábana del tamaño de mi cuerpo, como una salchicha, mientras la enfermera me sujetaba sobre sus rodillas con la cabeza hacia atrás para que el cirujano tuviese mejor acceso a mi boca. Daba igual lo que yo gritase, de hecho, eso les venía bien para mantenerme la boca abierta y poder trabajar mientras me embargaba un tremendo y ardiente dolor. No sé cómo conseguía respirar entre la sangre, los dedos del cirujano por toda mi boca, las arcadas y la enfermera tirándome de la cabeza hacia atrás. Créedme, no se parecía en nada a cuando te quitan una tirita.
Mi hija tuvo que pasar por lo mismo, pero por suerte a ella le dieron éter. Sin embargo, cuando la oigo contar la historia, también fue una experiencia devastadora en la que se sentía oprimida contra la enfermera, obligada a mantener la cabeza hacia atrás y sin poder defenderse. Todavía se acuerda de aquel día traumatizada por la operación que, para muchísimos adultos ‘requetesabios’, no es más que un momentín un poco desagradble.
En otra ocasión, estando de camping con unos amigos, comimos tantas ciruelas con pipo que me dio un ataque de apendicitis. Nuestro cirujano habitual no estaba, así que me operó un cirujano viejo que me hizo una chapuza tremenda. Al día siguiente, tuvo que volver a abrirme la herida para limpiarme una infección que me llegaba al estómago y, esta vez, lo hizo sin anestesia. Creo que todavía se oyen los gritos por toda la ciudad de Nueva York.
Cuando nos hicimos más mayores, René se unió a los Boy Scouts y a mí me dejaron inscribirme a las Girl Scouts.
Capítulo 2
Alemania Invade Francia
Tenía tan solo doce años y vivía con mi familia en Bourg-les-Valences cuando empezó la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939. Solía oír a los mayores hablar de Neville Chamberlain, el Primer Ministro británico, que había viajado a Alemania para convencer a Hitler de abandonar su fanatismo y sus políticas de anexión, puesto que ya había ampliado sus territorios añadiendo toda Austria y una región checoeslovaca conocida entonces como Sudetenland. Desde el momento que Hitler llegó al poder, todo el mundo veía que se avecinaba una guerra; y así comenzó el 1 de septiembre de 1939 cuando Hitler ocupó Danzig (ahora conocida como Gdansk, en Polonia). Varias reuniones y conferencias internacionales se habían celebrado con anterioridad para tratar de evitar esa catástrofe, y en todas ellas Neville Chamberlain proclamaba: «Paz a través del diálogo», frase con la que parecía que el mundo entero, incluido Hitler, se quedaban más tranquilos.
Antes de que estallase la guerra, en Francia cantábamos muchas canciones patrióticas retando a Hitler a acercarse a la línea Maginot, una línea de defensa construida por toda la frontera entre Francia y Alemania, que solo dejaba libre y desprotegida la frontera belga, por donde más tarde los alemanes entraron en el país. En tan solo diez meses, las tropas alemanas habían derrotado, aplastado e invadido a los franceses dejando atrás la línea Maginot.
Así pues, toda paz acordada hasta entonces entre Francia y Alemania no duró más que unos meses ya que, en 1940, el ejército francés declaró que los alemanes habían ocupado Francia. Los medios de comunicación, totalmente nacionalistas, seguían cantando canciones populares y retando a Hitler para que trajese el resto de sus tropas hacia los búnkeres fortificados de la línea Maginot pero, por supuesto, Hitler prefirió que su ejército atravesara las fronteras por tierras belgas, que no estaban vigiladas ni protegidas, y así, abrirse camino hasta París.
Un día, vino a casa el mejor amigo de René. Traía el rostro descompuesto y nos contó que el mariscal Pétain había pedido un armisticio y que Francia había perdido la guerra. Nos dijo que el gobierno francés había huido de París y que ahora se refugiaba en Vichy (situada en el centro de Francia), así que los alemanes habían invadido el país. El gobierno lo dirigían el antiguo mariscal Pétain y el primer ministro Pierre Laval. El pueblo francés los consideraba unos traidores por permitir sin la menor oposición que los invasores alemanes tomasen sus tierras e impusieran todo tipo de restricciones sobre ellas. A la huida del régimen se sumó la de dos academias militares, la de San Siro y el Pritaneo Militar, que también abandonaron la zona ocupada y se instalaron en barracones militares que habían despejado los soldados enviados al frente. Los alemanes habían requisado todos los alimentos disponibles, así que los carniceros tuvieron que empezar a vender carne de caballo que, por cierto, a mí me parecía un manjar.
Lo primero que hicieron los alemanes fue obligar a todos los judíos de la zona ocupada a identificarse con una estrella de David amarilla en su ropa. Además, les impusieron un toque de queda y, aunque yo no vivía en la zona ocupada, oímos que algunos franceses estaban ayudando a los alemanes a arrestar judíos durante la noche. Nunca se volvió a saber nada de toda esa pobre gente.
También nos enteramos, gracias a algunos que tuvieron la suerte de cruzar la línea de demarcación, de que los alemanes habían arrestado a miles de judíos parisinos, entre los que había muchos niños, los habían encerrado en el Velódromo de Invierno de París y se habían ‘olvidado’ de ellos. A los que sobrevivieron al frío y a la intemperie, se los llevaron a Auschwitz.
Vivíamos sumidos en el miedo. Los aviones aliados nos bombardearon para acabar con los dos barracones militares del barrio y temíamos que, en cualquier momento, nos despertasen en mitad de la noche para deportarnos, traicionados por nuestros propios compatriotas.
Teníamos mucha hambre y solo nos daban una ración de doscientos gramos de pan al día que, por supuesto, venía sin mantequilla, ni harina, ni huevos, ni azúcar, ni chocolate. Al principio solo se podía comprar carne de caballo, pero pronto se terminó porque se la quedaban las tropas invasoras.
Unas de las primeras órdenes que impusieron los alemanes fue prohibir todo tipo de canciones patrióticas y toda expresión de nacionalismo, entre ellas, los desfiles militares de la ciudad. Cuando llegó el 14 de julio, Día de la Bastilla, todos estábamos impacientes por ver cómo se celebraría nuestro día de la Independencia y si veríamos a los cadetes o qué pasaría con la prohibición alemana.
Resulta que, el 14 de julio de 1940, todos los cadetes de las academias militares de San Siro y el Pritaneo, luciendo sus mejores uniformes y mostrando todo su desprecio, desfilaron por el boulevard de la ciudad donde se situaba la sede de la Comandancia alemana. Claro está, tampoco dudaron en cantar cosas como:
Vous avez eu l’Alsace et la Lorraine
Mais malgré tout, nous resterons Français
Vous avez eu l’Alsace et la Lorraine
Mais notre cœur, vous ne l’aurez jamais.
‘Tenéis Alsacia y Lorena
Pero franceses somos y seremos
Tenéis Alsacia y Lorena
Pero nuestro corazón no entregaremos’.
Para sorpresa de todos, el único castigo que se les impuso fue que no salieran de los barracones durante un mes. Estábamos todos contentísimos porque las consecuencias podían haber sido fatales.
De todos los que consiguieron cruzar la línea de demarcación, se me viene a la cabeza un hombre judío húngaro, el Sr. Spitzer, que antes vivía en París y ahora trataba de sobrevivir en la zona no ocupada. Trabajaba de plongeur, (‘lavaplatos’) en un restaurante y solía venir a casa para sentirse más acompañado. Un día, nos dijo en su francés macarrónico que cuando estaba llegando a casa del trabajo había visto cómo se llevaban a su mujer y a sus hijos en un camión alemán y sabía que no había manera de poder ayudarlos ni salvarlos. Me eché a llorar y recuerdo que mi padre le dijo: «Tu vois, tu as fait pleurer ma fille» ‘¿Ves? Ya has hecho llorar a mi hija’. Su historia solo es una de tantas que ocurrieron aquella época. Todos temíamos por nuestras vidas, todos teníamos miedo de que nos deportaran, y de muchas otras cosas peores.
Вы ознакомились с фрагментом книги.
Для бесплатного чтения открыта только часть текста.
Приобретайте полный текст книги у нашего партнера: